miércoles, 18 de octubre de 2017

El caso Violeta

Rosario Allpas


Dieron las siete de la noche y el turno de la tarde había terminado. El reemplazo de Carmen estaba listo para hacerse cargo de la instrumentación de la cirugía abdominal que estaba en curso. Antes de abandonar la sala de operaciones Carmen se sacó los guantes y los tiró al balde e hizo una señal de adiós con la mano y salió. Luego se despojó del mandilón, el gorro y la mascarilla dejándolos caer en el cesto de ropa usada. Fue por sus llaves y finalmente se quitó las botas de tela verdes, empujó la puerta de vaivén de la unidad y se dirigió al vestidor de enfermeros ubicado entre el centro quirúrgico y el servicio de emergencia. Caminó por el pasadizo hasta llegar a la puerta del vestidor; más allá el servicio de emergencia bullía de gente, las camillas estaban en fila, pacientes y familiares se confundían con el personal de salud. Antes de abrir la puerta, un atento empleado de limpieza la saludó, quien venía de limpiar el servicio de emergencia dejando a su paso un suave aroma a pino. Carmen respondió el saludo sonriendo, luego giró el picaporte y entró.

—¡Hola, Carmencita! —dijo Gladys al verla aparecer—. Vaya, qué turno, ¿eh?

—¡Hola! Estoy supercansada. —Se dejó caer pesadamente en el sofá y continuó diciendo—: Necesito un momento de relax antes de irme a casa.

Carmen había pasado por casi todas las unidades hospitalarias durante el proceso administrativo de rotación de turnos y de servicios, el que dura más o menos entre uno a dos años, para luego instalarse en sala de operaciones desde hacía cinco años dada su destreza en la instrumentación quirúrgica y pericia en el uso de aparatos modernos que existen en gran número en la unidad. Trigueña clara, de ojos grandes y rasgados, nariz y boca pequeñas. Menuda y delgada que daba la sensación de ser frágil; parecía una muñeca japonesa de porcelana, siempre sonriente y segura de sí misma, sincera y noble, puntual y recta en el cumplimiento de sus obligaciones.

—Sí, yo también —contestó Gladys—. He tenido mucho trabajo en emergencia y desde luego que necesito un pequeño descanso. ¿Sabes? Todo este barullo me hizo recordar al caso Violeta.

—Ni me lo recuerdes. Me da vergüenza traerlo a mi memoria.

—¿Por qué? No seas tan dura contigo misma. A cualquiera de nosotras nos hubiese pasado. Tú eres una muy buena enfermera.

—Sí, pero…, debí haberme dado cuenta.

—Todos saben que no fue culpa tuya. Tómalo como una experiencia más y nada… —Sonrió Gladys.

Carmen levantó los brazos y puso sus manos debajo de la cabeza y también sonrió, recordando…

Era la década de los noventa y el Hospital Santa Rosa, eminentemente materno infantil, había ampliado su cobertura atendiendo a mujeres en los servicios de medicina y cirugía; los varones, sin embargo, solo recibían cuidados de urgencia; si estos requerían internamiento, tenían que ser derivados a otros hospitales. 

Una tibia mañana de verano, hizo su aparición en el servicio de emergencia una mujer que acusaba dolor abdominal. Trigueña, delgada, tenía el cabello largo y lucía un aspecto pálido y ojeroso. Vestía falda negra, blusa estampada y zapatos de tacón bajo. La acompañaba su pareja, un hombre también delgado y trigueño, de edad indeterminada, pues vestía de modo moderno y juvenil, pero se perfilaban pequeñas y finas arrugas en su cara llena de preocupación.  

—¿Su nombre? —preguntó el médico a la paciente.

—Violeta Sánchez —respondió. 

El galeno, tras hacer un reconocimiento, ordenó análisis de sangre y luego de ver los resultados, anotó: «Apendicitis aguda. Tratamiento: Apendicectomía».

Informado el personal de emergencia, empezó a preparar a la paciente para la intervención quirúrgica. En ese momento, confluyeron otros eventos que urgían una rápida atención, otros pacientes habían venido congestionando la emergencia de manera tal que hizo que el personal, escaso desde siempre, como cualquier hospital del estado, no pudiese darse abasto; por ello, cuando Violeta se ofreció a realizarse el imprescindible rasurado de la zona abdominal y genital, dejaron que ella se hiciese el procedimiento dándole las instrucciones respectivas para el mismo, mientras que su pareja se encargaba de comprar las medicinas necesarias. Una vez satisfechos los requerimientos, le proporcionaron bata, gorro, botas y quedó expedita para la cirugía.

La llevaron al centro quirúrgico. Allí, cumpliendo las reglas, revisaron las medicinas, historia clínica, orden de operación. Inspeccionaron a la paciente y le permitieron el ingreso sin mayores contratiempos. En la mesa de operaciones, el anestesiólogo aplicó la epidural. Al recostar a la paciente para la cirugía descubrió que Violeta no era mujer.

—Pe… pero… ¿Qué pasó? —preguntó el anestesiólogo más que sorprendido—. ¿Quién es usted?

—Darío Sánchez —contestó el paciente con un hilo de voz.

Se armó la barahúnda en plena sala de operaciones con el paciente anestesiado y los cirujanos habilitados para realizar la intervención. 

—¿Cómo pudo suceder esto? —preguntó el anestesiólogo consternado ante el desconcierto de todos.

—¿Por qué el paciente se hizo pasar por mujer? —Quiso saber el asistente.

—¿Dónde va a ir luego de la operación, si no tenemos sala de internamiento de varones? —murmuraron atónitas las enfermeras.

—¿Quién revisó al paciente? —preguntó enérgico el cirujano.

—Yo —respondió Carmen— pensé que llevaba una toalla sanitaria. ¿Cómo iba a figurarme que era un esparadrapo ancho con una gasa que escondía el pene llevándolo hacia atrás?

Una sonrisa se dibujó en la cara de todos, la que duró pocos segundos, dentro del caos alcanzado hasta ese momento.

—¿Cómo afrontaremos esto? —preguntó el anestesiólogo volviendo serio el asunto.

—Con el paciente anestesiado, no hay posibilidad de una transferencia y siendo la operación urgente no nos queda más remedio que intervenirlo —dijo el cirujano, dando solución inmediata al problema—, después pensaremos qué hacer; mientras tanto, hablen con su pareja e infórmenle que el hospital no tiene sala de internamiento para varones; por lo tanto, este será transferido a otro nosocomio—. Resopló molesto. 

Afuera, la pareja de Darío esperaba caminando de un lado a otro tratando de hacer pasar los minutos en cada paso que daba. Se le informó de la situación que corría su novio en sala de operaciones, pero él tergiversando el mensaje, creyó que expulsarían a Darío por haber mentido. De inmediato fue a un teléfono público y realizó llamadas para denunciar la medida por considerarla injusta. Vino la prensa a cubrir la noticia.

Al día siguiente se desató una tormenta de titulares: «Hombre fue operado como mujer en el Hospital Santa Rosa». «Quieren expulsar del Hospital Santa Rosa a paciente por mentiroso». «Entró a sala de operaciones del Hospital Santa Rosa como Violeta y salió como Darío».  

El director, furioso, iba y venía por el pasillo de emergencia, donde finalmente terminó el operado. Corrieron memorandos a la velocidad de la luz, tanto a los implicados del servicio de emergencia como a los de sala de operaciones. Los primeros días, el hospital fue el hazmerreír de toda la población debido a la prensa que hacía de la noticia un melodrama de nunca acabar. El director y el personal del hospital eran señalados y las risas burlonas en los pasillos constituían el pan de cada día. El servicio de emergencia, como nunca, estuvo bastante concurrido por los hombres de prensa. El vigilante de la sala de urgencias estaba confundido, no sabía si dejar pasar a los encargados de la información o exigirles el permiso firmado por el director porque si no los dejaba ingresar se armaba el bochinche y era peor.

Sin embargo, todo cambió cuando Darío y su pareja fueron entrevistados en el ambiente donde fueron ubicados.  

—¿Cómo está usted? —preguntó el periodista—. ¿Está siendo bien atendido en el hospital?  

—Bien, muy bien. La atención en general es muy buena —respondió Darío con una sonrisa para las cámaras de video y los flashes. 

La prensa dio cuenta de la noticia con las fotos felices de paciente y pareja, los periodistas cambiaron el tenor de sus reportajes; el hospital se empinó y estuvo en la cresta de la ola de su popularidad. La satisfactoria atención al paciente fue la bandera que empezó a enarbolar el director y supo aprovechar esta oportunidad para dar un anuncio a la comunidad masculina:

«Pronto habrá beneficios de hospitalización para varones en los servicios de medicina y cirugía».

Todos aplaudieron este avance. Los titulares volvieron a lucir loas al director y al hospital.

Darío Sánchez no se infectó, salió de alta en buenas condiciones una semana después de la intervención quirúrgica.

—El final es lo que cuenta —dijo Gladys, dándole palmadas suaves en la espalda a su colega—. El hospital salió favorecido. El director saboreó el poder de la prensa y cómo esta influenció para hacer que una situación peliaguda cambiara para bien.

—Cierto —respondió Carmen.

—Nuestro hospital fue recordado por la buena atención que brindó al paciente.

—Sí, después de todo, eso es lo que pasó. —Y dejando el cómodo sofá le contestó—: Bien, basta de descansos debo irme a casa.

—Yo también. ¡Vamos!

Dejaron sus uniformes turquesa en los respectivos clósets, vistieron trajes de calle y salieron a respirar el aire tibio de la noche veraniega de Lima.

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