martes, 16 de agosto de 2011

El quebrantahuesos


Clara Pawlikowski 


Eduardo Durán Flores, a pesar de tener mis dos apellidos, es mi hijo.

Viaje a España cuando terminé la secundaría. Mi madre partió primero, yo me quedé en casa de mis abuelos maternos en Arequipa. Un poco antes, mis padres se habían separado y desde ahí,  nunca más volví a ver a mi padre.

Recuerdo que en aquella época yo tenía unos quince años, todo lo veía negro, mi futuro era indefinido. En una excursión al cañón del Colca, me acuerdo claramente que el guía paró el micro porque había divisado con sus prismáticos unos cóndores volando.

─Bájense ─nos dijo ─es una experiencia interesante.

Yo descendí del micro y en lugar de mirar hacia arriba me ensimismé con la grandeza del cañón. Muy a lo lejos observé como un hilo de lana el río en las profundidades de esa ruptura gigantesca. Pensé en mi futuro, lo veía sinuoso como el río, como el camino,  lleno de dificultades. Con mis afectos rotos, no sabía a quién elegir, ni a donde ir. En fin, no vi los cóndores.

 En contraste con mi ánimo, el cielo estaba límpido, con un azul intenso sin una nube, el sol de la mañana resplandecía iluminando todas las altas montañas que rodeaban el desfiladero. Había un olor fuerte de yerba fresca, había garuado al amanecer.

En España no me fue difícil conseguir una beca para estudiar medicina en Zaragoza. Mi madre como era enfermera consiguió trabajos bien remunerados en Bilbao y de tanto en tanto me mandaba algunos euros para subsistir. De esa manera logré concluir mis estudios.

Metida en los libros y para mantener la beca no le di importancia a  los amigos. Salía de tanto en tanto pero mis estudios eran absorbentes, por ahí conocí chicos que me gustaban. Los dejaba plantados o tomaba a broma sus cortejos y no contestaba las llamadas.

Para realizar mis prácticas me fui a Huesca, a un pequeño hospital. Cuando llegué, encontré a otro médico un poco mayor que yo y de una universidad diferente.

Le interesaba la dermatología y se pasaba mucho tiempo con el microscopio estudiando variedades de hongos. El trabajo rápidamente nos acercó, hicimos amistad sin mayores preámbulos. Cuando teníamos horas libres caminábamos por las montañas y nos perdíamos. Me fui enamorando pero Raúl Cossío era distante, hablaba poco, me contaba los avances de sus investigaciones, de tanto en tanto me preguntaba alguna cosa. Un buen día  tomamos unos vinos en su apartamento y terminé en la cama con él.

Al día siguiente nos levantamos como si no hubiera pasado nada, nos duchamos y salimos juntos al hospital después de tomar un café. Casi ni hablamos.

Me gustaba, era un tipo atrayente, de buena altura y el trato con sus pacientes me entusiasmaba. A medida que pasaban los días sentía mayor necesidad de estar a su lado. Comíamos y paseábamos juntos. Se nos hizo costumbre llegar a su apartamento con vinos y algo para cenar y yo me quedaba hasta el día siguiente. Nunca me dijo que me amaba, nuestra relación era calma sin sobresaltos.

Cuando le tocó dejar el hospital, simplemente tomó un bus temprano y desapareció. La noche anterior me comunicó que se iba. Que se iba me dijo, así simplemente, porque terminaron sus prácticas.

Pensé que me pediría mi teléfono, mi dirección o cualquier otra seña. Estaba segura que volvería en unos días. Pero no lo hizo.

Esta vez tampoco vi cóndores volando. Vi aves de rapiña  acabando con mis partes blandas y abandonándome  en un descampado. El sol iluminaba las montañas y el cielo era una bóveda azul. A mí alrededor, todo era carroña, apestaba. Mis huesos desperdigados fueron alimento de un quebrantahuesos. Los tomó uno a uno y volando a mucha altura los soltaba  estrellándolos contra un escarpado. Se pulverizaron todos y no quedó nada. Sólo alcancé a ver un polvo blanco y sentí un fuerte aleteo, el ruido me despertó.

Me costaba dormir y las pesadillas se repetían. Pronto me acostumbré a mis desvelos. Sin embargo, la vida me tenía otras sorpresas. Ese mes comprobé que no me llegaba la regla. Primero lo tomé a la ligera, hasta que me hice un examen y salió positivo.

Eduardo nació bien felizmente, pronto me mudé a Bilbao donde vivía mi madre. En una oportunidad cuando fui a visitar el museo Guggenheim, en la cola de la boletería vi una muchacha que me hacía señas con la mano.

Llevaba un coche con un bebé  y a su lado un niño casi de la edad de Eduardo. Era Carmela Arteta, una compañera de la facultad de medicina, nos saludamos con grandes abrazos, no nos veíamos desde que salimos de la universidad. Me acerqué al bebé, era lindísimo y el mayor estaba en lo suyo, jugando con unos carritos.

Me contó Carmela que antes de terminar la carrera se había casado con Raúl Cossío.

─Raúl Cossío? ─le pregunté ─ ¿Es dermatólogo?

 ─Si ─me contesto ─ ¿Lo conociste?

─Fuimos practicantes en el mismo hospital de Huesca ─sorprendida y nerviosa balbuceé.

─Murió en el atentado de Atocha, en marzo del 2004. Justo el año que nos mudamos a Madrid porque había conseguido una cátedra en la universidad Complutense.

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