Martha Duhne
Juan pidió al chofer
que parara el camión porque quería bajarse.
—¿Aquí? —preguntó asombrado
el conductor. Parecía que estaban en la mitad de la nada, pero era exactamente
el kilómetro veintiséis de la carretera federal México-Cuernavaca. Juan había
llegado a su destino; incorporándose de su asiento, se puso la mochila al
hombro, bajó del destartalado camión y se dirigió hacia el inicio de un sendero
que iba a las montañas. Pasó frente un local donde un letrero anunciaba que ahí
arreglaban cualquier cosa, hasta coches
destrozados e inservibles. Juan saludó a un hombre que, sentado en un banco, veía
pasar la vida.
—Buenas profe, ¿ya de regreso? —preguntó el mecánico moviendo ligeramente la cabeza.
Juan asintió —así es, las clases empiezan mañana, se acabó el
puente Guadalupe Reyes, hay que chambear, ¿no?
—No hay de otra, a la vida hay que entrarle —contestó—
buen viaje
profe.
Juan empezó su recorrido,
doce kilómetros por una vereda que lo llevaría a través de zacatonales, milpas,
montes, un llano enorme y, conforme la pendiente se ponía más pesada, al bosque
de pinos y finalmente al Capulín, un pueblito de cuarenta casas de madera dónde
vivía.
A
los pocos metros tropezó con una vara no muy gruesa pero de buen tamaño; la
levantó del suelo para usarla de apoyo. El cielo azul claro estaba cubierto de
nubes muy blancas, como capullos de algodón flotando en el espacio y escuchó el
canto dulce de un pájaro.
Precioso día para
empezar un nuevo ciclo —pensó Juan.
Una hora después,
cruzaba en silencio por un camino estrecho que rodeaba una milpa ya seca, cuando
vio que algo salía de la parcela. Es un animal grande —pensó y en el instante se dio cuenta que se trataba
de un puma que caminaba hacia él, sin notar su presencia. Juan se quedó quieto
como una roca, tratando de fundirse con el medio. Entendió con claridad el
peligro que corría; estaba solo frente a uno de los más hábiles depredadores de
la naturaleza. Apretó con fuerza su rama, pensando al mismo tiempo en lo idiota
de la acción. Era como intentar detener un tsunami con la palma de la mano
extendida.
El puma lo descubrió
cuando los separaban menos de cinco metros, se sorprendió al verlo tan cerca y desapareció
dando un salto a su derecha. Se escuchó el ruido de algunas pisadas sobre hojas
secas; después nada. Juan se paralizó, no podía respirar. Sintió que iba a
desmayarse, pero el puma podía estar asechando, debía irse de ahí. Era biólogo,
sabía que un felino espera que su presa corra para atacarla, entonces con una
calma que no tenía, empezó a caminar, pero todo su cuerpo temblaba y para
evitar caerse se apoyó en una enorme roca.
En eso rompió a llorar
como si él, hombre alto y fuerte de veinticinco años, fuera un niño pequeño, un
crío asustado. Nadie lo veía, no había necesidad de esconderse.
El miedo —pensó Juan—
el miedo como mi sombra.
Se esforzó por concentrarse
en su respiración, por sentir como entraba el aire por la nariz, llenaba sus
pulmones, salía lentamente, lo más lentamente posible. Al repetir esto varias
veces, casi siempre lograba calmarse, reducir su inquietud. Poco a poco dejó de
temblar, se limpió la cara con el dorso de la mano, retomó el camino.
Salió
del bosque que rodeaba a la comunidad cuando
el sol naranja apenas se escondía en el horizonte y el cielo había adquirido
tonos rosados. La comunidad con sus casas de madera y las chimeneas escupiendo
el humo del fogón, parecía una fotografía de calendario, Juan había llegado a lo que desde hacía casi un año
era su hogar. Caminó por las calles de piedra
que a esa hora olían a leña quemada. No se encontró a nadie, pero de las casas
salían murmullos de los lugareños que platicaban mientras comían sus tortillas,
frijoles con salsa de jitomate y chile o pan dulce y café con azúcar, la dieta
regular de la zona. Hogares de familias de campesinos, casi idénticas entre sí,
todas rodeadas de una barda de tablones de madera de ocote, una huerta con árboles
frutales, un corral y el patio trasero, donde se llevaban a cabo fiestas o
velorios, según fuera el caso.
Las únicas
construcciones que rompían con la monotonía, por ser de cemento, eran el salón
de la escuela y la iglesia, un galerón pintado inexplicablemente de rosa, con
una pesada cruz de fierro que parecía ser muy antigua.
Juan llegó a su cuarto,
entró, cerró la puerta sintiendo un
enorme alivio, como si cualquier peligro existente tuviera vedada la entrada. Buscó
la caja de cerillos para prender una lámpara de aceite, iluminando sus pocas pertenencias:
una cama con un delgadísimo colchón, una mesa con una única silla, dos cajas de
frutas que hacían de armario, un espejo, una palangana con una jarra. Afuera
del cuarto se encontraba la letrina con una rudimentaria regadera. Por su
austeridad, parecía el cuarto de un monje.
Juan se quitó las
botas y se acostó, durmiéndose casi de inmediato. Al lado de la cama, clavado
en la pared, estaba una fotografía de su madre muy joven, viendo a la cámara,
sonriendo y cargando en su regazo a Juan. Se trataba en realidad de media
fotografía, a la que habían arrancado una parte con la intención de desintegrar
al personaje que había quedado impreso originalmente; acción que había logrado
lo opuesto a su objetivo, ya que lo premeditado de la acción acentuaba su
ausencia.
La caminata lo había
cansado, sin embargo Juan se despertó a los pocos minutos. Padecía de insomnio
crónico, pero esa noche durmió peor que otras, la imagen del puma caminando
lentamente hacia él, revivía recuerdos que le producían pavor. Logró dormirse
cerca de la madrugada, pero despertó asustado cuando le pareció escuchar un
rugido del otro lado de la pared de su casa.
Salió
antes de las siete a la escuela, que no era más que un salón grande pintado de
verde, con un pizarrón, un viejísimo escritorio y veinticinco pupitres, a dónde
asistían niños y niñas de la comunidad a cursar la primaria. Era el único maestro,
aunque un inspector que visitaba la escuela cada seis meses había prometido
conseguir cuando menos un pasante para que echara una mano, lo que nunca había
sucedido.
Juan se sentó a
esperar. Con un lápiz hacía los mismos dibujos que le obsesionaban desde hacía
años, remolinos y ciclones de distintas formas y tamaños, cuando vino a su mente
la imagen del puma, su mirada, la sensación de una violencia desmedida a punto
de hacer erupción. Sintió como si le cayera encima una cubeta con hielos, empezó
a temblar y a sentir que se ahogaba.
Cerró los ojos y se
concentró en su respiración, diciendo en voz muy baja: respiro, uno, dos;
retengo, uno, dos, tres y libero uno, dos, tres, cuatro. Lo repitió varias
veces y empezó a tranquilizarse. Cuando
años atrás, la psicóloga del refugio dónde vivieron él y su madre durante
meses, le enseñó esta técnica para controlar sus frecuentes ataques de
ansiedad, Juan pensó que era una idiotez más, que no serviría de nada. Ahora
debía admitir que le había sido de mucha utilidad.
Volvió a pensar en el
animal, uno de los más grandes y poderosos del mundo. Cuando se graduó pensó
especializarse en mastozoología, incluso presentó sus papeles y fue aceptado en
la Universidad de Barcelona, pero después decidió ser maestro rural, giro que solo
él entendió. Un profesionista sobresaliente con un brillante futuro, refundido
en un caserío alejado de la mano de Dios.
—¿Por qué Juan? —preguntó
mil veces su madre, mirándolo con sus grandes ojos azules y tristes.
Mamá tristeza —pensó Juan—
mamá desolación ¿por qué no pudimos salvarnos mamá, escapar, empezar de nuevo?
En eso sonó un portazo
y la escuelita se llenó de risas y gritos de los niños que llegaban a clases.
—A la derecha los más chicos y a la izquierda los
grandes, que, ¿ya se olvidaron de todo?
La clase empezó y cada
alumno narró lo que había hecho en las vacaciones; el futbol en el campito, las
escondidillas en el bosque, las idas a nadar al río. Nadie habla de regalos —pensó Juan—
porque nadie recibió ninguno.
El Capulín era una
excepción a las reglas que regían actualmente a buena parte del mundo: vivían
ahí muy pocas personas y la solidaridad era una estrategia de sobrevivencia. Y
más que objetos, los pequeños compartían tiempo y espacio.
Llegó la hora del
recreo y los niños salieron como caballos desbocados al patio. Elvia, de primer
grado, le entregó tres tacos envueltos en una tela bordada con rombos. Cada
semana le tocaba a un alumno llevarle el almuerzo. Juan le dio las gracias,
entró al salón y se sentó en un pupitre. A través de la ventana veía a sus
alumnos jugando, con la ropa remendada mil veces, sus cachetes rojos por el
frío, los zapatos heredados de hermanos mayores. Ahí, en esa comunidad chiquita,
había logrado encontrar algo parecido a una vida normal.
En eso los niños
empezaron a gritar y se arremolinaron en torno a algo que Juan no entendió que
era. De dos zancadas se acercó a ellos. Al llegar descubrió que Pedro, un niño
grande y agresivo que siempre quería solucionar todo a trancazos, estaba
montado encima de la pequeña Sara, golpeándola en el estómago y jalándole el
pelo.
—¡Ya cállate! —aulló Pedro—
india de porquería.
Juan sintió por
segunda vez en dos días que iba a desmayarse. Se le nubló la vista y percibió
con claridad cómo perdía el control; la furia lo poseía adueñándose de su cerebro,
sus manos, su cuerpo entero, su alma toda.
Levantó a Pedro de
la camisa, arrancándole varios botones y cuando lo tenía a la altura de su cara
él le gritó con todas sus fuerzas:
—¡Basta, es la última vez que lastimas a alguien! ¿Entendiste?
—y le soltó una fuerte
bofetada y luego otra y otra más. Después lo arrojó con fuerza, como si se
tratara de un bulto inanimado y no de un niño de once años, su alumno para más
señas. El chico voló por medio patio y chocó contra el suelo donde quedó inmóvil.
Se hizo un silencio absoluto. Cuarenta y ocho ojos vieron al niño tirado como
un despojo y voltearon exactamente al mismo tiempo a ver a Juan.
—Está muerto —dijo
alguien.
—Claro que no, se ve que respira —dijo otro.
Juan dio media
vuelta y salió de la escuela. Nubes grises y negras cubrían completamente el
cielo. Se fue caminando hacia el oscuro bosque, erguido y lento como si fuera
un robot de cuerda. Ya ahí empezó a correr desesperado. Las ramas golpeaban su
rostro como años antes lo hicieran los puños de su padre. Recordó sus ojos de
loco, su rabia infinita, las burlas e insultos que retumbaban sin tregua en su
cerebro como un eco permanente. No había
podido escapar del laberinto de odio y violencia que construyó su padre con
tanto esmero. Y ahora él se había convertido en su reflejo, su copia fiel.
Pensó en colgarse de
una rama, pero no contaba con una cuerda salvadora. Deseó con todas sus fuerzas
encontrarse con el puma, aventarse a un barranco. Morir. Descansar. Pero solo caminó
y caminó, sin preocuparse por el destino, únicamente tenía que colocar un pie
delante del otro y respirar contando uno, dos; uno dos, tres; uno, dos, tres,
cuatro, para encontrar el ritmo.
Caminó sin parar
durante diez horas, hasta que cayó al suelo cuando se tropezó con un tocón y ya
no tuvo fuerzas para levantarse. Durmió durante medio día, se despertó y retomó
su caminata. No tenía con que cubrirse del frío, ni comida, ni lámpara. Nada. La
nada lo habitaba.
Sin
proponérselo, vivió en la zona que se encuentra entre los Municipios de
Xalatlaco y Huitzilac durante más de un año y acabó conociéndolo como la palma
de su mano. Aprendió a distinguir plantas, raíces y hongos comestibles, aunque
una vez se equivocó al comer unos frutos rojos muy tóxicos que lo acercaron a
lo que percibió como el barranco negro y oscuro de la muerte, pero se detuvo en
la orilla. Sobrevivió con quince kilos de menos, unas ojeras oscuras y una ligera
sensación de bienestar, ya que descubrió para su sorpresa, que en algún minúsculo
rincón de su ser existía aún la voluntad de vivir.
Dormía donde lo
encontraba el sueño, a la hora que fuera: se recostaba en una cueva, sobre un
montón de hojas de pino secas o en un hueco en la tierra. Seguía teniendo las
mismas pesadillas que lo acosaban desde niño, de las que despertaba gritando,
cubierto en un sudor helado, confundido, mezclado el horror del sueño con el de
su vida. Y ahí no había nadie que lo reconfortara. Entonces se le ocurrió al despertar,
concentrarse de inmediato en lo que pasaba a su alrededor, lo que realmente
sucedía: el olor del pasto, el sonido de una gota al chocar contra una piedra, la
tibieza de la tierra en la piel de su brazo. De esta manera logró disminuir el
poder aplastante de experiencias pasadas, para estar atento a su mundo
presente.
Así descubrió una
noche a una familia de zorrillos caminando tranquilamente, husmeando en huecos
y bajo piedras, buscando comida, como si se tratara de una familia humana comprando
víveres en el mercado. Días después vio a un búho enorme surcar el cielo
buscando algún ratón distraído. El ave majestuosa se posó en una rama muy cerca
de él, lo miró reconociéndolo como vecino, se quedó descansando algunos minutos
con los ojos cerrados, luego levantó el vuelo y se fue. Otra vez en el amanecer, algo le golpeó en la
cara, y al abrir los ojos lo sorprendieron decenas de ardillas brincando de
rama en rama, saltando en el suelo, correteándose; parecían adolescentes en una
fiesta de barrio.
Le maravilló el
mundo de los organismos más chicos del bosque: los musgos, líquenes, hongos que
descomponían todo lo que caía de los niveles superiores, hojas, troncos,
pedazos de ramas, animales muertos, reciclando vitales nutrientes. Imaginó a
las bacterias que formaban parte del mismo proceso y se dio cuenta que sin esos
seres diminutos, la vida en la naturaleza sería imposible.
Era como si alguien
le hubiera dado a Juan permiso de observar un mundo real y accesible, pero desconocido
para la mayoría de los seres humanos.
Le
asombraba también el cosmos, las millones de estrellas y galaxias que brillaban
en el cielo, testigos involuntarios de
tragedias, historias de amor, venganzas, muertes y nacimientos de
personas como él, habitantes de este planeta dónde quién sabe por qué se
desarrolló la vida. Juan sintió con claridad lo insignificante de su historia, con
sus tristes anécdotas tantas veces repasadas. Pensó en el tiempo que le quedaba
de vida, un soplo infinitamente breve frente al los miles de millones de años
que le restaban al universo, y sintió que era posible construir algo diferente
a lo que había vivido hasta entonces, un destino no necesariamente predeterminado
e inmutable.
Subió
y bajo varias veces el volcán El Pelado. Un día, estaba sentado descansando
cuando empezó escuchar el ruido que producía el viento al cruzar entre las
hojas de un encino. Le maravilló el porte del árbol, la elegancia de su cuerpo,
la armonía de sus colores. Las ramas y hojas se sacudían como si fueran a
desprenderse, pero se mantenían firmes. Después sintió el aire atacarlo al él,
golpear su cuerpo, alborotar sus cabellos. Soy como el árbol —pensó sonriendo.
En el lapso de ese
año habló en muy contadas ocasiones, la cercanía con la gente le producía algo muy
parecido al miedo. Una vez se cruzó con un grupo de peregrinos perdidos que
intentaban llegar al santuario de Chalma. Juan les dio indicaciones de cómo
llegar y ellos le regalaron una cobija, a la que con una piedra puntiaguda hizo
una corte para transformarla en jorongo.
Muy esporádicamente
se encontró con los taladores que recorren la zona, con los que intercambiaba
algunas palabras.
Y logró entablar
algo parecido a una amistad con dos pastorcitos que no conocía. Ellos se
sentaban en un valle grande y soleado rodeado de pinos, con sus veinte borregos
y dos perros y Juan se colocaba en el extremo opuesto, los saludaba con la mano
y después de un rato, se iba. Un día se les acercó y, sin decir una sola
palabra, les entregó un paquete hecho con hojas grandes, que contenía fresas
silvestres muy jugosas; dio media vuelta y se fue. Una semana después, el niño
más chico caminó hacia él cargando un borrego muy pequeño, de sólo algunos días
de nacido.
—¿Quieres detenerlo? —preguntó. Juan agradeció el
gesto, tomó al borreguito y lo abrazó, era obvio que sentían pena por él. Desde
entonces con alguna regularidad intercambiaban comida: frutos, tortillas, calabacitas
o elotes asados, y platicaban un rato. Los niños le caían muy bien a Juan, le
recordaban mucho a sus alumnos. Después
de varios encuentros, se animó a preguntarles si conocían a Pedro Soto, del
Capulín. Le contestaron que sí, pero que meses atrás se había marchado a vivir a
quién sabe dónde, con sus hermanos y su mamá, huyendo del padre que les pegaba
cuando estaba borracho, o sea, todo el tiempo. Juan se sintió aliviado y al
mismo tiempo entendió que él y Pedro eran hermanos, hijos de una misma
desgracia.
Algunos días le dio
por treparse en algún pino, siempre el más alto que encontraba, y ya en la
punta se quedaba horas admirando el paisaje. Un día descubrió a un grupo de
conejos teporingo entre los zacatones: corrían, masticaban pasto verde, brincaban,
se juntaban en grupitos. En eso apareció el puma. Se escucharon varios
chillidos agudos, y los conejos corrieron a esconderse bajo las plantas o en
sus madrigueras. Todos menos uno, que se quedó paralizado en un lugar abierto,
hecho una bolita, como si al quedarse quieto dejara de ser un blanco fácil.
Juan volteó a ver al
enorme animal y percibió como se tensaban los músculos de su cuerpo, observaba con atención a su presa, saltaba y lo mataba
en segundos. Vio la carne del conejo desgarrada y el hocico del puma lleno de
sangre. Se sorprendió al sentir furia no por el puma, sino por el conejo, por
su estúpida decisión de pensar que la inmovilidad haría desaparecer el peligro.
Un
día llovía a cántaros y Juan estaba sentado en una roca muy alta, bajo un grupo
de abetos que le ofrecían protección. Olía a tierra mojada, las ramas chorreaban
hilos de agua que le recordaron los candelabros de su casa. Lo poseía una
sensación de paz, cuando con la esquina de su ojo derecho percibió un
movimiento. El puma se acercaba sigiloso, preparándose para atacar. Juan supo
que estaba listo para el encuentro. Con su mano derecha alcanzó una piedra
grande, se irguió de un salto y gritó como si fuera un oso enfurecido y arrojó con
todas sus fuerzas la piedra, que golpeó al puma en el costado, produciendo un
sonido sordo. El animal se retorció gimiendo, dio media vuelta y de un salto desapareció.
Ese
día Juan decidió que estaba listo para retomar su vida y sus estudios, reencontrarse
con sus pocos pero muy queridos amigos. Caminó hasta la cima del volcán,
recogiendo a su paso piedras, flores, frutos, hojas, helechos, musgos y cortezas
diferentes y las colocó en un círculo, construyendo una especie de altar pagano.
Desde ese lugar se podía ver las lagunas, los montes y valles, el interminable
bosque. Sintió una enorme gratitud por
el tiempo que había pasado ahí.
Después bajó por la
vereda que lo llevaría a la carretera México-Cuernavaca y caminó los doce
kilómetros en sentido opuesto a como lo hiciera meses atrás. Llegó al taller
mecánico, que estaba cerrado y se detuvo frente al letrero que decía que ahí se
arreglaba cualquier cosa. Estaba de acuerdo. Se rió con enorme alegría, como no
lo había hecho en años.
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