Miguel Ángel Salabarría Cervera
El lunes veintisiete
de abril a las seis de la mañana, el maestro abordó el autobús a toda prisa por
comprar su periódico como lo hacía diariamente, tenía la costumbre de irlo
leyendo la hora y treinta minutos que distaba de Culiacán al Vergel, lugar
donde laboraba. Se acomodó junto la ventana del asiento delantero, para no
sentir los brincos del camión y leer a gusto algo que para él era prioritario,
las noticias.
Leyó primero los
deportes, para saber el resultado del equipo de beisbol local, luego las
noticias políticas del país y del mundo, casi terminaba de repasar el periódico
cuando sin querer tenía ante sí la sección policiaca; su mirada se detuvo en la
nota de ocho columnas y su expresión cambió en una mezcla de asombro y dolor.
Aparentaba mirar
el paisaje que se iluminaba por los rayos del sol dando colorido a los
sembradíos, pero su vista estaba en un punto distante que solo él percibía
mientras sus pensamientos se agolpaban dentro de su cerebro.
«¡Los
que bajan en el Vergel!» gritó el chofer
que detuvo el autobús. Como autómata descendió en compañía de otros profesores
y se encaminó a la escuela, que estaba cruzando la carretera, enfrente del
lugar que descendieron.
El domingo
anterior muy de mañana cuando aún no despuntaba el alba, don Servando detuvo la
«troca»,[1] en
ella iban sus dos hijos José Ramón de once años, y Misael, próximo a cumplir
los diez; descendieron a la entrada del terreno en el que había sembrado
sandías, en compañía de dos perros, les dio la orden de espantar a los «chanates»[2]
que llegaban a comérselas aventándoles pedruscos y azuzando a los dos canes
para que los corretearan. Les abrió la reja del cerco para que entraran, caminó
con ellos unos metros y les dijo:
—Llevan su itacate
para que coman cuando tengan hambre y dos galones con agua; si el calor está
fuerte, se van al «tejabán»[3] que
está en el centro del «verano»[4]
para protegerse porque «el sol raja
piedras», —les indicaba
don Servando— no hagan travesuras, cuídense, regresaré por ustedes cuando
empiece a caer la tarde, porque voy a ir con su amá a Navolato a comprarles sus ropas que estrenarán el jueves
treinta en la fiesta que la escuela le hace a todos los «plebes»[5].
A cuanto lo que su
padre les decía, asentían con la cabeza, luego el señor regresó sobre sus pasos
subió a la camioneta y les hizo seña de adiós, ellos alzaron el brazo, agitaron
la mano para despedirse de su progenitor, que se alejaba entre una nube de
polvo para llegar a la carretera que conducía al Vergel, ejido en que vivían.
Ambos cursaban el
4º. Grado de Educación Primaria, debido a que José Ramón había repetido este
nivel y fue alcanzado por su hermano menor; él no era muy proclive al estudio,
más bien a las actividades físicas, tenía un carácter difícil por ser broncudo,
como decían sus compañeros «picudo», siendo tratado con tacto por sus condiscípulos.
Misael era diferente, inclinado a leer y cumplir con sus tareas, le gustaba
dibujar y escribirle un texto a sus bosquejos, gozaba de la aceptación de sus
amigos tanto en clases como en los espacios de juego.
Faltaban unos días
para finalizar el mes de marzo, cuando fue requerido Misael por su maestro para
que hiciera un dibujo relacionado al «Día
del Niño» que se celebraría
el treinta de abril, siendo necesario entregarse antes del treinta y uno del
mes de marzo en curso, para ser incluido en el periódico mural de la escuela,
que tendría esta temática.
Al siguiente día
iniciando las actividades escolares, Misael entregó su compromiso al docente,
quien se sorprendió del trabajo porque estaba hecho con gran detalle y
colorido, como por el texto que redondeaba la idea de la celebración infantil
que tanto esperaban los chiquillos en su día; lo guardó en un sobre, rotuló los
datos del autor acudiendo a llevárselo a la maestra responsable del periódico
mural, ella lo extrajo, observándolo a detalle e inmediatamente tuvo elogios
para el alumno del que eran frecuentes sus participaciones.
—Tu alumno hizo un
gran trabajo, supo combinar el dibujo con el texto sin perder la idea; motívalo a que continúe, «es una piedra, que debes pulir».
El sol aún no
despuntaba en todo lo alto, pero sus rayos se sentían con intensidad, haciendo
que a los dos hermanos Enríquez Pérez se les perlara el rostro a pesar de los
sombreros que llevaban.
«Vámonos
para el tejaban, porque el sol quema —dijo José Ramón a Misael— con este calor
ni los pájaros van a picar las sandías».
Misael no
respondió limitándose a seguir a su hermano rumbo al lugar en que se
resguardarían, seguidos por los dos perros que también daban muestras de ser
afectados de la agobiante temperatura.
Llegaron
escogiendo el sitio más adecuado para recostarse, después lo limpiaron, se
acomodaron para descansar un rato, posteriormente sacaron las quesadillas de su
itacate y comieron hasta saciarse, compartiendo su comida con los perros, cada
quien a su respectiva mascota Juan Ramón al Canelo y Misael hizo lo mismo con el Pinto, que
ambos las devoraron en segundos. Sus comentarios eran sobre el cansancio que
sentían, luego sin ponerse de acuerdo se quedaron dormidos, bajo la atenta
mirada de los dos «chuchos»[6]
que los cuidaban entre sueños.
Serían como las
tres de la tarde cuando Misael despertó, los perros hicieron lo mismo estirándose;
minutos después Juan Ramón hizo lo propio, se quedaron mirando el sembradío de
sandías, sin pronunciar palabra, sintieron que los rayos del sol ya no
tatemaban como horas antes, sin embargo, el calor aún sofocaba, porque no
soplaba el viento.
―Tengo hambre
―dijo Misael.
—Vamos a ver qué
sandía ya está buena para comer —respondió su hermano.
Se encaminaron
entre el plantío —seguidos por los «chuchos»— buscando una grande y madura, la encontraron, a
jalones la arrancaron y se dirigieron de regreso al «tejabán».
—Mira esas piedras
que están amontonadas allá pegadas a la alambrada —señalando decía el mayor de
los hermanos.
—No lo había
mirado, pero mejor vamos a comer la sandía.
―Ta´bien, pero luego iremos ―disgustado
respondió Juan Ramón.
Con una china
partieron el fruto, lo comieron todo, luego con el poco de agua que les quedaba
se lavaron las manos y la boca, rociaron a los perros para que se refrescaran;
e inmediatamente su puso de pie Juan Ramón y exclamó:
―Vamos pa´ya a ver que hay en ese montón de
piedras.
―Apá nos dijo que no hiciéramos
travesuras ―Misael le recordó.
―Solo vamos a mirar
que hay allí ―le respondió su
hermano― seguro hay algo escondido.
—Vamos, pues.
Caminaron hasta
donde estaba la pila de piedras junto al cerco que limitaba el terreno, un
brillo que provenía del cúmulo les hizo despertar su curiosidad, pensaron en
quitar las guijarros, pero eran pesadas para su edad; el mayor de los dos
propuso buscar un palo para quitarlas, el menor de los hermanos se resistía a
hacerlo recordando la orden de su padre; sin embargo, accedió y encontraron un
tronco que les serviría para palanquear las piedras.
Así lo hicieron
hasta que poco a poco fueron dejando al descubierto la causa del brillo, era la
carabina que se iluminaba por un rayo de luz solar que don Servando tenía
oculta; Juan Ramón decidió sacarla con el argumento de matar a las aves que
comían las sandías, de nueva cuenta Misael no estuvo de acuerdo con las
acciones de su hermano. Este hizo caso omiso de sus palabras, se la puso al
hombro encaminándose por el sembradío, siendo seguido por su hermanito y los
dos perros.
El treinta de
abril en la Escuela Rafael Buelna Tenorio, el Día
del Niño no era como se esperaba todos los años.
Los alumnos en sus respectivos salones convivían con sus maestros, quienes les
organizaban rifas, para entregarles regalos, a los no afortunados, les
repartían comida y pastel.
Sin embargo, en el
ambiente flotaba la nostalgia por la ausencia de un compañero, que se combinaba
con la tristeza de sus condiscípulos y la forzada alegría de los maestros al
intentar hacer amena esta fecha a los alumnos, guardando la pena en su interior
por la partida inesperada y trágica de uno de los dos hermanos del 4º. Grado;
así transcurría el día tan esperado por los educandos.
En el salón del 4º.
Grado la situación era más dolorosa, en este
grupo se sentía más la ausencia de quien
ya nunca compartiría la fiesta del treinta de abril, ni asistiría más a la
escuela. En un rincón se encontraba sentado uno de los dos hermanos Enríquez
Pérez, no participaba de la celebración, miraba solamente, tampoco comía los
dulces y el pastel que tenía en la paleta de su silla, ni jugaba con los regalos
recibidos; ocasionalmente se le acercaba un compañero y lo invitaba a participar
en las actividades lúdicas que se organizaban, a lo que él respondía meneando
la cabeza con expresión de dolor y rechazo; por su mente pasaban distintos
pensamientos que le hacían recordar la compañía de su consanguíneo en tantas
situaciones compartidas, como también el momento en que se separaron… así
permaneció todo el tiempo que duró la fiesta.
Ese lunes, el
maestro entró a toda prisa a la escuela se dirigió a la dirección, en donde se
encontraba el director del plantel, que al ver el rostro descompuesto de quien
llegaba con el periódico extendido, le confirmó la noticia que le mostraba; el
maestro le pidió permiso para ir a visitar a la familia Enríquez Pérez en
compañía de sus alumnos, siéndole inmediatamente concedido.
Llegó hasta las
puertas de la casa, en ese instante salieron a recibirlo los esposos muy
acongojados por la tragedia ocurrida, él les expresó sus condolencias y los
reconfortó con palabras de aliento; ellos
lo invitaron a entrar a la sala en donde estaba el ataúd, que tenía unas barras
de hielo con sal debajo del catafalco, para refrescar el féretro, por el
intenso calor que se vive en esta región sinaloense.
La madre del menor
le pidió que viera el cuerpo que yacía en la caja mortuoria, con gran
sentimiento se acercó, levantó los lentes oscuros que llevaba, viéndosele los
ojos humedecidos, el maestro observó el cadáver por varios minutos, mientras
sus labios se movían en una silenciosa oración. El cuerpo vestía la ropa que le
fue comprada el día anterior, para el próximo treinta de abril. Su rostro
manifestaba tranquilidad, como si durmiera Misael.
Después de unos
minutos, salí de la pieza y fui al solar donde estaba sentado Juan Ramón bajo
un tabachín, hice lo mismo que él; no sabía qué decirle, hasta que al fin pude
expresarle lo que sentía y mi opinión sobre lo acontecido.
—No te sientas mal,
fue un accidente, nadie es culpable, además Misael está en el cielo y desde ahí
te cuidará siempre.
Juan Ramón sonrió
levemente, quizás reconfortado por mis palabras y la confianza que me tenía.
Después de un
silencio por minutos hecho por ambos, mientras caían las hojas del tabachín
sobre nosotros, me miró a la cara y con voz firme denotando seguridad y
franqueza me dijo:
—Profe, le voy a contar como fue lo que
pasó.
Guardé un
respetuoso silencio a las sinceras palabras de Juan Ramón.
—Después que
encontramos la carabina de mi apá, me
la puse en el hombro como soldado, Misael venía detrás, caminábamos junto a la
alambrada, habían ramas que nos estorbaban una de ellas se metió junto al
gatillo, al querer sacarla, el arma se fue pa´
abajo apuntando a mi hermanito y se disparó solita la escopeta.
Tiré la carabina
al suelo y volteé pa´ verlo, él
estaba parado, se agarraba con sus manos el pecho que tenía lleno de sangre, me
dijo con esfuerzo porque no oía su voz:
«Me…
duele… mu… cho».
«Voy
a buscar ayuda», le dije.
Me fui corriendo
cuando ya mi apá venía ya pa´ca en su troca. Al llegar junto a
Misael que estaba tirado en el suelo, ya no se movía, estaba muerto y su perro
el Pinto, echado junto a él… lo estaba cuidando.
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