Eliana Argote Saavedra
Cinco de la mañana. Levantarte,
abrigarte con un buen chorro de agua caliente y luego, el primer café del día:
dulce y amargo. Ya estás bien despierta. Cambiarte, maquillarte, verificar que
todo esté en el bolso para no tener que reprocharte por ser tan olvidadiza,
salir. Tu
elegante figura aparece en la puerta del segundo piso del departamento donde
vives, que da directamente a la calle, en plena avenida Principal; observas los
alrededores girando la visión con la cabeza erguida, hay cierta indiferencia en
tu forma de mirar, mezcla de desdén y elegancia, que despierta envidia en las
mujeres, y agrado en los hombres. Sientes que te vigilan, claro que
sí, lo sabes bien, son las miradas incisivas de las vecinas que te juzgan tras
las cortinas.
—Lleva un
nuevo vestido, comadre. —Escribe Carmela a toda prisa, con un solo dedo en el Smartphone que registra todas sus
tertulias con Mirella, su vecina y compinche en las andadas de «investigadora»
que lleva a cabo desde hace ya tantos años.
—¿Cómo es?,
¿cómo es? —pregunta una ansiosa Mirella, acomodando los anteojos que se
deslizan hasta la punta de la nariz.
—A ver...
—dice rascándose la barbilla— «a la desgraciada», todo le queda bien, mmm, por
eso es que los hombres la miran, porque bonita no es, tú lo sabes, pero es que
se maneja un cuerpazo. Bueno ya, atenta, atenta, llevamos una semana chequeándola,
en cualquier momento sale su amante, vas a ver.
Avanzas hasta el paradero que está
en la esquina, no hay nadie aún, «Esta vez les gané a todos», piensas. Comienzan
a llegar uno a uno los pasajeros que irán contigo en el bus, los mismos de
siempre. De pronto, un ruido familiar anuncia tu espectáculo preferido a esa
hora de la mañana: los aspersores se encienden en la berma central y al
contraste con el color ámbar del alumbrado público, se crea una bella danza de
gotas. Recorres con la mirada los ficus con sus hojas de verdes contrastantes, que
parecen brillar tras la estela de agua, «¡Qué hermoso!», te dices, pero
entonces, ves algo que capta tu atención: un hombre camina algo encorvado y a
prisa por la acera del frente, es de corta edad, bastante delgado y lleva una
polera con la capucha puesta, «No seas prejuiciosa», te recriminas cuando
percibes que tu frente se contrae; no puedes dejar de verlo, lleva la mano izquierda
pegada a la oreja, parece estar hablando por teléfono, la otra, va estirada con
una pistola y… «¡¿pistola?!», te preguntas desorbitando los ojos; de inmediato tu
mirada vuelve a enfocarse en el extremo de su mano derecha. «¿Una pistola?», ¡no!,
claro que no, sin embargo, continúas analizando lo que ves y tu mente insiste
en que es un arma.
Decides ampliar tu foco de atención,
al frente, en sentido contrario al sujeto que observas, una muchacha avanza
distraída. El tipo que lleva la supuesta pistola está llegando a la esquina,
seguro va a cruzarse con ella, te llevas la mano a la boca e imaginas lo peor. Un
camión municipal avanza con su monotonía de luces intermitentes y se estaciona delante
de ti, estiras la cabeza, la espalda, ¡nada! «¿Es que acaso va a quedarse allí
toda la mañana?», te preguntas; con un gesto de contrariedad miras la hora en
tu celular, es tarde aunque puedes tomarte diez minutos más e irte en taxi. Mueves
la cabeza en señal de aprobación y con paso firme cruzas la avenida adelantando
al vehículo. Lastimosamente cuando logras pasar, la luz del día ya se ha
instalado, no solo no está la muchacha ni el hombre armado, la arteria está llenándose
de gente: estudiantes que avanzan de la mano de sus padres, chicos con sus
loncheras, el tráfico normal a esa hora. Te marchas decepcionada. Siempre
fuiste curiosa, solo que a los quince, el romanticismo apagaba cualquier brote detectivesco,
luego fueron los estudios, aquel fluir incesante de conocimientos, no había
tiempo para la imaginación; la realidad existencial, social, política y mundial,
«en ese orden», no dejaban espacio para nada, pero de un tiempo a esta parte
ves ciertas cosas que antes pasaban desapercibidas, así que decides permitirte
dar rienda suelta a tu vocación frustrada de “chismosa de barrio” o “Sherlock
Holmes”, dependiendo como quiera verse.
Es
el segundo día, te has levantado más temprano. Esta vez no te detienes en el paradero,
cruzas, y avanzas por la calle Girasoles que corta la avenida, solo un poco
porque el temor que la vida ha sembrado en ti, intenta imponerse. A pesar de la
oscuridad puedes apreciar que la pista está asfaltada, aunque solo parcialmente,
las construcciones no son parejas, mas hay algunas casas muy bonitas con
balcones y colgantes con macetas de flores. Sin darte cuenta, tu observación te
ha llevado a avanzar un par de cuadras cuando notas que el cielo está
aclarando: revisas el reloj, tienes quince minutos. Tus tacones resuenan al
contacto con el asfalto, el ladrido de algunos perros te sobresalta y la vía
comienza a llenarse de gente. Decides volver sobre tus pasos, al llegar a la
avenida, diriges la mirada hacia el tercer piso del edificio que está en la
esquina, sabes que la chismosa de la vecina puede observarte a su antojo, ya
sea que estés saliendo de tu casa o caminando por la calle Girasoles porque el
ventanal de su departamento tiene vista a ambas arterias. Y allí está ella, la mujer
de la que tantas veces te has burlado, seguro está tras la cortina de flores
preguntándose qué hace una señora como tú, husmeando por aquí. No te importa, tal vez ella vio lo mismo que
tú, podrías preguntarle, pero es que…, dudas mientras una mueca ladea tu boca, no
quisieras involucrarte con ella, seguro tendrías que escuchar la historia de
las demás vecinas, que si fulana le saca la vuelta al marido, que si la hija de
aquella no vino a dormir, ya lo sabes, las historias de siempre y tú no eres ninguna
chismosa. «Por hoy fue suficiente», piensas, y te marchas. Camino a tu centro
de labores ves como poco a poco van quedando atrás las curvas del camino y el tímido
brillo solar. Pasando el cerro pareces entrar a otra dimensión, una, pintada de
gris, lúgubre; mucho asfalto y uno que otro asomo de verde, sin embargo, la
llovizna que es como un manto suave que lo envuelve todo y le proporciona al
ambiente un toque de película antigua, va bien contigo.
Estás a mitad de camino y no puedes
dejar de pensar, siempre dándole vuelta a las cosas, intentando descifrar ese
misterio que tu espíritu perceptivo plantea. ¿Fue cierto lo que viste?, ¿realmente
ocurrió?, ¿o solo fue una alucinación? Aclaras la garganta, e intentas reflexionar:
«Planteémonos la totalidad de los escenarios», te dices. Primero: fue cierto lo
que viste, aunque demasiado rápido para entenderlo, con lo cual, perdiste toda
la evidencia, allí ante tus ojos pudo ocurrir un asalto, quién sabe si hasta un
asesinato, y casi fuiste testigo de los hechos; de ser así tendría que haber
quedado alguna prueba, un cuerpo, rastros de sangre, tal vez hasta el arma
homicida. Segundo: Ocurrió a escasos metros de tu casa, ese lugar es uno de las
más tranquilos que conoces, por eso te mudaste allí, esa gente sin duda no era
de la zona. Tercero: estás consciente de que la urbanización que comienza en la
calle Girasoles, no está controlada por el municipio por no ser reconocida, por
ende, no cuenta con el servicio de serenazgo. Entonces, podría ser factible que
por allí concurra gente de malvivir. Cuarto: desde que te mudaste, hace quince
años, jamás te has animado a dar siquiera una vuelta por los alrededores, no
sabes qué puede estar sucediendo allí. El resto del día repasas tus hipótesis y
casi al final de la tarde has tomado una decisión: aunque te mueras de miedo, irás
a dar una vuelta.
Decides ir con ropa deportiva, así
no llamarás la atención, —bien por ti—, te mezclarás por un instante con «la
masa», como catalogas al resto de la gente, te sentirás flotar entre aquellos
que no tienen los privilegios a los que estás acostumbrada. Buscas en el fondo
de tu clóset pues no sueles vestir de esa forma, aquello de los gimnasios y
cuidados que «matan de hambre», ya pasó de moda para ti, aceptas tu figura tal
cual es, por suerte fuiste favorecida en cuanto a tu metabolismo y a pesar de que
ya estás «entrada en años», aún te agrada lo que ves en el espejo. Casi topas
el fondo del cajón de pijamas y no lo encuentras, te estás impacientando, te
ocurre a menudo, recuerdas clarísimo que compraste un buzo, «¿Dónde carajos lo
metí?», te preguntas tirando la ropa al suelo, y entonces, cuando estás a punto
de darte por vencida, un sonido plastificado te alerta, «lotería». Lo
contemplas, es un hermoso buzo que no pensaste usar jamás, «Qué previsora soy»,
te dices con un gesto de orgullo dibujado en el rostro perfectamente maquillado
«estilo casual», y te lo colocas. El buzo es plomo y rosa, una combinación discreta,
las zapatillas jamás estrenadas, asoman por detrás de las botas; tiempo más
tarde ya estás vestida. Te observas frente al espejo, te yergues, te pones de
lado, un asomo de rollo hace que te pongas aún más derecha, eso es todo, te ves
muy bien, estás lista.
Minutos después, una mujer con
actitud extraña avanza por la desolada calle Los Girasoles. Doña Carmela, la
vecina, espía por la ventana, «ayer asaltaron la casa de los Gonzales», escribe
en el WhatsApp a doña Mirella que le
contesta, estratégicamente escondida tras el espeso cortinaje de su ventana, en
la otra esquina. Se ven, están frente a frente, solo la pista las separa, pero
es divertido enviarse mensajes. Desde que sus nietos les colocaron la
aplicación, se han sentido más detectives que nunca.
—Allí está la tía
estirada —dice Carmela—. ¿Has visto las zapatillas que se maneja? Cambio.
—Claro, si hasta
me daña los ojos de lo blancas que están. Oye, comadre, no tienes que decir
cambio, estamos en WhatsApp no en
radio.
—Ok, y hasta se ha hecho una cola. Cambio.
—Ya pues, comadre,
te dije que no se dice cambio.
—Mira, yo digo lo
que se me pegue la gana, ¿está bien? Cambio.
De pronto, una
sombra es advertida por el rabillo del ojo de Carmela.
—Comadre, creo que
la Sherlock Holmes está en la mira de esos «pirañas», ya la vieron, cuando vuelva
por aquí, la asaltan.
Efectivamente, de
una calle salen dos muchachos, pasan muy cerca de la mujer, mirándola de pies a
cabeza, la rodean, pero se alejan. Al día siguiente, Rocío aún tiembla cuando
recuerda el intento de asalto, ha decidido dejar de averiguar, «esto no es para
mí».
Tercer día. Regresando del trabajo Rocío
se detiene en la panadería; el tendero le informa que se ha terminado el
producto, que tal vez en la tienda de Los Girasoles todavía encuentre pan.
Duda, tiene miedo, mas decide sobreponerse, aún hay gente por allí. Avanza
observando a todos lados, es peligroso ir vestida como está, pero ve a las
comadres conversando mientras enrollan la manguera, luego de haber regado el
jardín. Saluda, a las mujeres parece agradarles el gesto. Cuando regresa, luego
de comprar el pan, ya no hay nadie, falta poco para llegar a la avenida, de
pronto, una sombra la sobresalta, con mucho temor voltea, es una puerta con una
escalera angosta apenas iluminada por un foco colgado del techo, allí están, se
dice, se han escondido, van a atacarme cuando pase. Mirella ve desde su ventana
el andar tembloroso de la mujer. De la calle colindante salen los dos muchachos
que la asustaron el día anterior, esta vez caminan directo hacia ella, Rocío
escucha los pasos, apura su caminar, los sujetos están demasiado cerca, casi la
tocan, incluso se separan para flanquearla, la mujer voltea, su rostro se
contrae, de pronto, un pito suena muy cerca, tres silbatos largos, otros
silbatos parecen responder a este y los muchachos huyen perdiéndose entre las
casas.
—¿Viste, comadre?
—dice Mirella—, salvé a la Sherlock Holmes.
—Sí, mi querida
Watson, tenemos que averiguar qué se trae entre manos, ja, ja; una estirada
como ella no vendría hasta acá si no tuviera un motivo, especialmente vestida
así.
Cuarto día. Rocío no solo debió
quedarse un poco más de tiempo en el trabajo, sino que se siente estresada,
estos tres días han sido muy intensos, se ha prometido que sus andadas no
continuarán, sin embargo, el taxi en el que regresa decide meterse por la
bendita calle Los Girasoles y el auto se malogra. «Señora, mil disculpas, si quiere
le devuelvo la plata», ella se niega visiblemente contrariada. Está casi en la
avenida, camina observando a todos lados, corre bastante viento así que da una
vuelta más a su bufanda. La ropa tendida en los balcones se mueve, las banderas
del mes patrio; siente que se congela cuando una sombra parece rozarla. Se pega
contra una puerta, ya se ha salvado antes, no tendrá tanta suerte esta vez. Carmela
la vigila desde su ventana, la puerta donde está apoyada Rocío se abre. Es de
madera ancha y gastada que emite un chirrido. Siente con claridad como la
puerta va cediendo ante su peso, ingresa, la poca luz de afuera ilumina apenas
el interior. Se queda pegada a la pared hasta que no escucha ningún ruido. Avanza
hasta la puerta nuevamente con la intención de salir cuando esta se abre de
golpe y casi la estampa contra la pared. Dos hombres entran, llevan algo cargado
sobre los hombros, es un bulto grande y largo, y se ve bastante pesado, los sujetos
no encienden la luz, solo apuran el paso.
—Falta uno,
tenemos que matar dos más para cumplir con la cuota —dice uno de ellos.
—Pero le dijimos
al jefe que ya matamos cuatro, acuérdate que uno logró escapar.
—Y si supiera nos
mata —responde el primero.
Rocío se tapa la
boca, no puede creer lo que escucha, sus ojos desorbitados están clavados en el
bulto; de pronto uno de ellos tropieza y casi tira al suelo el paquete, algo queda
colgado.
—Un braaazo —dice Rocío
aterrorizada.
Los hombres voltean
y aunque no distinguen bien de quién se trata, se miran y terminan por tirar al
piso el bulto. La mujer sale corriendo de allí. «¿Me habrán seguido?» Se
pregunta mientras seca las gotas de sudor que caen presurosas de la frente.
Este nuevo acontecimiento te deja
espantada y te prometes otra vez que no volverás a las andadas, así que
enrumbas a casa, pero una vez allí, luego de haberte aturdido con la limpieza
de la cocina y el acomodo de alguna ropa que quedó desordenada, vas a la cama
con un libro que finges leer, pero no puedes dejar de preguntarte sobre lo que
acabas de presenciar. Necesitas saber, no cesarás hasta que descubras qué había
en ese bulto. Y así, sin darte cuenta, otra vez estás inmersa en el juego
detectivesco que comenzaste. Al día siguiente llamarás al trabajo diciendo que
estás enferma, podrás empezar una nueva búsqueda. Ya el tema del arma que viste
inicialmente ha quedado atrás, casi no lo recuerdas, este es un asunto más
truculento, dos hombres cargando un muerto. Sí, ellos lo dijeron, aún faltaba
matar dos, intentas recordar con más detalle para armar una teoría convincente.
Está resuelto, piensas, mañana por la mañana irás hasta aquella dirección, debes
saber qué sucede allí.
La mañana siguiente, el puesto de don
José permanece cerrado luego de la borrachera del día anterior, su proveedor
sabe que ese día el negocio no atenderá porque estuvo hasta tarde con el tendero,
la mercadería puede malograrse, está cansado. En otra oportunidad se hubiese
dedicado a limpiar antes de ir a dormir, pero ha bebido demasiado, así que
guarda todo en la congeladora, en el piso han quedado huellas de sangre. Se va
a casa y desconecta el despertador. Esa mañana dormirá como un bebé.
Cuando Rocío llega hasta la
dirección donde vio a los hombres cargando el bulto, en una de las esquinas de
Girasoles con la avenida Principal, observa con cuidado, es una casa, o lo que
aparenta serlo. Pasa una, dos y hasta tres veces. Doña Carmela, que ya está en
la ventana, puntual como siempre la vigila y se apresura en alertar a su
comadre.
—No sabes, comadre,
la Sherlock Holmes, ha vuelto al ataque.
—¿Ah, sí?
—responde Mirella mientras termina de abotonar el vestido— y ahora, ¿qué hace?
—Ay, si te
contara. Es que tienes que verlo con tus propios ojos —dice riendo pues ha
visto a Rocío entrar en casa de Mirella.
Doña Mirella aguza
la visión, busca por toda la calle.
—Pero no la veo
comadre.
Mientras tanto, Rocío se ha detenido
frente a la puerta de madera, resuelta a entrar, apenas toca, esta se abre. Ingresa,
está algo oscuro, una débil luz se filtra por un hueco de la cortina, el suelo está
manchado de sangre. Se tapa la boca horrorizada. «Entonces era cierto», se dice
retrocediendo hasta apoyarse en la puerta que vuelve a cerrarse, «ese pobre
hombre a quien colgaba un brazo, dos más dijeron, y la muchacha, seguro que
ella también está aquí». Activa la linterna de su celular y avanza hasta la
congeladora recordando las imágenes de tantas películas de terror que ha visto,
se ve a sí misma abriendo la tapa y encontrando trozos humanos. Retrocede unos
pasos y su espalda choca con algo sólido. El terror se apodera de ella, sabe
que debe voltear, no quiere hacerlo, siente, o cree sentir el aliento tibio de
una persona en la nuca; en ese instante se enciende una luz que proyecta una
sombra en la pared, trae algo en la mano, «Es una pala», piensa horrorizada, creyendo
que su destino será ir a hacerle compañía a los demás muertos, en ese instante
se enciende la luz de la habitación obligándole a cerrar los ojos. Voltea, a
medida que lo hace la sombra también se mueve y al girar por completo tras de sí,
descubre a Mirella, con los brazos en jarras.
—¿Qué estás
haciendo en mi casa? —le pregunta la mujer empinándose para alcanzarla.
Rocío la observa completamente
confundida.
—¿Tu casa? No
puede ser, es que yo…
—¡Fuera de mi
casa!, si no quieres que llame a la policía.
—Pero, es que, déjame
explicarte por favor, anoche, anoche yo iba…
—¡Claro!, ya me
imagino lo que vas a decir, que anoche andabas de chismosa por el barrio, tratando
de enterarte qué hace la gente.
—No, por favor cómo
crees, yo soy una señora decente, es que el otro día casi me asaltan…
—Eso lo sé muy bien
—interrumpe Mirella—, fue gracias a mí que no te asaltaron.
—No, no, no fueron
ustedes, fue el serenazgo que hizo sonar su sirena.
—¿Serenazgo?,
¡ja!, a mí con serenazgo, fui yo la que tocó el pito, mamacita, o sea que le debes
a este pechito que no te robaran, pero en lugar de agradecerme, te metes en mi
casa, Dios sabe con qué intenciones.
—¡Seguro está
buscando a tu marido!, yo la vi el otro día —grita Carmela que acaba de entrar
permitiendo que se filtre el bullicio de la gente que se ha aglomerado en la
calle.
—¡No!, eso es una
calumnia, yo andaba detrás de un hombre que...
—¡Ah!, o sea que
lo confiesas, andabas detrás de un hombre.
En ese instante, debido a los
gritos, ya los vecinos han hecho venir una patrulla, ingresan dos serenos, uno
de ellos observa a las mujeres y mueve la cabeza, «otra vez ustedes», dice con
fastidio. «pero es que, oficial…», intenta explicar Mirella, este la detiene. «A
la comisaría», indica. Una vez allí, el primer oficial informa a su jefe
respecto al altercado, recordándole que en varias oportunidades esas dos
señoras han alterado el orden público y que merecen una sanción.
—Bien —dice el
comandante—, todas pasarán unas horas en la cárcel hasta que se aclaren los
hechos.
Rocío mira a todos
por encima del hombro y se dispone a salir, un oficial se lo impide.
—Usted no va a
ninguna parte, señora, tiene que acompañarnos.
—Pero, ¿a dónde?
—Al mismo lugar donde
irán sus comadres.
—¿Yo?, ¿con ellas?,
pero, oficial, usted no puede comparar.
—Las tres solo son
unas chismosas, así que se la van a pasar bien, compartiendo sus experiencias
por algunas horas.
Luego de unos minutos se abren los
barrotes de la celda donde las comadres están retenidas, una asustada Rocío
ingresa, ya no va erguida ni con poses, le han hecho colocarse un overol plomo,
igual que a las otras. Horas después, entregan la llave de la celda a la vigilante,
«Saca a esas tías, ya es hora de que se vayan a casa, ojalá hayan aprendido la
lección. ¡Ah!, ten cuidado con una de ellas, no vaya a ser que presente cargos,
es una tía estirada».
Al rato vuelve la celadora; «Ya las
solté», dice, «Están cambiándose de ropa, pero si había una tía estirada, te
aseguro que ya no existe. En la celda solo hay tres chismosas arrepentidas».
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