jueves, 22 de agosto de 2013

El compromiso

Sonia Manrique Collado


Traté de pensar en una salida, ¿podía hacer algo? No, estaba atada. El día temido venía sobre mí con rapidez y yo me encontraba en estado de nervios. Mi amiga Patricia me había dicho que si quería podía irme a vivir a su casa pero no la tomé en serio. Varias noches las pasé rogando a mi papá que no me obligara a hacerlo. También intenté con mi mamá. Todo fue en vano, la decisión estaba tomada y no había vuelta atrás.

A veces me refugiaba en el jardín trasero de la casa grande, sentarme ahí y sentir el olor de la tierra me traía cierto alivio. Era el único lugar en el que me sentía bien. ¿Y si escapaba de allí? No, no era una actitud viable, ¿a dónde? En cualquier lugar me encontrarían y me obligarían a regresar. Además, todos se enterarían de lo que había hecho. Todos, toda la ciudad. Esa perspectiva era la que más me asustaba.

─Pero mujer, ¿te das cuenta de lo tonta que fuiste? –dijo Patricia mirándome con fijeza.

Llegó el día temido, fue un viernes. Tuve que pedir permiso a mi jefe quien se quedó muy molesto; “eres muy joven para casarte” fue su único comentario. Mientras el taxi nos llevaba hacia la municipalidad de Paucarpata, yo pensaba que el trayecto era demasiado largo. Mirar el color verde de los campos normalmente trae una sensación de tranquilidad pero ese día sólo lograba aumentar mi rechazo al destino.

Mis papás ya habían hecho los arreglos y parecían felices. Yo traté de sonreír todo el rato en ese lugar lleno de gente en el que faltaba el aire. Intenté pensar en lo bueno de casarme, ¿acaso no era ése el sueño de toda mujer? No tenía razón para quejarme.

─Tienes suerte –susurró mi hermana mayor tocándome el brazo- otro hombre no habría aceptado casarse contigo.

El señor que nos casó era ya muy viejito y hablaba de manera graciosa. Eso me hizo reír varias veces y por un momento olvidé las circunstancias. Horas después, ya en la casa grande, nos hicieron bailar el Danubio Azul. Las dos familias comieron y conversaron amigablemente. Mi mamá iba y venía de la cocina, mi primo Javier se encargaba de servir las bebidas. Mi perro no sé dónde estaba.

Hicieron discursos también, algunos un poco raros.

─En un matrimonio todo depende de la mujer -dijo mi tía María solemnemente-. Si falla, es porque la mujer no estuvo a la altura.

Esa afirmación me dejó pensando. Yo sólo tenía veinte años y mi flamante esposo, treinta. ¿Por qué todo dependía de mí? Pero me limité a escuchar en silencio.

─Tuviste mala suerte –dijo Patricia-. Naciste en una familia muy antigua, así pensaban antes. Pero estaba en tus manos la decisión.

Para mí las cosas estaban claras, había cometido un error y siempre se me enseñó que las consecuencias se asumen. No hacerlo habría significado el rechazo de mi familia y eso era lo más importante. Después de los discursos se pusieron a cantar, yo sólo sentía un aburrimiento infinito que se acrecentaba con el sonido de las rancheras.

─¿Sabes que eres un poco rara? –me dijo él.

Esa noche fuimos a dormir a un hostal pequeño de la calle Mercaderes, lo único que él podía pagar. La noche no fue tranquila, las voces de borrachos que gritaban interrumpieron mi sueño varias veces. Incluso uno de ellos trató de entrar al cuarto por confusión. Al día siguiente me sentí mejor: estaba casada.

─Encima ese tipo ni siquiera te llevó a un hotel decente -dijo Patricia-. Me da cólera lo que me cuentas, pero recuerda que te ofrecí mi casa.




─Eran otros tiempos –le digo a Patricia con una sonrisa-. Así se solucionaban las cosas, mis padres no lo hicieron por maldad.

─Pero tú sí fuiste mala contigo misma –dice ella y me hace sentir mal-, debiste quererte más y luchar.

─Ya pasó todo, ahora no quiero acordarme de esas cosas. Vivo bien.

─Sí, pero se habrían podido evitar. Tenías veinte años, ya eras mayor de edad.

Mientras parto en trozos el pollo a la brasa una imagen me asalta. No una, dos, muchas. Las imágenes del hospital y de mi hijo muerto antes de nacer. ¿Por qué murió? ¿No pudo soportar tantos golpes? Siento una lágrima correr.

─No llores, amiga –dice de pronto Patricia-. Perdóname, no quise hacerte sentir mal. Es que me dolía ver que no te dabas tu lugar.

El restaurant está lleno de personas que conversan alegremente. Es uno de los tantos que hay en la avenida Ejército. Todo ha cambiado en la ciudad, se ha modernizado bastante. Parece que las calles tristes de hace quince años no hubieran existido jamás.

─Pero me alegra ver que finalmente te superaste –trata de sonreír Patricia-. Siempre supe que eras mujer de bríos.

Me he dado cuenta que ahora me gusta el ají, antes no lo soportaba. Los mozos preguntaban “¿todas las salsas?” y yo respondía “todo menos ají”. Es bueno saber que las costumbres cambian y las formas de pensar también.

─Fue muy difícil conseguir el divorcio, no te imaginas –digo lentamente- antes no era como ahora. Además, nadie quiso ayudarme.

Pero no es del todo cierto. Mi mamá cambió de opinión poco después del matrimonio y sintió pena por mí. ¿La conmovieron mis lágrimas? Puede ser, pero el abogado que me consiguió resultó ser un patán.

─No era mala mi mamá después de todo. Sólo que tampoco tenía opción.

─¿Sabes algo? Tu familia parece salida de otro siglo. Yo tengo tu edad y a mí nunca me trataron así, no me obligaron a nada.

─Ya sé el camino que llevas –digo enarcando las cejas-, tratas de hacerme ver que todo se debe a mi falta de carácter.

─Mejor la paramos aquí, no quiero que terminemos peleando –dice ella-. Oye, este pollo está delicioso, ¿no te parece?

─Sí, riquísimo. Voy a venir siempre por aquí.

Miro alrededor: el ambiente está festivo. Se nota que diciembre está cerca. Patricia me mira sonriendo y pienso que todo está muy bien. 

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