viernes, 7 de diciembre de 2012

La Lola


Susana Arcilla




De diciembre a marzo -de cada año- mi vida y la de mi familia cambiaban para bien, pasábamos el verano en la playa. La observación y la imaginación de los que éramos adolescentes estaban desatadas como antenas descubriendo el mundo a borbotones. Al lado de la casa de mis primas –a donde yo iba todas las tardes- vivía la Lola. No conocíamos ni su nombre ni su apellido, pero no hacía falta.

-¡Mirá el pelo! –me decía Anamaría desde su reposera en la vereda, mientras tomábamos mate. Teníamos la misma edad y éramos muy afines.

- ¡No puede ser más rubio! ¡Casi blanco! –le contesto- y fijáte la ropa ajustada y ese maquillaje…ideal para el día… ¡Jajajajajaja! El delineador negro que bordeaba sus ojos y el rojo pasión de sus labios podía verse desde lejos, pero en una cara añosa y a plena luz del sol, tomaba un cariz  entre grotesco y dramático.

- ¡Che! ¿De qué hablan? –dice Luisa saliendo de la casa con el bronceador en la mano. Bikini reluciente y cuerpo de adolescente, era la más chica del grupo.

-¡¡De la Lola!! ¿De qué va a ser? Recién pasó con su perrito de diva, ¡no sabés! ¡Un aparato, la vieja loca esa! Estábamos muy entusiasmadas en criticarla. Llevar un diminuto can como si fuera una cartera de mano era otra de sus extravagancias, una verdadera pionera de la moda. Nuestras inseguridades de adolescentes resaltaban en contraste con la determinación de la vecina que avanzaba pese al qué dirían.

La Lola tenía una casa espectacular con grandes ventanales hacia el mar, gruesas cortinas blancas caían sobre el piso. Decían que la había heredado de su familia. Un pasado de riqueza y belleza daba el marco ideal para todos los trascendidos. Su marido había sido un abogado exitoso en la ciudad hacía muchos años; ahora ella era viuda.

Nosotras pasábamos para el mercado de la esquina a cada rato sólo  para ver los muebles de su casa. Se veían unos amplios sillones blancos como los que aparecían en la televisión.

- Saco las reposeras a la vereda para que los vecinos nos vean –decía la Lola, con voz ronca, a su pareja que era mucho más joven que ella; estaban los dos recostados mirando el mar.

- ¿Reposeras? ¿Y la mesita, la sombrilla y el champagne? –le preguntó el joven y atlético muchacho mirándola a través de sus lentes oscuros, a la vez que soltaba una ruidosa carcajada.

- Todo es para lo mismo. ¿No te das cuenta de que somos una pareja exótica? La  rica y el joven guapo –Lola gozaba de su desinhibición, no tenía nada que perder y ya le quedaban pocos años de vida para disfrutar.

- ¿Vamos esta noche al Álamo? –le dijo el inquieto muchacho, tirado al sol como una lagartija.

-¡Sí! Después de dormir una buena siesta, por supuesto. Hay que aprovechar todas las noches… -se hacía la diva, con sus lentes negros tipo Gatúbela. Usaba un bikini que mostraba cómo el tiempo había deteriorado su piel que caía en pliegues por el efecto de la gravedad.

A nosotras no nos dejaban ir al Álamo, porque éramos muy chicas todavía. Al día siguiente nos enterábamos igual de lo que había pasado.

- La Lola vestida de dorado se revoloteaba alrededor del muchachito –nos contaban mientras caía la tarde y el mar fluía sereno sobre la playa.

- ¿Cómo que le revoloteaba? –pregunté tratando de imaginar esa escena de película. Mis trece años estaban a flor de piel y esos temas me atraían sobremanera.

- Ella bailaba alrededor de él y se frotaba hacia abajo y hacia arriba, él le hacía todo tipo de mimos, la besaba, la abrazaba… y la gente haciendo ronda aplaudía –aparecían los detalles, cada vez más finos, de esa relación tan desigual e insólita. Estábamos acostumbrados a ver hombres grandes y ricos con señoritas jóvenes y voluptuosas pero nunca al revés, y menos en vivo y en directo.

- Y él, ¿por qué estará con ella? Parece su abuela –apuntó Luisa con la ingenuidad propia de su edad.

- Ella le paga  –le contestaron.

- ¡Uy! Pero, ¡qué estómago!, ¿no? –yo trataba de entender lo que me parecía un tamaño despropósito.

- En el boliche se comentaba anoche que él la emborracha y no pasa nada después. El se escapa con chicas de su edad cuando ella se duerme y se gasta toda la plata. Total, tiene casa y comida al otro día. Encima, ella le compra ropa, relojes y hasta un auto –el relato era apasionante, parecía una película en nuestra playa y con los vecinos como actores.

A la tardecita caminaban por la rambla de punta a punta. Todos los observaban: tanto los que paseaban en auto, despacito, como los que estaban tomando fresco en las veredas de sus casas. Ella, como siempre, vestida y pintada en forma escandalosa y extemporánea para su edad. Calzas animal- print, altas plataformas, mucho dorado en su remera, lentes negros de sol y un gran sombrero de ala ancha con flores. El -un dandy, el Johnny- bronceado y vestido con ropa muy blanca, bermudas y remera, ojotas, lentes negros y con el andar de un cuerpo joven, altivo y elegante a la vez. Iban de la mano conversando y riendo.

En las veredas de la primera fila, la gente sentada, disfrutaba de la vista al mar en la mejor hora de la playa, cuando baja y sol y ya no sopla viento. Algunos,  con el vermouth y la picadita en improvisadas mesas. Comentaban: “¡Menos mal que su marido está muerto!” “Esta mujer, ¿no tiene hijos?” “¡Qué desvergonzada!” -opiniones de todo calibre se podían escuchar al paso de la pareja- “¡Parece que es europea! Seguramente francesa, por lo desfachatada… ¡Qué atorranta, la vieja!”

El verano avanzaba sin prisa pero sin pausa; se acercaba marzo y el almanaque nos cantaba la vuelta al colegio. Un día no se abrieron los ventanales de la casa de la Lola. Seguramente habrían viajado en un crucero alrededor del mundo, nuestra imaginación volaba para  interpretar la nueva situación. Ya no estaban en la vereda mostrando su amor, ni en la playa ni en el boliche, ya no paseaban por la costanera alardeando de hacer “lo que a uno se le cantan las ganas”. Quizá estaban en París disfrutando de todo el glamour del primer mundo. ¡Ah! La ciudad del amor… o en Venecia, tal vez, navegando en una góndola sobre el gran canal… ¡Vaya uno a saber!

Con el paso de los días aparecieron los rumores en la villa balnearia. Él se habría ido –después de robarle plata y joyas- con una chica de su edad; no se sabía a dónde. También se habría llevado el auto último modelo que Lola le había regalado. El Johnny lo tenía todo calculado según veíamos ahora, el príncipe de la película se nos vino abajo de golpe.

- Parece que la durmió con un somnífero –decían las malas lenguas en el mercado- y luego se fue y desapareció.

- Después de eso, ella ya no sale más –se comentaba- vive borracha encerrada en su casa.

Lo que antes era mirar y comentar ahora era susurrar sobre suposiciones. ¿Nadie vendrá a salvarla? ¿No tendrá sobrinos? ¿Hermanos o cuñados? ¿Quién le lleva la comida? ¿Se habrá muerto ya? Pasábamos por la vereda de su casa –disimulando- para ver si podíamos descubrir algo. Habíamos visto muchas películas donde el cadáver aparece después de varios días y en estado de descomposición… ¡¡¡ Puaj !!!... como en Siete Pecados Capitales.


Una noche cálida, siendo las tres de la mañana, Lola salió de su casa vestida de blanco y empezó a caminar hacia el mar. Cruzó la vereda y la calle, no interrumpió su paso aunque pisó la arena gruesa, después la fina que acerca a la costa, la espuma mojó sus pies desnudos. Avanzó y avanzó sin cesar, no parecía que el frío de las olas le hiciera nada  y desapareció en el negro mar, iluminado apenas por las estrellas. Esa decisión que había tenido para vivir se veía ahora en su marcha hacia la muerte. Se vio una mancha blanca sobre el oscuro océano como si fuera leche derramada…

Te vas, Alfonsina…en tu soledad…[1]

Apareció el cuerpo a los pocos días. La rescataron con una lancha de la prefectura y la bajaron a la costa en una camilla toda tapada con una bolsa negra. La gente se arremolinó para poder ver; nosotras, mirando en silencio, nos preguntábamos si estaría azul-violeta… Caía el sol de la tarde…

Un papel en la mesa -de su casa abandonada- simplemente decía: “Fui, soy y seré siempre joven, bella y rica”,  escrito con una fina letra manuscrita y cursiva. 





[1] La poetisa Alfonsina Storni se suicidó entrando al mar en Mar del Plata, una canción argentina la recuerda así.

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