miércoles, 11 de octubre de 2017

Jugando al detective

Eliana Argote Saavedra


            Cinco de la mañana. Levantarte, abrigarte con un buen chorro de agua caliente y luego, el primer café del día: dulce y amargo. Ya estás bien despierta. Cambiarte, maquillarte, verificar que todo esté en el bolso para no tener que reprocharte por ser tan olvidadiza, salir. Tu elegante figura aparece en la puerta del segundo piso del departamento donde vives, que da directamente a la calle, en plena avenida Principal; observas los alrededores girando la visión con la cabeza erguida, hay cierta indiferencia en tu forma de mirar, mezcla de desdén y elegancia, que despierta envidia en las mujeres, y agrado en los hombres. Sientes que te vigilan, claro que sí, lo sabes bien, son las miradas incisivas de las vecinas que te juzgan tras las cortinas.
  
—Lleva un nuevo vestido, comadre. —Escribe Carmela a toda prisa, con un solo dedo en el Smartphone que registra todas sus tertulias con Mirella, su vecina y compinche en las andadas de «investigadora» que lleva a cabo desde hace ya tantos años.

—¿Cómo es?, ¿cómo es? —pregunta una ansiosa Mirella, acomodando los anteojos que se deslizan hasta la punta de la nariz.

—A ver... —dice rascándose la barbilla— «a la desgraciada», todo le queda bien, mmm, por eso es que los hombres la miran, porque bonita no es, tú lo sabes, pero es que se maneja un cuerpazo. Bueno ya, atenta, atenta, llevamos una semana chequeándola, en cualquier momento sale su amante, vas a ver.
  
            Avanzas hasta el paradero que está en la esquina, no hay nadie aún, «Esta vez les gané a todos», piensas. Comienzan a llegar uno a uno los pasajeros que irán contigo en el bus, los mismos de siempre. De pronto, un ruido familiar anuncia tu espectáculo preferido a esa hora de la mañana: los aspersores se encienden en la berma central y al contraste con el color ámbar del alumbrado público, se crea una bella danza de gotas. Recorres con la mirada los ficus con sus hojas de verdes contrastantes, que parecen brillar tras la estela de agua, «¡Qué hermoso!», te dices, pero entonces, ves algo que capta tu atención: un hombre camina algo encorvado y a prisa por la acera del frente, es de corta edad, bastante delgado y lleva una polera con la capucha puesta, «No seas prejuiciosa», te recriminas cuando percibes que tu frente se contrae; no puedes dejar de verlo, lleva la mano izquierda pegada a la oreja, parece estar hablando por teléfono, la otra, va estirada con una pistola y… «¡¿pistola?!», te preguntas desorbitando los ojos; de inmediato tu mirada vuelve a enfocarse en el extremo de su mano derecha. «¿Una pistola?», ¡no!, claro que no, sin embargo, continúas analizando lo que ves y tu mente insiste en que es un arma.

            Decides ampliar tu foco de atención, al frente, en sentido contrario al sujeto que observas, una muchacha avanza distraída. El tipo que lleva la supuesta pistola está llegando a la esquina, seguro va a cruzarse con ella, te llevas la mano a la boca e imaginas lo peor. Un camión municipal avanza con su monotonía de luces intermitentes y se estaciona delante de ti, estiras la cabeza, la espalda, ¡nada! «¿Es que acaso va a quedarse allí toda la mañana?», te preguntas; con un gesto de contrariedad miras la hora en tu celular, es tarde aunque puedes tomarte diez minutos más e irte en taxi. Mueves la cabeza en señal de aprobación y con paso firme cruzas la avenida adelantando al vehículo. Lastimosamente cuando logras pasar, la luz del día ya se ha instalado, no solo no está la muchacha ni el hombre armado, la arteria está llenándose de gente: estudiantes que avanzan de la mano de sus padres, chicos con sus loncheras, el tráfico normal a esa hora. Te marchas decepcionada. Siempre fuiste curiosa, solo que a los quince, el romanticismo apagaba cualquier brote detectivesco, luego fueron los estudios, aquel fluir incesante de conocimientos, no había tiempo para la imaginación; la realidad existencial, social, política y mundial, «en ese orden», no dejaban espacio para nada, pero de un tiempo a esta parte ves ciertas cosas que antes pasaban desapercibidas, así que decides permitirte dar rienda suelta a tu vocación frustrada de “chismosa de barrio” o “Sherlock Holmes”, dependiendo como quiera verse.

Es el segundo día, te has levantado más temprano. Esta vez no te detienes en el paradero, cruzas, y avanzas por la calle Girasoles que corta la avenida, solo un poco porque el temor que la vida ha sembrado en ti, intenta imponerse. A pesar de la oscuridad puedes apreciar que la pista está asfaltada, aunque solo parcialmente, las construcciones no son parejas, mas hay algunas casas muy bonitas con balcones y colgantes con macetas de flores. Sin darte cuenta, tu observación te ha llevado a avanzar un par de cuadras cuando notas que el cielo está aclarando: revisas el reloj, tienes quince minutos. Tus tacones resuenan al contacto con el asfalto, el ladrido de algunos perros te sobresalta y la vía comienza a llenarse de gente. Decides volver sobre tus pasos, al llegar a la avenida, diriges la mirada hacia el tercer piso del edificio que está en la esquina, sabes que la chismosa de la vecina puede observarte a su antojo, ya sea que estés saliendo de tu casa o caminando por la calle Girasoles porque el ventanal de su departamento tiene vista a ambas arterias. Y allí está ella, la mujer de la que tantas veces te has burlado, seguro está tras la cortina de flores preguntándose qué hace una señora como tú, husmeando por aquí.  No te importa, tal vez ella vio lo mismo que tú, podrías preguntarle, pero es que…, dudas mientras una mueca ladea tu boca, no quisieras involucrarte con ella, seguro tendrías que escuchar la historia de las demás vecinas, que si fulana le saca la vuelta al marido, que si la hija de aquella no vino a dormir, ya lo sabes, las historias de siempre y tú no eres ninguna chismosa. «Por hoy fue suficiente», piensas, y te marchas. Camino a tu centro de labores ves como poco a poco van quedando atrás las curvas del camino y el tímido brillo solar. Pasando el cerro pareces entrar a otra dimensión, una, pintada de gris, lúgubre; mucho asfalto y uno que otro asomo de verde, sin embargo, la llovizna que es como un manto suave que lo envuelve todo y le proporciona al ambiente un toque de película antigua, va bien contigo.

            Estás a mitad de camino y no puedes dejar de pensar, siempre dándole vuelta a las cosas, intentando descifrar ese misterio que tu espíritu perceptivo plantea. ¿Fue cierto lo que viste?, ¿realmente ocurrió?, ¿o solo fue una alucinación? Aclaras la garganta, e intentas reflexionar: «Planteémonos la totalidad de los escenarios», te dices. Primero: fue cierto lo que viste, aunque demasiado rápido para entenderlo, con lo cual, perdiste toda la evidencia, allí ante tus ojos pudo ocurrir un asalto, quién sabe si hasta un asesinato, y casi fuiste testigo de los hechos; de ser así tendría que haber quedado alguna prueba, un cuerpo, rastros de sangre, tal vez hasta el arma homicida. Segundo: Ocurrió a escasos metros de tu casa, ese lugar es uno de las más tranquilos que conoces, por eso te mudaste allí, esa gente sin duda no era de la zona. Tercero: estás consciente de que la urbanización que comienza en la calle Girasoles, no está controlada por el municipio por no ser reconocida, por ende, no cuenta con el servicio de serenazgo. Entonces, podría ser factible que por allí concurra gente de malvivir. Cuarto: desde que te mudaste, hace quince años, jamás te has animado a dar siquiera una vuelta por los alrededores, no sabes qué puede estar sucediendo allí. El resto del día repasas tus hipótesis y casi al final de la tarde has tomado una decisión: aunque te mueras de miedo, irás a dar una vuelta.

            Decides ir con ropa deportiva, así no llamarás la atención, —bien por ti—, te mezclarás por un instante con «la masa», como catalogas al resto de la gente, te sentirás flotar entre aquellos que no tienen los privilegios a los que estás acostumbrada. Buscas en el fondo de tu clóset pues no sueles vestir de esa forma, aquello de los gimnasios y cuidados que «matan de hambre», ya pasó de moda para ti, aceptas tu figura tal cual es, por suerte fuiste favorecida en cuanto a tu metabolismo y a pesar de que ya estás «entrada en años», aún te agrada lo que ves en el espejo. Casi topas el fondo del cajón de pijamas y no lo encuentras, te estás impacientando, te ocurre a menudo, recuerdas clarísimo que compraste un buzo, «¿Dónde carajos lo metí?», te preguntas tirando la ropa al suelo, y entonces, cuando estás a punto de darte por vencida, un sonido plastificado te alerta, «lotería». Lo contemplas, es un hermoso buzo que no pensaste usar jamás, «Qué previsora soy», te dices con un gesto de orgullo dibujado en el rostro perfectamente maquillado «estilo casual», y te lo colocas. El buzo es plomo y rosa, una combinación discreta, las zapatillas jamás estrenadas, asoman por detrás de las botas; tiempo más tarde ya estás vestida. Te observas frente al espejo, te yergues, te pones de lado, un asomo de rollo hace que te pongas aún más derecha, eso es todo, te ves muy bien, estás lista.

            Minutos después, una mujer con actitud extraña avanza por la desolada calle Los Girasoles. Doña Carmela, la vecina, espía por la ventana, «ayer asaltaron la casa de los Gonzales», escribe en el WhatsApp a doña Mirella que le contesta, estratégicamente escondida tras el espeso cortinaje de su ventana, en la otra esquina. Se ven, están frente a frente, solo la pista las separa, pero es divertido enviarse mensajes. Desde que sus nietos les colocaron la aplicación, se han sentido más detectives que nunca.

—Allí está la tía estirada —dice Carmela—. ¿Has visto las zapatillas que se maneja? Cambio.

—Claro, si hasta me daña los ojos de lo blancas que están. Oye, comadre, no tienes que decir cambio, estamos en WhatsApp no en radio.

Ok, y hasta se ha hecho una cola. Cambio.

—Ya pues, comadre, te dije que no se dice cambio.

—Mira, yo digo lo que se me pegue la gana, ¿está bien? Cambio.

De pronto, una sombra es advertida por el rabillo del ojo de Carmela.

—Comadre, creo que la Sherlock Holmes está en la mira de esos «pirañas», ya la vieron, cuando vuelva por aquí, la asaltan.

Efectivamente, de una calle salen dos muchachos, pasan muy cerca de la mujer, mirándola de pies a cabeza, la rodean, pero se alejan. Al día siguiente, Rocío aún tiembla cuando recuerda el intento de asalto, ha decidido dejar de averiguar, «esto no es para mí».

            Tercer día. Regresando del trabajo Rocío se detiene en la panadería; el tendero le informa que se ha terminado el producto, que tal vez en la tienda de Los Girasoles todavía encuentre pan. Duda, tiene miedo, mas decide sobreponerse, aún hay gente por allí. Avanza observando a todos lados, es peligroso ir vestida como está, pero ve a las comadres conversando mientras enrollan la manguera, luego de haber regado el jardín. Saluda, a las mujeres parece agradarles el gesto. Cuando regresa, luego de comprar el pan, ya no hay nadie, falta poco para llegar a la avenida, de pronto, una sombra la sobresalta, con mucho temor voltea, es una puerta con una escalera angosta apenas iluminada por un foco colgado del techo, allí están, se dice, se han escondido, van a atacarme cuando pase. Mirella ve desde su ventana el andar tembloroso de la mujer. De la calle colindante salen los dos muchachos que la asustaron el día anterior, esta vez caminan directo hacia ella, Rocío escucha los pasos, apura su caminar, los sujetos están demasiado cerca, casi la tocan, incluso se separan para flanquearla, la mujer voltea, su rostro se contrae, de pronto, un pito suena muy cerca, tres silbatos largos, otros silbatos parecen responder a este y los muchachos huyen perdiéndose entre las casas.

—¿Viste, comadre? —dice Mirella—, salvé a la Sherlock Holmes.

—Sí, mi querida Watson, tenemos que averiguar qué se trae entre manos, ja, ja; una estirada como ella no vendría hasta acá si no tuviera un motivo, especialmente vestida así.
  
            Cuarto día. Rocío no solo debió quedarse un poco más de tiempo en el trabajo, sino que se siente estresada, estos tres días han sido muy intensos, se ha prometido que sus andadas no continuarán, sin embargo, el taxi en el que regresa decide meterse por la bendita calle Los Girasoles y el auto se malogra. «Señora, mil disculpas, si quiere le devuelvo la plata», ella se niega visiblemente contrariada. Está casi en la avenida, camina observando a todos lados, corre bastante viento así que da una vuelta más a su bufanda. La ropa tendida en los balcones se mueve, las banderas del mes patrio; siente que se congela cuando una sombra parece rozarla. Se pega contra una puerta, ya se ha salvado antes, no tendrá tanta suerte esta vez. Carmela la vigila desde su ventana, la puerta donde está apoyada Rocío se abre. Es de madera ancha y gastada que emite un chirrido. Siente con claridad como la puerta va cediendo ante su peso, ingresa, la poca luz de afuera ilumina apenas el interior. Se queda pegada a la pared hasta que no escucha ningún ruido. Avanza hasta la puerta nuevamente con la intención de salir cuando esta se abre de golpe y casi la estampa contra la pared. Dos hombres entran, llevan algo cargado sobre los hombros, es un bulto grande y largo, y se ve bastante pesado, los sujetos no encienden la luz, solo apuran el paso.

—Falta uno, tenemos que matar dos más para cumplir con la cuota —dice uno de ellos.

—Pero le dijimos al jefe que ya matamos cuatro, acuérdate que uno logró escapar.

—Y si supiera nos mata —responde el primero.

Rocío se tapa la boca, no puede creer lo que escucha, sus ojos desorbitados están clavados en el bulto; de pronto uno de ellos tropieza y casi tira al suelo el paquete, algo queda colgado.

—Un braaazo —dice Rocío aterrorizada.

Los hombres voltean y aunque no distinguen bien de quién se trata, se miran y terminan por tirar al piso el bulto. La mujer sale corriendo de allí. «¿Me habrán seguido?» Se pregunta mientras seca las gotas de sudor que caen presurosas de la frente. 

            Este nuevo acontecimiento te deja espantada y te prometes otra vez que no volverás a las andadas, así que enrumbas a casa, pero una vez allí, luego de haberte aturdido con la limpieza de la cocina y el acomodo de alguna ropa que quedó desordenada, vas a la cama con un libro que finges leer, pero no puedes dejar de preguntarte sobre lo que acabas de presenciar. Necesitas saber, no cesarás hasta que descubras qué había en ese bulto. Y así, sin darte cuenta, otra vez estás inmersa en el juego detectivesco que comenzaste. Al día siguiente llamarás al trabajo diciendo que estás enferma, podrás empezar una nueva búsqueda. Ya el tema del arma que viste inicialmente ha quedado atrás, casi no lo recuerdas, este es un asunto más truculento, dos hombres cargando un muerto. Sí, ellos lo dijeron, aún faltaba matar dos, intentas recordar con más detalle para armar una teoría convincente. Está resuelto, piensas, mañana por la mañana irás hasta aquella dirección, debes saber qué sucede allí. 

            La mañana siguiente, el puesto de don José permanece cerrado luego de la borrachera del día anterior, su proveedor sabe que ese día el negocio no atenderá porque estuvo hasta tarde con el tendero, la mercadería puede malograrse, está cansado. En otra oportunidad se hubiese dedicado a limpiar antes de ir a dormir, pero ha bebido demasiado, así que guarda todo en la congeladora, en el piso han quedado huellas de sangre. Se va a casa y desconecta el despertador. Esa mañana dormirá como un bebé.
  
            Cuando Rocío llega hasta la dirección donde vio a los hombres cargando el bulto, en una de las esquinas de Girasoles con la avenida Principal, observa con cuidado, es una casa, o lo que aparenta serlo. Pasa una, dos y hasta tres veces. Doña Carmela, que ya está en la ventana, puntual como siempre la vigila y se apresura en alertar a su comadre.

—No sabes, comadre, la Sherlock Holmes, ha vuelto al ataque.

—¿Ah, sí? —responde Mirella mientras termina de abotonar el vestido— y ahora, ¿qué hace?

—Ay, si te contara. Es que tienes que verlo con tus propios ojos —dice riendo pues ha visto a Rocío entrar en casa de Mirella.

Doña Mirella aguza la visión, busca por toda la calle.

—Pero no la veo comadre. 

            Mientras tanto, Rocío se ha detenido frente a la puerta de madera, resuelta a entrar, apenas toca, esta se abre. Ingresa, está algo oscuro, una débil luz se filtra por un hueco de la cortina, el suelo está manchado de sangre. Se tapa la boca horrorizada. «Entonces era cierto», se dice retrocediendo hasta apoyarse en la puerta que vuelve a cerrarse, «ese pobre hombre a quien colgaba un brazo, dos más dijeron, y la muchacha, seguro que ella también está aquí». Activa la linterna de su celular y avanza hasta la congeladora recordando las imágenes de tantas películas de terror que ha visto, se ve a sí misma abriendo la tapa y encontrando trozos humanos. Retrocede unos pasos y su espalda choca con algo sólido. El terror se apodera de ella, sabe que debe voltear, no quiere hacerlo, siente, o cree sentir el aliento tibio de una persona en la nuca; en ese instante se enciende una luz que proyecta una sombra en la pared, trae algo en la mano, «Es una pala», piensa horrorizada, creyendo que su destino será ir a hacerle compañía a los demás muertos, en ese instante se enciende la luz de la habitación obligándole a cerrar los ojos. Voltea, a medida que lo hace la sombra también se mueve y al girar por completo tras de sí, descubre a Mirella, con los brazos en jarras.

—¿Qué estás haciendo en mi casa? —le pregunta la mujer empinándose para alcanzarla.

Rocío la observa completamente confundida.

—¿Tu casa? No puede ser, es que yo…

—¡Fuera de mi casa!, si no quieres que llame a la policía.

—Pero, es que, déjame explicarte por favor, anoche, anoche yo iba…

—¡Claro!, ya me imagino lo que vas a decir, que anoche andabas de chismosa por el barrio, tratando de enterarte qué hace la gente.

—No, por favor cómo crees, yo soy una señora decente, es que el otro día casi me asaltan…

—Eso lo sé muy bien —interrumpe Mirella—, fue gracias a mí que no te asaltaron.

—No, no, no fueron ustedes, fue el serenazgo que hizo sonar su sirena.

—¿Serenazgo?, ¡ja!, a mí con serenazgo, fui yo la que tocó el pito, mamacita, o sea que le debes a este pechito que no te robaran, pero en lugar de agradecerme, te metes en mi casa, Dios sabe con qué intenciones.

—¡Seguro está buscando a tu marido!, yo la vi el otro día —grita Carmela que acaba de entrar permitiendo que se filtre el bullicio de la gente que se ha aglomerado en la calle.

—¡No!, eso es una calumnia, yo andaba detrás de un hombre que...

—¡Ah!, o sea que lo confiesas, andabas detrás de un hombre.

            En ese instante, debido a los gritos, ya los vecinos han hecho venir una patrulla, ingresan dos serenos, uno de ellos observa a las mujeres y mueve la cabeza, «otra vez ustedes», dice con fastidio. «pero es que, oficial…», intenta explicar Mirella, este la detiene. «A la comisaría», indica. Una vez allí, el primer oficial informa a su jefe respecto al altercado, recordándole que en varias oportunidades esas dos señoras han alterado el orden público y que merecen una sanción.

—Bien —dice el comandante—, todas pasarán unas horas en la cárcel hasta que se aclaren los hechos.

Rocío mira a todos por encima del hombro y se dispone a salir, un oficial se lo impide.

—Usted no va a ninguna parte, señora, tiene que acompañarnos.

—Pero, ¿a dónde?

—Al mismo lugar donde irán sus comadres.

—¿Yo?, ¿con ellas?, pero, oficial, usted no puede comparar.

—Las tres solo son unas chismosas, así que se la van a pasar bien, compartiendo sus experiencias por algunas horas.

            Luego de unos minutos se abren los barrotes de la celda donde las comadres están retenidas, una asustada Rocío ingresa, ya no va erguida ni con poses, le han hecho colocarse un overol plomo, igual que a las otras. Horas después, entregan la llave de la celda a la vigilante, «Saca a esas tías, ya es hora de que se vayan a casa, ojalá hayan aprendido la lección. ¡Ah!, ten cuidado con una de ellas, no vaya a ser que presente cargos, es una tía estirada».


            Al rato vuelve la celadora; «Ya las solté», dice, «Están cambiándose de ropa, pero si había una tía estirada, te aseguro que ya no existe. En la celda solo hay tres chismosas arrepentidas».

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