miércoles, 4 de septiembre de 2013

Cuestión de fe

Marcela Royo Lira


Lo último que recuerdo es que dormía y estaba solo. María Elena, en una actitud caprichosa, decidió pasar la noche en casa de sus padres. Por eso, ojeé la tesis sobre mitología egipcia en la que estuve trabajando durante meses y corregí algunos capítulos antes de dormirme. En especial el que se refería a un joven escriba. Hubo noches en que me soñé él  y adquiría conocimientos secretos.

Sentí que los párpados comenzaban a pesarme, el manuscrito se soltó de mis manos. Me acuerdo que, antes de dormirme, desee a María Elena conmigo, comentar con ella algunos párrafos, comunicarle mi entusiasmo por la existencia del joven egipcio.

        Preparan mi momificación. Los sacerdotes se mueven en rededor. Fui mordido por una víbora cornuda escondida en la arena caliente. Mi grito alertó a los demás que acudieron en mi ayuda, pero era tarde. Hacen un corte en el abdomen, la sangre fría se desliza por un costado, no tocan mi corazón, es nuestro centro de inteligencia. Me lavan por dentro y por fuera con vino de palma,  extraen los pulmones, el hígado, los intestinos y el estómago para, de acuerdo a las enseñanzas, momificarlos aparte. Huelo el mal olor de lo que comí en las últimas horas. Sacan el cerebro por los orificios de la nariz, luego sumergen mi cuerpo en “natrón”. De esa forma se deshidratará y no habrá descomposición ni bacterias.  Después, me envolverán en tiras de lino pegadas al cuerpo con brea o resina. Lo sé, ocupé un cargo importante en el templo y debía dejar escrito en papiro las revelaciones de  los dioses.

       Quisiera moverme, pero no puedo. Recuerdo el fuerte sismo y que dije: menos mal que María Elena no está. Les tiene pánico y ese descontrol que adopta termina por contagiarme. Vivimos en el decimonoveno piso. Demoré en dejar la cama, cuando finalmente lo hice no podía mantenerme en pie. Oí gente en los pasillos que gritaba, niños llorando. Comenzaron a caer cosas: cuadros, adornos, botellas, el televisor… quebrazón de vidrios. Sentí que íbamos cayendo y me dio miedo.  Minutos antes, tuve un sueño. Me acuerdo del gozo indescriptible a pesar de estar muerto, quienes se movían alrededor eran sacerdotes de un templo egipcio. Había sido un escriba y era mi oportunidad de postrarme ante los dioses que adoré por años. El terremoto me despertó. Todo era un caos dentro del departamento. Me dio rabia verme arrancado de lo que soñaba, sentir que la dicha que había experimentado minutos antes se esfumaba. Trato de ubicarme, saber qué sucede. Huelo a gas. Partículas de tierra, polvo y maicillo se incrustan en mi piel, me atraganto, toso. El silencio es aterrador. La oscuridad también. Grito con todas las fuerzas. Nadie responde. Intento moverme, quiero ir en busca de María Elena. Abrazarla, decirle que la amo, pero un peso me inmoviliza.

Me siento inmensamente solo.

No puedes flaquear, decido. Insistir en gritos por ayuda, estar atento a lo que pueda ocurrir. Siento que desmayo… trato de no…

        El sacerdote comienza el ritual de la “Apertura de la boca”. Lo hacen para que pueda hablar con los antepasados. Enseguida, da lectura al “Libro de los Muertos”: para que navegue en paz en la otra vida.  La familia procura la barca funeraria, mi madre y hermanas se preocupan del ajuar, tazas, peines, joyas y comida.

Voy entrando a la tierra sagrada, me arrodillo ante “Anubis”, a quien veneré desde mi primer día al servicio del  templo… ¡Oh, mi Dios! exclamo lleno de gozo.

        ¡Dios! –grita mi voz.

Curioso, yo, un agnóstico, clamo al Ser Supremo del que siempre  renegué. Por un instante, quiero hacer mío el júbilo que había experimentado durante el sueño, cuando era un joven escriba en el momento de su muerte. Sentir esa fe. Cómo desearía que un dios me estuviese esperando. Ser parte de un Todo. En cambio, ni siquiera estoy seguro si encontrarán mi cuerpo y puedan lanzar las cenizas al mar de Algarrobo, como se lo pedí a María Elena en las ocasiones en que hablábamos del tema.

Cenizas y el recuerdo en quienes me conocieron, siempre creí que eso era todo. Quizás, pienso con un dejo de esperanza, a otros les sirvan mis escritos. Todo quedó registrado en el pendrive.  

Alguien lo abrirá, algún día.      

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