viernes, 30 de agosto de 2013

El jardín medicinal; bonachón el gato

Mizard Seta



Esta es una noche tibia y pacífica, el aroma de los arrayanes impregna el aire nocturno y todos parecen tener pereza, pero aun así tengo deseos de relatarles una historia de esas que observo en mis correrías. Historias que viven cada uno de los hijos de las diferentes tierras con diferentes nombres que forman a este único y redondo planeta. Así que yo, el corredor viento, me sentaré en esta rama de araucaria para saborear sus frutos a la luz de la bella dama luna  y les contaré alguna de las historias por las que siempre preguntan aquellos que desean saber qué hay detrás del horizonte. Siéntense y escúchenme.

Bonachón era un gato que hacía honor a su nombre, tenía un corazón grande como los alerces y una disposición como la del sol para ayudar a quien lo necesitara. Era negro como la noche y regordete a fuerza de comer tanto atún, su alimento favorito y de moverse lo menos posible, las aves revoloteaban felices a su lado, seguras de que no les haría daño alguno.

Siendo un bebé, la abuelita María lo encontró en una bolsa a orillas del viejo río que corría entre las quebradas cordilleranas, donde buscaba plantas medicinales que no crecían en su hermoso jardín. Con cuidado tomó la bolsa y halló a un empapado gatito más en el otro mundo que en este, dejando de lado su recolección de ese día, volvió tan presurosa como le fue posible, para ocupar todo su arte curativo y lograr salvar al pequeño abandonado.

Tranquilo mi bebé, -decía la anciana mientras lo curaba, le daba sus medicinas, le proporcionaba calor y conversaba con él y el Señor- abuelita María está aquí contigo, no estás solo, no sufras, no te dejes llevar por esos sueños de muerte, eres un bebé fuerte y tienes la vida por delante. Mi señor Dios guía mi mano para curar a este bebé, tú y yo sabemos porqué estaba en el río, hay gente demasiado supersticiosa, seguro lo quisieron matar solo por su color pensando que atraería la mala suerte, como si la apariencia tuviera alguna importancia. 

Poco recordaba Bonachón de esos días en que la fiebre lo consumía y la abuelita María lo cuidaba con dedicación absoluta. En sus delirios escuchaba la voz de su mamá llamarlo desesperada, sentía terror y abandono, la oscuridad lo rodeaba, el agua le entraba por la nariz y la boca, no podía respirar, su corazón se apretaba, no sabía qué había hecho para merecer lo que le ocurría. Lentamente todo vestigio de su madre se desvanecía en aquel frío  en que él mismo moría, en su desesperación elevaba sus plegarias a no sabía quién que lo ayudara, pero al pasar de los días con los cuidados constantes de la abuelita María, los desvaríos fueron alejándose junto a aquellos terribles momentos, incluso su  único recuerdo bello, el sonido de la voz de su madre terminó por esfumarse, siendo reemplazado por sus primeras memorias al despertar en un lugar tibio y luminoso. La abuelita le hacía cariño entre sus orejas sujetando su cabecita para alimentarlo con algo que más tarde averiguó se llamaba biberón, desde ese día decidió que jamás saldría de aquel lugar, nunca abandonaría a la abuelita María.

Años más tarde cuando ya fuera un meico* maestro, entrenando a su propio aprendiz aún evocaría aquel momento, estaba inundado el lugar con una luz cálida, rodeado de algo tibio y la seguridad de que nada malo ocurriría. 
Era un bello día de verano cuando logró ponerse en pie y la abuelita le dio alimento más consistente, resultó que lo único que tenía en casa que le pareció medianamente adecuado era un tarro de atún, esta fue su primera comida solida y desde entonces también su festín favorito.

En sus primeros paseos por aquel lugar que sería su hogar, abuelita María le contó que su familia era inquilina del fundo que daba nombre al pueblo, y que en la época de la independencia el patrón regaló la casa a su ancestro en pago por los servicios prestados curando a los patriotas...claro está su ancestro en realidad atendió a quien necesitó su ayuda como era su deber... el lugar contaba con un cuarto de hectárea cerrado por una pirca de piedra de la altura de la abuelita, a la entrada corría una acequia ancha cruzada por un puentecito, donde nadaban los patos caseros. El puentecito estaba cerrado en ambos extremos por unas puertas de madera, en la externa había una pequeña campana de bronce con la que se anunciaban los visitantes. Esta puerta daba a la "Calle del Medio", que era la calle principal del pueblito que llevaba a la Plaza de Armas y que a ambos costados estaba resguardada por una alameda ancestral.  Se decía que esos álamos ya eran viejos y altos cuando el ejercito libertador de Bernardo O´Higgins pasó por el lugar, por esa misma calle  él y la abuelita caminaban al centro del pueblo a hacer las compras de la semana.

La casa tenía forma de L, contaba con cinco habitaciones que tenían puerta al amplio corredor que estaba cubierto por un techo de tejas de barro cocido, sostenida por algunas columnas de madera donde por generaciones los niños habían jugado en los días de lluvia cuando no era posible ir a trabajar a los sembradíos del patrón. Pero después del gran terremoto había sido remodelada  por ella y "su amado esposo que en paz descanse", así que una de las habitaciones la habían dividido para hacer cocina y baño dentro de la casa. La habitación del lado, que era la pata de la L, quedó repartida en centro de atención a pacientes y sala de estar-comedor, las otras tres habitaciones era donde dormían los niños  y ellos.

Atrás de la casa estaba el gallinero, la pesebrera, el corral de chanchos, las conejeras y las colmenas; al costado de la casa, detrás de la pata de la L, se cultivaban las hortalizas y frutas de la temporada para el uso domestico más la almaciguera; al otro costado de la casa donde empezaba la L, se cultivaban clarines, reinas luisas y gladiolos, estos últimos eran los favoritos de su difunto esposo.

Entre la casa y la acequia, estaba el sector principal, el jardín medicinal que le daba nombre al lugar, presidido por un enorme y anciano sauce donde aún se encontraba la artesa en que lavaba la ropa antes que su hijo mayor le regalara su primera máquina de lavar, el mejor invento del ser humano según ella. El jardín medicinal era espectacular tenía un aroma extraordinariamente agradable, había matas de ruda, menta coca y piperita, lavanda, romero, toronjil, manzanilla, ortiga, palqui, orégano, dedalera, maqui, entre otras muchas; los aromas eran agradables en su mayoría, otros eran fuertes como el de la ruda que le impregnó la nariz por días al gatito que encontraba el lugar realmente enorme. 

Pero abuelita –le decía una mujer que había venido a agradecerle, con un par de gallinas, su atención de hacía algunos días– trata a ese animal como si fuera persona.

Todo aquel que necesita ayuda la debe recibir –respondió la anciana con gran ternura acariciando al gatito– todos somos hijos de Dios y mi madre, que en paz descanse, me enseñó el arte de curar para todos los hijos de la tierra, los pequeños, los grandes y los medianos; no sólo para las personas.

Como siempre tiene razón abuelita –respondió la mujer, quien agradeciendo nuevamente su ayuda se retiró.

Aquellas palabras de la abuelita, aunque esta no lo supo, quedaron grabadas en el corazón del gatito, el que en unas semanas creció unos centímetros más, aumentó unos gramos más de peso y ya pudo salir a caminar por el jardín acompañando a la abuelita.

-  - ¡Gatito!, ¡gatito! –gritaba la señora a la hora de almuerzo, pues a pesar que sus horarios de comida no coincidan con los del minino, este había adoptado la costumbre de acompañarla.

El gatito aparecía corriendo a los brazos de la abuelita, que era en la única ocasión en que corría, y ella lo cargaba como a un bebito llevándolo hasta lo cocina y lo acomodaba en su mullida cunita para que estuviera cómodo mientras la acompañaba.

-  No puedo seguir llamándote gatito, –dijo de improviso la abuelita mientras tomaba su té de toronjil y menta- pero ¿qué nombre te pongo?, ¿sabes que el nombre es importante?, es un reflejo de la personalidad de cada hijo de Dios. Pero creo que deberemos esperar un poco más hasta que me digas cuál es el tuyo. Porque todavía no lo sabes ¿cierto? -preguntó mirándolo fijamente a los ojos- ...eso imagine.

Los días pasaron y la abuelita siguió atendiendo a los vecinos puerta a puerta, y a quien viniera en su busca, curando sus enfermedades y en algunas ocasiones más especiales curando sus almas, tanto de personas como animales y plantas.

El gatito vio que no siempre le pagaban sus servicios con aquellas cosas de papel o de metal que empleaba para cambiarlas en la tienda del pueblo por comida para los dos que siempre incluía su tan preciado atún, en muchas oportunidades le pagaban con harina, con gallinas y otras cosas así y en algunas ocasiones sólo recibía las gracias, siempre con una atenta sonrisa. 
 
Así el gatito pensó que debía poder ayudar en algo a la abuelita y empezó a seguirla cuando  salía en busca de aquellas plantas medicinales que no crecían en su jardín. Los caminos que hacían por los senderos y bosques cordilleranos eran largos y pesados, a él le costaba seguir el paso de la abuelita y unas cuantas veces se quedaba tendido bajo  alguna sombra, para después seguirla hasta alcanzarla.

- Mira gatito este es el pañil, huele y siente su textura -decía la abuelita pasando una hoja por su nariz y él la olía con todas sus fuerzas y con la ayuda de sus bigotes y lengua trataba de reforzar lo que sus ojos veían para no olvidar detalle- se corta cuando florece y puede ser usado en infusión o en compresas para el dolor de estomago, para curar heridas, detener sangrados, también se llama matico y los antiguos lo llamaban paguñi... si alguien me escuchara pensaría que soy una vieja loca, pero he recibido más atención de ti que de  las muchachas que vinieron a aprender el arte de curar y se fueron antes de terminar su aprendizaje pensando que ya lo sabían todo o se aburrieron porque nunca lograron averiguar el gran secreto pequeñito: “nunca se termina de aprender”.

La abuelita se sentía muy agradecida de aquella compañía, estaba convencida que como su abuelita le contaba cuando era niña el don de curar le podía ser concedido a cualquier criatura de Dios y que aquel que debía aprender tarde o temprano encontraba a su maestro, pero no dejó de sorprenderla verlo un día arrastrar o mejor dicho, intentar arrastrar su canasto para acercarlo a donde ella estaba recogiendo sus yerbas.

Muchas gracias pequeño -dijo ella agradeciendo su esfuerzo rascando entre sus orejas- eres muy amable.

Pero mayor sorpresa causó a los pacientes de la abuelita al verlo llevarle una u otra cosa de las que necesitaba para las curaciones.

Su gatito es muy amable y tranquilo, siempre la trata de ayudar y nunca se aleja de usted, ¿cómo se llama? -pregunto un señor que venía a que le curaran el dolor en sus articulaciones.

Aún no me ha dicho su nombre -respondía ella dejando al hombre intrigado con tal respuesta- pero creo que pronto me lo dirá.

Días después unos estampidos muy fuertes se escucharon en el bosque demasiado cerca de donde la abuelita hacían su recolección, y de pronto el gatito, que ya estaba más crecido, corrió internándose entre los frondosos árboles para volver donde la abuelita rápidamente. Saltaba, maullaba, se enredaba en las piernas de la anciana, y luego se alejaba en la misma dirección en que había desaparecido la primera vez, hasta que la abuelita lo siguió llegando donde yacía herida sobre la tierra una paloma torcaza.

Este es mi fin, si este gato no me devora, esa humana acabará conmigo o me matará el hambre por no poder volar -gorjeaba la paloma lamentándose y sintiendo que el dolor de la herida era solo opacado por el palpitar de su corazón que parecía que saldría por su pico en cualquier momento.

El corazón de la abuelita comprendió lo que el gatito quería y tomó entre sus manos al ave herida que temblaba como hoja al frío viento de invierno; aún estaba viva, pero muy asustada, era de suponer después de ser herida con perdigones y ver al gatito, seguro pensaba que se la almorzaría. La abuelita tomó la paloma colocándola en uno de sus canastos y volvió a casa, sin terminar su recolección del día, donde curó a la torcaza.

Debemos prodigarle calor esta noche -dijo después de curarla y alimentarla con gran esfuerzo, abrigándola con una bufanda- sólo espero que no se de vuelta y se dañe -dijo después de acomodar al ave lo mejor posible y se retiró a dormir, pues ya era entrada la noche.

Al día siguiente se despertó y fue a ver cómo se encontraba su paciente. Para su sorpresa el gatito estaba echado al lado de la torcaza afirmándola para que no se moviera y así ayudó en los cuidados de la paloma hasta que esta se curó y pudo volar en busca de su bandada, sin dejar desde ese entonces de pasar en las mañanas por el jardín medicinal y gorjear algo en respuesta a los maullidos  del gatito, que según la abuelita mantenían conversaciones muy interesantes. También la abuelita  observó que las aves desde la llegada del gatito habían dejado su jardín y habían vuelto en abundancia desde que curara a la torcaza.

La abuelita pensó para sí que las noticias buenas corrían también entre los animales, ya se creían esas aves que su gatito no las cazaría, aunque pensándolo bien se dijo,  nunca lo he visto cazar nada, ni saltar detrás de nada que no sea una lata de atún y la verdad tampoco salta, solo se queda esperando con ojos expectantes y bigotes felices.

Una luz iluminó sus cristalinos ojos, con paso lento se acercó al gatito que corrió a su encuentro y tomándolo en sus brazos lo acunó como un bebé.

Esta abuelita tiene sus ojos cansados mi amiguito -dijo con cariño acariciándolo en la pancita- hace mucho tiempo me dijiste tu nombre y yo no me di cuenta ¿me perdonas?

Miau -maulló el gatito queriendo decir- “no hay nada que perdonar, ni yo sé mi nombre, ¿cómo pude decírtelo abuelita?”

Eres amable, cariñoso, siempre estás dispuesto a ayudar a pesar de ser perezoso y estar panzoncito. Me recuerdas a una expresión que empleaba una tía mía, bonachón, ese será tu nombre, Bonachón, ¿te gusta?

-  Miau -respondió Bonachón feliz porque su nombre le gustó mucho.

Así, ese gatito regordete del jardín medicinal de la abuelita María, recibió su nombre y aprendió de ella a curar y ayudar a otros hijos de la tierra. Pero esa es otra historia, para otro día en que yo desee descansar y ustedes deseen escucharme.



*Meica o meico: también llamado curandero, es la versión criolla de un/a machi, posee dones para conocer las propiedades de las hierbas curativas y remedios naturales. Pueden reemplazar a la machi en el caso de enfermedades producidas por efectos del frío, calor, aire, alimentación y algunas causas mágicas, las enfermedades atribuidas a posesión de espíritu maligno, pérdida del propio espíritu y otras causas sobrenaturales. Una de las técnicas usadas y compartidas con lo/as machis, corresponde al pelotun o pewtun, diagnóstico que se realiza empleando la orina o humor del enfermo, la que es "leída".  Comúnmente son mujeres, la madrina de mi madre era meica, hasta donde yo sé es un término ocupado en la zona campesina de Chile central.

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