miércoles, 14 de agosto de 2013

Restos del velero

Marcela Royo Lira


       Amanece. Las embarcaciones dejan de ser sombras. A nuestras espaldas, los cerros de Valparaíso con sus casas afirmándose unas con otras. Matías me pasa el porro. Aspiro. Trago gotas de rocío. Tengo la piel húmeda, la ropa pegada al cuerpo. Eduardo, con esos ojos de perro apaleado que pone cuando quiere salirse con la suya, nos había pedido que le cediéramos algunas horas la habitación con vista a la bahía que arrendamos por el fin de semana. Lo noté, como pocas veces, entusiasmado con la gringa, la conoció en el pub donde comenzamos la noche. Por eso, Matías y yo, estamos congelándonos sentados en la escalinata de cemento que conduce a las lanchas donde pasean a los turistas por la bahía.

─Cuando niño papá me traía en los veranos. Nos subíamos a esa que está allá atrás. La de nombre “Chela”  ─le cuento a Matías y se la muestro con el dedo, pero no responde. A veces olvido que no conoció al suyo y no tiene recuerdos para compartir.

    En uno de esos silencios que se producen cuando las personas se  frecuentan a menudo, le pido que me cuente un relato de los que él escribe cuando está borracho. Son extraordinarios. Distinto a los poemas en prosa que recita para enamorar a las muchachas. Su voz somnolienta, pastosa, emerge de la claridad donde ya no podemos ocultarnos  y rompe la monotonía. Un perro se acerca, creyendo, tal vez, que tenemos comida.

─Esta historia es sólo de Matías y mía  ─mascullo y lo corro de un manotazo. Luego, pongo atención:

 Sobre cubierta un hombre solo. No ha dormido en toda la noche ─comienza Matías y ahoga un bostezo─. Sus brazos lacerados tras un forcejeo de tormenta. Sin instrumentos perdió la cuenta del tiempo, sólo en su mente que ya…

        ─¿Qué pasa, Matías? Sigue con tu historia. Quiero saber más del hombre solitario en el velero. Excelente íncipit. Lo sabes.  ¡Ah! Conozco tus borracheras. Debí esconder la botella de ron. Terminaré yo el cuento. Eduardo dijo que abriría la ventana para indicarnos que podíamos subir.

Mi voz rompe la mañana.  

Flota en el aire una fragancia tenue enredada al aroma salobre, pero no sabe definirla, continúo con entusiasmo la historia. El murmullo del mar le atiborra los oídos, la mente, la sangre. No logra pensar con claridad. El monótono oleaje, el golpeteo de las olas en la madera, sus manos adoloridas, laceradas, la flojera de las piernas. Le urge salir de allí. Hubo un antes, está seguro. Sin embargo, no consigue recordar, es como si hubiese nacido al fragor de la borrasca y ésta, mala madre, lo abandonara a su suerte. Abre los ojos inmensos.  Debe reconocerse en ese cuerpo tirado en la cubierta... Si sólo pudiera acordarse. La claridad de la mañana desvaneció lo que había creído divisar durante la noche: unos arrecifes y la esperanza de que alguien lo viera. Trata de incorporarse. El sol le danza en los ojos. Tiene deseos de fumar.  Por un segundo se visualiza en un bar con un grupo de hombres. Fumaban y bebían, no distingue quienes eran. Desea con ansias una botella de ron. Sentir cómo el calor lo quema por dentro y le da las fuerzas que necesita. En los restos del velero no hay nada que pueda ayudarlo. Comprende de golpe lo infinitamente desvalido y pequeño que es el hombre.   Algo se le quiebra muy dentro, tornándolo temeroso como un infante ante el sinfín que lo rodea. Debe tranquilizarse, ordenar sus ideas. Buscar un recuerdo que lo sostenga. Respirar bajo el sol quemante que siguió a la tempestad.

            Escucha el motor de una lancha, por más que intenta ubicar el lugar de donde viene no lo consigue. Sólo mar y cielo. Aislamiento. Silencio. El vaivén lo va adormeciendo. El sol vertical lo abrasa. Tanta agua a su alrededor y no puede beber ni una gota. Siente la garganta seca. La piel bañada en sudor. Se le acalambran las piernas. Voltea la cabeza, vomita salpicando su ropa. En la cintura, el frío metal de un cuchillo. Cae en modorra.

         Cuando abre los ojos tiene la impresión que lleva años sobre la cubierta de esa embarcación. Si hasta se palpa la barba y los cabellos crecidos, las uñas como garras de un animal. Ni siquiera vale la pena llorar, murmura. Cree que lo dice alguien más allí con él. Por eso, grita: ¿Qué? nadie le responde.

            Se sintió inmensamente solo.

         El sol desciende en intensidad. La brisa acaricia su piel ampollada. Intenta pensar. Saber qué hace en el velero. Tal vez, si se moviera. Si pudiese ponerse de pie, coger el timón, avanzar hacia alguna parte.

            Entonces,

       En el instante en que trata de incorporarse creyó ver dos manos asomadas en el borde. Las observa, incrédulo. Temeroso. Restriega sus ojos, vuelve a fijar la vista en esas garras, de un color verdoso, que avanzan ágiles, como si quisieran alcanzarlo y adueñarse del resto del velero. Con la poca fuerza que le queda coge el cuchillo y lo deja caer sobre ellas. Le confirman la vieja creencia entre los hombres de mar en una antigua leyenda asiática.

            Una semana después, un ballenero japonés recoge los restos de una embarcación. Encuentran sobre la cubierta el cadáver de un hombre. En la borda una sustancia viscosa adherida a la madera llama la atención de los marineros. Días atrás, en otro barco a la deriva, habían visto algo similar. Uno de ellos retrocede aterrorizado:

─ Mocos de Godzilla  ─grita. Y los demás retroceden temerosos del peligro que corren en los mares del dios de las iguanas mutantes.

Como la vez anterior, escriben en el informe que el muerto no portaba documentación. Luego, le  prendieron fuego a lo que quedaba del velero, fieles al estricto código del silencio, dentro de la cultura asiática, en lo que se refiere al monstruo.

       ─ Despertaste, Matías ─exclamo, interrumpiéndome─. Terminé el cuento que habías comenzado hace un rato. Creo que me dejé llevar por la película que  vimos el sábado. Vieras la atención con que escuchaba el perro, si hasta en una ocasión en que ladeó la cabeza creí que aportaría lo suyo.  ─río a carcajadas, pero mi amigo, atrapado quizás en qué sueño, se queda mirando el horizonte.

─Eduardo debe haberse despedido de la gringa. La ventana está a medio abrir ─agrego mirando hacia lo alto.

─¡Ah!  ─digo, poniéndome de pie─. Se acabó la fiesta. Te tomaste todo el ron de la última botella y ¡mira tú la mala suerte! la botillería que nos fió ayer acaba de cerrar por duelo. Entramos en ley seca.

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