martes, 19 de abril de 2016

Elixir

Teresa Kohrs



Tobías avanzó firmemente haciendo un gran esfuerzo por no demostrar la repulsión que sentía. El estar tan cerca de un hombre sin moral, ni escrúpulos, le provocaba fuego en la sangre. Hace diez años que su hermosa prometida había desaparecido cerca de la frontera, durante la peregrinación al lago. Unas zapatillas junto a la orilla les obligó a concluir que se había ahogado, pero él jamás lo creyó. Estaba seguro que Silvia había sido secuestrada y llevada al otro lado de la isla, como sucedía frecuentemente con mujeres de menor rango. No tenía pruebas, así que pasado el tiempo tuvo que aceptar que ya no la vería más, continuando su vida con una nueva esposa e hijos, pero el dolor de la pérdida y sus sospechas lo hacían perder el control con cada paso. No me puedo dar ese lujo, se dijo regañándose mentalmente, respirando para controlar su temperamento. Él era el líder de la mitad de la isla, su buen ejemplo debía demostrar la forma correcta de actuar.

Bruno, llamado por su gente “el negro” lo esperaba vestido con una túnica sucia y rugosa que mostraba sus pantorrillas, las cuales eran tan musculosas que parecían dos pequeños pilares. Con sus macizos brazos cruzados sobre el pecho y aquella abundante cabellera negra azotando su rostro, de barba larga y despeinada, lo miraba de forma burlona. Como si pudiera leer sus pensamientos y gozara con el caos que reinaba en su interior.

Tobías recuperó la apariencia de serenidad, elevó su puntiagudo rostro adornado con una barbilla negra perfectamente recortada. Sus facciones reflejaban una vida de estricta disciplina. Los delgados dedos de su mano se elevaron para colocar la capucha de la prístina capa y poder así protegerse del fuerte viento que de momento lo ensordecía. El aroma dulzón proveniente del lago se intercalaba con los rancios olores que emanaban de los hombres y mujeres salvajes. No pudiendo ocultar del todo su desdén, dirigió una mirada escrutadora al líder de los impuros, el cual con sarcasmo en su postura, mostraba su incomodidad apretando los puños.

Estaba todo listo, cada persona presente de ambos lados sabía cuál era su papel. Por primera vez en años se requería que trabajaran en conjunto. Se odiaban tanto entre sí que el simple hecho de estar sobre la misma plataforma era considerado un milagro. Lo único que faltaba era que se dieran la mano como señal del acuerdo.

Se dice que hace miles de años, la hermosa Isla Blanca nació de lo profundo del sexto mar durante la noche, atraída por la luminosidad de la luna llena. Un gran lago de leche al centro de la misma daba nombre al lugar. Este se encontraba rodeado de altas montañas escarpadas, como si se tratara del cráter de un volcán y solo contaba con dos entradas conocidas, una al este y otra al oeste. Las aguas blancas eran traicioneras, fuertes corrientes subterráneas las convertían en un peligro y muchas personas habían perdido la vida intentando atravesarlas.

En un principio, hombres y mujeres de todo el mundo viajaron para conocerla. Enamorados de sus bellezas naturales se quedaron. Eran personas de buen corazón, quienes rodeadas de un ambiente de tranquilidad, lograron una idílica armonía. La paz reinaba en ambos territorios. Vivieron prósperos durante varios años hasta que un día, la fama del lugar se extendió a regiones lejanas. Del continente Asura salieron dos negras embarcaciones, tan sombrías como sus ciudades, conocidas por estar cubiertas de humo negro y cenizas, así como por la crueldad de sus habitantes.

La primera de estas naves se dirigió al este de la isla. Al verla, los nativos llamaron a un estudioso quien les advirtió de su oscura procedencia. A pesar de ser una población pacífica, idearon un plan para evitar su llegada repeliéndolos con ingenio y trucos de ilusión, asustando así a los extranjeros. Estas historias todavía circulan en el mundo confundiendo y evitando la llegada de más exploradores. Sin embargo, tres hombres lograron llegar a tierra firme y sobrevivir. Ellos consiguieron infiltrase entre la gente, incitándolos a actuar de manera egoísta, pensando solamente en el placer personal, sembrando así las semillas del mal. Con el tiempo se generó un desequilibrio que alarmó a los dirigentes, lo que llevó a un sometimiento brutal de los infractores a través de la aplicación de estrictas leyes de conducta que continuaron evolucionando hasta un punto de pureza extrema.

La historia en el oeste fue diferente. Inocentes y sin conocimiento de lo que les esperaba recibieron con los brazos abiertos a la segunda embarcación. Descendieron de él hombres sin moral, quienes con el tiempo lograron corromper al resto de la población a través de violencia, excesos y satisfacción sin límites de los deseos de la carne.

La tecnología permitía ahora la posibilidad de viajar de un lado al otro, pero las leyes puritanas lo tenían estrictamente prohibido. Eso no quería decir que no existieran los viajes clandestinos, secuestros y violencia en los puntos fronterizos. Con la desaparición de Silvia, la relación entre ambas facciones se volvió aún más tensa. Además de ser la prometida de Tobías, era famosa debido a sus poderes de sanación. La gente oraba, poniendo altares en su nombre, buscando un milagro. Sin embargo, cuando brotó una nueva cepa muy resistente de un antiguo virus, la enfermedad no reconoció fronteras y se propagó de igual forma en ambos lados de la isla. Los dos líderes tuvieron que tomar cartas en el asunto, buscar un acuerdo entre ellos y pedir ayuda al exterior formando un frente común.

Ofelia, gobernadora de la Isla Serpiente, aguardaba impaciente la llegada de los visitantes de la Isla Blanca. No sabía a quién de los dos despreciaba más. Ambos le recordaban que había todavía personas ignorantes incapaces de evolucionar. Su isla se caracterizaba por la sabiduría de la gente y no podía evitar sentir que perdía el tiempo cada vez que llegaba un extranjero a pedir consejo. La mayoría venían con la esperanza de escuchar la solución a sus problemas y debido a lo primitivo de su mente, se iban pensando que sería fácil aplicar lo sugerido, demostrando con esa idea no haber comprendido el mensaje. A pesar de todo no se podía negar, el conocimiento debía ser entregado, lo entendieran o no.

Tobías y Bruno entraron en el gran salón de paredes de vidrio, diseñado especialmente para templar el ego. La vista hacia el exterior mostraba en sus cuatro lados un jardín que se perdía en el infinito, lo cual provocaba una sensación de pequeñez. El clima controlado artificialmente era templado, con un suave aroma a flores silvestres. Esperando ver al gobernador, se sorprendieron al encontrarse con una distinguida mujer de estatura media, con cabello negro como la noche y piel blanca, perfectamente peinada, vestida con una túnica de seda morada que se ajustaba a su delgada complexión, dándole un aire de autoridad absoluta. Con un fluido movimiento, inclinó su cabeza ofreciéndoles asiento y aprovechando su desconcierto preguntó lo necesario, logrando así que hablaran sin censura. Los escuchó atentamente, manteniendo rectos su largo cuello y espalda. Después señaló a su asistente, un hombrecito que pareció salir de la nada, el cual encendió un gran monitor que bajó del techo frente a ellos.

En este aparecieron dos ancianos de aspecto andrógino, cubiertos con túnicas de color púrpura. Estos dos extraños personajes, rapados, de ojos blancos, conocidos como los sabios serpiente, sorprendieron a los visitantes quienes no pudieron reprimir sus expresiones de repulsión, ya que enredada entre sus brazos había una gran víbora de colores brillantes, tan ancha como el brazo de dos hombres, tan larga que su cuerpo se perdía entre sus ropas. La inmensa cabeza del reptil reposaba sobre el pecho de uno de ellos, quien la acariciaba cariñosamente como si se tratara de un pequeño cachorro. Ofelia les dio la palabra e impartieron su sabiduría con voz baja pero firme, hablando como si fueran una sola persona, dialogando de manera alternada, hasta terminar el mensaje.

—Isla Blanca
—ascendida del sexto mar
—invisible para el hombre
—evidente en la creación.
—Lago de leche
—asiento del néctar
—amrita su nombre
—elixir de vida.
—Caparazón de tortuga
—sostiene la piedra
—del monte sagrado
—serpientes de soga.
—Jalen los puros
—jalen los impuros.
—Cinco elementos
—cuatro ingredientes
—siete constituyentes
—batido de leche.
—Jalen los puros
—jalen los impuros.
—El veneno es exhalado
—amrita es expulsado.

Al terminar el monitor se apagó. La magna mujer elevó sus brazos en un ademán que indicaba que era momento de levantarse. Ambos brincaron de sus asientos con la intención de hablar al mismo tiempo. Ella los cortó irritada con un movimiento de mano, chasqueado sus dedos. Se quedaron boquiabiertos. A pesar de sus diferencias, estos dos hombres parecían haber encontrado algo en común, no estaban acostumbrados a recibir órdenes de una mujer. Ofelia los envió hacia los muelles escoltados por dos grandes guardias, siguiéndolos hasta la orilla esperando no volver a verlos jamás, pero no sin antes recordarles la deuda adquirida.

—Señores —dijo sin poder ocultar la baja opinión que tenía de ellos— se ha puesto en movimiento el impulso del cambio —pronunció enfatizando sus palabras pues sabía que hablaba con dos personas de cabeza dura— bajo la ley del equilibrio no pueden recibir sin dar. Tengan presente la deuda y recuerden que no obedecer las leyes universales trae como consecuencia el sufrimiento.

Sin más los dejó, perplejos, parado uno frente al otro, sintiéndose humillados.

Bruno el negro, de nariz rota, ojos disparejos, anchos hombros y piel morena fue el primero en recuperase rompiendo el hielo.

—¡Estamos jodidos! —comentó gruñendo.

El fétido aliento del hombre hizo que Tobías sacara su pañuelo para taparse discretamente la nariz.

—En lo sucesivo, agradecería te abstuvieras… —dijo Tobías con aires de grandeza para luego detenerse y recordar el encriptado mensaje de los sabios serpiente. Haciendo un gran esfuerzo dulcificó su tono— debemos trabajar en conjunto.

—¡Estás idiota! —exclamó Bruno casi gritando, gesticulando con los brazos, agitando el aire a su alrededor— ¡estamos jodidos! ¡Es imposible!

—Bruno —dijo Tobías, haciendo a un lado el odio que sentía por el hombre que consideraba responsable de la desaparición de su amada, pues era vital convencerlo— piensa en el bien de nuestros pueblos. ¡Debemos hacerlo!

El negro se le quedó viendo un largo rato. Luego soltó una carcajada.

—¡Te cagas del miedo! —dijo con su habitual volumen escandaloso— tú y los imbéciles de tus gobernantes no saben más que escupir mentira tras mentira. Hablan de respeto, honradez y no sé cuántas otras estupideces. Caminan con un palo en el culo, mientras miran a todos hacia abajo, cuando la verdad es que como el agua estancada, están podridos. Tienen tantas leyes que no saben lo que es vivir —exclamó sobándose grotescamente los genitales— ¿y todos esos deseos? —dijo entrecerrando la quijada— ¡malditos hipócritas! —terminó en un tono amenazador.

Tobías no lo sabía, pero Bruno hablaba con conocimiento de causa. Su madre había nacido en el este. Creció dentro de una familia privilegiada donde tuvo educación, alimento y ropa fina. Al verla, nadie hubiera pensado que era desdichada. Los secretos bien guardados de algunos puritanos pervertidos le destrozaron la vida. En cuanto tuvo oportunidad utilizó sus ahorros para pagar el paso ilegal al oeste. Ahí encontró la libertad deseada, pero la falta trabajo le dejó solo una opción: vender su cuerpo por dinero. Bruno nunca supo quién fue su padre y el resentimiento de la mujer que le dio la vida, lo llenó de odio.

Mientras escuchaba las mejillas de Tobías se iban coloreando al tiempo que gotitas de sudor adornaban su frente. Antes de abrir la boca, se pasó el pañuelo sobre el rostro, inhaló el aroma a lavanda con el que lo había rociado y con una larga exhalación logró calmarse lo suficiente para responderle al salvaje.

—Los instintos animales de tu pueblo no son el tema de esta discusión —se detuvo mordiéndose el labio, enojado aún más debido a la expresión mordaz del otro hombre. Inhalando regresó al tema principal— tenemos maquinaria, podemos extraer la roca del monte sagrado para colocarla al centro del lago de leche. Bajo la cueva del oso, al sur de tu territorio, hay un gran caparazón de tortuga. Manda a tu gente. Vamos a necesitar mano de obra —omitió decir que de su lado de la isla ya no existen los obreros.

Sonriendo sarcásticamente el salvaje acicaló su barba. Recordando las muertes y enfermos en su tierra, apretó la boca. El puritano tenía razón. A pesar de todo lo que se decía de él, estaba realmente preocupado, su gente necesitaba ayuda. Debían hacer esto juntos. Resignado asintió.

—De acuerdo —dijo extrañamente en un bajo tono de voz— la cita es en siete días al centro del lago. Tú llevas la maquinaria con el monolito, yo el caparazón y los hombres. Se dio la media vuelta rascándose la espalda baja, hablando para sí mismo sin esperar respuesta.

Frunciendo la nariz y suplicando paciencia, Tobías también se giró para subir a su embarcación. Obtener el elixir para curar a los enfermos era trascendental, pero ambos sabían que el exquisito néctar contenía propiedades mucho más preciadas. Los textos hablaban incluso de inmortalidad. Tobías tuvo que detenerse y respirar pausadamente. La expectativa de tener tal poder en sus manos lo hacía vibrar internamente. Con él podría limpiar la isla de los no creyentes y su palabra sería la ley.

Los primeros rayos de sol apenas hacían su aparición del lado puritano, cuando como abejas atraídas al panal, decenas de embarcaciones de todo tipo se acercaron sobre las blancas aguas de ambos lados en dirección a la plataforma, la cual flotaba sobre el eje central del lago. Una grúa sostenía la piedra del monte sagrado. Tal como instruyeron los sabios serpiente, colocaron con precisión el caparazón en la base y serpenteando alrededor las sogas. Ordenaron a los hombres impuros subir a la plataforma. De un lado ellos tomaron las cuerdas, del otro los puros ayudados con la maquinara.

Los dos gobernantes se encontraron al centro. Tobías con la capa moviéndose al ritmo del viento y la capucha bien ajustada a su cabeza. Bruno fluyendo con el vaivén, dejando que su corta túnica se elevara de manera impúdica, escandalizando a la mitad de los asistentes. El negro extendió su mano firme, el hombre altivo de barba puntiaguda la tomó solamente con las frías puntas de sus dedos, tratando de evitar el contacto. Por un momento el aire fresco pareció detenerse. El sol alumbraba ya todo el territorio del este, pero el oeste permanecía todavía en la oscuridad. Todo estaba en su lugar. Era momento de comenzar.

Con una señal, brujos y hechiceros impuros, descendientes directos de asuras, vestidos con ropa sencilla, tiraron desde sus balsas los siete constituyentes: líquido digestivo, sangre, piel, grasa, huesos, médula y semen. De los barcos modernos, especialistas reconocidos con el nombre de devas, lanzaron las hierbas, pasto, enredaderas y plantas. La mezcla comenzó, jalaban los hombres, jalaban las máquinas, una y otra vez, agitando el lago, utilizando la gran piedra como si se tratara de un molinillo, volviéndolo más denso. Cada vez requería mayor fuerza, más hombres se agregaban al esfuerzo, más potencia se imprimía en el motor. De pronto la piedra del monte sagrado explotó, pequeñísimos pedazos salieron por los aires cayendo a lo lejos, hundiéndose en el espeso líquido blanco.

Como un géiser, un chorro de líquido verdoso salió del mismo lugar donde antes se encontraba la roca. De momento nadie se movió. Luego, hombres impuros se pelearon unos con otros a patadas y golpes para llegar al líquido, abriendo sus grandes bocas, tratando de cachar con ellas las gotas que parecían caer del cielo. Al contacto de estas con la mucosa interna, algo inesperado sucedió, los hombres comenzaron a retorcerse emitiendo un gemido desgarrador, echando espuma por la boca, en el siguiente instante estaban muertos. Bruno les había advertido que lo primero que saldría era el veneno, pero ellos en su avaricia e impaciencia no esperaron y la consecuencia fue devastadora. Los cadáveres habían caído en forma de espiral en torno al centro de la plataforma. La imagen resultaba aterradora y simbólica a la vez. Los demás retrocedieron.

Durante un segundo todo se detuvo. El movimiento fluido de una figura siguiendo la espiral de hombres reactivó el tiempo. Aterrados por los efectos del veneno la escena captó su atención. Era una mujer alta, delgada, cubierta con un manto oscuro, lo que de momento les hizo pensar que venía del oeste, sin embargo, al desenvolver la tela de su cuerpo, apareció vestida con una finísima túnica dorada, evidentemente proveniente del este. Se agachó para absorber completamente el líquido verde con el manto, el cual colocó dentro de una canasta. Después, para sorpresa de los presentes, la misteriosa mujer elevó su rostro mostrándolo abiertamente. Expresiones de asombro e incredulidad viajaron a través del viento resonando alrededor, era Silvia.

Cuando Tobías la vio su corazón se desbocó. Una fuerte necesidad de tocarla, olerla y abrazarla le hizo correr hacia ella, tropezando una y otra vez con los hombres tirados en el suelo. Bruno gruñó gritando su nombre lo que hizo que Tobías se detuviera a medio paso, girándose para mirarlo con fuego en los ojos.

—Lo sabía —dijo por lo bajo, tan furioso que temía romperse la quijada.

Bruno no lo podía creer. La había mandado secuestrar para saciar su sed de venganza. Cuando sus hombres la trajeron pensó en todas las cosas que haría con ella, en como tomaría su cuerpo cada vez que quisiera, disfrutando el daño causado a su enemigo. Sin embargo, su plan no funcionó. Una sola mirada a la belleza etérea de cabellos blancos como la leche y sus piernas dejaron de funcionar, paralizándolo en su sitio. Pero nada pudo haberlo preparado para lo que sucedió enseguida, cuando aquellos ojos del color del cielo se posaron en él y algo parecido a una descarga de electricidad lo recorrió, desmoronándolo desde adentro, dejándolo aturdido y desorientado. Sin haberla tocado, salió de aquel calabozo trastabillando, cerrando la puerta de un golpe, para después regresar y encontrarlo vacío. Silvia había desaparecido. Furioso torturó a los guardias hasta que el culpable pagó con su vida. Algunas personas hablaban de haberla visto en las cuevas cercanas al lago durante las noches de luna llena, donde mostraba a sus fieles seguidores su verdadera naturaleza. Se decía que ella era la encarnación de la diosa, destructora de la ignorancia, destinada a mostrarles el camino de la luz. Bruno jamás lo creyó. Ni él ni su gente lograron encontrarla.

Silvia se giró observando todo a su alrededor, con una enigmática sonrisa tomó su canasta y dejando volar su blanca cabellera, se echó al lago, esfumándose una vez más de forma misteriosa ante la mirada atónita de ambos pueblos, demostrando con sus acciones ser la única entidad capaz de absorber el veneno de la primera exhalación.

Unos segundos pasaron y del mismo punto comenzaron a elevarse imágenes borrosas, figuras simbólicas en forma vaporosa que algunos alcanzaron a distinguir, perdiéndose entre la bruma. La vaca de la abundancia, la diosa del vino, el árbol del paraíso perfumando con la fragancia de sus flores, la luna, el caballo blanco con sus siete bocas, el elefante blanco que representa la suerte, la diosa de la fealdad, la diosa de la belleza, piedras preciosas incrustadas en joyas, el árbol de los deseos y al final, tal como fue anunciado, el líquido contenido en un vasija tangible de gran tamaño: amrita, el elixir de la vida.

Una vez más hombres salvajes se abalanzaron sobre él. La pesada vasija era imposible de cargar, por lo que los intentos de empujarla o jalarla no llevaban a nada. En la confusión, algunos no vieron la mano de la grúa que cayó desde lo alto golpeándolos violentamente. La maquinaria logró con facilidad elevar el recipiente. Solo uno de aquellos impuros consiguió tomar una gota del elixir, como castigo le cortaron la cabeza.

Asegurando la integridad de la vasija, Tobías y su gente huyeron en sus modernos botes. Bruno y los suyos los persiguieron pero pronto se dieron cuenta que no era posible alcanzarlos. Cansada y aturdida, la población del oeste no lo podía creer. Pensaron que la gente del este era en verdad honesta. La noche anterior habían planeado entre copas, mientras bailaban y reían, aprovecharse de su rectitud, esperar la salida del néctar, tomarlo y huir en una pequeña embarcación secreta. Creían que sería fácil robarles a los malditos puritanos, asumieron que ellos no serían capaces de traicionarlos, que sus ideas y principios no se los permitirían. Ahora sabían la verdad. Los puros en realidad no lo eran tanto, su alma estaba pintada de negro, mientras que ellos mostraron su inocencia, algo limpio que todavía iluminaba su interior. ¡No más! Habían aprendido la lección.

Bajo las leyes universales de causalidad, el sufrimiento descendió sobre la Isla Blanca. La guerra entre las dos facciones duró varios años. Los habitantes se vieron atrapados entre los dos extremos: rigidez contra desidia, represión contra libertinaje. Tal vez en un futuro el batido de leche se vuelva a lograr y quizá en esa ocasión el néctar será compartido. De esa manera, la sabiduría destruirá la ignorancia, la guerra terminará y finalmente regresarán al tan deseado equilibrio.

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