viernes, 30 de agosto de 2013

El último recurso

Ángela Haydée Gentile 


Las lanchas que van a la isla se mueven como un ballet sin coréografo. Ellas aguardan aquí, cerca de la costa los silencios de los habitantes que suelen tomarlas continuamente.

La mañana en la que José decidió regresar a la isla, ya se anunciaba el verano. Tiempo en el cual  los hombres y las mujeres caminaban con mayor lentitud.

La vida en verano no dejaba  a nadie  fuera de su circuito,  todos  eran convocados a celebrar los cambios  de estación.

José era silencioso, de caminar sostenido y ágil a pesar de sus años. Él vestía siempre como si estuviera en su lejana patria, la tierra de los césares; es decir sobrio y elegante aunque con ropas modestas.

Aquella mañana pasó frente al bar de la esquina y saludó rozando la visera de su gorra a sus conocidos de la vida.- ¡La vida! pensó y siguió rumbo al embarcadero.

Allá en la isla estaban algunos paisanos y con ellos podía recordar la lengua madre que tanto amaba; y además vivía el amor de su vida.

Él temía bastante a las aguas leoninas del río, pues jamás había aprendido a nadar; pero la necesidad de verla  a ella, era más fuerte y fue por eso que se subió al “último recurso”, la única lancha en espera en aquel momento y pagó con una moneda el viaje.

El río estaba calmo, inusualmente tranquilo; mientras navegaba hacia  destino, no se cansaba de mirar las flores que aparecían y desaparecían entre el follaje costero.

El viento soplaba  cálido hasta entrar de lleno en las Tres Bocas, lugar profundo y cementerio de barcos.

El calor hacía que de su frente cayeran abundantes gotas  de transpiración; a punto tal de entrarle en los ojos y dejarle la mirada nublada.

En cierto momento las gotas eran más abundantes sobre su rostro y  el calor no ayuda en absoluto. El río de pronto se agitó; pero en minutos  todo volvió a serenarse. Miró  la costa  y parecía otra porque los colores de las hortensias eran disciplinados y el follaje ya no entorpecía la visión.

Desde la lancha divisó en la costa figuras de gente amiga que hacía tiempo había encontrado en Ostia, el puerto de Roma. Por su mente cruzó aquel pasaje de la Divina Comedia cuando el gran poeta, indicaba que las almas de aquellos a los cuales esperaba el infierno eran reclutados en las aguas del romano mar.

Se pasó el pañuelo por la frente pero ya no era necesario, no transpiraba y la temperatura si bien era alta, hasta ese punto era más que soportable. No se movió en absoluto porque temía  caerse.

De pronto la lancha quedó en el medio del río y se persignó en silencio. Recordó los dichos de otro inmigrante cuando sostenía que hasta el más ateo, se acuerda de pedir en momentos de tensión y se sintió identificado.

El río inmóvil y la luz detenida hacían de aquel instante la eternidad. Se atrevió a llamar al barquero que siempre estuvo de espaldas a él; pero este no respondió, solamente estiró su mano y le tomó la moneda como paga  de su pasaje y luego descendió.

Nada  entendía pero de algo estaba seguro, temía abandonar la nave. El barquero furioso golpeó tres veces el remo en el agua  y luego, casi sin darse cuenta, se encontró aferrado a la escalerilla de madera del embarcadero de la isla e intentó pisar  tierra firme.

Trepó como quien sale del Hades, sin aliento y conmovido; y fue entonces cuando una mano de blancura extrema lo ayudó a subir.

Una vez allí se limpió la cara con un poco de junco y trató de mirar a su alrededor. Alzó los ojos y vio al amor de su vida que le sonreía joven aún como cuando la adolescencia la alcanzara. Se acomodó la ropa y trató de hablar pero la emoción lo dejó sin voz.

Miró hacia el río y vio como el “último recurso” se alejaba nuevamente en dirección al puerto.

Al girar su cabeza la visión amada  había desaparecido y  se encontró solo. Se estremeció y pensó que eso era lo más parecido a la muerte.

Comenzó a caminar sin reconocer el terreno y vislumbró entre unas matas algunas sombras que le parecieron familiares. Descartó llamarlas  refrenando su deseo inicial.

 Se sentó a la sombra de un árbol y  un lento sueño vino hacia él en aquella tierra de hortensias donde las sombras recibieron al recién llegado.

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