miércoles, 18 de septiembre de 2013

Historias de lluvia

Marcela Royo Lira



        Esa noche, apenas el hombre se asomó a la calle, supo que la jornada sería diferente. Se lo dijo la figura que creyó ver en los andurriales mientras la lluvia, que no cesaba desde hacía dos días, lo acompañó todo el camino. Don Juan José, portero del cementerio del pueblo, era un hombre bonachón y solitario. Ni un alma se cruzó con él, ni luces que lo alumbraran, por eso, para distraerse comenzó a inventar una historia, su hobby. Más tarde, resguardado en la caseta de la portería, intentó dormir, pero los truenos y relámpagos no lo dejaban, abría y cerraba los ojos, durmiendo escasos segundos. En uno de los cabeceos le pareció que alguien gritaba en el portón de entrada.  

─No es posible  ─rezongó─. Con esta tormenta y a esta hora─. Cerró los ojos y trató de dormir.

Otro grito. Esta vez, en un tono más alto.

Se despabiló molesto. Adosada a la pared, la hoja ajada del Reglamento  que  sabía de memoria de tanto leerlo.
           
Era una noche fría y lluviosa. El río, por lo general de aguas tranquilas,   había  inundado las casas aledañas. Escuchó  la noticia en la radio antes que se  interrumpiera la electricidad. Por eso, le extrañaba  que alguien estuviese en el portón. Con un mohín se  acomodó  en la silla, se cubrió las piernas con  la manta y se dispuso a seguir durmiendo. Pero los gritos continuaban.  

─¿Quién será a esta hora? ─rezongó. Abrió la puerta y se asomó. Entrecerró los ojos para mirar a través de la lluvia. Distinguió un bulto borroso.

─Ábrame ─suplicó una  voz de mujer─. Quiero ver a mi hijo.

 El pobre viejo, apenas daba crédito a sus ojos. Una anciana, estilando agua bajo un paraguas con tres varillas quebradas. Se acercó otro poco, tratando de distinguir el rostro.
           
─Abra  ─insistió la desconocida.

El portero, estimulado por el frío, tuvo deseos de obedecer, de sacarla de la lluvia, pero el viejo hábito de ceñirse a las reglas lo detuvo.
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─¿Qué quiere? ─preguntó mientras el agua le escurría por el cuello y le empapaba la espalda. “Esto me acarreará una gripe”, gruñó.
           
─Rezarle ─dijo ella, con una seguridad que lo desconcertó, acostumbrado al temor que la muerte produce en la mayoría. Bien lo sabía él que llevaba años en el oficio.
           
─No es hora. Está cerrado. Vuelva mañana ─replicó. Por un instante, la imaginó una de las enfermas del Sanatorio, que solían escapar  y robarse las flores de las tumbas.
           
─Mañana podría ser tarde ─repuso la anciana. Estuve enferma, casi un año en el hospital del otro pueblo. Luego, me fui donde una ahijada al norte, no quería que me viniera. Por eso no había venido antes ─se justifica

A lo lejos aullaron unos perros y un relámpago iluminó los cerros.

─Ya le dije, no se puede, está cerrado ─insistió, mientras oía cómo se acercaba el trueno.
           
─Lo sé. Es sólo un ratito ─suplicó la pueblerina. De seguro usted no me recuerda. Era un muchacho cuando caí enferma. Cómo lo cuidaba su madre, me causaba admiración lo caballerito que era usted. Siempre lo puse como ejemplo con mi hijo, pero él… ya lo ve.
           
 El portero tuvo el presentimiento que, por primera vez en sus treinta y cinco años de servicio, desobedecería el reglamento.  Por eso, musitó:
           
─¿Y, qué le digo mañana al jefe si me pillan?
           
─¿Y, quién lo va a pillar con la tormenta y a esta hora?
           
 No supo qué añadir. Se quedaron a la lluvia; él notó los ojos tristes de la mujer, ella, la simpleza en los del hombre.
           
─Sólo un Padre Nuestro y tres Ave María ─continuó la desconocida─. Se lo prometí cuando era niño y rezábamos el rosario todas las noches. Hoy es un día especial, el primero al que puedo asistir desde que murió.
           
─Ay, madrecita. No sabe en los aprietos en que me pone ─rezongó don Juan José. Con la oscuridad y la lluvia deberé acompañarla y me duelen tanto los huesos.
           
─Hágase friegas con orines de gata preñada ─lo aconsejó la mujer.
           
─¿Y, cómo se llama el difunto?  Tendríamos que buscar en los libros y quedan guardados con llave ─explicó esperanzado. Tiempo atrás entró un grupo de muchachones satánicos, rompieron las tumbas y le prendieron fuego a la oficina  ─acotó, encogiéndose de hombros para impedir que el agua le escurriera  por el cuello.
           
─Usted lo conoce. Me dijeron que siempre lo visita   ─le respondió─. No sabe cuánto se lo agradezco. No le gusta estar solo. Quizás fue lo que lo llevó a las malas compañías. Vaya una a saber.
           
Supo de quién se trataba. Una tumba ante la cual nunca nadie, en cuatro años, puso una flor.  Por eso, él la barría y de vez en cuando le regalaba flores que recogía en el camino. También le contaba historias para que no se aburriera de estar tanto tiempo sin moverse.
           
─Soy su madre ─dijo la anciana, interrumpiendo sus pensamientos─. No sabe lo que sufrí cuando me avisaron del enfrentamiento con carabineros. Ellos me dijeron de su muerte. Pensar que cuando niño fue bien rezador, viera usted.  Las vecinas me decían que sería obispo.
           
─¿Y, qué pasó, entonces, madrecita? ─preguntó con interés. Después de todo era su muerto favorito.
           
─La vida, señor, solo la vida ─gimió ella y volvió a verla como una mujer humilde, con un paraguas roto. Por eso, a modo de consuelo, le confesó:
           
─Yo también le rezo todos los días un Padre Nuestro y tres Ave María a mi santa madre. Dicen que  se quedan contentos y sin ganas de levantarse. Es difunta hace cinco años y  está aquí, en el sector de los rosales.
    
─Supe que usted, tan bueno de niño,  comprendería apenas se asomó a la lluvia. Otros, en su lugar, se hacen los sordos ─dijo ella.
           
─Pero, es que… está solo y oscuro allá adentro ─apeló como último recurso el portero.

─¿Y qué me puede pasar si están todos muertos?               

─Cierto, madrecita ─reconoció.

No quiso dejarla sola, no pudo. Se fueron tomados de la mano para no perderse entre las tumbas ni que un muerto despistado se asomara y los matara de un infarto. Apenas alumbraba su lámpara pero conocía el camino, lo recorría  a diario hacía treinta y cinco años.
           
─Aquí me tienes, Lucho ─escuchó que decía a modo de saludo. Luego, la vio arrodillarse y rezar─.  Ya ves, hijo. Te prometí que ni en la muerte  olvidaría  tu cumpleaños. La Rosaura no me quería dejar venir, ya sabes cómo es.
           
─No se moje, abuela  ─la previno cuando iban de regreso a la entrada.
           
─¿Y, si se resfría mi niño? Es tan delicado, el pobrecito. Repitió el quinto de preparatorias porque se pasó el invierno enfermo. Fue el año de la nevazón grande. Hubo hasta muertos ¿se acuerda?  Pero la desgracia ayuda al pobre.   Después, la Municipalidad me entabló el piso y renovó los pizarreños. Claro que los gatos me los tienen todos quebrados, quizás  cuántas goteras  voy a encontrar.
           
─Oiga ─le advirtió don Juan José, deteniéndose bajo al roble─. Su hijo no puede irse.
           
─¿Y  por qué no? Le tengo tortilla de acelga y pan amasado con queso de cabra. No ve que hoy es su cumpleaños, el primero al que puedo venir desde que está aquí. Nació de madrugada un día de tormenta como hoy.
           
─No sea porfiada, señora. No ve que el problema lo tengo yo después. Volvamos y lo dejamos en su tumba.
           
─¿Ni siquiera por esta noche?  Le prometo que se lo traigo mañana antes del mediodía ─suplicó la mujer.
           
En la entrada, se detuvieron otra vez, indecisos. Intuyó que su falta al reglamento sería mayor de lo que había pensado en el primer momento Miró al muchacho, tenía los ojos de la madre, pero no recordaba a ninguno de los dos, su madre le tenía prohibido jugar en la calle, además los últimos años de colegio los hizo en el internado del otro pueblo.
           
─Es usted un buen hombre. Su santa madre ha de estar contenta en el cielo  ─agradeció la mujer y con su mano fría y de piel áspera rozó la del portero que sostenía el farol. Luego, mirando al hijo le ordenó:
           
─Despídete, Lucho. Mañana te vienes temprano.
           
Se quedó mirándolos alejarse, muy juntos,  bajo el paraguas roto.

─Puchas, la veterana porfiada ─masculló y regresó al interior de la caseta.                                                                                           



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