Rosario Allpas
Dieron
las siete de la noche y el turno de la tarde había terminado. El reemplazo de
Carmen estaba listo para hacerse cargo de la instrumentación de la cirugía
abdominal que estaba en curso. Antes de abandonar la sala de operaciones Carmen
se sacó los guantes y los tiró al balde e hizo una señal de adiós con la mano y
salió. Luego se despojó del mandilón, el gorro y la mascarilla dejándolos caer
en el cesto de ropa usada. Fue por sus llaves y finalmente se quitó las botas
de tela verdes, empujó la puerta de vaivén de la unidad y se dirigió al vestidor
de enfermeros ubicado entre el centro quirúrgico y el servicio de emergencia. Caminó
por el pasadizo hasta llegar a la puerta del vestidor; más allá el servicio de
emergencia bullía de gente, las camillas estaban en fila, pacientes y
familiares se confundían con el personal de salud. Antes de abrir la puerta, un
atento empleado de limpieza la saludó, quien venía de limpiar el servicio de
emergencia dejando a su paso un suave aroma a pino. Carmen respondió el saludo
sonriendo, luego giró el picaporte y entró.
—¡Hola,
Carmencita! —dijo Gladys al verla aparecer—. Vaya, qué turno, ¿eh?
—¡Hola!
Estoy supercansada. —Se dejó caer pesadamente en el sofá y continuó diciendo—: Necesito
un momento de relax antes de irme a casa.
Carmen
había pasado por casi todas las unidades hospitalarias durante el proceso
administrativo de rotación de turnos y de servicios, el que dura más o menos
entre uno a dos años, para luego instalarse en sala de operaciones desde hacía
cinco años dada su destreza en la instrumentación quirúrgica y pericia en el
uso de aparatos modernos que existen en gran número en la unidad. Trigueña
clara, de ojos grandes y rasgados, nariz y boca pequeñas. Menuda y delgada que
daba la sensación de ser frágil; parecía una muñeca japonesa de porcelana,
siempre sonriente y segura de sí misma, sincera y noble, puntual y recta en el
cumplimiento de sus obligaciones.
—Sí,
yo también —contestó Gladys—. He tenido mucho trabajo en emergencia y desde
luego que necesito un pequeño descanso. ¿Sabes? Todo este barullo me hizo
recordar al caso Violeta.
—Ni
me lo recuerdes. Me da vergüenza traerlo a mi memoria.
—¿Por
qué? No seas tan dura contigo misma. A cualquiera de nosotras nos hubiese
pasado. Tú eres una muy buena enfermera.
—Sí,
pero…, debí haberme dado cuenta.
—Todos
saben que no fue culpa tuya. Tómalo como una experiencia más y nada… —Sonrió
Gladys.
Carmen
levantó los brazos y puso sus manos debajo de la cabeza y también sonrió,
recordando…
Era
la década de los noventa y el Hospital Santa Rosa, eminentemente materno
infantil, había ampliado su cobertura atendiendo a mujeres en los servicios de medicina
y cirugía; los varones, sin embargo, solo recibían cuidados de urgencia; si
estos requerían internamiento, tenían que ser derivados a otros
hospitales.
Una
tibia mañana de verano, hizo su aparición en el servicio de emergencia una
mujer que acusaba dolor abdominal. Trigueña, delgada, tenía el cabello largo y
lucía un aspecto pálido y ojeroso. Vestía falda negra, blusa estampada y
zapatos de tacón bajo. La acompañaba su pareja, un hombre también delgado y
trigueño, de edad indeterminada, pues vestía de modo moderno y juvenil, pero se
perfilaban pequeñas y finas arrugas en su cara llena de
preocupación.
—¿Su
nombre? —preguntó el médico a la paciente.
—Violeta
Sánchez —respondió.
El
galeno, tras hacer un reconocimiento, ordenó análisis de sangre y luego de ver
los resultados, anotó: «Apendicitis aguda. Tratamiento: Apendicectomía».
Informado
el personal de emergencia, empezó a preparar a la paciente para la intervención
quirúrgica. En ese momento, confluyeron otros eventos que urgían una rápida
atención, otros pacientes habían venido congestionando la emergencia de manera
tal que hizo que el personal, escaso desde siempre, como cualquier hospital del
estado, no pudiese darse abasto; por ello, cuando Violeta se ofreció a
realizarse el imprescindible rasurado de la zona abdominal y genital, dejaron
que ella se hiciese el procedimiento dándole las instrucciones respectivas para
el mismo, mientras que su pareja se encargaba de comprar las medicinas
necesarias. Una vez satisfechos los requerimientos, le proporcionaron bata,
gorro, botas y quedó expedita para la cirugía.
La
llevaron al centro quirúrgico. Allí, cumpliendo las reglas, revisaron las medicinas,
historia clínica, orden de operación. Inspeccionaron a la paciente y le
permitieron el ingreso sin mayores contratiempos. En la mesa de operaciones, el
anestesiólogo aplicó la epidural. Al recostar a la paciente para la cirugía descubrió
que Violeta no era mujer.
—Pe…
pero… ¿Qué pasó? —preguntó el anestesiólogo más que sorprendido—. ¿Quién es
usted?
—Darío
Sánchez —contestó el paciente con un hilo de voz.
Se
armó la barahúnda en plena sala de operaciones con el paciente anestesiado y
los cirujanos habilitados para realizar la intervención.
—¿Cómo
pudo suceder esto? —preguntó el anestesiólogo consternado ante el desconcierto
de todos.
—¿Por
qué el paciente se hizo pasar por mujer? —Quiso saber el asistente.
—¿Dónde
va a ir luego de la operación, si no tenemos sala de internamiento de varones?
—murmuraron atónitas las enfermeras.
—¿Quién
revisó al paciente? —preguntó enérgico el cirujano.
—Yo
—respondió Carmen— pensé que llevaba una toalla sanitaria. ¿Cómo iba a
figurarme que era un esparadrapo ancho con una gasa que escondía el pene
llevándolo hacia atrás?
Una
sonrisa se dibujó en la cara de todos, la que duró pocos segundos, dentro del
caos alcanzado hasta ese momento.
—¿Cómo
afrontaremos esto? —preguntó el anestesiólogo volviendo serio el asunto.
—Con
el paciente anestesiado, no hay posibilidad de una transferencia y siendo la
operación urgente no nos queda más remedio que intervenirlo —dijo el cirujano,
dando solución inmediata al problema—, después pensaremos qué hacer; mientras
tanto, hablen con su pareja e infórmenle que el hospital no tiene sala de
internamiento para varones; por lo tanto, este será transferido a otro nosocomio—.
Resopló molesto.
Afuera,
la pareja de Darío esperaba caminando de un lado a otro tratando de hacer
pasar los minutos en cada paso que daba. Se le informó de la situación que
corría su novio en sala de operaciones, pero él tergiversando el mensaje, creyó
que expulsarían a Darío por haber mentido. De inmediato fue a un teléfono
público y realizó llamadas para denunciar la medida por considerarla injusta. Vino
la prensa a cubrir la noticia.
Al
día siguiente se desató una tormenta de titulares: «Hombre
fue operado como mujer en el Hospital Santa Rosa». «Quieren
expulsar del Hospital Santa Rosa a paciente por mentiroso». «Entró a sala de
operaciones del Hospital Santa Rosa como Violeta y salió como Darío».
El
director, furioso, iba y venía por el pasillo de emergencia, donde finalmente
terminó el operado. Corrieron memorandos a la velocidad de la luz, tanto a los
implicados del servicio de emergencia como a los de sala de
operaciones. Los primeros días, el hospital fue el hazmerreír de toda la
población debido a la prensa que hacía de la noticia un melodrama de nunca
acabar. El director y el personal del hospital eran señalados y las risas
burlonas en los pasillos constituían el pan de cada día. El servicio de
emergencia, como nunca, estuvo bastante concurrido por los hombres de prensa.
El vigilante de la sala de urgencias estaba confundido, no sabía si dejar pasar
a los encargados de la información o exigirles el permiso firmado por el
director porque si no los dejaba ingresar se armaba el bochinche y era peor.
Sin
embargo, todo cambió cuando Darío y su pareja fueron entrevistados en el ambiente
donde fueron ubicados.
—¿Cómo
está usted? —preguntó el periodista—. ¿Está siendo bien atendido en el
hospital?
—Bien,
muy bien. La atención en general es muy buena —respondió Darío con una sonrisa
para las cámaras de video y los flashes.
La
prensa dio cuenta de la noticia con las fotos felices de paciente y pareja, los
periodistas cambiaron el tenor de sus reportajes; el hospital se empinó y
estuvo en la cresta de la ola de su popularidad. La satisfactoria atención al
paciente fue la bandera que empezó a enarbolar el director y supo aprovechar
esta oportunidad para dar un anuncio a la comunidad masculina:
Todos
aplaudieron este avance. Los titulares volvieron a lucir loas al director y al
hospital.
Darío
Sánchez no se infectó, salió de alta en buenas condiciones una semana después
de la intervención quirúrgica.
—El
final es lo que cuenta —dijo Gladys, dándole palmadas suaves en la espalda a su
colega—. El hospital salió favorecido. El director saboreó el poder de la
prensa y cómo esta influenció para hacer que una situación peliaguda cambiara
para bien.
—Cierto
—respondió Carmen.
—Nuestro
hospital fue recordado por la buena atención que brindó al paciente.
—Sí,
después de todo, eso es lo que pasó. —Y dejando el cómodo sofá le contestó—: Bien,
basta de descansos debo irme a casa.
—Yo
también. ¡Vamos!
Dejaron
sus uniformes turquesa en los respectivos clósets, vistieron trajes de calle y
salieron a respirar el aire tibio de la noche veraniega de Lima.
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