Marcela Royo Lira
Esa noche, apenas el hombre se asomó a la calle, supo que
la jornada sería diferente. Se lo dijo la figura que creyó ver en los
andurriales mientras la lluvia, que no cesaba desde hacía dos días, lo acompañó
todo el camino. Don Juan José, portero del cementerio del pueblo, era un hombre
bonachón y solitario. Ni un alma se cruzó con él, ni luces que lo alumbraran,
por eso, para distraerse comenzó a inventar una historia, su hobby. Más tarde,
resguardado en la caseta de la portería, intentó dormir, pero los truenos y
relámpagos no lo dejaban, abría y cerraba los ojos, durmiendo escasos segundos.
En uno de los cabeceos le pareció que alguien gritaba en el portón de entrada.
─No es posible ─rezongó─. Con esta tormenta y a esta hora─. Cerró
los ojos y trató de dormir.
Otro grito. Esta vez, en un tono más alto.
Se despabiló molesto. Adosada a la pared, la hoja ajada del
Reglamento que sabía de memoria de tanto leerlo.
Era una noche fría y lluviosa. El río, por lo general de
aguas tranquilas, había inundado las casas aledañas. Escuchó la noticia en la radio antes que se interrumpiera la electricidad. Por eso, le
extrañaba que alguien estuviese en el
portón. Con un mohín se acomodó en la silla, se cubrió las piernas con la manta y se dispuso a seguir durmiendo.
Pero los gritos continuaban.
─¿Quién será a esta hora? ─rezongó. Abrió la puerta y se
asomó. Entrecerró los ojos para mirar a través de la lluvia. Distinguió un bulto
borroso.
─Ábrame ─suplicó una voz de mujer─. Quiero ver a mi hijo.
El pobre viejo, apenas
daba crédito a sus ojos. Una anciana, estilando agua bajo un paraguas con tres
varillas quebradas. Se acercó otro poco, tratando de distinguir el rostro.
─Abra ─insistió la
desconocida.
El portero, estimulado por el frío, tuvo deseos de
obedecer, de sacarla de la lluvia, pero el viejo hábito de ceñirse a las reglas
lo detuvo.
.
─¿Qué quiere? ─preguntó mientras el agua le escurría por
el cuello y le empapaba la espalda. “Esto me acarreará una gripe”, gruñó.
─Rezarle ─dijo ella, con una seguridad que lo desconcertó,
acostumbrado al temor que la muerte produce en la mayoría. Bien lo sabía él que
llevaba años en el oficio.
─No es hora. Está cerrado. Vuelva mañana ─replicó. Por un
instante, la imaginó una de las enfermas del Sanatorio, que solían escapar y robarse las flores de las tumbas.
─Mañana podría ser tarde ─repuso la anciana. Estuve
enferma, casi un año en el hospital del otro pueblo. Luego, me fui donde una
ahijada al norte, no quería que me viniera. Por eso no había venido antes ─se
justifica
A lo lejos aullaron unos perros y un relámpago iluminó
los cerros.
─Ya le dije, no se puede, está cerrado ─insistió, mientras
oía cómo se acercaba el trueno.
─Lo sé. Es sólo un ratito ─suplicó la pueblerina. De
seguro usted no me recuerda. Era un muchacho cuando caí enferma. Cómo lo
cuidaba su madre, me causaba admiración lo caballerito que era usted. Siempre
lo puse como ejemplo con mi hijo, pero él… ya lo ve.
El portero tuvo el
presentimiento que, por primera vez en sus treinta y cinco años de servicio,
desobedecería el reglamento. Por eso, musitó:
─¿Y, qué le digo mañana al jefe si me pillan?
─¿Y, quién lo va a pillar con la tormenta y a esta hora?
No supo qué añadir.
Se quedaron a la lluvia; él notó los ojos tristes de la mujer, ella, la
simpleza en los del hombre.
─Sólo un Padre Nuestro y tres Ave María ─continuó la
desconocida─. Se lo prometí cuando era niño y rezábamos el rosario todas las
noches. Hoy es un día especial, el primero al que puedo asistir desde que murió.
─Ay, madrecita. No sabe en los aprietos en que me pone ─rezongó
don Juan José. Con la oscuridad y la lluvia deberé acompañarla y me duelen
tanto los huesos.
─Hágase friegas con orines de gata preñada ─lo aconsejó
la mujer.
─¿Y, cómo se llama el difunto? Tendríamos que buscar en los libros y quedan
guardados con llave ─explicó esperanzado. Tiempo atrás entró un grupo de
muchachones satánicos, rompieron las tumbas y le prendieron fuego a la oficina ─acotó, encogiéndose de hombros para impedir
que el agua le escurriera por el cuello.
─Usted lo conoce. Me dijeron que siempre lo visita ─le respondió─.
No sabe cuánto se lo agradezco. No le gusta estar solo. Quizás fue lo que lo
llevó a las malas compañías. Vaya una a saber.
Supo de quién se trataba. Una tumba ante la cual nunca
nadie, en cuatro años, puso una flor. Por eso, él la barría y de vez en cuando le
regalaba flores que recogía en el camino. También le contaba historias para que
no se aburriera de estar tanto tiempo sin moverse.
─Soy su madre ─dijo la anciana, interrumpiendo sus
pensamientos─. No sabe lo que sufrí cuando me avisaron del enfrentamiento con
carabineros. Ellos me dijeron de su muerte. Pensar que cuando niño fue bien
rezador, viera usted. Las vecinas me
decían que sería obispo.
─¿Y, qué pasó, entonces, madrecita? ─preguntó con
interés. Después de todo era su muerto favorito.
─La vida, señor, solo la vida ─gimió ella y volvió a
verla como una mujer humilde, con un paraguas roto. Por eso, a modo de
consuelo, le confesó:
─Yo también le rezo todos los días un Padre Nuestro y
tres Ave María a mi santa madre. Dicen que se quedan contentos y sin ganas de levantarse.
Es difunta hace cinco años y está aquí,
en el sector de los rosales.
─Supe que usted, tan bueno de niño, comprendería apenas se asomó a la lluvia. Otros,
en su lugar, se hacen los sordos ─dijo ella.
─Pero, es que… está solo y oscuro allá adentro ─apeló
como último recurso el portero.
─¿Y qué me puede pasar si están todos muertos?
─Cierto, madrecita ─reconoció.
No quiso dejarla sola, no pudo. Se fueron tomados de la
mano para no perderse entre las tumbas ni que un muerto despistado se asomara y
los matara de un infarto. Apenas alumbraba su lámpara pero conocía el camino,
lo recorría a diario hacía treinta y
cinco años.
─Aquí me tienes, Lucho ─escuchó que decía a modo de
saludo. Luego, la vio arrodillarse y rezar─. Ya ves, hijo. Te prometí que ni en la muerte olvidaría tu cumpleaños. La Rosaura no me quería dejar
venir, ya sabes cómo es.
─No se moje, abuela
─la previno cuando iban de regreso a la entrada.
─¿Y, si se resfría mi niño? Es tan delicado, el pobrecito.
Repitió el quinto de preparatorias porque se pasó el invierno enfermo. Fue el
año de la nevazón grande. Hubo hasta muertos ¿se acuerda? Pero la desgracia ayuda al pobre. Después, la Municipalidad me entabló el piso y
renovó los pizarreños. Claro que los gatos me los tienen todos quebrados,
quizás cuántas goteras voy a encontrar.
─Oiga ─le advirtió don Juan José, deteniéndose bajo al roble─.
Su hijo no puede irse.
─¿Y por qué no? Le
tengo tortilla de acelga y pan amasado con queso de cabra. No ve que hoy es su
cumpleaños, el primero al que puedo venir desde que está aquí. Nació de
madrugada un día de tormenta como hoy.
─No sea porfiada, señora. No ve que el problema lo tengo
yo después. Volvamos y lo dejamos en su tumba.
─¿Ni siquiera por esta noche? Le prometo que se lo traigo mañana antes del
mediodía ─suplicó la mujer.
En la entrada, se detuvieron otra vez, indecisos. Intuyó
que su falta al reglamento sería mayor de lo que había pensado en el primer momento
Miró al muchacho, tenía los ojos de la madre, pero no recordaba a ninguno de
los dos, su madre le tenía prohibido jugar en la calle, además los últimos años
de colegio los hizo en el internado del otro pueblo.
─Es usted un buen hombre. Su santa madre ha de estar
contenta en el cielo ─agradeció la mujer
y con su mano fría y de piel áspera rozó la del portero que sostenía el farol.
Luego, mirando al hijo le ordenó:
─Despídete, Lucho. Mañana te vienes temprano.
Se quedó mirándolos alejarse, muy juntos, bajo el paraguas roto.
─Puchas, la veterana porfiada ─masculló y regresó al
interior de la caseta.
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