viernes, 9 de agosto de 2013

Amalgama

Violeta Paputsakis


Era un frío día de invierno, esa noche había nevado como hace muchos años no ocurría. Lua estaba de vacaciones en el colegio y al levantarse la sorprendieron las calles y los árboles blancos que aparecían desde el ventanal de su habitación. Luego de observar el espectáculo unos minutos sentada en la cama, se vistió y caminó los escasos pasos que la separaban de la cocina. Mientras desayunaba, no podía evitar espiar de reojo por el pequeño espacio libre que dejaban las cortinas y que le permitían ver los copos cayendo incesantemente sobre el jardín. Era una niña alegre e inteligente, que no sentía su discapacidad como un impedimento y lograba sobreponerse a las dificultades que a diario surgían.

Lua había sufrido un accidente automovilístico a los siete años que casi la deja inválida, luego de dos operaciones y tres años de rehabilitación, alcanzó recuperar parte de la movilidad de sus piernas, aunque según lo dicho por los médicos necesitará siempre un andador para transportarse.

Sentada en la pequeña mesa, junto a su madre y sus hermanos, mira su taza de cereales mientras piensa en terminarla lo antes posible. Esa es la última semana de las vacaciones de invierno y la nevisca le da una nueva perspectiva a una jornada que parecía iba ser igual a la de los últimos días. Entre las paredes de una casa que le resulta cada vez más pequeña disfruta al pensar que podrá dejar de lado la rutina de ver televisión acostada en el sillón del living, leer en cama, observar el viento que mueve las hojas desde la ventana de su habitación y aprovechar el tímido sol de medio día sentada en el jardín.

-Lua yo ya tengo que ir a trabajar, podés salir a jugar con la nieve, sólo te pido que le hagás caso a tu hermana y no se queden mucho tiempo afuera, hace demasiado frio y después te vas a enfermar –explicó Elsa con esa cara de preocupación que la niña conocía y que la hacía ver mucho mayor que los treinta y nueve años que tenía.

-Está bien mamá –asintió mirando su anguloso rostro y esas finas líneas que comenzaban a surcarlo.

-Silvia por favor cuida a tus dos hermanos, no te vayas a la casa de María, sé que vive aquí al lado, pero no podés ir, sos la mayor y tenés que estar al tanto de ellos, si ella quiere puede venir y ven televisión o lo que tengan ganas.

-Si mamá –dijo con vos molesta la adolescente.

-Yo no me voy a ningún lado mamá, voy a jugar en la nieve con lu y a cuidarla, claro –adelantó dani, el más pequeño de la familia, que con sus seis años se consideraba el hombre de la casa.

Elsa le sonrió con ternura, terminó su desayuno y salió a enfrentar un nuevo día de frio. El invierno era duro, hace semanas que las temperaturas estaban bajo cero y el pequeño supermercado en el que trabajaba de cajera, no tenía las condiciones para apaciguar las gélidas jornadas.

Desde hace casi tres años que seguía el mismo recorrido cotidianamente, levantarse muy temprano y entrar a trabajar, volver a medio día a casa a cocinar lo más rápido posible para poder descansar un poco y regresar a cumplir su horario de la tarde. Su ingreso era el único de la familia y no podía darse el lujo de cumplir menos horas. Ese dinero, junto a los escasos pesos del seguro por fallecimiento que todavía guardaba, era todo el capital con que contaban. El principio de la nueva vida sin Javier fue muy difícil, dani apenas tenía tres años y Lua estaba en la etapa más difícil de la recuperación, lo que no le dejaba otra opción que llevarlos a que los cuidara su madre a diario, luego buscarlos pasando antes por la escuela de Silvia. Ahora, al menos, los chicos eran más grandes y asistían al mismo colegio, Silvia ya era una adolescente de quince años que podía ayudar con el cuidado de sus hermanos, aunque no le agradara mucho la tarea.

Esa mañana de julio, mientras caminaba al supermercado y los copos de nieve golpeaban su rostro y su cuerpo, Elsa no pudo evitar rememorar la vida que dejó atrás con el accidente. Recordaba que esa fue la última nevada, que Javier y Lua volvían de la escuela a casa a buscar el disfraz de dama antigua que había olvidado poner en el auto y que la prisa hizo que su marido no advirtiera el asfalto escarchado, perdiera el control del vehículo y chocara de frente con un colectivo.

Si bien Elsa no pudo ver el incidente, tantos años juntando los retazos contados por Lua y la imaginación que la torturaba, lograron que viviera el momento como en una película en cámara lenta. Javier aparecía en primer plano, su cuerpo atrapado, sangre, desesperación, miedo y dolor en su rostro. Hasta había creado el instante en que le daba la mano a Lua, le decía que no se preocupe y cerraba sus ojos para despedirse de este mundo. Evocaba luego las horas que tuvieron que pasar para que lograran rescatar su cuerpo entre el metal aplastado y como llevaron a su pequeña en una ambulancia con sus piernitas destruidas. Escondida entre las frazadas se culpaba cada noche por lo ocurrido, preguntándose por qué se había olvidado de poner ese maldito disfraz en el auto esa mañana. Ver a Lua luchando con ese andador, siendo observada por todo el mundo, sin poder hacer lo que hacen todos los niños de su edad, le partía el corazón.

En ese instante, unas calles atrás, la niña ríe a carcajadas tirando copos de nieve a su hermano y tratando de evitar los que él le arroja. En un santiamén son nuevamente cómplices en el armado de un muñeco de nieve, dani pone dos de sus bolillas de vidrio como ojos y un trozo de rama les sirve de nariz. Al terminar la tarea, acomodan a su nuevo amigo en un costado del jardín y responden al insistente llamado de Silvia que les dice que ya es hora de entrar a casa.

Su hermana está sentada en el sofá con la televisión prendida pero con una mirada ausente. Lua se acomoda a su lado, apoya el rostro en su hombro y la abraza intentando entrar en calor, mientras Daniel reclama el control remoto.

-¿Estás bien sil? -le pregunta la niña.

La joven la mira sin sorprenderse, sabe que Lua tiene la capacidad de percibir las emociones de las personas y sobre todo las de ella. Observa sus rizos color miel perfectamente armados, su rostro armonioso, sus labios colorados por el frio y sus ojos celestes que parecieran contener toda la sabiduría y pureza del cielo en la mirada, una punzada le atraviesa el corazón como cada vez que recuerda que esa hermosa niña nunca más va a poder caminar por su cuenta. Sus problemas pasan a no tener importancia siempre que ese pensamiento llega a ella.

-Si lu, estoy bien, ¿qué me puede pasar a mí?, veamos la tele, ya no pensés cosas raras.

Cuando llegó Elsa ese medio día, Lua ayudaba a su hermano menor a practicar escribir, estaban sentados en la alfombra del living junto a la estufa. Se llevan muy bien y la niña es la que tiene más paciencia para enseñarle cosas nuevas. Aunque era muy pequeño cuando ocurrió el accidente, Daniel padeció durante esos años las difíciles circunstancias de la vida familiar, eso lo convirtió en un chico disperso y con problemas de aprendizaje. A diario se apostaban juntos y Lua volvía a explicarle lo que habían visto en la escuela, era un momento especial para ambos.

Silvia en cambio, era una típica adolescente, con mil cambios en su cuerpo, con dudas y preguntas sin respuesta, con la angustia de hacerse adulta, a lo que se sumaba la historia de su hogar.

Esa tarde Lua decidió visitarla en su habitación, ella al escuchar las ruedas del andador acercándose por el pasillo se secó las lágrimas y se concentró en el libro que tenía en sus manos. La niña se sienta en la cama y le pregunta con voz dulce:

-¿Es por papá no?, ¿la nieve también te trajo recuerdos a vos?

-¿Y a quién más? –confesó resignada luego de un minuto de silencio.

-A mamá, ¿no la viste en el almuerzo?, estaba pérdida tres años atrás.

Como ocurría casi siempre, Silvia se asombró de la madurez con que su hermana de diez años lograba afrontar las cosas, habiendo tenido que vivir el accidente, ver como moría su padre y quedado prácticamente inválida.

-¿Y vos cómo hacés para sobreponerte lu?, a mi me cuesta tanto, me falta papá y siento que tuve que hacerme grande demasiado rápido, tengo un montón de responsabilidades, no puedo salir con mis amigas a divertirme ni nada. Igual eso es poco comparado con lo que te pasó a vos, a veces creo que no llegás a entender lo que significa. Lua respondió sus dudas con una amplia sonrisa que desconcertó más aún a su hermana.

-Si lo entiendo sil, no puedo hacer un montón de cosas pero sí otras tantas. Todos en la escuela me miran raro y hasta ustedes a veces se apiadan de mí y mi futuro, pero yo no dejo de pensar que me dieron la oportunidad de seguir viviendo y no la quiero desperdiciar. Va a haber cosas que no pueda hacer pero eso no significa que tenga que sufrir o amargarme, a mucha gente le pasa lo que a mí o peor y no por eso se tiran ni nada. Además, ¿cómo podría ayudar a mamá si me pasara los días lamentándome?

-Cada día te admiro más hermanita, perdóname si a veces te miro raro, lo hago sin querer -le dice Silvia. La charla termina con un largo abrazo y una sesión extra de cosquillas y carcajadas.

El frío no menguó en todo el día, al llegar la noche Elsa abre la puerta arrastrando tras de sí un aire helado que enfría cada rincón del hogar. Trae la tradicional caja de pastillas de dormir para el mes. Lua la sigue con la mirada mientras las guarda en el botiquín del baño y rememora el sin fin de excusas que les dio su madre cuando comenzó a comprarlas. Elsa advierte sus ojos y busca escapar del momento reclamando a sus hijos por tener la casa desordenada.

-Yo no puedo con todo, ustedes se pasan el día aquí sin hacer nada y yo tengo que llegar cansada del trabajo y ponerme a limpiar y cocinar, ya estoy harta de esta vida –su voz comienza a subir cada vez más de tono y se convierte en un grito desaforado que termina con un ataque de llanto.

Se arrodilla en el piso y comienza a lagrimear mientras su cuerpo se mueve espasmódicamente y los sollozos le quitan el aire. Daniel y Silvia se miran asustados sin saber qué hacer. Lua camina lo más rápido posible hasta donde se encuentra su madre, deja el andador a un costado y se sienta como puede junto a ella abrazándola, sus hermanos la imitan, todos tratan de tranquilizarla con palabras cariñosas y promesas de portarse bien. En un momento Elsa levanta el rostro y mira a Lua sorprendida

- ¿Qué dijiste lu?

- Que no estés triste má, que te queremos mucho y todo va a estar bien.

- Yo te escuché que me llamabas mi damicela hija, ¿de dónde sacaste eso? –pregunta Elsa molesta.

- No mamita yo no dije eso, te lo juro –le responde la niña con ojos asustados.

- Está bien lu, no te asustes, sólo espero que no estés hurgando entre mis papeles, sabés que no me gusta. Ahora vamos a comer que se enfría la comida.

Esa noche antes de dormir, Elsa comprueba que el baúl de su habitación está perfectamente cerrado, saca la pequeña llave de donde la guarda, lo abre y toma un grupo de cartas envueltas con una cinta roja. En el sobre puede leerse con una letra prolija: A mi damicela de su caballero. Elsa sonríe mientras acaricia la tinta y se pregunta si habrá creído escuchar esas palabras de boca de Lua. Seguramente los recuerdos de hoy me hicieron imaginarlo o quizás necesitaba oírlas, se dice, ninguno de los niños sabía que Javier y yo solíamos llamarnos así. Lee algunas de las cartas mientras llora y sonríe en silencio llenando su corazón de los hermosos momentos que compartió junto a su amor, descubre asombrada que hace tiempo que no lo evocaba así.

Lua, mientras tanto, vacía en el baño el frasco de pastillas de dormir de su madre y las reemplaza por unos analgésicos que si bien se ven iguales sólo sirven para calmar el dolor de cabeza. Es la rutina mensual y la hace sin que nadie lo advierta, convencida como en la primera ocasión, que Elsa no necesita esos medicamentos que lo único que lograban era que esté zombi durante todo el día y que casi consiguen alejarla de ellos.

El primer año luego del accidente, Elsa tomaba varias de esas píldoras a diario, decía que era lo único que la tranquilizaba. Una noche Lua se despertó de madrugada asustada e inquieta, decidió ir a dormir con su mamá y al entrar en la habitación la encontró tirada en el piso, inconsciente. Desesperada llamó una ambulancia e hizo acudir a sus hermanos con gritos angustiados. Nunca supo si su mamá intentó suicidarse o simplemente se excedió con las pastillas, no quiso preguntárselo, tenía miedo de la respuesta. A pesar de todo lo vivido o quizás como consecuencia de ello, la niña agradecía y disfrutaba de cada segundo.

Esa, como cada noche, se acuesta con una sonrisa en los labios, reviviendo la mirada de papá fija sobre la suya, vaciándose dentro de ella y sus labios diciendo sus últimas palabras: no tengas miedo lu, va a estar todo bien, yo siempre voy a estar señalándote el camino, nunca voy a dejarlos solos. Esos recuerdos se entremezclan con otros lejanos que parecen historias de otra vida, se ve como un hombre joven abrazado a una mujer, caminando una tarde lluviosa, ambos se refugian luego en un pequeño alero que no alcanza a cubrirlos, él se quita la campera y la posa en los hombros de ella, dando calor a un cuerpo que entre risas comienza a tiritar. Siempre voy a estar junto a vos para cuidarte mi damicela, jura a su amada una voz que para la joven es inconfundible.

Abrigada entre las colchas siente a su padre como cada instante, viviendo dentro de ella, dos almas unidas en un solo ser.


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