viernes, 15 de abril de 2016

La sombra

Martha Duhne


Juan pidió al chofer que parara el camión porque quería bajarse.

¿Aquí? preguntó asombrado el conductor. Parecía que estaban en la mitad de la nada, pero era exactamente el kilómetro veintiséis de la carretera federal México-Cuernavaca. Juan había llegado a su destino; incorporándose de su asiento, se puso la mochila al hombro, bajó del destartalado camión y se dirigió hacia el inicio de un sendero que iba a las montañas. Pasó frente un local donde un letrero anunciaba que ahí  arreglaban cualquier cosa, hasta coches destrozados e inservibles. Juan saludó a un hombre que, sentado en un banco, veía pasar la vida.

Buenas profe, ¿ya de regreso? preguntó el mecánico moviendo ligeramente la cabeza.

Juan asintió así es, las clases empiezan mañana, se acabó el puente Guadalupe Reyes, hay que chambear, ¿no?

No hay de otra, a la vida hay que entrarle contestóbuen viaje profe.
Juan empezó su recorrido, doce kilómetros por una vereda que lo llevaría a través de zacatonales, milpas, montes, un llano enorme y, conforme la pendiente se ponía más pesada, al bosque de pinos y finalmente al Capulín, un pueblito de cuarenta casas de madera dónde vivía.

A los pocos metros tropezó con una vara no muy gruesa pero de buen tamaño; la levantó del suelo para usarla de apoyo. El cielo azul claro estaba cubierto de nubes muy blancas, como capullos de algodón flotando en el espacio y escuchó el canto dulce de un pájaro.

Precioso día para empezar un nuevo ciclo pensó Juan.

Una hora después, cruzaba en silencio por un camino estrecho que rodeaba una milpa ya seca, cuando vio que algo salía de la parcela. Es un animal grande pensó y en el instante se dio cuenta que se trataba de un puma que caminaba hacia él, sin notar su presencia. Juan se quedó quieto como una roca, tratando de fundirse con el medio. Entendió con claridad el peligro que corría; estaba solo frente a uno de los más hábiles depredadores de la naturaleza. Apretó con fuerza su rama, pensando al mismo tiempo en lo idiota de la acción. Era como intentar detener un tsunami con la palma de la mano extendida.

El puma lo descubrió cuando los separaban menos de cinco metros, se sorprendió al verlo tan cerca y desapareció dando un salto a su derecha. Se escuchó el ruido de algunas pisadas sobre hojas secas; después nada. Juan se paralizó, no podía respirar. Sintió que iba a desmayarse, pero el puma podía estar asechando, debía irse de ahí. Era biólogo, sabía que un felino espera que su presa corra para atacarla, entonces con una calma que no tenía, empezó a caminar, pero todo su cuerpo temblaba y para evitar caerse se apoyó en una enorme roca.

En eso rompió a llorar como si él, hombre alto y fuerte de veinticinco años, fuera un niño pequeño, un crío asustado. Nadie lo veía, no había necesidad de esconderse.

El miedo pensó Juan el miedo como mi sombra.

Se esforzó por concentrarse en su respiración, por sentir como entraba el aire por la nariz, llenaba sus pulmones, salía lentamente, lo más lentamente posible. Al repetir esto varias veces, casi siempre lograba calmarse, reducir su inquietud. Poco a poco dejó de temblar, se limpió la cara con el dorso de la mano, retomó el camino.

Salió del bosque que rodeaba a la comunidad cuando el sol naranja apenas se escondía en el horizonte y el cielo había adquirido tonos rosados. La comunidad con sus casas de madera y las chimeneas escupiendo el humo del fogón, parecía una fotografía de calendario, Juan había llegado a lo que desde hacía casi un año era su hogar. Caminó por las calles de piedra que a esa hora olían a leña quemada. No se encontró a nadie, pero de las casas salían murmullos de los lugareños que platicaban mientras comían sus tortillas, frijoles con salsa de jitomate y chile o pan dulce y café con azúcar, la dieta regular de la zona. Hogares de familias de campesinos, casi idénticas entre sí, todas rodeadas de una barda de tablones de madera de ocote, una huerta con árboles frutales, un corral y el patio trasero, donde se llevaban a cabo fiestas o velorios, según fuera el caso.

Las únicas construcciones que rompían con la monotonía, por ser de cemento, eran el salón de la escuela y la iglesia, un galerón pintado inexplicablemente de rosa, con una pesada cruz de fierro que parecía ser muy antigua.

Juan llegó a su cuarto, entró, cerró la puerta  sintiendo un enorme alivio, como si cualquier peligro existente tuviera vedada la entrada. Buscó la caja de cerillos para prender una lámpara de aceite, iluminando sus pocas pertenencias: una cama con un delgadísimo colchón, una mesa con una única silla, dos cajas de frutas que hacían de armario, un espejo, una palangana con una jarra. Afuera del cuarto se encontraba la letrina con una rudimentaria regadera. Por su austeridad, parecía el cuarto de un monje.

Juan se quitó las botas y se acostó, durmiéndose casi de inmediato. Al lado de la cama, clavado en la pared, estaba una fotografía de su madre muy joven, viendo a la cámara, sonriendo y cargando en su regazo a Juan. Se trataba en realidad de media fotografía, a la que habían arrancado una parte con la intención de desintegrar al personaje que había quedado impreso originalmente; acción que había logrado lo opuesto a su objetivo, ya que lo premeditado de la acción acentuaba su ausencia.

La caminata lo había cansado, sin embargo Juan se despertó a los pocos minutos. Padecía de insomnio crónico, pero esa noche durmió peor que otras, la imagen del puma caminando lentamente hacia él, revivía recuerdos que le producían pavor. Logró dormirse cerca de la madrugada, pero despertó asustado cuando le pareció escuchar un rugido del otro lado de la pared de su casa.

Salió antes de las siete a la escuela, que no era más que un salón grande pintado de verde, con un pizarrón, un viejísimo escritorio y veinticinco pupitres, a dónde asistían niños y niñas de la comunidad a cursar la primaria. Era el único maestro, aunque un inspector que visitaba la escuela cada seis meses había prometido conseguir cuando menos un pasante para que echara una mano, lo que nunca había sucedido.

Juan se sentó a esperar. Con un lápiz hacía los mismos dibujos que le obsesionaban desde hacía años, remolinos y ciclones de distintas formas y tamaños, cuando vino a su mente la imagen del puma, su mirada, la sensación de una violencia desmedida a punto de hacer erupción. Sintió como si le cayera encima una cubeta con hielos, empezó a temblar y a sentir que se ahogaba.

Cerró los ojos y se concentró en su respiración, diciendo en voz muy baja: respiro, uno, dos; retengo, uno, dos, tres y libero uno, dos, tres, cuatro. Lo repitió varias veces y empezó a tranquilizarse. Cuando años atrás, la psicóloga del refugio dónde vivieron él y su madre durante meses, le enseñó esta técnica para controlar sus frecuentes ataques de ansiedad, Juan pensó que era una idiotez más, que no serviría de nada. Ahora debía admitir que le había sido de mucha utilidad.

Volvió a pensar en el animal, uno de los más grandes y poderosos del mundo. Cuando se graduó pensó especializarse en mastozoología, incluso presentó sus papeles y fue aceptado en la Universidad de Barcelona, pero después decidió ser maestro rural, giro que solo él entendió. Un profesionista sobresaliente con un brillante futuro, refundido en un caserío alejado de la mano de Dios.

¿Por qué Juan? preguntó mil veces su madre, mirándolo con sus grandes ojos azules y tristes.

Mamá tristezapensó Juan mamá desolación ¿por qué no pudimos salvarnos mamá, escapar, empezar de nuevo?

En eso sonó un portazo y la escuelita se llenó de risas y gritos de los niños que llegaban a clases.

A la derecha los más chicos y a la izquierda los grandes, que, ¿ya se olvidaron de todo?

La clase empezó y cada alumno narró lo que había hecho en las vacaciones; el futbol en el campito, las escondidillas en el bosque, las idas a nadar al río. Nadie habla de regalos pensó Juan porque nadie recibió ninguno.

El Capulín era una excepción a las reglas que regían actualmente a buena parte del mundo: vivían ahí muy pocas personas y la solidaridad era una estrategia de sobrevivencia. Y más que objetos, los pequeños compartían tiempo y espacio.

Llegó la hora del recreo y los niños salieron como caballos desbocados al patio. Elvia, de primer grado, le entregó tres tacos envueltos en una tela bordada con rombos. Cada semana le tocaba a un alumno llevarle el almuerzo. Juan le dio las gracias, entró al salón y se sentó en un pupitre. A través de la ventana veía a sus alumnos jugando, con la ropa remendada mil veces, sus cachetes rojos por el frío, los zapatos heredados de hermanos mayores. Ahí, en esa comunidad chiquita, había logrado encontrar algo parecido a una vida normal.

En eso los niños empezaron a gritar y se arremolinaron en torno a algo que Juan no entendió que era. De dos zancadas se acercó a ellos. Al llegar descubrió que Pedro, un niño grande y agresivo que siempre quería solucionar todo a trancazos, estaba montado encima de la pequeña Sara, golpeándola en el estómago y jalándole el pelo.

 ¡Ya cállate! aulló Pedro india de porquería.

Juan sintió por segunda vez en dos días que iba a desmayarse. Se le nubló la vista y percibió con claridad cómo perdía el control; la furia lo poseía adueñándose de su cerebro, sus manos, su cuerpo entero, su alma toda.
Levantó a Pedro de la camisa, arrancándole varios botones y cuando lo tenía a la altura de su cara él le gritó con todas sus fuerzas:

—¡Basta, es la última vez que lastimas a alguien! ¿Entendiste? y le soltó una fuerte bofetada y luego otra y otra más. Después lo arrojó con fuerza, como si se tratara de un bulto inanimado y no de un niño de once años, su alumno para más señas. El chico voló por medio patio y chocó contra el suelo donde quedó inmóvil. Se hizo un silencio absoluto. Cuarenta y ocho ojos vieron al niño tirado como un despojo y voltearon exactamente al mismo tiempo a ver a Juan.

Está muerto dijo alguien.

Claro que no, se ve que respira dijo otro.

Juan dio media vuelta y salió de la escuela. Nubes grises y negras cubrían completamente el cielo. Se fue caminando hacia el oscuro bosque, erguido y lento como si fuera un robot de cuerda. Ya ahí empezó a correr desesperado. Las ramas golpeaban su rostro como años antes lo hicieran los puños de su padre. Recordó sus ojos de loco, su rabia infinita, las burlas e insultos que retumbaban sin tregua en su cerebro como un eco permanente.  No había podido escapar del laberinto de odio y violencia que construyó su padre con tanto esmero. Y ahora él se había convertido en su reflejo, su copia fiel.

Pensó en colgarse de una rama, pero no contaba con una cuerda salvadora. Deseó con todas sus fuerzas encontrarse con el puma, aventarse a un barranco. Morir. Descansar. Pero solo caminó y caminó, sin preocuparse por el destino, únicamente tenía que colocar un pie delante del otro y respirar contando uno, dos; uno dos, tres; uno, dos, tres, cuatro, para encontrar el ritmo.

Caminó sin parar durante diez horas, hasta que cayó al suelo cuando se tropezó con un tocón y ya no tuvo fuerzas para levantarse. Durmió durante medio día, se despertó y retomó su caminata. No tenía con que cubrirse del frío, ni comida, ni lámpara. Nada. La nada lo habitaba.

Sin proponérselo, vivió en la zona que se encuentra entre los Municipios de Xalatlaco y Huitzilac durante más de un año y acabó conociéndolo como la palma de su mano. Aprendió a distinguir plantas, raíces y hongos comestibles, aunque una vez se equivocó al comer unos frutos rojos muy tóxicos que lo acercaron a lo que percibió como el barranco negro y oscuro de la muerte, pero se detuvo en la orilla. Sobrevivió con quince kilos de menos, unas ojeras oscuras y una ligera sensación de bienestar, ya que descubrió para su sorpresa, que en algún minúsculo rincón de su ser existía aún la voluntad de vivir.

Dormía donde lo encontraba el sueño, a la hora que fuera: se recostaba en una cueva, sobre un montón de hojas de pino secas o en un hueco en la tierra. Seguía teniendo las mismas pesadillas que lo acosaban desde niño, de las que despertaba gritando, cubierto en un sudor helado, confundido, mezclado el horror del sueño con el de su vida. Y ahí no había nadie que lo reconfortara. Entonces se le ocurrió al despertar, concentrarse de inmediato en lo que pasaba a su alrededor, lo que realmente sucedía: el olor del pasto, el sonido de una gota al chocar contra una piedra, la tibieza de la tierra en la piel de su brazo. De esta manera logró disminuir el poder aplastante de experiencias pasadas, para estar atento a su mundo presente.

Así descubrió una noche a una familia de zorrillos caminando tranquilamente, husmeando en huecos y bajo piedras, buscando comida, como si se tratara de una familia humana comprando víveres en el mercado. Días después vio a un búho enorme surcar el cielo buscando algún ratón distraído. El ave majestuosa se posó en una rama muy cerca de él, lo miró reconociéndolo como vecino, se quedó descansando algunos minutos con los ojos cerrados, luego levantó el vuelo y se fue.  Otra vez en el amanecer, algo le golpeó en la cara, y al abrir los ojos lo sorprendieron decenas de ardillas brincando de rama en rama, saltando en el suelo, correteándose; parecían adolescentes en una fiesta de barrio.

Le maravilló el mundo de los organismos más chicos del bosque: los musgos, líquenes, hongos que descomponían todo lo que caía de los niveles superiores, hojas, troncos, pedazos de ramas, animales muertos, reciclando vitales nutrientes. Imaginó a las bacterias que formaban parte del mismo proceso y se dio cuenta que sin esos seres diminutos, la vida en la naturaleza sería imposible.

Era como si alguien le hubiera dado a Juan permiso de observar un mundo real y accesible, pero desconocido para la mayoría de los seres humanos.

Le asombraba también el cosmos, las millones de estrellas y galaxias que brillaban en el cielo, testigos involuntarios de  tragedias, historias de amor, venganzas, muertes y nacimientos de personas como él, habitantes de este planeta dónde quién sabe por qué se desarrolló la vida. Juan sintió con claridad lo insignificante de su historia, con sus tristes anécdotas tantas veces repasadas. Pensó en el tiempo que le quedaba de vida, un soplo infinitamente breve frente al los miles de millones de años que le restaban al universo, y sintió que era posible construir algo diferente a lo que había vivido hasta entonces, un destino no necesariamente predeterminado e inmutable.

Subió y bajo varias veces el volcán El Pelado. Un día, estaba sentado descansando cuando empezó escuchar el ruido que producía el viento al cruzar entre las hojas de un encino. Le maravilló el porte del árbol, la elegancia de su cuerpo, la armonía de sus colores. Las ramas y hojas se sacudían como si fueran a desprenderse, pero se mantenían firmes. Después sintió el aire atacarlo al él, golpear su cuerpo, alborotar sus cabellos. Soy como el árbol pensó sonriendo.
En el lapso de ese año habló en muy contadas ocasiones, la cercanía con la gente le producía algo muy parecido al miedo. Una vez se cruzó con un grupo de peregrinos perdidos que intentaban llegar al santuario de Chalma. Juan les dio indicaciones de cómo llegar y ellos le regalaron una cobija, a la que con una piedra puntiaguda hizo una corte para transformarla en jorongo.

Muy esporádicamente se encontró con los taladores que recorren la zona, con los que intercambiaba algunas palabras.

Y logró entablar algo parecido a una amistad con dos pastorcitos que no conocía. Ellos se sentaban en un valle grande y soleado rodeado de pinos, con sus veinte borregos y dos perros y Juan se colocaba en el extremo opuesto, los saludaba con la mano y después de un rato, se iba. Un día se les acercó y, sin decir una sola palabra, les entregó un paquete hecho con hojas grandes, que contenía fresas silvestres muy jugosas; dio media vuelta y se fue. Una semana después, el niño más chico caminó hacia él cargando un borrego muy pequeño, de sólo algunos días de nacido.

—¿Quieres detenerlo? —preguntó. Juan agradeció el gesto, tomó al borreguito y lo abrazó, era obvio que sentían pena por él. Desde entonces con alguna regularidad intercambiaban comida: frutos, tortillas, calabacitas o elotes asados, y platicaban un rato. Los niños le caían muy bien a Juan, le recordaban mucho a sus alumnos.  Después de varios encuentros, se animó a preguntarles si conocían a Pedro Soto, del Capulín. Le contestaron que sí, pero que meses atrás se había marchado a vivir a quién sabe dónde, con sus hermanos y su mamá, huyendo del padre que les pegaba cuando estaba borracho, o sea, todo el tiempo. Juan se sintió aliviado y al mismo tiempo entendió que él y Pedro eran hermanos, hijos de una misma desgracia.

Algunos días le dio por treparse en algún pino, siempre el más alto que encontraba, y ya en la punta se quedaba horas admirando el paisaje. Un día descubrió a un grupo de conejos teporingo entre los zacatones: corrían, masticaban pasto verde, brincaban, se juntaban en grupitos. En eso apareció el puma. Se escucharon varios chillidos agudos, y los conejos corrieron a esconderse bajo las plantas o en sus madrigueras. Todos menos uno, que se quedó paralizado en un lugar abierto, hecho una bolita, como si al quedarse quieto dejara de ser un blanco fácil.

Juan volteó a ver al enorme animal y percibió como se tensaban los músculos de su cuerpo, observaba  con atención a su presa, saltaba y lo mataba en segundos. Vio la carne del conejo desgarrada y el hocico del puma lleno de sangre. Se sorprendió al sentir furia no por el puma, sino por el conejo, por su estúpida decisión de pensar que la inmovilidad haría desaparecer el peligro.

Un día llovía a cántaros y Juan estaba sentado en una roca muy alta, bajo un grupo de abetos que le ofrecían protección. Olía a tierra mojada, las ramas chorreaban hilos de agua que le recordaron los candelabros de su casa. Lo poseía una sensación de paz, cuando con la esquina de su ojo derecho percibió un movimiento. El puma se acercaba sigiloso, preparándose para atacar. Juan supo que estaba listo para el encuentro. Con su mano derecha alcanzó una piedra grande, se irguió de un salto y gritó como si fuera un oso enfurecido y arrojó con todas sus fuerzas la piedra, que golpeó al puma en el costado, produciendo un sonido sordo. El animal se retorció gimiendo, dio media vuelta y de un salto desapareció.

Ese día Juan decidió que estaba listo para retomar su vida y sus estudios, reencontrarse con sus pocos pero muy queridos amigos. Caminó hasta la cima del volcán, recogiendo a su paso piedras, flores, frutos, hojas, helechos, musgos y cortezas diferentes y las colocó en un círculo, construyendo una especie de altar pagano. Desde ese lugar se podía ver las lagunas, los montes y valles, el interminable bosque. Sintió una enorme gratitud por  el tiempo que había pasado ahí.

Después bajó por la vereda que lo llevaría a la carretera México-Cuernavaca y caminó los doce kilómetros en sentido opuesto a como lo hiciera meses atrás. Llegó al taller mecánico, que estaba cerrado y se detuvo frente al letrero que decía que ahí se arreglaba cualquier cosa. Estaba de acuerdo. Se rió con enorme alegría, como no lo había hecho en años.

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