lunes, 4 de abril de 2016

Gato negro

Camilo Gil Ostria


¿Es usted un demonio? 
Soy un hombre. 
Y por lo tanto tengo
 dentro de mí todos los demonios.
Gilbert K. Chesterton

Otro día de trabajo.

Desperté a las cinco de la mañana, me alisté como un rayo. No podía perderme las primeras horas del amanecer. La poca gente que había no era imprescindible para la sociedad, volviendo el daño colateral que mi oficio infringía un poco menor, más soportable.

Necesario.

Para que yo pueda comer, para que otros puedan seguir viviendo.

Y es que a esa hora salía la gente sin familia que los acompañe al trabajo o les prepare un desayuno. Gente que tenía que trabajar más para ganarse el pan de cada día. O simplemente es que a esa hora se recogían los borrachos o despertaban por el frío los que no tienen un techo dónde dormir. Yo solía salir a esa hora…

Mi tonto ayudante tocó el timbre de mi pequeño departamento, bajé corriendo y le abrí. Él tenía una sonrisa extraña, como curvada. Antes de que siquiera nos saludemos, le digo que conduzca. Ese día decidió usar un jeep de dos puertas, plomo con ventanas oscuras. Ni muy pequeño ni muy grande. No era mi estilo, llamaba mucho la atención, pero con los caminos correctos y a las horas adecuadas no pasaba nada. Mi ayudante siempre tuvo gustos extravagantes.

Tampoco habíamos planeado algo especial ese día.

Antes de avanzar mi compañero sacó de su bolsillo un rosario y lo colgó en el retrovisor.

Siempre lo creí tonto, retrasado por su constante silencio, su morbosa sonrisa y su físico sin gracia que se complementaban con algún comentario que lanzaba al aire, denotando un genio de fraile con el que no me gustaba lidiar.

Aceleró, me ajusté el cinturón. Ambos íbamos en los asientos de adelante. No quería ningún accidente.

Vi hacia el cielo, sabía que el sol estaba detrás de las nubes grises, pero solo por intuición: mis ojos no llegaban a ver ni uno de sus rayos. El aire estaba demasiado frío, casi no sentía mis manos.

Prendí la calefacción del auto.

Mi ayudante prendió la radio.

Aun así se sentía un silencio incómodo.

Llegamos al centro de la ciudad; desde hace tiempo podía ser vislumbrada: sus grandes edificios, el sonido mortal de miles de bocinas, sus luces interminablemente prendidas, perros ladrando, gatos corriendo de un lado al otro –posiblemente tras un ratoncillo– la vida en su inmensidad de locura que nadie logra entender pero aun así es llamada racionalidad.

Señalé un desvío en la siguiente calle, para ir por vías un poco menos transitadas, unas cuadras después señalé el objetivo:

Un muchacho, más o menos quince años. Alto, moreno, pelo oscuro cual noche y caído como paja, mirada pérdida en el suelo, como escavando hasta el mismo infierno, deseándolo; audífonos en los oídos y manos balanceándose suavemente a los costados. Como deprimido, con un canguro celeste y unos jeans negros cual eternidad. 

Caminaba lento, casi como si no tuviera rumbo alguno.

Paramos a su lado, lo miré y sonreí.

Él me respondió del mismo modo, más un toque de timidez.

–¿Cómo estás? –le pregunté mientras el auto avanzaba lentamente a su lado.
Él se detuvo, nosotros también.

–Bien. –Fue su única respuesta, seca, sin sentimientos.

–¿Sabes cómo puedo llegar a la Buenos Aires desde aquí? –sabía que se dirigía en esa dirección.

–Sigues recto dos cuadras y te vas a la izquierda. –Me respondió mientras hacía señas con sus manos. La calle estaba repleta de basura y el olor que producía era mortal, intenté apurarme para no tener que soportarla más.

–¡Gracias!, ¿no quieres que te jalemos a algún lado? 

–No quiero molestarlos –respondió con humildad, se creía la escoria de la tierra.

Lo más probable era que fuese verdad.

Uno es lo que cree ser.

–No vas a ser ninguna molestia –le sonreí.

Asintió con su cabeza, abrí mi puerta, recorrí el asiento, volví a entrar en la parte de atrás y le indiqué que se siente adelante.

–Tú te vas a bajar primero.

–Gracias –dijo el muchacho y cerró la puerta.

En ese momento, de forma disimulada, mi tonto ayudante cerró todos los seguros y, por si acaso, sostuve mi pistola detrás de mí.

–¿Cómo te llamas? –le pregunté.

–Mauricio –me respondió con una ligera expresión de alegría, conmigo se sentía bien.

–¿Y qué haces tan solo a estas horas, Mauricio? –pregunté para generar conversación, aunque en sí la respuesta era obvia.

–Estoy de camino al colegio –pobre chico, no sabía que ese día no llegaría a clases– como vivo bien lejos debo caminar hartito.

–Cuando yo era chico me pasaba lo mismo –le respondí– ¿cuántos años tienes?

–Catorce…

Una buena edad, sus órganos todavía estaban sanos.

–¡Uy!, ¡pareces mayor!

–Sí, todos me dicen eso –rió.

Mientras mi tonto conductor nos llevaba por rutas desconocidas, Mauricio empezaba a asustarse, se notaba en el sudor perlando su frente. Pero ya era tarde, no había regreso. Todos los secuestrados se daban cuenta más o menos en este mismo lugar que jamás volverían a sus vidas normales.

–¿Y en qué colegio estás? –le pregunto, es mejor distraerlos y así no hacen estupideces violentas que te obligan a matarlos antes de tiempo. Lo mejor es que lleguen vivos, así todo se conserva mejor y se puede cobrar más por ellos.

–En el San Francisco –era un buen colegio, no mucho de su clase, era más para… jailoncitos.

–¡Lindo colegio! –exclamé, talvez a este sí lo extrañen un poco.

–Sí, apenas me mantengo con una beca por mis notas.

–¡Entonces eres todo un geniecillo! –me dolió por un segundo, elegí a un niño especial, alguien que quizás hubiera cambiado el mundo.

–Eh… no sé, se podría decir que sí.

–Y tan humilde…

–Gracias. –Su tono empezaba ser más frío, perdía progresivamente la confianza, pero ya estábamos cerca de salir de la ciudad– ¿por dónde estamos yendo?
–Son las rutas especiales que utilizamos –le respondí– son más vacías. ¿Sabes?, el tráfico es una de mis peores pesadillas.

–Ah.

Salimos de la ciudad. Noté en el temblor progresivo de sus manos; en sus ojos yendo y viniendo, intentando averiguar qué pasaba; en su sonrisa forzada, casi hipócrita queriendo disimular la situación y en esa respiración agitada; se dio cuenta de lo que pasaba. Supe que iba a hacer algo violento.

Le di un golpe en la nuca con la culata de mi pistola.

Cayó desmayado.

Ordené a mi tonto conductor que acelerara, no había tiempo para perder, si volvía a despertar sería todo un escándalo.

Llegamos rápido a nuestra “casa de trabajo” a las afueras de un pueblito –casi diez minutos en automóvil, no había casas a la vista y pasaba muy poca gente por ahí– apestaba a tierra, cerveza, basura y chuño. Casi como la mayor parte del altiplano.

Con su típica plaza y su canchita de fútbol, en este caso de tierrita. Otros más privilegiados tienen canchas de pasto sintético. Pero igual poco íbamos al pueblo, nos quedábamos en la casa cuidando nuestro trabajo hasta que llega alguien y lo corta en pedacitos para mandar los que le convienen a algún lugar del mundo, luego nos pagan y directo a conseguir a otro chico.

Nunca manteníamos a más de uno al mismo tiempo.

Eso sería peligroso y estúpido. Yo tomo precauciones, trabajo es trabajo.

Bajé el cuerpo rígido de Mauricio hasta el cuarto al fondo del pasillo de esa casa hecha casi en su totalidad de ladrillos, sin pintar ni adornar. Todos sus pisos eran de cemento no uniforme y en algunos lugares te podías caer.

Ventanas con bordes de madera y vidrio, excepto el cuarto del fondo, ese no tenía.

Manteníamos bajo perfil, intentábamos no llamar la atención de nadie.

Cerré la puerta con doble seguro para que Mauricio no escape, me di la vuelta y encontré la mascota de mi ayudante, un gato completamente negro y de ojos verdes llamado Bombril. Era un animal en extremo inteligente –a diferencia de su dueño– yo, siempre que me veía obligado a quedarme en esa casita, pasaba mucho tiempo con él.

Creo que era lo más entretenido para hacer.

Me acerqué a la pequeña cocina, cuya monotonía de ladrillo me sacaba de quicio, para desayunar algo, abrí el pequeño refrigerador y apenas había un poco de mantequilla, mermelada, carne para unos dos días, sal y azúcar.

En un cajón cercano siempre guardábamos pan, de quién sabe cuándo; duro como una piedra.

Puse a tostar un poco y a hervir agua, con suerte había café o alguna bolsita de té.

La casa no olía a nada, estaba pobremente amueblada, e incluso se podría decir que nadie habitaba el lugar, porque se la sentía impersonal, ajena, lejana…

Talvez como mi ayudante, que poco hablaba y era un tanto infrecuente. Tampoco le quedó otra opción, alguien tenía que vivir en esa casa, para que la gente del pueblo no sospeche al verla a veces llena, a veces vacía; aunque eso era bastante relativo, si alguien sospechaba había gente que se encargaba de sellarle los labios.

Él fue escogido para vivir ahí, y cuando te dan una orden o la cumples o mueres.

Al menos con los jefes que yo tengo.

Sonó la alarma del pequeño hornito donde se tostaba el pan, me acerqué y puse todo en uno de esos rudimentarios platos que teníamos, no había ni té ni café; tomé agua con azúcar.

En un plato aparte puse un pedazo del pan tostado y serví otra taza de agua para Mauricio, me acerqué hasta la puerta de su pequeña celda y toqué. Estaba despierto, no respondió; pero sentí, a través de la puerta, como se movía desesperado, buscando cómo defenderse, el miedo cobraba fuerza en su interior.

Todos son iguales.

Llamé silenciosamente al tonto y le dije que abra la puerta y apunte con su pistola.

Me hizo caso, yo entré, dejé el plato y la taza en una esquina del suelo, miré al muchacho y le dije:

–Las reglas son simples: haces todo lo que digamos o mueres; no haces ruido, ni nada que llame la atención o mueres; comes todo lo que te demos, aunque no tengas hambre o sed, o mueres; si quieres ir al baño debes tocar la puerta tres veces –yo lo hice para mostrarle cómo– debes hacer todo con la puerta abierta y alguien vigilándote o mueres. ¿Alguna duda?

El muchacho no dijo nada, ni siquiera sabía si había entendido todo. 

Bueno, así era más divertido.

Salí del cuarto y cerré la puerta.

Estaba camino a la cocina cuando sentí tres toques a mis espaldas.

Miré a mi ayudante y él simplemente siguió su camino: me tocaba a mí. Agarré mi arma, abrí la puerta del baño –justo al lado del cuarto del chico– me fijé que haya papel, jabón, cepillo de dientes, ventana cerrada y tapizada con periódicos y luego abrí la celda.

Le señalé el camino con mi mirada, apunté a su pecho todo el recorrido.

Se paró justo al frente del escusado.

–¿En serio tienes que mirarme hacer mis necesidades?

Asentí con la cabeza.

–Eres un pervertido.

Quité el seguro de mi arma, como una amenaza.

–No voy a poder hacerlo contigo mirándome.

–No lo hagas.

–¿Y qué puedo hacer si dejas de mirarme?

–Escapar.

–¿A dónde?

Levanté mis hombros con indiferencia.

Silencio.

–Deja de hacerme perder el tiempo, o cagas ahora o vuelves a tu celda.

Me miró fijamente unos segundos, luego desabrochó su pantalón y con un movimiento rápido lo bajó hasta el suelo, se sentó en el escusado e hizo lo suyo.
Se notaba el miedo en su piel de gallina, especialmente blanquecina que resaltaba en sus muslos, yo odiaba tener que mirarlo, pero era mi obligación. Mauricio fijó su mirada en el vacío, intentado trasladarse con la mente donde el cuerpo no podía llegar.

Pensé en si algún día podría dejar de hacer eso. Con el dinero que me darían por el chico pagaría un semestre de la universidad y me faltaban tres. Estaba estudiando literatura y en busca de experiencias sobre las que escribir me hallé envuelto en estas cosas.

Pero pronto podría dejar este tipo de vida, en realidad la odiaba. Aprendí que el ser humano es su propio demonio.

Mauricio se puso de pie y se limpió con el papel que estaba detrás de él. Se ajusta el pantalón, mira la ducha y se vuelve hacia mí.

–¿Puedo ducharme? –dice.

Asiento con la cabeza, él prende la ducha: más caliente que fría, como a todos les gusta.

Mauricio se desviste con delicadeza, dejando su ropa doblada encima del escusado.

El chico es flaco, pero fuerte; se notaba en sus costillas marcadas y en su respiración que levantaba un pecho firme. Entró a la ducha y corrió la cortina, le dije que la deje abierta, pareció no escucharme y justo en ese momento Bombril se acercó a mí.

Jugué con él, le di caricias mientras escuchaba el agua caer sobre el cuerpo del muchacho, de vez en cuando me daba la vuelta para ver la sombra de la piel morena de Mauricio a través de la cortina de plástico que lo cubría.

El pequeño gato negro me recordaba las buenas noches que yo tuve en mi juventud más temprana, cuando salía con amigos a alguna fiesta; donde, talvez, besaba a alguien, tomaba mucho y caía al suelo borracho.

La vida está llena de vueltas, algunas sin mucho sentido.

Otras con enseñanzas, juegos o vacíos.

La vida es vida y nadie sabe cómo tomarla.

El gato me lanza un último maullido, un ronroneo indiferente y tranquilamente se va hacia la sala.

Me doy la vuelta, la ducha sigue prendida, pero su sonido ha cambiado.

La sombra de Mauricio ya no está ahí, el agua cae al piso como si nada.

La ventana está abierta y veo a lo lejos como un cuerpo desnudo corre por el altiplano, perdiéndose entre su tierra, helechos marrones y monotonía sin igual, como si fuera uno más, como si en su piel la palabra “altiplano” estuviera implícita.

–¡Mierda! –maldigo al cielo, empiezo a correr con mi arma cargada, no es el primero que intenta escapar. Ninguno lo ha logrado.

Salgo de la casa y acelero mi paso, estoy como a cien metros del muchacho, disparo a un lado, solo para asustarlo, agradezco el silenciador de la pistola.

Inconscientemente Mauricio baja su velocidad al sentir la bala silbar a su lado, no hay a dónde escapar, estamos casi al medio de la nada, yo acelero.

Estoy a punto de alcanzarlo cuando escucho que a lo lejos un auto se acerca, nadie puede verlo. El niño vuelve a acelerar, la esperanza regresa a su cuerpo.

Disparo.

El chico cae muerto.

Es el séptimo que mato antes de tiempo.

Lo alcanzo en seguida.

Llevo su cuerpo inerte a la casa.

Su sangre deja un rastro en la tierra como el patrón de un ahuayo, tejido por las manos del destino.

Mi tonto ayudante sale a la puerta con su horrible sonrisa curvada, cargando en brazos al gato negro.

El auto pasa a lo lejos, no nota nada.

Dejo el cadáver en su cama, cierro la puerta y llamo por teléfono.

–Recójanlo o se va a podrir –digo apenas contestan– intentó escapar.

Cuelgo el teléfono, me ducho donde momentos antes estuvo Mauricio.

Salgó de la ducha, envuelvo mi cadera con una toalla blanca.

Escucho el teléfono sonar, contestan, vuelven a colgar.

Mi tonto ayudante se acerca, me mira de arriba abajo.

Bombril también aparece y lanza maullidos desesperados.

–Siempre me agradaste –me dice– pero órdenes son órdenes, y sabes que a nadie le gusta que sus órganos estén más muertos de lo necesario.

Me apunta al pecho, al parecer no era tan tonto:

Dispara.

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