viernes, 20 de octubre de 2017

La historia de Mohamed Azerwal

Armando Janssen


Prólogo

He sentido su crudeza en mi propio cuerpo. He sido testigo de la fuerza erosiva del viento, sospecho que desde mi origen he sido un poco arena, un poco sol, un poco viento, un poco soledad. Un viento feroz, constante y eterno desparrama arena sobre mi piel, dentro de mi piel y debajo de mi piel.  Es parte de mi cuerpo, arena en mis ojos, en mi pelo, en mis ropas,  la llevo conmigo desde siempre. He experimentado la soledad. Me he sentido diminuto y gigante a la vez.  He sido testigo de su eternidad. He sentido su abrigo en la inmensidad de sus noches. Es impenetrable, imperecedero, seco. Los ancianos dicen que aquí hubo agua, torrentes de agua tan poderosos como el viento. El desierto.

Capítulo 1

Soy un hombre nacido en el desierto, tengo veinticinco años. Me llamo Mohamed, es el nombre del fundador del Islam.

Soy nómada, bereber, beduino, musulmán, marroquí, varias cosas que me condicionan. Originario de un lugar inexacto en medio de las montañas del desierto de Marruecos. Soy el mayor de siete hermanos, cinco mujeres y dos varones.

Capítulo 2

Ludmila, mi madre, es una persona generosa que ayuda a la gente. Diariamente me cargaba en sus espaldas e iba en busca de agua para cocinar y maderas para el fuego, recorría seis kilómetros de ida y seis de vuelta con toda la carga. Ella es una mujer saharauis, nacida en un campamento de Tiduf en Argelia, una de las guerreras que sobreviven en un desierto hostil que les reseca la piel y el alma. Desde el destierro político que comenzó en 1975, las saharauis administran la economía doméstica y visten pantalón vaquero imitando las modas occidentales.

Fieles a sus tradiciones, llevan al desierto sus melhfas o telas de colores azules, rojas y amarillas, coloreando con sus vestidos el monótono paisaje marrón del desierto que lo domina todo.

Se dice que cada vez que una mujer musulmana saharaui emite un zaghareet o grito de alegría, entonces, la soledad del desierto atenúa su imponente presencia, las nubes se dispersan y el pueblo sonríe.

En la sociedad saharaui, el papel de la mujer tiene gran relevancia. Cuando mi madre se trasladó a Marruecos tras la ocupación del Sahara occidental, las mujeres se convirtieron en una pieza clave en el desarrollo de un pueblo exiliado, porque, por un lado los hombres luchaban en una guerra contra el pueblo marroquí, y por el otro, se necesitaban personas para crear el nuevo estado.

En sus escasos ratos libres, mi madre fabrica bonitas cerámicas.

Capítulo 3

Mi padre se llama Houda que significa «el camino recto». Él cuida todo el día docenas de cabras y ovejas, dos burros y cuatro camellos. Recorre el desierto en busca de nuevos lugares donde encontrar raíces para sus desnutridos animales. Muchas veces pasa varios días sin retornar al campamento. Los animales son su único capital, algunos los heredó de mi abuelo y los de mayor tamaño fueron orgullosamente adquiridos producto de sus negocios con otros nómadas.

Cada cuatro meses levantamos el campamento, cargamos los animales más grandes con todas nuestras pertenencias y nos dirigimos a un lugar alejado, en busca de algún rastro de lluvia y plantas secas para poder subsistir.  Mi madre va delante con sus hijos, siempre con el menor sobre sus espaldas, dirigiendo las cabras y ovejas. Mi padre detrás, con los animales grandes, controlando el cargamento y a todos nosotros. Nos llaman bereberes, hombres bárbaros, hombres libres.

Me pregunto qué tan libres somos, atrapados en este desierto. Condicionados a la voluntad de nuestro destino.

El árido terreno de la hamada, como se conoce a este desierto pedregoso, muestra la decadencia de las casas de adobe, jaimas, se ven en el horizonte infinito, donde las cabras y ovejas comen cartón mojado y los niños corren descalzos persiguiendo ilusiones ópticas.

Capítulo 4

Cuando cumplí seis años, mi padre me dijo: «Mohamed, hijo, acércate. Te voy a enseñar cómo cuidar a las cabras». Yo salté completo de alegría. Mis hermanas y mi madre quedaron a distancia observando cómo me las arreglaba. Día tras día mi padre me enseñaba con mucha paciencia y destreza el manejo de los animales pequeños. Aprendí rápido, al poco tiempo me alentó a incorporar a las ovejas, más tarde los burros y por último los camellos. Me enseñó qué utilidad tiene cada animal.

A los ocho años ya cuidaba todo el rebaño, desde antes que saliera el sol hasta caída la noche. Regresaba exhausto. Comprendí que cuanto más me alejaba, más posibilidades tenían los animales de encontrar alimento. Mi madre me entregaba diariamente mi cuota de comida, lo justo para no morir de hambre, yo era piel y hueso. Así pasaban los días, internándome a pleno en la vida de un perfecto bereber.

Al cumplir yo diez años, habiendo completado docenas de traslados de campamento con los animales, mi padre nos reunió y dijo:  «Esta vez debemos ir más lejos, ya no hay como subsistir en este desierto».

Recorrimos más de doscientos kilómetros de arena, para llegar cerca de la frontera, establecimos la base de nuestro campamento a unas siete horas a pie de un pueblo llamado Ben Ounif, en el estado de Béchar, en Argelia. Aquí fue donde nos quedamos más tiempo, casi cuatro años. En esta época y con todos los contratiempos, se nos redujo sensiblemente la cantidad de animales, murieron por falta de alimento. Mientras tanto mi padre cayó muy enfermo. No teníamos casi que comer. Mi madre cocinaba raíces que yo juntaba y bebíamos algo de leche producto de alguna triste cabra.

Capítulo 5

De joven comencé a interiorizarme en la inmensidad del desierto. Su arena fina y blanca que el viento moldea como el cuerpo de una mujer. Dunas, curvas, olas, un océano pero de arena. He aprendido que el desierto es múltiple, en sus formas, en sus colores, en sus texturas. He aprendido que el desierto no está compuesto solo de arena, también es roca, que a veces es oscuro, que esconde muchas más formas de vida que no imaginamos, que lo habitamos personas que vivimos al límite de la supervivencia, en forma constante y sin que nadie piense en nosotros.

Antes de cumplir los catorce yo me ocupaba de todo sin descuidar a los animales, y como mi hermano menor era muy pequeño, comencé a adiestrar a un niño de un campamento vecino con el objetivo de cuidar al rebaño. Tenía pensado una vez mi aprendiz conociera el oficio, en ausentarme unos días para ir hasta la frontera en busca de alguna oportunidad de trabajo para conseguir medicina para mi padre y alimentos para la familia.

Mi primera vez en un pueblo, cómo olvidarla. Me encontré con un movimiento desconocido e inusual para mí. Estaba plagado de turistas que buscaban aventuras. Yo aparentaba más edad de la que realmente tenía, ya era alto y se me asomaba barba. En el bar, me enteré de que existían otros lenguajes propios de los turistas y comencé a conocer el inglés y también el español, algo de francés.

Esos días me dediqué en parte a profundizar y conocer qué buscaban esos turistas. Escuchaba en forma reiterada que uno de los sueños más comunes entre los viajeros que se acercan a Marruecos y Argelia, era trasladarse en mitad de las dunas del desierto bajo un manto repleto de estrellas, vivir la experiencia de dormir en un campamento haimas donde poder disfrutar de la paz más absoluta y comprobar por sí mismos cómo es el silencio del desierto. Y por otra parte, conseguí trabajo temporario alimentando los burros y camellos, que en unos cuántos días partirían en caravana para trasladar a un gran grupo de turistas. Quedé pensando en base a todo lo que había escuchado esos días, cómo podría yo ofrecer un servicio que alojase a los turistas en el desierto, los cuales pretendían descubrir nuestra forma nómada de vivir, pero sin pretender perder completamente su acostumbrada buena vida. Disponer de su propio campamento, con camas confortables, una buena mesa con alimentos típicos pero bien elaborados y buen vino, un buen baño y los traslados. De esta manera a su regreso, los turistas tendrían una aventura para contar en sus monótonas vidas, retornando a su habitual vida y ocupaciones.

Mientras pensaba, recordé a la mujer que me regaló mi primera experiencia sexual.

Capítulo 6

Regresé al campamento después de casi un mes fuera. Llevé medicinas para mí padre, una melhfa para mi madre, golosinas a mis hermanos y toda la comida que me permitió comprar el trabajo y llevar caminando. El aprendiz se había ocupado bien de los animales. Hablé con la familia sobre el movimiento del pueblo y de los turistas.

Las haimas forman una parte muy importante en la vida de los nómadas. Las componen mantas, alfombras y cojines que convertimos en un agradable espacio donde formamos nuestro hogar que compartimos en familia en cada campamento.

Les conté a la familia, en base a lo que había visto y pensado en el pueblo, lo que pretendían los turistas, y que les parecía la idea primaria de traer un reducido grupo, con el ánimo que conocieran nuestras costumbres a cambio del pago de nuestra labor. Nuestra familia nunca antes había conocido el dinero, los negocios que realizaban los mayores siempre se basaban en el intercambio.                                                                                                       
Les dije:  Para lograr este servicio, tenemos que confeccionar otra haima donde alojarlos, brindarles buena y auténtica comida del desierto, un buen baño, y los traslados.                                                                                                                      
¿Pero de dónde sacaríamos dinero para estos gastos? ¿Cómo confeccionar el baño y solucionar el tema de suministro de agua para las duchas?       

Eran muchas interrogantes, difíciles de contestar para nuestra humilde posición. Y en esto continué pensando, día tras día.

Retomando mi actividad al cuidado de los animales, también pensaba tontamente en Malika, la joven argelina que me hizo conocer el amor en el establo aquella noche. Ella llegó a mí desesperada, buscaba el burro que su padre le había encomendado cuidar y al despertar de su siesta, se le había escapado. Cerré el establo y sin dudar la acompañé al lugar donde se había dormido. Mi destreza en el desierto buscando huellas de animales perdidos no me falló, seguí el rastro del animal y al rato lo encontramos. Ella complacida me acompañó al establo y tirándose sobre mí, bajó mi pantalón, subió su falda y me pagó montándome con ahínco como se monta a un camello al galope, mientras, exhibía sus espectaculares y turgentes pechos, invitándome a tocarlos y saborearlos.

Capítulo 7

He abrazado el desierto y el desierto me ha abrazado. He observado que de forma imperturbable nos ofrece abrigo para que vivamos en él, y con él morimos un poco cada día. Dicen que acá puedes alcanzar las estrellas con las manos, que la paz es infinita y el silencio que se respira en el corazón es único. También nos llaman beduinos, o moradores del desierto.

Epílogo

Tres meses más tarde, con la ayuda de mi padre que mejoró gracias a la medicación, a mi madre que fabricó hermosas cerámicas y realizó la decoración donando sus mejores melhfas, junto a mis adorables hermanos que colaboraron en todo, a Duhar, el niño adiestrado que continuó cuidando los animales y al trabajo en el pueblo que me permitió ahorrar suficiente, armamos otras dos haimas en nuestro campamento.

Tuve que instalarme en el pueblo otros seis meses, para ahorrar otra cantidad suficiente para alhajar las tiendas, comprar comida y buenos vinos, preparar los tanques de alimentación de agua, adquirir maderas y cojines para confeccionar las camas, sillas y mesas, costear toda esa mudanza y demás elementos para empezar a ofrecer el primer servicio de estadía para los turistas en nuestro campamento, que mudamos por última vez más cerca de las dunas grandes.

Recuerdo las lágrimas cayendo de mis ojos el día que llegamos al campamento, con los animales grandes de mi padre cargados con las ropas y excentricidades de los cinco primeros turistas que montaban los camellos alquilados, yo guiándolos junto a Kalima.  La familia se distinguía a lo lejos, ya tenían todo pronto para recibirnos. Qué momento.

Actualmente funcionamos como parada de alojamiento, con servicio de comida y ducha, para la mayoría de los tours que pasan por la zona. Los turistas paran en nuestros haimas, ellos aprenden de nosotros sobre nuestra forma de vida, sobre el silencio de las estrellas, el manejo de los camellos, a fabricar cerámicas, y a manejarse con muy poco. Nos dejan ropas, huevos, comida y fotos. Nosotros aprendemos su idioma y cómo atenderlos como ellos quieren.  Gracias a este nuevo trabajo vivimos mejor, hay comida en nuestra mesa, agua en nuestras vasijas y madera para nuestro fuego.

Durante el día llevo a los turistas de paseo en camello que alquilo en haimas cercanas, a una zona llamada “Merzouga”, un lugar turístico con dunas muy grandes donde descansan, se refrescan y comen algo ligero. En las noches armamos una gran fogata en nuestro campamento, donde les ofrecemos danzas con música bereber que realizan mis hermanas, con una comida típica beduina estilo gourmet que prepara mi madre, quien después de llenarles la panza y hacerles tomar mucho vino, les vende sus cerámicas. Mi padre siempre en el campamento, comenzó a fabricar una casa junto a mi hermano, quien ya empezó a cuidar el rebaño. Yo tengo dos hijos con Kalima y tenemos nuestra propia haima. Todos estamos felices.

Ahora tengo veinticinco años y estoy cercano a los veintiséis. Siento que hemos progresado, tenemos trabajo, salud y estamos todos juntos. Al fin logro entender lo que significa tener un futuro.

1 comentario:

  1. Muy linda historia, te traslada a otros mundos, a otros paisajes. Felicitaciones al autor!

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