martes, 30 de agosto de 2011

Los balcones de Lima

Víctor Mondragón


-El señor Carlos continúa muy ocupado, ¿desea esperar? -dijo una secretaria a don Bruno.

Los pasillos del Congreso se congestionaron de personas   que iban y venían; al salir de las oficinas, algunos rostros  resplandecieron,  llevaban   consigo una esperanza, un alivio, una promesa, quizás la  oportunidad de sus vidas.

De pie en un pasadizo, cargando  un pesado maletín de cuero, don Bruno  esperaba pacientemente. Corría el final de la década de mil novecientos cincuenta, años  antes don Bruno había arribado a Lima proveniente de Italia; se desempeñaba como profesor de Arte  en la Universidad Católica y en la de San Marcos; desde su llegada  quedó impresionado por los balcones de las casonas limeñas,  tenía    un especial cariño por los balcones de cajón, mudos testigos de lo que fue el centro del poder español en sur América, soñaba con preservar la majestad que a Lima le corresponde. El profesor miraba y remiraba entre sus manos una gastada tarjeta de presentación de un congresista, colega de la universidad.

Esta es la llave que me abrirá las puertas -pensaba ilusionado. Hacía más de un año que había presentado un proyecto para salvaguardar los señoriales balcones  de la ciudad, proponía que antes de derribar un balcón se emitiera un dictamen técnico-cultural.

-Puede usted pasar -dijo la secretaria.

-Hola, Bruno, no sabía que eras amigo de don Jorge Solari -dijo  el congresista.

-Sí, somos amigos y juntos hemos elaborado esta propuesta -contestó el italiano.

-Comprenderás que estas cosas toman su tiempo, el trámite tarda, debemos ceñirnos a ciertas instancias; para que esto prospere necesito buscar el apoyo de otros congresistas -dijo el parlamentario.

-¿Tardará más? –pregunto don Bruno.

-Habrá que dejarlo para la próxima legislatura –contestó el congresista.

El italiano encogió los hombros, miro al techo y la frustración embargó  su rostro,  el congresista dispuso una mano en su mentón y le pidió que no se retire.

-Tómalo con calma Bruno, acércate quiero mostrarte algo -dijo don Carlos.

-Son planos de Lima -contestó el italiano.

-Sí, las áreas coloreadas no tienen propiedad saneada, están a la espera de alguien que quiera denunciarlos, mira estos terrenos entre el cerro San Cristóbal y el  río Rímac, no tienen dueño conocido  -dijo el parlamentario.

-Gracias Carlos, sabes que mis afanes son otros -contestó el italiano.

-No hay algo de malo en esto, todo es legal y a tu edad deberías buscar un respaldo para tu vejez, el trámite es simple, te puedo orientar, deja ya de  afanarte en ideales improductivos -replicó el padre de la patria.

Una fuerte y digna mirada fue la respuesta del italiano, cogió su sombrero, su bastón y cortésmente se despidió.

No entiendo los afanes de los hombres han perdido las ganas de vivir por causas dignas no saben querer a su tierra no distinguen la línea difusa y sinuosa que hay entre ser tonto y lo correcto cuantos  humildes que desconocen sus derechos  perderán sus terrenos  por el limbo jurídico reinante –pensaba el italiano.

De regreso a casa, el profesor  caminó por la subida de la calle cercana a la iglesia del Carmen, distrajo su mirada y  vio un perro cachorro  que dormitaba acurrucado al amparo de una mezquina sombra, se miraron   mutuamente, extrajo un pedazo de pan que llevaba en una bolsa y se lo entregó al desvalido animal, prosiguió su camino,  ingresó a  la quinta Heeren (1), se detuvo frente a una hermosa plazuela, cogió un viejo manojo de llaves e introdujo en la cerradura la más grande de ellas, se percató  que el perro lo seguía, cerro su puerta. Horas después,  desde su ventana divisó que el indefenso animal permanecía al pie de la entrada, recordó su infancia en  Florencia,  llamó a Jacinta, su cocinera y la condujo a la puerta.

-Te presento a Pastor, nuestro perro -dijo el italiano.

-No es pastor alemán, parece de raza indefinida, chusco cruzado con chusco –replico la cocinera.

-Tiene rasgos de  poodle, se llamará Pastor como el perro que tuve en mi niñez -contestó el italiano.

-¡Como mueve su cola!, está contento –exclamo  Jacinta. 

-Será nuestro guardián y compañero de Jorgito –respondió don Bruno.

Por esos días, Jorgito daba sus primeros pasos, era hijo de la cocinera; por las tardes, tras regresar de la universidad, el italiano  solía pasear con Jorgito  y Pastor por los ambientes  de la quinta Heeren. Antiguas casonas de estilo austro-húngaro, árboles inmensos, hermosos jardines con olor a jazmín, años iban perfilando su amistad.

-Abuelo, ¿me has traído un soldadito? –dijo Jorgito.

El anciano introdujo las manos en sus bolsillos y extrajo dos pequeños soldaditos de plástico.

-¡Ya tenemos nueve! -gritó con exultación el niño.

¿Por qué  has traído dos? –preguntó seguidamente.

 -Hoy la faena fue magnífica, he salvado dos balcones de la calle de la Penitencia (5), ya están  en el Rímac -dijo el italiano.

Tras bregar con las autoridades, don Bruno  consiguió el ansiado decreto que exigía el  dictamen antes de derribar un balcón, pero no conforme, en su desesperación enamorada por conservar el pasado, se abocó de defender personalmente todos y cada uno de los balcones limeños. El anciano cumplía su pacto con el niño, por cada balcón salvado entregaría un soldadito de plástico al hijo de su cocinera.

-La mesa está servida -avisó Jacinta.

Tras dar gracias a Dios, procedieron a degustar un sancochado (2), servido en recipientes separados el caldo,  las verduras, menestras  y carne, las salsas eran toda una delicia para el italiano, unas veces la sarza criolla (3), otras la salsa a la huancaína, otras de perejil y culantro (4), otras de crema de ají amarillo y muchas más según la imaginación de Jacinta; Pastor también participaba del festín, solía cascar huesos de  vacuno, al pie de la mesa, junto a su amo.

Al día siguiente, al final de la jornada universitaria, don Bruno se reunió con algunos de  sus alumnos para que tomaran conciencia y apoyaran la causa de defender los balcones de madera; la exposición del anciano fue elocuente y mejor aún fundamentada.

-Los balcones son cultura, allí está grabado el esfuerzo de arquitectos, talladores, ensambladores y carpinteros; la conformación del cajón con fina madera es única en su género -dijo el anciano.

-Conozco diversas capitales del mundo y en su tipo, los balcones limeños no tienen igual, los tienen  frente a sus ojos pero no los ven, mejor dicho no los quieren  ver -añadió el profesor.

-¿Qué tipo de moral albergan si no saben defender lo justo, acaso no comprenden que los valores condenan al hombre a ser libre de sus prejuicios? -concluyó el anciano.

En los círculos universitarios de la época estaba de moda la revolución cubana y no faltarían  algunos discípulos que miraran el tema desde otro ángulo.

-No comparto su idea, esos balcones reflejan siglos de opresión del poder extranjero y también  representan a  su descendencia, la oligarquía limeña -dijo un alumno.

–Con el dinero requerido en mantener esos balcones se podría paliar el hambre de muchos niños desnutridos -dijo otro.

 -No nos hable de moral en un país donde los reclamos de los pobres se combaten con misas y balazos, un país donde persisten personajes agazapados que defienden un sistema injusto -dijo una muchacha.

-No se pongan trabas, ¿no será acaso una excusa para no comprometerse en la causa que les propongo? viven recostados en la especulación, por eso me rechazan, los días les olvidarán -replicó el maestro.

La contrariedad era grande como la constante disidencia de los alumnos que alguna vez lo apoyaron, la falta de sensibilidad de los jóvenes no hacía más que afianzar los ideales del profesor.

Seré fiel a mis principios –repetía en su mente, cogió su sombrero, empuñó su bastón y se despidió cortésmente de sus alumnos.      

Lima ciudad con miles de pobladores pero de pocos ciudadanos  como su clima indecisos ambivalentes quieren ser pero no lo son no saben decir sí o no se esconden hablando  a medias tintas  re huyen al compromiso cuchichean en voz baja consienten  no se solidarizan con sus sueños enceguecidos cultivadores de la ambigüedad defensiva –masticaba entre dientes el profesor mientras se dirigía a su casa.

La maleza de los días aplacó su propósito atolondrado  pero agravó su sentimiento de frustración, de incomprensión. Tiempo después, a las cinco de la tarde,  Jacinta abría el portón de la casona, empujó una carreta y  se dirigió presurosa hacia la plaza Italia, lugar donde diariamente ofrecía mazamorra morada y arroz con leche; ya de noche el niño se dirigió hacia la puerta de la casona,  alguien tocaba la misma.

-¿Está don Bruno? -dijo un visitante.

-Buenas noches señor, pase usted, tome asiento por favor -fue la respuesta del niño, seguidamente salió de su habitación don Bruno y se abrazó con el recién llegado.

-Te he visto en los periódicos, vaya empresa en que te has metido -dijo el visitante.

-Bueno, llevo más de diez años en esta causa, inicialmente visité autoridades, periódicos y revistas para que me apoyaran, los resultados han sido exiguos y por eso he pasado a la acción -replicó don Bruno.

-Aquello de encadenarte a una banca frente al Congreso ¿No ha sido una exageración? -preguntó el visitante.

-Tengo que hacerme escuchar, la indiferencia es inmensa y las calles de Lima son una selva, mientras los periodistas me hacían la entrevista me descuidé y algún ladronzuelo me robó el candado que me  costó más de diez soles -replicó el anciano.

-Pero los periódicos te apoyan, ¿o no? -preguntó el amigo.

-Sí y no; me apoyan porque soy noticia, cosa distinta es gastar de bolsillo propio, pedir cita a las autoridades e invertir días enteros en convencerlos de que emitan dispositivos que salvaguarden el patrimonio cultural de la ciudad -añadió don Bruno

-Pero ahí tienes a tus alumnos, ¿acaso no has podido convencerlos? –inquirió el visitante.

-Convencidos están, de la boca para afuera, pero en la acción muy pocos me han acompañado, muchos son insensibles por los envites de la falsedad  -concluyó el anciano.

Minutos después dejaron a un lado el tema de  los balcones y platicaron del pasado, recuerdos convertidos en hitos en sus memorias,  escudos contra la soledad, lejanos años en que vivieron en Europa; Jacinta había dejado todo listo para la reunión, la vajilla y los cubiertos  debidamente dispuestos sobre una mesa cubierta con un fino mantel; agradecieron al Altísimo y procedieron a compartir un sancochado, agradable plato que era el preferido de don Bruno.

-¿Señor en  qué idioma hablan? -preguntó Jorgito.

-Es italiano -contestó el visitante.

-Abuelito, ¿o sea hablas tres idiomas? -preguntó el niño.

-Así es, y si Dios me regala unos años más serán cuatro pues quiero aprender quechua -contesto el italiano. 

Y así discurrió aquella cena, el niño no entendía la conversación de los señores pero  algo quedaría en su esponjosa mente.

-Que bien maneja los cubiertos este niño -expresó el visitante.

-Los niños aprenden lo que ven, él no conoció a su padre,  imita el mundo que lo rodea -contestó Don Bruno.

El mes siguiente, bajo una húmeda mañana, a las siete y media, unos vecinos alborotados tocaron el portón de don Bruno.

-Están derribando un balcón en  la séptima cuadra del jirón Huanta, vaya rápido antes de que sea demasiado tarde -le dijeron.

El anciano se vistió con un traje impecable y enrumbó unas calles abajo, al arribar vio una cuadrilla de peones que con picos y maquinaria pretendían descuartizar  una hermosa casona del siglo XVIII.

 -Señores, buenos días, quiero hablar con el patrón de esta obra -dijo el anciano.

-Ahí está ese loco otra vez -contestó uno de los peones.

-Suéltenle  los perros para que no joda -dijo otro trabajador.

Tras una tensa espera,  en una habitación de paredes descascaradas por los años, apareció  el encargado de la obra,  tenía consigo unos papeles.

-Esta es la licencia de demolición y este el dictamen de Bienes Culturales -dijo el capataz.

-No puede ser, no es posible que las autoridades hayan aprobado esto -dijo don Bruno,  levantó la mirada y vio como unos peones se disponían a atacar con hachas los laterales de un hermoso balcón de fina caoba.

-Lleguemos a un acuerdo, le doy cien soles si me permite dirigir una extracción ordenada del balcón y deja llevármelo -dijo el anciano.

-¿Cuánto tiempo tardará? -preguntó el   encargado.

-El resto de la jornada -respondió el anciano.

-Lo siento, la cuadrilla me cuesta el doble -dijo el capataz.

-Déjenos trabajar, no cobraremos nuestro jornal viejo idiota -gritó un peón.

Al entender que las palabras no surtían efecto en sus endurecidos corazones,  tomo la iniciativa, ingresó tras el cerco con la intención de posesionarse del balcón; en su decidido caminar sintió un agudo dolor en una pierna, escuchó tras de sí el fuerte gruñir de un animal; un can le  rompió el pantalón de fino casimir inglés, unas gotas de sangre ensuciaron sus brillantes zapatos negros; dos peones lo levantaron,  lo echaron fuera de la obra sentándolo en la acera de la forma más ignominiosa.

-Abuelo, no haga problemas,  esta noche debemos llevar dinero a casa, váyase a joder a otra parte -le dijeron.

Jamás claudicaré – repetía  la mente del anciano.

El dolor en la pierna era poco en comparación con el dolor en su alma, la decepción buscaba contagiar a don Bruno.

Como han podido aprobar esa obra seguro ha corrido billete cómo pueden ser tan indolentes e hipócritas siento vergüenza de compartir el género humano con tales semejantes  -pensaba.

Se le acercó un policía y  lo condujo  a la comisaría de la calle San Andrés.

Ahora verán estos salvajes saldrá a la luz que su permiso es fraudulento -creía el anciano.

Un oficial de la policía lo recibió, le dio una palmada en el hombro y lo condujo a su despacho.

-Lamento lo ocurrido señor Roselli, tengo un patrullero disponible para que lo lleve a su domicilio, los abogados de la constructora GN han  presentado una denuncia contra usted por invasión de propiedad, por alterar el orden público y por agresión; déjeme cumplir con mi deber -dijo el oficial.

-Yo no he agredido a nadie, solo me defendí, ellos me atacaron  -replicó el profesor. Una  vez más su alma se contaminó con el amargo sabor de la contrariedad.

El desdén de algunas autoridades  asestó  una herida en lo más íntimo de su corazón, una confabulación urdida por el destino; el profesor se alejó del lugar  sumido en  una oscura melancolía.

Horas después, en el atardecer Jorgito abría el portón de la casona para recibir  la visita del doctor Giuseppe Martinelli.

-Afortunadamente las heridas han sido  superficiales,  haré una limpieza y profilaxis para evitar una infección, el perro será llevado al centro anti rábico -dijo el médico.

-En el Rímac tengo alquilado un amplio terreno donde guardo cerca de cincuenta balcones que duermen esperando mejores tiempos -contestó el anciano.

-Bruno, ya no estás para estas aventuras, he visto tus reflejos y estimo requieres medicamentos para la irrigación cerebral, es común a tu edad -dijo el galeno en tono pausado.

-Giuseppe, sabes que no es una aventura, es mi vida, es una causa justa, es mi ideal,  ¿para qué me recomiendas esas pastillas, crees que estoy loco? –contestó el anciano.

-Te lo digo como amigo que te aprecia, debes ser más cauto en tu proceder, a tu edad un accidente podría conllevar consecuencias fatales -añadió el médico.

-Todos debemos ser auténticos, defender nuestros ideales, ser perseverantes  ¿Qué ejemplos daremos a los jóvenes? –añadió don Bruno.

Jorgito escuchaba atento tras la puerta; así transcurrieron los días, los meses. Cada atardecer, lo recibía Pastor meneando la cola,  pasaron  los años  y fueron  teñiendo de blanco el cabello del emigrante,  don Bruno se jubiló y por las tardes compartía los juegos y la imaginación del niño.

-Este es el jovenzuelo, este es el señorial y aquel el ostentoso -dijo el anciano.

Para que nada restara esplendor a su propósito,  había confeccionado  un catálogo de balcones, realizado con mucho esfuerzo, con un vicio inconfesable, con una pasión prohibida para gente común. La colección de fotos conmovería a cualquiera,  contenía cada uno de los balcones  rescatados; de modo similar el niño conservaba celosamente sus soldaditos de plástico.

-Este es el valiente, este el aventurero y aquel el amigo;  abuelo, ya tenemos cuarenta  y cinco soldados, todos  luchadores -dijo el niño.

-Pronto tendrás diez años y te diré Jorge, algún día serás un hombre de provecho -dijo el anciano.

-Pronto tendremos cien soldados y después un batallón -replicó el niño.

De ese modo el anciano y el niño mantenían una callada promesa de complicidad respecto a los balcones. Cada mañana el italiano salía pulcramente vestido  en busca de algún balcón que defender; cierto día, temprano,   su teléfono timbró.

-Están quemando los balcones del galpón del Rímac -dijo jadeante un amigo del anciano.

Presuroso  el profesor buscó un taxi y enrumbó hacia el  Rímac, el vehículo se detuvo, un cerco policial impedía acercase al pavoroso incendio, el barniz sobre la madera hacia más inflamable  los balcones, el anciano cogió un cubo con agua y corrió hacia el galpón.

-Deténgase, usted no puede pasar -gritó un bombero.

-Son mis balcones, son mis hijos, tengo que rescatarlos, son mi vida -exclamó el anciano. Dos policías redujeron al italiano que miró con impotencia como el fuego de las llamas consumía su ideal,  su labor de tantos años. Interminables ojos de curiosos  rodearon al anciano, lo escrutaron con la mirada.

-Don Bruno, han sido unos vagos,  entraron al terreno  y seguro dejaron colillas de cigarros, no ha sido mi culpa -dijo José Huayta,  dueño del galpón.

-Te pedí que me esperaras, pronto me prestaran  el dinero que cancelará el  alquiler impagado -repetía el anciano.

-No ha sido mi culpa, señor, no vaya a pensar que he sido yo -explicó  Huayta aligerando su dicción por la angustia.

El incendio fue sometido después del mediodía, solo dos balcones se salvaron de ser pasto de las llamas.

-Ya dejen  de mojarlos -decía don Bruno con desolada voz.

-Debemos prevenir un re avivamiento, por seguridad lo que queda debe mojarse plenamente -contestó un bombero.

Por la mente del anciano se desdibujaron sus hermosos proyectos, un mes antes había firmado un convenio con la escuela de Bellas Artes para que sus alumnos se encargaran de las restauraciones, nuevamente se  topaba con los reveses y frustraciones que inflige la vida, su propósito se  desvanecía,  había sido una ilusión; de regreso en su casa su perro salió a recibirlo.

-Hola Pastor, tu eres fiel ¡cuánto tienen que aprender de ti los hombres! -exclamó el profesor, seguidamente se miró en el viejo espejo de su salón,  percibió una imagen que saturaba su propia y temible soledad.

-¿Me has traído un soldadito? –preguntó  Jorgito,  con tenue e insaciable voz.

-Hoy no, mañana si; hoy han muerto cuarentaisiete balcones, solo se salvaron el Millonario y el del Conde, hoy vestiremos luto -contestó el anciano. Aquella noche fue muy triste, todo el dolor del mundo hizo presa del corazón del italiano.

En qué fallé quizás mis amigos tengan razón debería dejar de lado esta vana devoción por  los balcones -se cuestionó.

-No te apenes abuelo, si dos balcones se han salvado es que podrás salvar a otros y cada día me regalarás un nuevo soldadito ¿No es así? -dijo el niño.

Gruesas lágrimas se perfilaron sobre las  mejillas del anciano, las  secó, se reincorporó.

-Claro que si, hemos perdido una batalla pero no la guerra, ve y trae a los soldados, hoy escenificaremos la contienda más sorprendente de la historia, dos soldados contra todo un regimiento -dijo don Bruno.

Y así pasaron los días, los meses, inventando ficciones para poder vivir, resistiendo a  la adversidad; la discreta pensión del italiano no alcanzaría para el sostenimiento de la casa, felizmente doña Jacinta se daba maña para afrontar parte de los gastos. Cierto día mientras don Bruno transitaba por Barrios Altos vio como derruían una majestuosa  casona de la calle San Andrés, se interpuso entre los trabajadores y exigió hablar con el jefe de la obra, éste no  quiso recibirlo y menos mostrar las licencias de demolición,  seguidamente ordenó a los trabajadores que echaran al italiano, de súbito,  del segundo piso de la casona cayó un baldazo de agua, escuchó algunas mofas y  entre tantos adversarios el anciano se vio desamparado

-Abuelo, frótese el pecho, abríguese, acuéstese y no jorobe –dijo un peón en tono burlón.

Era ya de tarde,  el anciano optó por retirarse; aquella noche fue acosado por el insomnio y por el demonio de la venganza,   decidió regresar a la obra y batirse a duelo con sus ofensores.

El día siguiente fue sábado, el amanecer sorprendió al septuagenario extenuado por la falta de descanso,   se vistió pulcramente, era un contendor elegante, con sombrero,  camisa blanca, fina corbata y  traje de casimir; por el apresuramiento no cerró debidamente el portón de su casona y se dirigió hacia  la calle San Andrés; al llegar a la plaza Italia se percató de que Pastor lo seguía, era lejos para regresar a la mascota,  escuchó la voz de Jorgito que a la distancia lo llamaba; el niño se  percató de la ausencia del can y lo iba siguiendo.

-Ahí viene ese viejo loco otra vez -dijo un peón.

-No me iré de aquí hasta que el jefe de la obra me muestre su licencia - exclamó el italiano.

Seguidamente entró a la obra, cogió las herramientas y las tiró a la calle,  forcejeó con dos peones que le salieron al encuentro.

-Abuelo, te harán daño –gritó Jorgito.

Seguidamente  Pastor corrió en defensa de su amo y mordió a uno de los agresores mientras  otro empuñó una pala y propinó un certero golpe en la cabeza del can; un fuerte gemido se escuchó, la leal mascota fue gravemente herida, sumido en desesperación, aturdido por el deseo de llorar, el anciano detuvo un taxi y pidió que los llevaran a un veterinario en Lince, en el camino el italiano abrazaba a su querida mascota.

-Si no fuera por mi terca pasión esto no hubiera sucedido –dijo el profesor; cada  caricia sobre el animal era respondida por un gemido cada vez más tenue, la vida de la mascota se extinguía.

-No te mueras Pastor, no me dejes -repetía el anciano mientras estallaba en llanto.

-No llores abuelo, los médicos lo  salvarán -replicó el niño.

-No me engañes, se está muriendo y no puedo hacer algo -repitió el italiano.

Minutos después un fuerte quejido rompió la tensión, un copioso brote de sangré discurrió desde el hocico de Pastor,   manchó  el fino pantalón de su amo; el niño compartió la congoja del italiano,  estalló en llanto, se abrazaron,  la leal mascota había ofrendado su vida por su amo.

Bajo un gris atardecer,  embargados por un inenarrable dolor,  casi sin fuerzas  removieron  confundidas generaciones de hojas secas,  ya exhaustos enterraron a  Pastor. Una plazuela jardín en la quinta Heeren, rejas que habían perdido la lumbre de otra época, cuatro finas estatuas de mármol  y hermosos jarrones rodeaban la última morada de la fiel mascota; los días posteriores fueron sumamente tristes, veía a Pastor en la  callada respiración de las rosas, una duda existencial acechó al anciano, lo  hincó; las raíces de la noche crecieron  de súbito en  su alma, sus fuerzas lo  abandonaban.

-¿Dónde vas abuelo? –dijo el niño en una mañana muy fría.

-Voy en busca de algún balcón desamparado   -contestó el anciano.

-El doctor dijo que no salgas abuelo -replico el niño.

Apoyado en una férrea voluntad más que en su bastón, el decidido italiano cruzó el portal de su casa, Manuel corrió, lo alcanzó y se abrazó a sus piernas.

-Te harán daño abuelo, no vayas -suplicó el niño.

Los reclamos del  Jorgito doblegaron el alicaído ímpetu del profesor, creyó ver  un ángel, se dirigió a su biblioteca con  un pesado andar, arrastrando casi sus pasos, apoyándose en el niño. Días después el profesor cayó en cama víctima de un principio de neumonía, su avanzada edad no le permitiría concluir sus proyectos, desde su lecho el anciano mandó llamar a Jorge.

-Abre ese cajón y saca una caja roja de madera -le dijo al niño.

-¡Son soldaditos!, es todo un batallón -exclamó Jorge,  seguidamente los contó, eran ciento treinta  y ocho soldados.

-Más los sesenta  y dos que tengo son doscientos -exclamó el niño.

-Si ese fue mi proyecto, salvar esa cantidad de balcones pero el tiempo es traicionero y la muerte me ronda -dijo en tono extenuado el anciano.

-No digas eso abuelo, pronto mejorarás y como antes jugaremos con los soldados, además cuando sea grande yo defenderé los balcones que te faltan - respondió  el niño

-Estoy apenado, nunca debí ser mezquino contigo, hace años los compre y te los he dado de a pocos, eres ya casi un adolescente, perdóname por el tiempo que te robé, el tiempo  que debiste  disfrutar de ellos -dijo el profesor.

El anciano comprendía que era inútil ilusionarse con  las muchas vidas que quisiera tener cuando solo disponía de una, una honda melancolía invadía su corazón,   había llegado a una edad en la que se tiene  derecho a descansar, mandó llamar a Jacinta, le pidió escribiera como deberían vender sus relojes, sus gemelos de oro, su vitrola, sus colecciones de libros y otras pertenecías para honrar sus deudas; cayó  y volvió a caer, su  esfuerzo y  obstinación serían vanos, la soledad, la desesperación y la angustia se cebaron de él, con los ojos inertes no reconocía el mundo a su alrededor. La madrugada del veinticuatro de setiembre de mil novecientos setenta,  a las cinco de la mañana, sin claudicar jamás en sus principios,  se despidió de la vida uno de los más grandes vecinos que tuvo la ciudad de Lima. Lágrimas de dolor salaron  el paladar de Jorgito.

-Déjenme, quiero ver a mi abuelo -gritaba el niño; un vecino lo contenía mientras otros murmuraban.

-Aléjenlo, no debe ver esto.

El cuerpo del infortunado anciano fue vestido para su último adiós, el día era nublado; una ligera llovizna se solidarizó con  la congoja de los vecinos y amigos.

Parecía que una vez más habían triunfado la indiferencia y el desdén pero  trece años después de  la muerte de don Bruno Carlo Dionigio Amulio Roselli Cooni, se constituyó el patronato de los Balcones,  gracias a la campaña “Adopte un Balcón”, la ciudad de  Lima pudo recuperar ochenta señoriales balcones de cajón, el tiempo para los hombres no es el tiempo para Dios.

Con los años Jorge llegó a ser un gran arquitecto. Aún hoy, cuando alguna casona limeña se refacciona hay testigos que aseguran ver en las noches el perfil vigilante de un personaje de fino traje, sombrero y bastón que inmutable vela por sus balcones, caballero que vivió en permanente entredicho con la realidad,  que sufrió la desoladora recompensa de  la incomprensión y el olvido.



(1)  Quinta Heeren; Conjunto residencial limeño del siglo XIX, de arquitectura Austro-Húngara, ubicada en los Barrios Altos de Lima.

(2)  Sancochado: Plato parecido al cocido español, preparado con carne de res, col, choclo, yuca, otros y acompañado por diversidad de salsas.

(3)  Sarza criolla:    En Perú salsa criolla a base de ají, cebolla roja cruda, limón y sal. En la costa norte peruana se suele llamar sarza.

(4)  Culantro: cilantro.

(5)  Calle Penitencia: primera, segunda y tercera cuadra del jirón Paruro, en los Barrios Altos de Lima.


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