lunes, 6 de noviembre de 2017

La traición de Manuel

Rita Mabel Figueredo


Los secretos son pesados y densos, como las piedras. Se instalan en el alma, e indefectiblemente, van corroyendo desde adentro el corazón, la mente, la paz y la cordura. Los secretos, son como espinas que lo duelen todo.
Para el mendigo, la mañana había comenzado mal. No es que las demás mañanas de su vida fueran distintas, pero esa había sido particularmente mala. Se inició más temprano que de costumbre, cuando el guardia de la plaza lo despertó a golpe limpio, con la excusa, a su entender absolutamente innecesaria, de que ese día habría desfile. Todos saben que los desfiles se anuncian para las ocho y comienzan pasadas las once. Pero el guardia quería impresionar a su jefe, y el hombre se vio obligado a recorrer las calles cuando todavía no había gente que pudiera darle algunas monedas.
Otro inconveniente matutino fue el desayuno. Había olvidado cruzar por el bar de Paco la noche anterior, por lo que solo le quedaba en el estómago el resto del alcohol de quemar con azúcar que había cambiado por una camisa rescatada del paquete de Cáritas Diocesanas.Un dolor sordo cruzaba por su cabeza y no le dejaba pensar en nada más. Se rascó el cuero cabelludo lleno de piojos. Tal vez era hora de bañarse. Ahora solo lo hacía los días que la iglesia evangélica insistía en que para sentarse al comedor tenía que estar limpio. No hablaba con nadie. Nunca miraba a los ojos a las personas con las que se cruzaba.
Manuel no siempre había sido así. En alguna época, que parecía lejanísima y sin embargo se remontaba no más de cinco años atrás, había sido un hombre respetable, con trabajo, casa, auto, amigos, familia. Lo habían buscado durante varios años, hasta rendirse finalmente ante la falta de evidencias de que estuviera vivo.
Pero lo estaba, aunque todo se había ido al garete después de aquella noche fatídica en que conoció el secreto y su vida se había convertido en un trascurrir de minutos vacíos.
Una de sus rutinas cotidianas era sentarse en el banco de la plaza grande en la esquina de la Avenida de Los Héroes y calle Veinticinco, mirando siempre hacia la misma ventana, aquella en la que había visto morir a María.
La había conocido un primero de mayo, en la fiesta del Día del Trabajador de la oficina. No era exactamente un entusiasta asistente a los eventos sociales, más bien los sufría con callada resignación. Su esposa, Amelia, solía acompañarlo amortiguando el efecto del mundo sobre su persona. Pero esa tarde estaba en cama con un resfriado y la fiesta era de asistencia obligatoria para todos los empleados de la editorial.
Su facilidad para los idiomas —hablaba y escribía con fluidez en seis lenguas—, su memoria fotográfica, su aspecto desgarbado, habían contribuido a formarle fama de hombre hosco. Se preocupaba poco por su aspecto físico, la ropa solía quedarle demasiado holgada y no se cambiaba casi nunca sus gastados mocasines marrones. Esa tarde había hecho una concesión a la elegancia agregando a su atuendo una fina corbata verde, que solo conseguía acentuar su aspecto de desamparo.
Se atrincheró en un rincón cerca de los bocadillos, con una copa en la mano, de la que bebía pequeños sorbos cada tanto, sonriendo sin ganas a quienes se acercaban. Desde su pretendido escondite la vio entrar. Una corriente eléctrica le recorrió el cuerpo. Era luminosa. Sonreía con la cara girada hacia la izquierda, a una de las encargadas de moda. Llevaba un vestido con flores naranja hasta la media pierna y su cabello color miel parecía acariciar los hombros delgados como un enredo de pequeñas culebras onduladas. Sus pasos cortos y rítmicos formaban una especie de baile. Era toda cadencia; musical hasta en el simple acto de recorrer el salón. Se acercó a Manuel con una sonrisa puesta en los labios y un brillo pícaro en los ojos.
—Manuel Estigarribia, supongo —dijo extendiendo una mano de dedos largos, que terminaban en uñas bien cuidadas con barniz rosa pálido.
—Eh... sí... yo...
Se sintió un idiota y más aún cuando ella proporcionó una explicación absolutamente lógica para acercarse a saludarlo.
—Me estoy presentando. María Sorrento Álvez. Soy la nueva jefa de redacción. Vamos a trabajar juntos desde el lunes. Disfruta de la fiesta.
Se alejó por donde había venido sin que su interlocutor pudiera llegar a articular una respuesta coherente.
«Por Dios, si seré imbécil. Ahora mi nueva jefa piensa que soy un lelo o que he tomado demasiado».
Pero el lunes siguiente, en la reunión de personal, María no parecía recordar el incidente, y lo saludó como a todos los demás, estrechando su mano con el roce sutil de sus dedos blancos.
Para el más antiguo de los empleados, fue una época de absoluta felicidad y exquisito tormento. Sabía que no podía aspirar siquiera a imaginar que esa diosa lo mirara como a algo más que uno de los engranajes de la gran empresa que dirigía, pero para él resultaba  mucho más estimulante que nunca su amado trabajo de corrector. Extendía sus ya largas horas en la oficina, usaba la copiadora del piso donde estaba la oficina de María, asistía a todas las reuniones de personal, incluso las que eran solo obligatorias para el personal de inferior categoría, sin ningún éxito ni muestras de acercamiento. Su esposa estaba sorprendida y contenta de verlo con tanta energía, acostumbrada a su carácter taciturno.
El milagro se produjo una tarde de lluvia y frío. Manuel debía entregar los textos corregidos a la sucursal de Japón. Dejó un mensaje en el celular de su esposa para justificar que no llegaría a la cena y se preparó para una larga noche. Estaba tan concentrado que no advirtió cuándo la redacción se fue quedando vacía. Un enorme espacio poblado de papeles y ordenadores, desierto y silencioso. El ruido de las teclas fue absorbido de repente por un taconear acercándose. Levantó la vista cuando María estaba casi frente a él, con un ordenador portátil en las manos.
—¿Todavía trabajando?
—Eh… si… este. «Basta, Manuel, va pensar que de verdad eres un retardado». —Sí, tengo que terminar las correcciones del texto…
—¿Te molesta si me quedo acá? —lo interrumpió María. Es que mi oficina está bastante lejos y  la verdad, me da miedo estar sola en la redacción vacía.
A Manuel le seguía costando articular las palabras así que se levantó, le hizo un lugar en el escritorio, acercó una silla y con un gesto grandilocuente y una sonrisa, le indicó que se sentara. Trabajaron en silencio durante varias horas, hasta que María, masajeando su nuca dolorida anunció.
—¡Hora de un descanso!
En realidad, el hombre había terminado su trabajo hacía al menos treinta minutos, pero no quería quebrar esa intimidad creada por el silencio y la cercanía.
—Debería volver a mi casa. —argumentó, sin demasiado convencimiento.
—Unos minutos más, es todo lo que te pido. No me gusta comer sola.
Pidieron comida china, que engulleron con apetito acompañada de una botella de vino tinto. Charlaron de todo un poco. A Manuel el vino le ayudó a relajarse y poder por fin ser el hombre cordial y coherente que normalmente era, y que parecía sufrir una lobotomía en presencia de su jefa.
Cuando la comida y el vino habían terminado hacía rato, los dos seguían contándose las vidas y riendo de anécdotas infantiles, hasta que ingresó un mensaje al celular de Manuel. Era su esposa que le avisaba de que había dejado la comida en la heladera y se iba a dormir. Se despidieron con un apretón de manos, incómodos ambos.
Desde ese día, cada semana, sin haberse puesto de acuerdo, extendían las horas de trabajo y cuando el piso quedaba vacío, se reunían en el mismo escritorio a trabajar en compañía silenciosa durante un rato y a compartir comida, bebida y conversación después.
En una de esas largas conversaciones María se puso seria.
—Te voy a contar un secreto, no quiero que te rías, ¿sí?
Manuel juró no reírse, mas no pudo evitar la carcajada cuando la  joven le dijo que había tomado contacto con extraterrestres que se ocultaban en la Tierra, y que a ellos debía su exitosa carrera en la empresa.
Al verla seria y con lágrimas en los ojos, se dio cuenta de que al menos para ella, lo que le había dicho era real. La abrazó, acarició su cabeza tratando de tranquilizarla y casi sin darse cuenta, la estaba besando. María se fundió en sus brazos con la misma intensidad con que lo hacía todo y él no pudo pensar mucho más tiempo respecto a qué trastorno psicológico hacía que la gente viera extraterrestres.
Al llegar a su casa esa noche Manuel se duchó durante largos minutos, tratando de lavar el olor a María y la culpa. Se prometió que no volvería a pasar.
Efectivamente, durante varias semanas, ambos evitaron retomar las charlas nocturnas, pero se sentían miserables. Por primera vez, fue Manuel quien tomó la iniciativa. Esperó que la oficina estuviera vacía y fue hasta el escritorio de María.
—Te creo —dijo apoyado en el marco de la puerta.
María no dijo nada. Se levantó, le tomó de la mano y lo condujo a su departamento, a tres cuadras de allí.
Los encuentros fueron desde entonces en ese departamento. Sentado en el banco de la plaza de la esquina de la Avenida de Los Héroes y calle Veinticinco, podía ver la ventana del este. Manuel siempre se detenía algunos minutos en el asiento, tironeado por las ganas que le crecían en las entrañas y por el sentido del deber. Siempre ganaban las ganas.
Durante casi un año, los amantes se encontraban y se descubrían cada vez un poco más. Hablaban mucho, no trazaban planes ni se hacían reproches, pero el tema de los extraterrestres volvía una y otra vez a ser discutido. Manuel creía que era una excentricidad o que María intentaba tomarle el pelo y ver hasta dónde podía llegar con la broma.
Pero una tarde, cuando le abrió la puerta, la mujer estaba completamente fuera de sí.
—¡Van a matarme! —le dijo angustiada ni bien entró al departamento.
Se notaba que había llorado y caminaba por la habitación como un animal enjaulado.
—Necesito que te tranquilices. ¿Quién quiere matarte? ¿Te amenazaron? Te acompaño a la policía para que hagas la denuncia. Vamos…
—¡No! ¡Es inútil! Son los extraterrestres. La policía no va a servir de nada. Tenés que irte. ¡Ahora! Es mejor que no te vean conmigo.
Lo empujó fuera del departamento. Él golpeó la puerta, tocó el timbre, rogó durante bastante tiempo, hasta que se resignó a que había enloquecido y no iba a abrir. Pensó en buscar el teléfono de una hermana de la que le había hablado. Al salir al pasillo casi choca contra un hombre alto vestido completamente de negro. El hombre llevaba gafas oscuras y le llamó la atención que no se veían sus pies, era como si flotara sobre el piso.  No le dio importancia y bajó por la escalera cavilando sobre qué hacer. Se sentó en el banco de la plaza a observar la ventana de María que seguía iluminada. La vio recorrer el espacio de un lado a otro mesándose el cabello, estaba a punto de levantarse y volver a subir e insistir que le abriera, cuando una sombra se detuvo detrás de ella. Fueron solo unos segundos. La sombra se agrandó y la cubrió por completo como si la hubiera engullido, el cuerpo delgado de María, desapareció. La sombra volvió a tomar forma humana, se acercó a la ventana y corrió la cortina. El hombre de negro con el que se había cruzado en el pasillo miró fijamente a los ojos a Manuel, o eso le pareció. 

Corrió durante horas. Cuando se detuvo, no sabía dónde estaba, ni si lo que había visto era producto de su imaginación o había sucedido en realidad. La voz de María resonó en su cabeza con instrucciones a las que no le había dado importancia. «No debes mirarlos a los ojos, así es como lo saben todo de ti». No se animó a volver a su casa. Si el extraterrestre lo había visto, sabría donde vivía y podía hacerlo desaparecer a él también. Lamentó no haber creído en María, ¡ay, María!, tan vital, tan lúcida, ¿cómo pudo pensar que no decía la verdad? No podía hablar con nadie. Si le contaba el secreto a alguien más lo pondría en peligro. Regresar a la oficina no era una opción, ¿y si mejor acudía a la policía? No, no era buena idea. Creerían que tenía algo que ver con la desaparición de María. ¿Y si el alienígena lo estuviera siguiendo? Volvió a correr hasta perder las fuerzas. Se ocultó en un callejón y lloró. Por su vida perdida, por María. Se durmió tapado con algunos cartones que encontró cerca. Cuando despertó a la mañana siguiente tenía muy claro lo que debía hacer. Desaparecer. ¿Y qué mejor modo de desaparecer que ser un hombre más de los miles de desdichados que diariamente pueblan las calles?

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