sábado, 27 de agosto de 2011

Chúcaro y rebelde

Clara Pawlikowski


Esta historia sobre el toro de lidia que saltó de un camión transportador en plena avenida Colmena y que asustado comenzó arremeter a cuantos estuvieron a su paso, me trae a la memoria el día en que Eva Domínguez me invitó a una corrida de toros en La Victoria.

Organizaron un ruedo más o menos seguro en el estadio de Alianza Lima en Matute, con unas graderías de tablones para achicar el lugar del toreo y formar un coso.

Me estrenaba en ese tipo de fiestas. Al inicio desfilaron las bandas de músicos, algunos apenas caminaban por el peso de sus instrumentos, uno chato iba con un arpa muy grande y pesada, otro bajito y gordo  con un bombo gigante sobre su estómago y luego un conjunto de  saxofonistas.

Danzando salieron grupos de parejas con trajes elegantes, las mujeres con mantos negros bordados con hilos dorados con la imagen de la Virgen del Carmen. Continuaron los payasos repartiendo globos entre los asistentes.

Finalmente, los toreros.  Todos flacos, sus cuerpos esmirriados exhibían trajes de luces apretados, medias de colores fuertes, de algunos rojas y de otros azul turquesa pero  desgastadas y con innumerables huecos.

Los toreros se pasearon orondos por todo la arena, en una mano la montera y en la otra  la capa, con el pecho hacia adelante, bien curvados. Los novatos apenas con inclinaciones de cabeza saludaron al público, otros más cancheros batían sus sombreros y los aplausos eran interminables.

 A pesar que el espectáculo había comenzado la gente no terminaba de entrar, desplazándose a grandes zancos para subir los escalones. Las tribunas temblaban como gelatina con estos movimientos. Por otro lado, los vendedores de chicles, golosinas y canchita iban de un lado para otro, casi pisándonos los pies. Los ambulantes de  gaseosas y cervezas, cogiendo varias en cada mano, las ofrecían a voz en cuello.

Para mí el toreo pasó a segundo plano. Me concentré en dejar pasar a los espectadores y en los vendedores más que en la corrida. Hasta que en un momento no sé cómo sucedió, los custodios de los toros fueron vencidos por la fuerza de uno de ellos que entró enloquecido, corrió por todo el ruedo y trepó a los tablados donde nos encontrábamos.

El toro pasó empujando a las personas, era voluminoso, sentí de cerca los tremendos cuernos, unos se cayeron, otros se tiraron de susto, la multitud se movió con violencia hacia un extremo y las tablas crujieron, los gritos fueron ensordecedores, trajeron abajo la barrera y todos terminamos en estampida al otro extremo de la plaza. El toro subió enardecido hasta la última grada y desde allí bramaba fuerte.

Yo tenía la piel de gallina, mi respiración era pesada. Nadie osó acercársele para detenerlo, el toro movía la cabeza de lado a lado y sus mugidos eran  cada vez más intensos.

La música del alto parlante continuaba, parecía un disco rayado, era una locura la confusión de sonidos.

Alguien de la multitud gritó: “devuélvanme la plata, esto es una estafa”, mientras que los demás  permanecieron casi asfixiados, pegados uno contra otros.

Un aventurero subió con un palo largo y comenzó a picar al toro, este  lo miró mal y sin darle tiempo hizo el ademán de querer bajar, raspando la madera con una pezuña, con la cabeza baja  como si quisiera embestirlo y en dirección hacia nosotros, los alaridos de susto eran atroces hasta que salió uno dispuesto a dispararle.

“No dispares, compadre” dijo alguien del tumulto, “de repente falla el tiro y nos jodemos”.
El toro perdió el equilibrio de casi la penúltima grada, cayó estrepitosamente al suelo, todos pensamos que se murió pero al poco rato de un brinco se paró y corrió alocado hacia la puerta de entrada que tenía enfrente.

El pánico iba en aumento, todos congelados sin moverse, el toro embistió a dos personas que fueron evacuadas a un hospital, algunos chillaron pidiendo que cierren las puertas para no dejarlo entrar. Mientras tanto el toro se lanzó a correr por la calle perseguido por voluntarios que trataron de lazarlo varias veces sin éxito hasta que lo dominaron con una red.

Mientras que estuve buscando a Eva, mi corazón latía a cien por hora. Comenzó una garúa persistente, era cerca de las seis de la tarde, el frío se calaba en mis huesos y apenas me mantenía en pie. Ese día,

Eva llevaba botas de caña alta y de once centímetros de tacón. Imaginé cómo estaría en ese revuelo.
Además, Eva es bajita. Imposible de encontrarla, todos buscaban a sus parientes o amigos y no querían salir por temor al toro. Como cerraron las puertas nadie supo que fin tuvo.

Traté de serenarme justo cerca de una persona que presenció las dos cornadas, le escuché decir que  una de ellas era mujer, que el toro la levantó varios metros y unos de sus cachos terminó enredado en el pantalón y  que al caer la mujer quedó  desnuda y la ropa prendida en la cabeza del toro.

Después de varias horas de espera y ya sin posibilidades de encontrarla regresé a mi casa pensando en la historia que escuché y preocupada de la aventura que acababa de pasar.

Llamé por teléfono a casa de Eva y no tuve respuesta. Al día siguiente me comunicaron que se encontraba en el hospital y que fue una de las personas accidentadas en la corrida.

Cuando la visité aún permanecía en  emergencia, no había sitio en cuidados intensivos y tuvo que pasar la noche con una batita blanca cubriéndole el cuerpo y recibiendo suero por vía endovenosa. Allí permaneció varios días. Resistió bastante; a mí me hubieran enterrado “al toque” sólo por el frío que tienen que soportar los pacientes en esas condiciones.

Le subieron a cuidados intensivos luego que sus parientes escarbaron entre sus conocidos ligados a la política y al campo médico, los cuales presionaron para que la atendieran. Pasó allí otras dos semanas entre exámenes y operaciones.

Al salir a sala, parecía una momia. Me informaron que tenía fracturas en las piernas y en las costillas. Poco a poco fue recobrando la memoria y pudo hablar.

No recordaba cómo llegó al hospital, le contaron que los bomberos la cubrieron porque el toro la dejó desnuda y la recogieron con “cucharita” porque le dolía todo el cuerpo. Cuando el toro salió, ella estuvo junto a la puerta de entrada, buscándome.
          
             Al despertar en la unidad de cuidados intensivos, miró por todas partes, vio varias personas en la habitación, todas conectadas a algún aparato, enyesados o vendados.
              
               No tenía mucho ánimo, le provocaba dormir y el sólo hecho de abrir los ojos le agotaba; por las mañanas un fuerte olor a desinfectante la atontaba.
─Las enfermeras vestidas de verde caminaban entre las camas observándonos, sin decir palabra ─me contó.
                 Poco a poco fueron dados de alta algunos pacientes. Cuando escuchaba el ruido de las ruedas de una camilla quería incorporarme pero me era imposible. Mi curiosidad era saber si el que salía se había recuperado.

                Mis dolores aumentaban y para aliviarme me inyectaban con mayor frecuencia. Mi madre que es muy religiosa le pidió al capellán del hospital que me impusiera los santos oleos. No le permitieron ingresar a la sala pero sus mensajes nunca me faltaron. Me la imaginaba sentada rezando por mi salud y sin moverse a ninguna parte.

Cuando vino el sacerdote, sólo sentí que me frotaba la frente con algún aceite, yo no podía hablar.
                   
                    Al día siguiente escuché murmullos y las carreras de las enfermeras y de los médicos, pensé que llegó mi fin, sin embargo rodearon la cama del paciente que estaba a mi lado.
─Ya no hay nada que hacer ─dijo uno de ellos.
─Fue un paro cardíaco ─acotó otro.
─Ya ves Eva a pesar de todo, tú tienes vida para rato ─le contesté.

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