Rita Mabel Figueredo
Los secretos son pesados y densos, como las piedras. Se
instalan en el alma, e indefectiblemente, van corroyendo desde adentro el
corazón, la mente, la paz y la cordura. Los secretos, son como espinas que lo
duelen todo.
Para el mendigo, la mañana había comenzado mal. No es
que las demás mañanas de su vida fueran distintas, pero esa había sido
particularmente mala. Se inició más temprano que de costumbre, cuando el
guardia de la plaza lo despertó a golpe limpio, con la excusa, a su entender
absolutamente innecesaria, de que ese día habría desfile. Todos saben que los
desfiles se anuncian para las ocho y comienzan pasadas las once. Pero el
guardia quería impresionar a su jefe, y el hombre se vio obligado a recorrer
las calles cuando todavía no había gente que pudiera darle algunas monedas.
Otro inconveniente matutino fue el desayuno. Había
olvidado cruzar por el bar de Paco la noche anterior, por lo que solo le
quedaba en el estómago el resto del alcohol de quemar con azúcar que había
cambiado por una camisa rescatada del paquete de Cáritas Diocesanas.Un dolor
sordo cruzaba por su cabeza y no le dejaba pensar en nada más. Se rascó el
cuero cabelludo lleno de piojos. Tal vez era hora de bañarse. Ahora solo lo
hacía los días que la iglesia evangélica insistía en que para sentarse al
comedor tenía que estar limpio. No hablaba con nadie. Nunca miraba a los ojos a
las personas con las que se cruzaba.
Manuel no siempre había sido así. En alguna época, que
parecía lejanísima y sin embargo se remontaba no más de cinco años atrás, había
sido un hombre respetable, con trabajo, casa, auto, amigos, familia. Lo habían
buscado durante varios años, hasta rendirse finalmente ante la falta de
evidencias de que estuviera vivo.
Pero lo estaba, aunque todo se había ido al garete
después de aquella noche fatídica en que conoció el secreto y su vida se había
convertido en un trascurrir de minutos vacíos.
Una de sus rutinas cotidianas era sentarse en el banco
de la plaza grande en la esquina de la Avenida de Los Héroes y calle
Veinticinco, mirando siempre hacia la misma ventana, aquella en la que había
visto morir a María.
La había conocido un primero de mayo, en la fiesta del
Día del Trabajador de la oficina. No era exactamente un entusiasta asistente a
los eventos sociales, más bien los sufría con callada resignación. Su esposa,
Amelia, solía acompañarlo amortiguando el efecto del mundo sobre su persona.
Pero esa tarde estaba en cama con un resfriado y la fiesta era de asistencia
obligatoria para todos los empleados de la editorial.
Su facilidad para los idiomas —hablaba y escribía con
fluidez en seis lenguas—, su memoria fotográfica, su aspecto desgarbado, habían
contribuido a formarle fama de hombre hosco. Se preocupaba poco por su aspecto
físico, la ropa solía quedarle demasiado holgada y no se cambiaba casi nunca
sus gastados mocasines marrones. Esa tarde había hecho una concesión a la
elegancia agregando a su atuendo una fina corbata verde, que solo conseguía acentuar
su aspecto de desamparo.
Se atrincheró en un rincón cerca de los bocadillos,
con una copa en la mano, de la que bebía pequeños sorbos cada tanto, sonriendo sin
ganas a quienes se acercaban. Desde su pretendido escondite la vio entrar. Una
corriente eléctrica le recorrió el cuerpo. Era luminosa. Sonreía con la cara
girada hacia la izquierda, a una de las encargadas de moda. Llevaba un vestido
con flores naranja hasta la media pierna y su cabello color miel parecía
acariciar los hombros delgados como un enredo de pequeñas culebras onduladas. Sus
pasos cortos y rítmicos formaban una especie de baile. Era toda cadencia;
musical hasta en el simple acto de recorrer el salón. Se acercó a Manuel con
una sonrisa puesta en los labios y un brillo pícaro en los ojos.
—Manuel Estigarribia, supongo —dijo extendiendo una
mano de dedos largos, que terminaban en uñas bien cuidadas con barniz rosa
pálido.
—Eh... sí... yo...
Se sintió un idiota y más aún cuando ella proporcionó
una explicación absolutamente lógica para acercarse a saludarlo.
—Me estoy presentando. María Sorrento Álvez. Soy la
nueva jefa de redacción. Vamos a trabajar juntos desde el lunes. Disfruta de la
fiesta.
Se alejó por donde había venido sin que su
interlocutor pudiera llegar a articular una respuesta coherente.
«Por Dios, si seré imbécil. Ahora mi nueva jefa piensa
que soy un lelo o que he tomado demasiado».
Pero el lunes siguiente, en la reunión de personal,
María no parecía recordar el incidente, y lo saludó como a todos los demás, estrechando
su mano con el roce sutil de sus dedos blancos.
Para el más antiguo de los empleados, fue una época de
absoluta felicidad y exquisito tormento. Sabía que no podía aspirar siquiera a
imaginar que esa diosa lo mirara como a algo más que uno de los engranajes de
la gran empresa que dirigía, pero para él resultaba mucho más estimulante que nunca su amado
trabajo de corrector. Extendía sus ya largas horas en la oficina, usaba la
copiadora del piso donde estaba la oficina de María, asistía a todas las
reuniones de personal, incluso las que eran solo obligatorias para el personal
de inferior categoría, sin ningún éxito ni muestras de acercamiento. Su esposa
estaba sorprendida y contenta de verlo con tanta energía, acostumbrada a su
carácter taciturno.
El milagro se produjo una tarde de lluvia y frío.
Manuel debía entregar los textos corregidos a la sucursal de Japón. Dejó un
mensaje en el celular de su esposa para justificar que no llegaría a la cena y
se preparó para una larga noche. Estaba tan concentrado que no advirtió cuándo
la redacción se fue quedando vacía. Un enorme espacio poblado de papeles y
ordenadores, desierto y silencioso. El ruido de las teclas fue absorbido de
repente por un taconear acercándose. Levantó la vista cuando María estaba casi
frente a él, con un ordenador portátil en las manos.
—¿Todavía trabajando?
—Eh… si… este. «Basta, Manuel, va pensar que de verdad
eres un retardado». —Sí, tengo que terminar las correcciones del texto…
—¿Te molesta si me quedo acá? —lo interrumpió María.
Es que mi oficina está bastante lejos y
la verdad, me da miedo estar sola en la redacción vacía.
A Manuel le seguía costando articular las palabras así
que se levantó, le hizo un lugar en el escritorio, acercó una silla y con un
gesto grandilocuente y una sonrisa, le indicó que se sentara. Trabajaron en
silencio durante varias horas, hasta que María, masajeando su nuca dolorida
anunció.
—¡Hora de un descanso!
En realidad, el hombre había terminado su trabajo
hacía al menos treinta minutos, pero no quería quebrar esa intimidad creada por
el silencio y la cercanía.
—Debería volver a mi casa. —argumentó, sin demasiado
convencimiento.
—Unos minutos más, es todo lo que te pido. No me gusta
comer sola.
Pidieron comida china, que engulleron con apetito acompañada
de una botella de vino tinto. Charlaron de todo un poco. A Manuel el vino le
ayudó a relajarse y poder por fin ser el hombre cordial y coherente que
normalmente era, y que parecía sufrir una lobotomía en presencia de su jefa.
Cuando la comida y el vino habían terminado hacía
rato, los dos seguían contándose las vidas y riendo de anécdotas infantiles,
hasta que ingresó un mensaje al celular de Manuel. Era su esposa que le avisaba
de que había dejado la comida en la heladera y se iba a dormir. Se despidieron
con un apretón de manos, incómodos ambos.
Desde ese día, cada semana, sin haberse puesto de
acuerdo, extendían las horas de trabajo y cuando el piso quedaba vacío, se
reunían en el mismo escritorio a trabajar en compañía silenciosa durante un
rato y a compartir comida, bebida y conversación después.
En una de esas largas conversaciones María se puso
seria.
—Te voy a contar un secreto, no quiero que te rías, ¿sí?
Manuel juró no reírse, mas no pudo evitar la carcajada
cuando la joven le dijo que había tomado
contacto con extraterrestres que se ocultaban en la Tierra, y que a ellos debía
su exitosa carrera en la empresa.
Al verla seria y con lágrimas en los ojos, se dio
cuenta de que al menos para ella, lo que le había dicho era real. La abrazó,
acarició su cabeza tratando de tranquilizarla y casi sin darse cuenta, la
estaba besando. María se fundió en sus brazos con la misma intensidad con que
lo hacía todo y él no pudo pensar mucho más tiempo respecto a qué trastorno
psicológico hacía que la gente viera extraterrestres.
Al llegar a su casa esa noche Manuel se duchó durante largos
minutos, tratando de lavar el olor a María y la culpa. Se prometió que no
volvería a pasar.
Efectivamente, durante varias semanas, ambos evitaron retomar
las charlas nocturnas, pero se sentían miserables. Por primera vez, fue Manuel
quien tomó la iniciativa. Esperó que la oficina estuviera vacía y fue hasta el
escritorio de María.
—Te creo —dijo apoyado en el marco de la puerta.
María no dijo nada. Se levantó, le tomó de la mano y
lo condujo a su departamento, a tres cuadras de allí.
Los encuentros fueron desde entonces en ese
departamento. Sentado en el banco de la plaza de la esquina de la Avenida de
Los Héroes y calle Veinticinco, podía ver la ventana del este. Manuel siempre se
detenía algunos minutos en el asiento, tironeado por las ganas que le crecían
en las entrañas y por el sentido del deber. Siempre ganaban las ganas.
Durante casi un año, los amantes se encontraban y se
descubrían cada vez un poco más. Hablaban mucho, no trazaban planes ni se
hacían reproches, pero el tema de los extraterrestres volvía una y otra vez a
ser discutido. Manuel creía que era una excentricidad o que María intentaba
tomarle el pelo y ver hasta dónde podía llegar con la broma.
Pero una tarde, cuando le abrió la puerta, la mujer estaba
completamente fuera de sí.
—¡Van a matarme! —le dijo angustiada ni bien entró al
departamento.
Se notaba que había llorado y caminaba por la habitación
como un animal enjaulado.
—Necesito que te tranquilices. ¿Quién quiere matarte?
¿Te amenazaron? Te acompaño a la policía para que hagas la denuncia. Vamos…
—¡No! ¡Es inútil! Son los extraterrestres. La policía
no va a servir de nada. Tenés que irte. ¡Ahora! Es mejor que no te vean
conmigo.
Lo empujó fuera del departamento. Él golpeó la puerta,
tocó el timbre, rogó durante bastante tiempo, hasta que se resignó a que había
enloquecido y no iba a abrir. Pensó en buscar el teléfono de una hermana de la
que le había hablado. Al salir al pasillo casi choca contra un hombre alto
vestido completamente de negro. El hombre llevaba gafas oscuras y le llamó la
atención que no se veían sus pies, era como si flotara sobre el piso. No le dio importancia y bajó por la escalera
cavilando sobre qué hacer. Se sentó en el banco de la plaza a observar la
ventana de María que seguía iluminada. La vio recorrer el espacio de un lado a
otro mesándose el cabello, estaba a punto de levantarse y volver a subir e
insistir que le abriera, cuando una sombra se detuvo detrás de ella. Fueron solo
unos segundos. La sombra se agrandó y la cubrió por completo como si la hubiera
engullido, el cuerpo delgado de María, desapareció. La sombra volvió a tomar
forma humana, se acercó a la ventana y corrió la cortina. El hombre de negro
con el que se había cruzado en el pasillo miró fijamente a los ojos a Manuel, o
eso le pareció.
Corrió durante horas. Cuando se detuvo, no sabía dónde
estaba, ni si lo que había visto era producto de su imaginación o había
sucedido en realidad. La voz de María resonó en su cabeza con instrucciones a
las que no le había dado importancia. «No debes mirarlos a los ojos, así es
como lo saben todo de ti». No se animó a volver a su casa. Si el extraterrestre
lo había visto, sabría donde vivía y podía hacerlo desaparecer a él también. Lamentó
no haber creído en María, ¡ay, María!, tan vital, tan lúcida, ¿cómo pudo pensar
que no decía la verdad? No podía hablar con nadie. Si le contaba el secreto a
alguien más lo pondría en peligro. Regresar a la oficina no era una opción, ¿y
si mejor acudía a la policía? No, no era buena idea. Creerían que tenía algo
que ver con la desaparición de María. ¿Y si el alienígena lo estuviera
siguiendo? Volvió a correr hasta perder las fuerzas. Se ocultó en un callejón y
lloró. Por su vida perdida, por María. Se durmió tapado con algunos cartones
que encontró cerca. Cuando despertó a la mañana siguiente tenía muy claro lo
que debía hacer. Desaparecer. ¿Y qué mejor modo de desaparecer que ser un
hombre más de los miles de desdichados que diariamente pueblan las calles?
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