Rocío Ávila
Un hombre
caminaba en medio de un bosque sin poner atención a su alrededor. Conforme
avanzaba, el entorno fue llamando su atención y así descubrió cómo los árboles
susurraban mientras sus ramas cortaban el viento al moverse y el cielo mostraba
un atractivo juego de luz y sombra gracias a las nubes traviesas que iban y
venían. Caminaba confiadamente y ahuyentaba la sed y el hambre con el jugo y la
carne de las frutas maduras. Así caminó un buen tramo cuando algunos de ellos,
tristes y sin vida empezaron a distinguirse entre los otros. Mientras avanzaba,
el camino comenzó a sentirse polvoso e irregular. En algunos tramos se
resbalaba gracias al musgo húmedo, en otros pisaba con dificultad por las
piedras en el sendero. Le fue faltando el alimento. Los troncos antes
interesantes por su textura, se volvieron tan rugosos que raspaban y algunos
tenían unas espinas gruesas y afiladas que impedían recargarse en ellos para
descansar. El paisaje fue cambiando poco a poco: en lugar de las copas
frondosas y aromáticas de antes encontró ramas secas con residuos de nidos. El
cuadro verde y colorido se transformó en una imagen café y gris entristeciendo
el ambiente y al personaje que lo observaba.
El sujeto se
sintió triste al ver que la ruta no mejoraba. Así caminó unos pasos más cuando
se encontró con una barra frondosa, de tronco grueso, con muchos nidos y
pequeños pajarillos en él. El caminante se detuvo a observar tal maravilla y
descubrió, entre las ramas, una pequeña mancha irregular moviéndose de aquí
para allá haciendo un zumbido desagradable. Fue tal su curiosidad que se acercó
lo más que pudo a la nubecilla ruidosa y se paró de puntas tratando de ver de
qué se trataba. Se estiró hasta que de pronto el lunar se precipitó hacia él para
frenarse justo a la altura de sus ojos. Con gran asombro solo atinó a abrir mucho
los ojos, para ver claramente que un grupo de moscas eran las responsables de
formar esa sorprendente masa dinámica.
—¿Quién eres tú?
—preguntó una de las moscas.
—Soy un
caminante que está tratando de encontrar la vía más corta para salir de este
lugar. ¿Quién eres tú?
—Soy la plaga
más peligrosa de por aquí. Soy la mosca en jefe que ha acabado con esta parte
de la arbolada.
—¡¡¡Qué!!! Pero…
¿Por qué haces eso? ¿No te das cuenta que puedes hacer mucho daño?
—Sí, lo sé pero
esa no es mi responsabilidad. Es más, me estás haciendo enojar, ¿por qué mejor
no sigues con tu inútil intento de encontrar la salida rápida y me dejas de
molestar?
—Ahora eres tú
la que me está perturbando. ¿Por qué dices que mi búsqueda es inútil?
—Porque yo seré
una mosca, pero he volado por todo esta espesura y no existe el recorrido que
estás buscando. Tendrás que caminar lo que tenga que ser para llegar a tu
destino. Ahora, vete, me estás quitando el tiempo.
En cuanto se echó
a volar, el resto de las moscas comenzaron a seguirla y a formar de nuevo la
nube negra. El visitante veía a las moscas merodear en forma irregular entre
los frutos y los nidos para después reunirse de nuevo formando lo más parecido
a una esfera. Al ver que esto sucedía repetidamente puso sus manos en la
cintura, suspiro un par de veces y gritó tan fuerte como le fue posible.
—Hey, tú. Vuelve
aquí.
—Ahora, ¿qué se
te ofrece?
—No te creo
nada. Eres una simple mosca, como es posible que con ese tamañito puedas acabar
con algo tan hermosos.
—Mira, te lo voy
a explicar pero después te vas y nos dejas trabajar. Este árbol está resultando
muy difícil. Promételo.
—Ya, ya. Está
bien. Empieza a hablar.
—Nosotras solo mordemos
los frutos y ellos lentamente empiezan a contaminarse. Su aspecto se vuelve
desagradable y su sabor es horrendo. Nadie los quiere comer por temor a
enfermarse.
—¡Basta! Me
estás tomando el pelo. Lo que me dices no es nada novedoso. Cualquiera puede
acabar con ustedes.
—¡¡Ssshhh!! Te
van a oír y ellos no se han dado cuenta de eso. Estos arbustos son únicos pero
tienen un defecto terrible. Cuando descubren que están enfermos, no importa
cuán únicos sean, primero se ponen tristes y paulatinamente empiezan a perder
la seguridad en ellos mismos, hasta que empiezan a morir. ¿Entiendes? Nosotras
los molestamos hasta el punto en que creen que no hay remedio y ¡listo! Ellos
hacen el resto.
El caminante no
daba crédito a sus oídos pero, como las promesas hay que cumplirlas, dio media
vuelta y se dirigió hacia otro camino. La noche caería pronto, así que escogió
uno seco para sentarse a sus pies. Se
fue quedando dormido hasta que sintió que algo o alguien lo observaba. Asustado
se puso de pie y buscando con la mirada descubrió que podía ver el arbusto que
estaba siendo atacado por los insectos. Lleno de una curiosidad inexplicable se
fue acercando con cautela. Sin saber la razón iba casi de puntitas, como
temiendo despertar a alguien. Cuando llegó lo suficientemente cerca escuchó una
voz.
—Oye, si tienes
hambre puedes tomar algo de mi fruta —dijo el árbol con un murmullo.
—¿Dónde están
las moscas? —preguntó con precaución.
—Ellas se van a reposar
un rato durante la noche. No te preocupes. Anda, come algo.
El varón no se
atrevió a tomar nada pero sí se animó a preguntar.
—¿Por qué ellas
no han podido acabar contigo? No me lo tomes a mal —dijo mientras extendía las
manos hacia el frente de forma defensiva— pero ¿qué tienes de especial?
—Lo que me hace
único es que no tengo miedo de que algo me lastime. No puedo moverme pero mis
raíces son fuertes y me sostendrán ante las dificultades. Hace falta más que un
grupo de moscas impertinentes y mal intensionadas para acabar conmigo.
La habitación quedó
en silencio. El pequeño que escuchaba la historia con atención se quedó
pensativo, como si estuviera en otro lugar. La mamá cierra el libro dejando uno
de sus dedos entre las hojas, señalando donde ha detenido la lectura. Abre la
boca para llamar la atención de su hijo pero la vuelve a cerrar. El cuarto es
cálido, con colores en tonos pastel y adornos en tonos vivos para contrastar.
La alfombra es suave y sostiene algunos juguetes que no han sido puestos en su
lugar. En la habitación hay amplios espacios de circulación. La mujer decide
esperar antes de llamar la atención del menor.
—Dani, ¿te
encuentras bien? —pregunta mientras hace una leve caricia al niño.
—Mami, ¿me puedo
quedar en casa mañana? No quiero ir a la escuela.
—Duérmete —dice
la madre mientras se pone de pie y ayuda al niño a meterse bajo las sábanas— y
ya verás que todo será mejor mañana. Si “alguien” te molesta iré a hablar con
la maestra una vez más.
Daniel no tenía
muchos amigos, era un chico bastante tímido al que le costaba trabajo
relacionarse, más aún desde el accidente que lo obligó a usar una muleta para
caminar. Manuel, en cambio, era un chico grande, fuerte y lleno de energía pero
que tampoco sabía cómo hacer amigos. Esta institución era la tercera a la que
lo cambiaban en menos de un año. Nadie sabía qué hacer con él porque no
respondía a técnica pedagógica alguna. Lo único que parecía hacerlo feliz era
molestar a Daniel. Lo acechaba y lastimaba cuando nadie lo veía.
Al día siguiente
Daniel llegó cabizbajo al instituto. Tenía miedo de salir al recreo por temor a
ser agredido por Manuel. El profesor le impidió quedarse en el salón así que
resignada y lentamente se dirigió a la parte del patio donde podía observar a
los niños jugar. Se encontraba meditabundo cuando un fuerte pelotazo salió en
dirección hacia él. Con el impacto niño y muleta salieron disparados hacia
atrás recibiendo un fuerte golpe en la cabeza. Daniel estuvo a ajeno al
silencio que inundó el patio por unos minutos, ni como las maestras corrían
despavoridas en su dirección. Desmayado tampoco vio como Manuel se quedó
petrificado de miedo ante el efecto de su acción.
Daniel fue
internado en el hospital más cercano. Se encontraba inconsciente pese a no
estar herido de gravedad. Tal parecía que no tuviera ganas de volver en sí o al
menos eso era lo que decían los médicos que no encontraban respuesta al estado
de salud del infante. Su mamá lloraba y rezaba por él todo el tiempo. Le
hablaba al oído, muy suave, pidiéndole que volviera, le prometió cambiarlo de
colegio, tomar clases en casa, lo que él quisiera con tal de que volviera a
estar bien. No había respuesta.
Pasaron un par
de días cuando Daniel se vio a sí mismo en medio del boscaje mágico. Para su
sorpresa podía caminar sin problemas y, como siempre en los sueños, inexplicablemente
se vio frente al palo frutal del cuento.
—¡Hola, Daniel!
¿Qué te trae por aquí?
—No lo sé. Solo
sé que no quiero regresar a la escuela.
—Mmmm, por lo
que veo ya encontraste a las primeras mosquitas en tu vida, ¿no es así?
—Solo es una.
¿Qué haré cuando sean muchas? No, ya lo decidí, aquí me voy a quedar.
—¿Acaso no
entendiste la historia? ¿No aprendiste nada?
—No acabé de
escuchar el cuento.
—Ahora sí estoy
desilusionado. Pensé que eras un chico más listo. Piensa, Daniel.
Daniel quiso
contestar pero le fue imposible. Se sentía mal, tenía el cuerpo muy caliente
por la fiebre y tras unos minutos notó un frío espantoso. Los médicos lo
metieron en una tina con hielo para que no empeorara. No supo cuánto tiempo
pasó antes de sentir de nuevo las sábanas secas y tibias. La planta tenía
razón, no había entendido la historia y huir de la realidad no le traería nada
bueno. Era como dejarse secar por dentro así que en un esfuerzo supremo logró
recuperar la conciencia.
El paciente se
recuperó satisfactoriamente aunque tuvo que estar en casa unos días más por
prescripción médica. La mamá no cabía en sí de gusto no solo por la salud de su
hijo sino porque perecía que el liceo entero estaba interesado en él. Los días
que estuvo en el hospital y después, en casa, contó con la visita de muchos de
sus compañeros de clase que estaban interesados en él genuinamente. Llegó el
día de retornar al aula.
—Dani, ¿quieres
que acabemos de leer el cuento?
—No, ya no.
—Pensé que te
gustaría saber en que termina.
—No importa eso,
mamá —dice el niño levantando los hombros con resignación— lo que importa es no
dejar que ninguna mosca acabe con nuestros frutos.
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