lunes, 23 de septiembre de 2013

Trabajadores

Víctor Mondragón


Era la hora pico, siete de la noche, bajo la penumbra de un nublado atardecer en la ciudad de Lima, primeros años de la década de mil novecientos noventa, en un paradero lleno de  vendedores ambulantes,  entre motores, bocinazos y música chicha, un microbús se aleja a toda prisa mientras Javier corre para recoger unos céntimos por sus servicios.

-¡Choro (1), choro! –gritaba la gente aglomerada en aquella esquina, una anciana acusó   a Javier de  haberle  robado su monedero.

-No he sido yo señora, soy inocente, no he sido yo –repetía el acusado tras ser  reducido por varios transeúntes; instantes después fue  llevado a la comisaría del sector.

El imputado,  frente amplia, apacibles ojos negros, mestizo pequeño, pelo hirsuto y carácter voluntarioso, confiaba en que la verdad se abriría paso, luego de dos horas de detención fue llevado al despacho de un oficial de la policía.

-¡Nombre, ocupación!... –gritó el oficial mientras un subalterno hacía esfuerzos para escribir en una vieja máquina, viejísima.

-Mi nombre es Javier González Escudero, soy un trabajador honrado –dijo el detenido.

-Usted está coludido con otros ladrones que me sustrajeron el monedero –repetía la acusadora.

-Yo corrí para recoger diez céntimos por mis servicios, hace años que trabajo en esa esquina, soy datero –argumentó Javier.

-¡Diga en qué consiste su trabajo! –exclamó el oficial en tono autoritario.

En las horas pico doy información a las líneas de microbuses, canto tres números que significan cuantos minutos llevan adelante los tres últimos microbuses de la misma ruta, también si están  full o misias (2) de pasajeros o si hay policías adelante –dijo el trabajador informal.

A continuación  mostró un trozo de triplay con papeles  donde registraba anotaciones de la actividad vehicular de aquel día y añadió que solo quería trabajar honradamente. La autoridad no encontró pruebas en su contra, le pareció ingenioso el perfil  de un dinámico administrador de base de datos de transporte vehicular y tras otra hora de espera el detenido fue liberado.

Había sido un mal día para Javier, deambuló por las calles cabizbajo, con las manos en los bolsillos, pensaba que un perverso destino  le empujaba a convivir con la miseria, esa noche regresó a casa con solo ocho soles, un buen día era cuando conseguía más de veinte.

-Pronto me superaré y tendré mi negocio propio –pensaba Javier, hacía meses que estaba ahorrando para el mejor proyecto de su vida. De siete a ocho de la mañana y de seis a ocho de la noche trabajaba como datero y  en las horas restantes lavaba y cuidaba coches en los aparcamientos de San Isidro, distrito de gente pudiente.

-Gracias por acompañarme si me ven solo ya fui –dijo Gerardo Delgado Parco. 

Era la mañana siguiente,  Javier lo había acompañado a Tacora, lugar de  reventa de objetos de dudosa procedencia.

-Ahora si soy empresario, yo mismo soy –repetía Gerardo.

Los amigos de infancia detuvieron un taxi e introdujeron una extraña bombona conectada  a un sifón y una  máquina de fierro;  los pasajeros eran muy celosos en cuestiones metálicas y regatearon largo rato con el conductor. Tras descargar los extraños bienes en un corralón en el Rímac,  Javier se despidió  pues debía ir a trabajar.

-Debo llegar temprano, si no, me quitan la calle, hay otros desocupados que puede caer en cualquier momento –pensaba el afanoso trabajador.

Hacía semanas que un sujeto desconocido  quería usurpar la calle donde Javier venía trabajando por más de cinco años,  realmente en caso de llegar tarde, cualquier desempleado utilizaría la calle para ofrecer sus servicios, esa era la ley -el que se fue a Barranco perdió su banco.

Esa misma mañana, Cristina, mujer de  maneras tiernas, cutis diáfano, ojos negros,   cuarenta años muy bien escondidos, conviviente de Javier poseedora de un cuerpo bien equipado para la vida, se probaba una minifalda para mejor lucir  sus argumentos; solía levantarse  muy temprano y hacer la limpieza del hogar, en su casa había tal orden y modestia que inducían al respeto de cualquiera; desde las siete de la mañana ayudaba en la cocina popular del barrio, con eso obtenía el derecho de que su hijo  desayunara  y almorzara gratuitamente; era ya las diez de la mañana, cogió un microbús y se dirigió al mercado Central.

-¡Pasen y  vean, remate, calidad! –gritaban dos vendedores ambulantes en las inmediaciones del mercado Central mientras Cristina hacía las veces de compradora.

-Qué lindo me queda  –dijo Cristina mientras simulaba probarse una prenda.
 
 
Esa escena la repetía diversas veces para atraer a los indecisos y desinhibir a los posibles compradores; de sus años de juventud, le quedaba su perfil y su larga cabellera, lo que le faltaba en vestidos lujosos le sobraba en porte y decisión, sus vecinas le decían que trabajaba como gancho mientras ella respondía que era comisionista; cerca de la una de la tarde  enmendó su maquillaje y  enrumbó hacia el  centro de la ciudad para empalmar con otra labor.   

-Hola guapo, tenemos arroz con pato, cebiche y carapulca –repetía Cristina. La mujer seducía a los oficinistas de la zona invitándoles a entrar a cierto restaurante -para los vendedores todos los compradores son guapos-, una vez más sus bien formadas piernas eran su mejor atractivo; por sus servicios de jaladora le pagaban una propina aunque ella decía en el barrio que era impulsadora de ventas. Esa misma tarde la esforzada mujer llegó al barrio con numerosas bandejas -esas donde se vende comida ambulante-, sabía  que superados  los cuarenta años su cuerpo reflejaría  el paso del tiempo; desde antes planeaba vender comida en la vía pública, los años de experiencia en la cocina del barrio pronto darían sus frutos, tenía buena sazón para la comida criolla, el tiempo  pasaba y sabía que pronto sus piernas dejarían de ser argumentos válidos.

-La gente ya está en la cancha –gritaba un vecino mientras  golpeaba la puerta de Javier.

Por fin era domingo, día soleado, muy temprano Javier y sus amigos solían jugar fulbito usurpando una pista  de poco tránsito vehicular, sin que nadie reprimiera sus obscenidades; era todo un arte esquivar simultáneamente a los rivales y a los vehículos, hacer paredes o autopases con el borde de la vereda o con paredes de las casas y proferir palabras soeces más fuertes que los oponentes -la más suave era una mentada de madre-, para diferenciarse, uno de los  equipos jugaba con el torso desnudo dejando ver  las huellas de un pasado lleno de cicatrices y tatuajes. A las diez de la mañana, sudorosos y cansados, se sentaron al borde de la vereda, juntaron unas monedas y compraron algo para beber.

-Toma, trae dos chelas (3) bien Pol-ay Campos (4) –dijo Gerardo mientras extraía un bien doblado billete bajo su media de fútbol.

Había llegado el momento de compartir bacterias, virus y demás, quizás una forma singular de vacunación,  pero eso sí, un compartir con todas las consecuencias, uno a uno se fueron  sirviendo del mismo vaso.

-Tengo chamba (5), anímense, pongo la  merca (6) y  los triciclos –repetía Gerardo.

-¿A quién hay que matar, señor Pendavis? –preguntó un mozalbete,  nuevo vecino del barrio.

Hacía años que Gerardo invitaba las cervezas y aprovechaba para narrar sus proezas y seducir a tanto ayayero (7) que pululaba por allí, era el único del barrio al que llamaban señor, palabra devaluada y vendida al mejor postor. Años atrás el susodicho dijo ser empresario y mejor señor aun, por sus negocios informales le llamaban señor Pendavis (8), sujeto más dado a las actividades ilícitas que al sudor de su trabajo, en sus éxitos habían colaborado su astucia, su carencia de escrúpulos y su conchudez por eso le quedó aquel apodo para la posteridad, tenía el hábito de simular que era alguien para que sus vecinos no descubran que era nadie.

-La gaseosa la entrego  a veinticinco céntimos, la venden a cincuenta y la ganancia es japa-naja (9) –repetía  Gerardo.

En aquel solar, mejor dicho callejón,  la mayoría de esos futbolistas frustrados no tenía trabajo, unos   se ganaban el pan diario con empleos informales y los otros también; como el común de la gente pobre, solían mostrar un temblor evasivo en su voz, cierta mirada incierta y la cabeza inclinada, los abrumaba un entorno frustrante,  un mundo difícil que el azar les había asignado y, con el  que debían aprender a convivir, algunos de ellos, juzgando que era imposible conseguir trabajo fijo, determinaron sumergirse en la inacción, en la pura especulación buscando  lo mínimo para subsistir.

-He escuchado que el nuevo alcalde echará a todos los vendedores ambulantes –dijo Javier. El comentario despertó murmullos entre los deportistas, si bien no todos eran ambulantes, la mayoría de ellos subsistían a la sombra del comercio ambulatorio, eran algo así como hienas, fieras de segundo orden  que suelen ir detrás las fieras mayores para ganarse algo con las sobras.

-No seas negativo, basta ya de buscar chamba, el  trabajo  es como la materia, no se crea ni destruye solo se transforma –dijo Gerardo quien gustaba de denostar a quienes no pensaban como él, los peloteros  asintieron con gestos  zalameros a su líder,  maestro y guía.

-Bájame el ala-cran (10) –dijo un vecino a Javier que apoyaba un brazo sobre su hombro,  los peloteros estaban exceptuados del uso de desodorante, más por razones pecuniarias que por desaseo.

-Me voy, tengo que hacer –respondió Javier.

Lo siguió un indio corpulento al cual llamaban Konan, aficionado a dar palizas por encargo, lo acompañaba para hacer un cachuelo, el émulo de sicario cobraba diez soles por hacer cambiar de parecer a cualquiera, era la tarifa común  por romper una pierna o un brazo.

-No  es que sea un maricón sino que el físico no me ayuda, tú comprendes –dijo Javier. Tras  una  hora de viaje llegaron al distrito  de San Isidro, era ya casi el medio día.

-Ese es, el que está en la esquina con  polo rojo, ¡aplícale la ley! –dijo Javier, seguidamente su compinche rodeo a un joven que con trapo y balde en mano ofrecía sus servicios de lavandero de coches.

-Mira flaco,  solo hablo una vez, a la siguiente actúo así que largo de aquí este sitio tiene dueño –dijo Konan. 

La pugna por un lugar de la calle para trabajar era pan de cada día en la Lima de entonces y quien no tuviera como defenderse simplemente ya era, al usurpador le bastó ver la pinta de Konan para comprender que las palabras escuchadas eran suficientes. Tras el  ajuste de  cuentas, Javier se dirigió a una calle cercana al mercado Central, lugar  donde venden  ropa para mascotas; por cinco soles adquirió dos hermosos trajes para mono, uno era verde y otro rojo, luego entró al mercado y compró dos manos de plátano manzanito,  aquellos  pequeños con sabor a manzana;  para Javier el compararse con gente bien vestida y con automóvil lo hacía sentirse mal pero se le pasaba al regresar a su barrio y ver gente más jodida que él.

-¡Toc, toc! ¿Puedo pasar don Julio? –dijo Javier una vez de regreso en su barrio. El  vecino era un septuagenario que quería  dejar la capital para regresar a su pueblo en la sierra; de pronto un mono color marrón salió de la habitación contigua y corrió a recibir al visitante, Javier hizo unas señas con las manos,  entregó un plátano al primate, éste  lo acogió, lo reconoció, le sonrió.

-Monolito, mi gran amigo y socio –repetía Javier mientras entregaba otro plátano al animal. A don Julio le decían de niño Julito, luego Lito y de allí el  nombre del primate.

Estaba contento el visitante, extrajo de su bolsillo un paquete envuelto en papel periódico, era un fajo de billetes, los contó uno a uno en presencia de don Julio, era el fruto del trabajo de casi dos años y la culminación de un proyecto que rumiaba largo tiempo en su mente.

-Trato hecho –dijo el anciano con voz casi apagada, la humedad limeña le había provocado asma y artritis, le era doloroso moverse y hasta hablar; Javier abrazó al anciano y seguidamente acarició  al mono.

En aquel solar la vida comunitaria era obligada, casas antiguas y pequeñas, delimitadas  por separadores más que por  paredes, sin  derecho a la intimidad, queriendo o no  todos sabían de la vida y milagros de sus vecinos,  la escasez del líquido elemento  agitaba no pocas lenguas y puños.

-¡Agua, aguaaa, agua! –gritaba la vecina del número ocho, lo hacía frente a la puerta de la casa número diez.

-Agua, aguaaa, no tengo agua ni para lavarme la conciencia, aguaaa –repetía  dicha mujer.

-Vete a joder a otro lado, mi caño está cerrado –gritó una  morena desde una ventana contigua, sacó su cabeza, lanzó una mirada de perra brava y soltó un florido vocabulario.

-Me cogiste fría –respondió la sorprendida reclamante mientras cerraba su puerta,  bastión ante los insultos que le picaban como avispas, aquella vez prefirió  eludir a esa ponzoñosa lengua viperina.  Era las siete de la mañana de  un día lunes, ciertas  rutinas matinales se  repetían en aquel viejo solar. 
 
-Mañana me iré, me he conseguido un machete (11) más joven y con trabajo fijo –repetía la vecina del número doce a su desempleado  marido; en verdad allí todo se oía, un poco por novelería y otro por instinto, lo que se escuchaba importunaba a los vecinos hasta con sus secretos  más íntimos. Al fondo del solar se realizaba otra escena.

-¿Cómo has entrado aquí?  ¡Fuera carajo! –gritó Gerardo exasperado.

El seudo empresario tenía un corralón que fungía de factoría para sus ilícitas actividades, hacía más de diez años que imitaba champús y re acondicionadores para el cabello, reusaba envases desechados y con secretas y sofisticadas fórmulas emulaba los productos de marca, -soy empresario –solía repetir para designar a su ambivalente actividad.

-Es mi amigo señor Pendavis, necesita trabajar –contestó Panchito, adolescente y vecino del barrio.

-Mira mocoso, no confundas sal, ají, chicha y tomate con sal de aquí chuch… tu mare ¡largo  de aquí! –gritó Gerardo enfurecido, descontrolado.

-Hace un mes solo lavaba envases de champú, ahora tengo que lavar novecientas  botellas de gaseosa al día –argumentó el sufrido trabajador.

-Ya te he dicho que nadie  debe entrar aquí, la gente es envidiosa, si  nos ven triunfar, buscarán que imitarnos, nos robaran las fórmulas secretas -dijo Gerardo, hombre de actividad mental continua y apasionada pero  para cosas malas; el aprendiz de químico estaba experimentando con mezclas que serían la base de pastillas  analgésicas y desinflamantes, intuía que la fe y el poder de la mente eran poderosos, hacía tiempo que el  llamado efecto placebo había sido desentrañado por el dizque empresario, se  embargó de una maligna felicidad, siempre andaba en la búsqueda de rendijas y resquicios para convertirlos en oportunidades de negocio.

-Panchito te llama mi papá, Panchito te llama mi papá… -gritaban unos niños en  el patio del callejón.

Era las diez de mañana, cual  mensaje cifrado, era  el aviso para que Gerardo se pusiera a buen recaudo, tenía pactado con los infantes  que cada vez que alguno de sus  acreedores entrara al solar, los niños repetirían  dicha tonadilla que le indicaba que era hora de jugar a las escondidas.

-Te pillé pendejo (12), págame lo que me debes –dijo un sujeto alto y fornido. Hacía tiempo que se había dado cuenta del mensaje del estribillo, por eso había entrado corriendo y cogió de sorpresa al empresario chicha.

-¿Acaso crees que haciéndote el pobrecito me vas a mecer? –añadió.

-Vuelve a fin de mes hermano, he hecho fuertes inversiones, no te fallaré –repetía Gerardo a su proveedor de envases usados de champú. El presunto empresario pensaba que para triunfar debería retrasar los pagos lo más posible, por mientras  movería  el capital, es decir gustaba de trabajar con el dinero y sudor de otros. 

A media semana, ocho de la noche, un grupo de  vecinos  tocaba la puerta de Gerardo, aquella vez  el equipo nacional jugaría un encuentro de eliminatoria para el mundial de fútbol, cargaban bancos en las manos y dos bolsas grandes llenas de cancha serrana tostada, el partido solo lo transmitía un canal privado.

-¿Cuánto te cuesta la televisión por cable? –preguntó un vecino.

-No seas sapo, esa pregunta no se pregunta –contestó el sinuoso Pendavis, arrojó el humo de su cigarro al vecino y sonrió cuando éste se esfumó.

Los vecinos habían llegado temprano pues gustaban de disfrutar la antesala del fútbol, goles “n” veces vistos pero igualmente gozados como la primera vez. Para variar, el equipo nacional volvió a perder, jugó bonito pero los goles contrarios sepultaron la ilusión de los connacionales quienes  pasaron a  ejercitar el “what-if”: si hubiera jugado tal jugador, si no hubieran expulsado a tal otro, si no hubieran cobrado ese penal injusto. Con el tiempo los comentarios se fueron diluyendo  y otro tema de discusión los hizo volver a la realidad, todos estaban jodidos -léase sin trabajo formal-, vivían los días al precipicio de la incertidumbre, sin saber si comerían al día siguiente, el nuevo alcalde de Lima iba a limpiar las calles de vendedores ambulantes, espontáneamente dirigieron sus ataques verbales contra las autoridades y los políticos -no paraban de gran-putearlos-, intuían  que la inestabilidad y el desorden eran a la vez la desgracia y la oportunidad para  desempleados como ellos,  finalmente no les quedó más remedio que bromear y reírse de sus desgracias, en el fondo comprendían que jamás alcanzarían un trabajo formal, la vida se había encargado de   roer y quebrar sus voluntades, anonadados por el aburrimiento y la desocupación se sentían condenados al alejamiento  de las grandes pasiones que la vida si ofrece a otros.

Era ya tarde cuando Javier regresó a su casa, pequeña, aseada,  de austeros muebles y adornada con el decoro de la pobreza,  le esperaba Cristina con un suculento plato de arroz con mariscos, el consorte engulló rápidamente el plato de comida pero  su mente no dejaba de maliciar.

-¿Cómo hará para darme ricos platos cada día si solo le dejo cinco soles? –rondaba en su mente que  si las cuentas no cuadraban era que había algo detrás, pensaba en la posibilidad de que lo estuvieran atrasando (13).

-Sé lo que estás pensando en tu mente cochina –gritó Cristina, conocía a su marido y con solo mirarlo leía su mente.

-Estoy vendiendo comida entre los ambulantes y me está yendo bien, el niño  está creciendo y necesita zapatos, libros –argumentó la laboriosa mujer.

-No te preocupes, pronto tendré un trabajo fijo, tendré mi negocio propio y ya no pasaremos penurias –dijo Javier mientras acariciaba los negros cabellos de su mujer. Hacía  cinco años que Javier cuidaba coches y no todo era buenos recuerdos, estaba citado a un juicio pues robaron una radio de un coche y lo acusaron de estar coludido, otra vez unos desalmados le rompieron la cabeza al tratar de evitar el robo de un neumático  y ya había tenido varias peleas por defender su calle ante otros desempleados.

En la mañana siguiente Javier se despertó  temprano, esa vez se había dado un buen baño pues durante la noche había recolectado varios baldes con agua, saludó a Konan que regresaba cabizbajo a su casa. 

-Buenos días señor ¿cómo le va? –dijo Javier dirigiéndose a un   jubilado, vecino del barrio que en su niñez había sido su maestro de escuela.

-Voy a la empresa de electricidad, últimamente se ha duplicado mi factura y no sé por qué –repetía el anciano. Javier sintió   vergüenza ajena, mostró una ligera sonrisa  y se despidió de  su vecino.

-Yo no deberé ni robaré a nadie –dijo Javier pensando en su honradez, compromiso agobiante que le inculcaron en su infancia; luego de su labor diaria de datero, se dirigió a San Isidro   y encontró a un  sujeto sentado en la acera, el mismo  al  que había echado la semana anterior.

-Mira hermano, hagamos las paces, solo te pido me dejes trabajar los días que no vengas, no quiero robarte tu sitio –dijo el desempleado con voz suplicante. Esas palabras tocaron el corazón de Javier quien  no dudó en responder.

-Me das quinientos soles y es toda tuya –contestó Javier, su aplomo más parecía convenir con un agente inmobiliario que con un lavandero callejero, ese era el precio que  había pagado  años  atrás  y consideraba justo recuperar su inversión. Esa noche se presentó en casa de don Julio llevando dos manos de plátanos, los de siempre.

-¿Qué  pasa?, ¿no tiene hambre mi amigo? –dijo Javier.

Era inútil practicar instrucciones ese día, revisó unos papelitos de colores doblados, cada cual ordenado en un cajoncito diferente, para hombres, mujeres, niños, adultos, los acarició, eran su proyecto, su ilusión.

-A un animal no se le debe forzar, esperaré a que mejore –pensó mientras se despedía de don Julio. Los días pasaron y llegó el domingo, desde temprano los rostros lampiños de los vecinos volvieron a correr tras una pelota, sus cabellos lacios danzaban sobre sus frentes.

-¡Goool, ha sido gol! –gritaba Gerardo.

El equipo contrario reclamaba, especialmente el arquero, un lisiado de  polio que  quería  irse a las manos, cada pelotero buscaba  imponer su parecer a base de griterío y amenazas. Como Gerardo era el dueño de la pelota   y además pagaba las cervezas, a los contrincantes no  les quedó más  que aceptar a regañadientes salvo el lisiado quien se negaba a comercializar su parecer.   Luego del partido, aun jadeando, se sentaron en una acera, los de torso desnudo espantaron unas moscas impertinentes que los rondaban tras percibir sus sudores rancios, luego de los brindis de rigor intercambiaron comentarios.

-Primero fue el Fujishock (14), luego sacaron a los ambulantes del centro de la ciudad, la próxima semana echarán a  los del mercado Central –dijo un vecino en tono asustado. La cosa iba en serio, sobretodo en esos años de crisis donde la realidad fue más espantosa que las pesadillas, al parecer aquella vez no habría marcha atrás, los peloteros  murmuraban los pormenores de aquellos días ingratos, estaban condenados a ser  recurseros (15) en vez de trabajadores formales.

-Dios aprieta pero no ahorca, hay bastantes ambulantes en otros distritos, para subsistir tenemos que movernos rápido –dijo el señor Pendavis.

Por su parte, en casa de Javier su consorte  estaba mezclando  unas especies y se esforzaba en preparar las mejores comidas para honrar los méritos de su marido,  su especialidad eran los pescados y mariscos al estilo norteño.

-Me echaron de las inmediaciones del mercado, he vuelto al trabajo de impulsadora y comisionista –dijo Cristina a su marido.

La mujer había dejado a un lado sus sueños de vendedora ambulante y se afanaba tanto en la cocina como en la cama, minutos después   sirvió una suculenta fuente de sudado de pescado,  mariscos y  yuca sancochada. Cada pesada jornada  concedía a Javier un instante de luz,  pensaba que si bien era pobre, había  días que comía como un rey, seguía inquieto por saber cómo hacia su mujer para preparar tan ricos platos con tan poco dinero, desde  días anteriores  la veía bien arreglada  y  sintió la duda ardiente de la infidelidad pero, no quiso indagar  más,  prefirió acabarse la fuente entera.

En la mañana  siguiente Javier llevó a monolito a la facultad de veterinaria de una conocida universidad.

-¿Tiene cura mi mascota? –preguntó el interesado.

-Su mascota es  anciana, tiene resfrío y artritis, por su edad no creo que viva  mucho –respondió el galeno.

La respuesta cayó como un balde de agua helada sobre Javier, el primate era el mejor proyecto de su  vida, era su ilusión, la llave que le abriría la puerta de un trabajo fijo, con una mirada acogedora y una respiración entrecorta no dejaba de acariciar a su socio. En el trayecto a su casa pensó en lo injusto de la vida, ya no podía  dar marcha atrás, don Julio se marcharía a la sierra esa misma tarde y él perdería  el adelanto de dinero que le dio para comprar los derechos de posesión del pequeño trabajador. Al mencionado  animal le habían sacado el jugo trabajando, en las mañanas laboraba con  don Julio, por las tardes y fines de semana era alquilado a otra persona, durante muchos años trabajó diariamente más de ocho horas, sin festivos, ni derecho a descanso por enfermedad, otro esclavo más de la mezquindad humana.

-Si no nos paga nos vamos todos –dijo Konan  en la puerta del señor Pendavis.

Pómulos salientes, rostros descorazonados, aquella gente  subsistía a duras penas, solían llenar temprano sus triciclos con imitación de gaseosas de una reconocida marca, si el día era bueno, regresaban para repostar y salir nuevamente a vender.

-Tengan paciencia, la próxima semana les pagaré –repetía Gerardo con la terquedad de reincidir varias veces en sus ideas insanas;  astuto y abusivo –en partes iguales-, fiel exponente de una antigua especie convencida de que engatusando se alcanza el éxito. La venta  ambulatoria de gaseosas había bajado casi a la mitad, corría el rumor de que el dizque empresario pronto se mudaría al distrito de La Victoria y abandonaría  a sus trabajadores -tiene mucho de cierto que cuando se hunde el barco, las ratas son las primeras en escapar.

Aquel invierno fue frío y húmedo, Javier padeció  de desvelos e insomnio, noches que parecían no amanecer nunca, por cuidar a su socio, lo abrigaba  y dormía con él en su sofá, antes de acostarse,  rogaba a Dios por el mono, sabía que mientras tuviera salud  él tendría un trabajo estable.

-Con la plata baila el mono, vean su suerte, con la plata baila el mono –repetía Javier en la puerta de un  mercado  a la vez que emitía una mezquina melodía con su viejo órgano. Una niña se acercó, pagó un sol, Javier hizo unas señas a monolito y éste seleccionó un rollito de papel rosado; otros transeúntes y curiosos se acercaron para pedir también su suerte. 

-¡La policía, la policía! –gritaban los vendedores ambulantes mientras corrían buscando refugio.

Javier no era diestro en fugas improvisadas, cogió su órgano mientras monolito buscaba los brazos de su amo, el trabajador tropezó,  lastimó sus  rodillas, lo detuvieron y lo llevaron a la comisaría.

-¡Nombre y ocupación! –gritó un oficial.

-Javier González soy organillero –respondió el trabajador.

-¿Otra vez usted? ¿Ya no vende información? No me va a decir que le ha enseñado a hablar a su mono –dijo el oficial de la policía.

-No señor, me gano la vida honradamente, no hago daño a nadie –contestó Javier mientras monolito no dejaba de abrazarlo. El oficial era consciente de la falta de oportunidades de trabajo y solo atinó a llamarle la atención.

-Está prohibido el comercio ambulatorio, peor aún hacer trabajar a un animal, no quiero problemas con los defensores de los animales, trabaje pero lejos de mi jurisdicción –dijo el oficial.

Era temprano aún, Javier llevaba tan solo un mes de negocio y ya se veía obligado a cambiar de lugar de trabajo, el día estaba perdido, se dirigió a  su casa, en el camino compró plátanos manzanito para su socio pero éste ya no se entusiasmaba, parecía solo querer dormir en  brazos de su amo. Ese día el trabajador se dedicó a doblar los papelillos de la suerte, cogió uno de ellos y no encontró buenas noticias, cogió otro y no vario su provenir; reflexionó sobre el sentido de la vida, no dejaba de preguntarse:


-¿Qué he hecho mal? ¿En qué estoy fallando? – le desconcertaba  encontrar gente en peor situación que él pero que sonreía y hasta  tarareaba canciones, recordó una y otra vez lo que había sido su vida; siempre había vivido al día, ajustado y apremiado, empezó una carrera de derecho que no pudo concluir, se  esforzaba pero factores externos a su voluntad le cerraban  el paso, llegó a pensar que ese era su destino y que su perseverancia  de poco valdría.

Javier se mudó a otro mercado donde igualmente fue perseguido por las autoridades, la zozobra marcaba su  estilo de vida; monolito ya  no bailaba, la mayor parte del tiempo dormía en brazos de Javier, algunas veces él mismo tuvo que sacar los papelillos de la suerte pues su socio parecía  fatigado. Aquel mediodía estaba sentado en la banca de un parque, bajo un árbol de escasas hojas,  comiendo un pan con margarina y pensando en su situación -¿habrá alguien más pobre que yo?- se preguntaba, se incorporó y cuando se alejó vio como unos tímidos pájaros se disputaban las pequeños restos que había dejado caer al morder su pan. Ya de  noche  regresó cansado a su casa pensando que el tiempo que él avocaba en trabajar lo gastaba su mujer en amores furtivos, pero, estando aún lejos, sus fosas nasales percibieron un agradable olor a pescado.

-¡Guau! jalea mixta –exclamó al entrar a su hogar.

Su mujer le había preparado una espectacular, dorada y crocante jalea de pescados y mariscos, sin siquiera lavarse las manos Javier procedió a degustar la preciada comida, un crujiente sonido retumbaba en su mente cada vez que masticaba dichas frituras, matizaba su ingestión con la salsa criolla de ají limo, pese a estar ya comiendo seguía haciéndosele agua la boca,  el aromático ají  realzaba su plato.  De pronto arribó a su mente una curiosa deducción, si bien su mujer tenía buena sazón, era en los platos de pescado y mariscos donde encontraba la mayor diferencia entre los cinco soles que le daba y las comidas que recibía, fue embargado por su sospecha y la inoportuna lucidez de los celos le reveló que el tercero en discordia  sería un vendedor de pescados pero estaba tan agradable la comida que prefirió dejar el pleito para otra oportunidad, total se exponía a dejar de comer rico,  escogió  una mejor evolución de sus sospechas hacia una manifestación más alturada, el olvido.

-Estas tela amigo ¿sufres por amor? –dijo Javier a Konan.

Habían pasado seis meses,  rostro enjuto, bolsones violáceos en el contorno de sus ojos,  manos huesudas y el cansancio de su piel delataban su estado de salud, su voz se había vuelto desganada, triste como su rostro, era víctima de las drogas.

-Agua, aguaaa, aguaaa –gritaba algún vecino en aquel solar.

Una mañana de agostó Javier se despertó por la bulla de las típicas disputas vecinales de otros tantos amaneceres grises, esa noche la humedad fue de cien por ciento,  había dormido arropado con su socio, acarició tiernamente su cabeza  pero éste no respondió, agrandó sus ojos, permaneció unos instantes con expresión ausente y dejó caer lágrimas gruesas sobre el cuerpo del infortunado primate. Nadie es eterno y menos un simple y común mono, había llegado a una edad en que  tenía derecho a descansar; su sala no era grande, pensó, la agrandaba sus frustraciones, sus sueños fallidos, su inexorable destino;  levantó la mirada y divisó los trajes verde y rojo que con tanta ilusión había comprado, en una esquina como mudo testigo vio el inservible órgano y sobre su  mesa cientos de papelillos de la suerte aun sin doblar.

Aquel día Javier vagó por la ciudad, volvió a pensar  que el trabajo no basta y que se necesita la mano del azar; durante el día se abocó a espiar a su mujer a fin de pillarla in fraganti mas nada halló; regresó tarde a su casa, se sacó los zapatos, retorcidos, empolvados, lastimados como el, se acostó y fue acosado por el insomnio, su pesar contagió a su cama un frio agobiante, en la oscuridad escuchaba la reposada respiración de su mujer y pensaba en como  habían convivido juntos más de veinte años con una entrega  que se parecía bastante al amor, reprimió sus deseos de llorar, creyó descubrir la magnitud de un engaño preguntándose asimismo  como había podido soportarlo  tantos meses, se levantó,  deambuló por su salón a oscuras, tratando de descifrar el enigma de su frustración   se vio a sí mismo en su espejo, feo, gastado por la vida y se asustó al pensar que fueran los estragos de la infidelidad, luego especuló  que en su rostro estaba impreso su destino, quizás el mismo fuera el fin de una  búsqueda que no alcanzaba a comprender, se dirigió a la cocina y sobre la mesa vio un filudo cuchillo, sintió mucho  dolor, infinita lástima de sí mismo, en una esquina halló una botella de ron, claudicó ante la tentación de beber,  ansió  encontrar el mejor seguro contra los efectos negativos de una desilusión, se sirvió una y otra vez,   iba descubriendo que mientras más bebía, más pensaba en su consorte aunque mitigaba mejor el dolor de su sospecha. Posteriormente  dedujo que  lo acontecido había sido una confabulación urdida por el destino, sintió pavor de su mala suerte,  oscureció el ambiente con  peores pensamientos, quería pero no sabía cómo maldecir a un dios que  quizás ni conocía, trancó la puerta y se enfrentó a su destino, sus frustraciones lo habían arrinconado en un esquina, lugar donde  más duele vivir  que morir.

-¡Temblor, temblor! –gritaron unos vecinos.

Parte del techo de la casa de Javier se había ido abajo; el aprendiz de suicida tuvo a mal colgarse de una presunta viga que resultó ser un madero apolillado,  tuvo rabia consigo mismo porque se sintió inútil hasta para el suicidio, le inquietaban sus chismosos vecinos que por su desinformación solían confundir lo aparente con lo verdadero, sobre los restos de un techo de restos podridos por la intemperie, sintió una bajada de temperatura, aturdido por el deseo de llorar elevó  la vista al cielo y vio que la oscura noche daba paso a un nuevo día, el salón abigarrado que hacia al mismo tiempo de comedor y cocina se iluminó con el resplandor y encontró la respuesta que no halló al ver su rostro en el espejo,  la esperanza.

-¡Habla! –gritó un cobrador de microbús mientras el vehículo frenaba bruscamente. Era la mañana del día siguiente.

-Uno, ocho, diez, full –respondió  Javier.

-Eres liso y abusivo –gritó uno de los pasajeros mientras bajaba del microbús  y cogía del pescuezo al cobrador. Unos pasajeros  llenaron el ambiente de improperios y otros querían linchar al cobrador. Javier intervino tratando de separar a los espontáneos pugilistas pero fue confundido  recibiendo un puño en el mentón.

-¡Nombre, ocupación! –gritó un oficial mientras su subalterno hacía esfuerzos para escribir en una vieja máquina -más vieja que en la anterior oportunidad.

-Mi nombre es Javier González, soy un trabajador honrado –dijo el detenido, nuevamente incomodado por el problema inmerecido que le había tocado en suerte, imaginó que, su vida  era  una noria de donde no se podía  escapar;  tras las generales de ley, el exasperado oficial fijo su mirada sobre él.

-¿Otra vez usted? ¡No me dirá ahora que es referí de box! –dijo en tono sarcástico.

-Solo quise evitar una pelea, no tengo nada que ver en ese asunto –repetía el detenido.

-Dos, siete, doce, misio,  hay policías más adelante –gritó  Javier horas más tarde en un esquina. Bajo el susurro del aire tóxico de Lima recibió diez céntimos por su información, inasequible al desaliento encaró con entusiasmo los porvenires que le aguardaban,  levantó el rostro al cielo y dio gracias a Dios por la moneda recibida.

Una semana después espió  a su mujer y descubrió que ella recibía pescados como pago por ayudar  a una vendedora de pescado del mercado; su antiguo proyecto había quedado diluido en silencio antes de haber tenido la oportunidad de consumarse como debía,  los pocos soles que ganó con el mono le brindaron una tranquilidad efímera, se consolaba pensando que se aprende más en los fracasos que en los éxitos.

Una tarde tibia, tras almorzar sus acostumbrados panes con margarina huevo duro y plátanos, Javier hizo su siesta de costumbre, se reclinó en la banca de un parque, miró al cielo y   las nubes en movimiento lo invitaron a reflexionar.
-Vivir en la pobreza también da motivos para ser feliz –concluyó, el cobijo que no había encontrado en la esperanza lo halló en la resignación.

Con los años Javier encontró al señor Pendavis como imaginaba verlo: falso, ruin y gordo, supo que trasladó su taller a San Juan  de Lurigancho, estuvo un tiempo en la cárcel. También se re encontró con Konan, le pareció regenerado, no solo por su ropa blanca ni porque se había bañado, sino por su sonrisa sincera, había sido salvado por un grupo evangélico, abandonó el vicio y da gloria Dios mientras vende golosinas en los microbuses. La última vez que  vi a Javier alquilaba móviles para hacer llamadas in-situ en una esquina de la ciudad.
 
 
1. Choro: Adj. Perú, chorizo, ratero.
2. Misio: Adj Perú pobre, necesitado (provendría  de misionero).
3. Chela: Méjico, Perú, cerveza (provendría de chilled y helada).
4.Polay Campos: Líder del Movimiento revolucionario Túpac Amaru de Perú. Algunas jergas en Perú se asocian a palabras o nombres de pronunciación parecida, en este caso: Polay refiere al polo, sumamente helado.
5. Chamba: Latinoamérica, empleo, trabajo.
6. Merca: Perú, mercadería, comerciante.
7. Ayayaero: Adj. Perú adulador.
8. Pendavis: Perú. Forma  disimulada de decir pendejo, taimado, bellaco.
9. Japa-naja: Perú, mitad-mitad, deformación de half and half
10. Alacrán: Perú, forma disimulada de decir axila.
11. Machete: Perú, forma disimulada de decir macho, marido.
12. Pendejo: Adj. Perú, astuto, taimado
13. Atrasar: Perú, poner cuernos.
14. Fujishock: drásticas medidas económicas ejecutadas para detener el proceso inflacionario del Perú en el año 1990 siendo presidente Alberto Fujimori.
15.  Recursero: Adj. Perú, persona que busca recursos o acciones para resolver una necesidad.

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