viernes, 13 de octubre de 2017

El accidente

Adrián González


«¡Puje con más fuerza!», indica el oficial de policía. «¡Aaaaaaay!», es, sin embargo, todo lo que sale de la boca de Silvia. «¡Necesita pujar, no gritar!», insiste. «Voy a contar hasta tres y respire conmigo lo más profundo que pueda. ¡Una, dos…, respire hondo! Eso es, ahora sostenga el aire y puje, no suelte el aire hasta la cuenta de diez. ¡Uno, dos, tres…!». «¡Aghggggggh!», gruñe ella, más que pujar. «…nueve, diez. ¡Una vez más, con fuerza! Ahí viene…».

Silvia continúa —entre gritos y pujidos—, esforzándose por dar a luz en el asiento trasero de la patrulla. «¡Aaaaaaay!», se escucha nuevamente. «Ya asomó la cabeza. Tiene mucho cabello», comenta él volteando a verla a los ojos. Ella quisiera sonreír, pero el dolor es insoportable. «¡Aghggggggh!», vuelve a pujar. «Así…, un poco más, bien, sí, otra vez», continúan las instrucciones. —Por fin, el bebé asoma la cabeza completa—. «¡Ya no puedo más!», grita ella. «¡Claro que puede! ¡Tranquilícese!», le habla con firmeza el oficial.

Mientras tanto, el segundo oficial, al volante, continúa insistiendo en la radio por el apoyo de una ambulancia. Está a punto de anochecer y a la desesperante situación —en plena vía rápida y bajo una lluvia intensa— se agregan las bocinas de los autos que no dejan de sonar insistentemente en señal de protesta por el tráfico que ha causado la patrulla detenida.

«¡Póngame atención, señora! Intentaré girar al niño para sacar su primer hombro. Cuando yo le diga, vuelva a pujar con todas sus fuerzas, ya falta poco. ¿Me escuchó?». Silvia, con expresión de dolor, los ojos cerrados y lágrimas escurriendo por sus mejillas, asiente con la cabeza y procede a tomar una gran bocanada de aire para empezar a pujar, cuando repentinamente el oficial la detiene. «¡Espere…! El niño trae el cordón umbilical enredado en el cuello», advierte. «¿Qué pasó con la maldita ambulancia? ¿Ya viene, o no?», pregunta a gritos, exasperado, a su compañero. «Me confirman que salió para acá, no debe de tardar en llegar», responde el oficial al radio. «Mire, señor —indica el oficial que atiende a Silvia, volteando la cara para dirigirse a Renato que, enmudecido y con la cara blanca, permanece parado tras él, fuera del vehículo, empapado por la lluvia y sin saber qué hacer—, el hospital más cercano es la Cruz Roja, donde pedimos la ambulancia, intentaremos llegar, no puedo seguir atendiendo a la señora en estas condiciones. Siéntese con cuidado aquí junto a su mujer y sostenga de esta manera la cara de su hijo, dándole oportunidad de arrojar las flemas y esperando en Dios que en cualquier momento respire. Usted, señora —se dirige ahora a Silvia, mientras coloca su chamarra doblada bajo su pelvis—, mantenga las caderas lo más alto que pueda, haremos todo lo posible, no tenemos mucho tiempo».

Parándose en medio de la avenida para detener la circulación, el oficial da el paso a la patrulla, que inmediatamente enciende la torreta y arranca con prisa rumbo al hospital.  —Silvia llora con desconsuelo—. «Trate de respirar rítmicamente, sin pujar, señora, y recuerde, los milagros existen», señala el oficial al mando, dándose ánimo a sí mismo. «¿Es su primer hijo?», pregunta el que va al volante. —Los limpiaparabrisas giran a toda velocidad y los destellos de las luces de los autos encandilan impidiendo ver con claridad—. «Sí —responde Renato, completamente turbado—. Es nuestro primer hijo».

Dos cuadras más adelante, ven venir de frente la ambulancia.

—No tienes idea de cuánto lloré y le rogué a mi madre para que no me abandonara —cuenta Silvia, acurrucada en su vieja cama a media noche, con lágrimas en los ojos y voz entrecortada—; aún me dan piquetes en el corazón cada que me acuerdo; angustias, creo que le llaman, ¿no?

—No sé, pero no te acuerdes de eso ahora; te lastimas tú y puede hacerle daño al bebé —le dice Renato, tratando de tranquilizarla, mientras acostado junto a ella, acaricia su cabeza, dándose cuenta que está temblando—. ¿Tienes frío? Cobijaré tus pies.

—Tengo miedo —le susurra, mirándolo a los ojos—. Me preocupa ser mamá así como vivimos amontonados en este cuarto tan húmedo, el salitre brota de las paredes y hay goteras. Ya falta menos tiempo para que nazca nuestro bebé y no quiero que se vaya a enfermar.

Mientras tanto, del otro lado del cuarto, don Abel y Lucho se hacen los dormidos, cada uno en su catre. La pequeña habitación —en la azotea de ese viejo edificio en un antiguo barrio del centro de la ciudad— se encuentra casi totalmente a oscuras, solo un ligero resplandor se filtra a través de los periódicos que cubren su única ventana. Afuera hay luna llena.

—Yo también tengo miedo, pero a la vez… ¿sabes?, nunca pensé saber lo que era la felicidad, y ahora creo que lo sé —señala en voz baja él.

—Tú también cobíjate y arrímate para acá —musita con ternura, ella—, hace mucho frío. Nada más no me vayas a apachurrar la panza —le advierte con una ligera sonrisa.

—Vamos a dormirnos ya —propone él, cerrando los ojos, acomodándose la almohada y abrazando con cuidado la gran barriga de Silvia.

—¿Qué vamos a hacer? —pregunta con angustia ella—. No sé cuánto tiempo me tomará poder salir a trabajar con ustedes y no me gustaría andar por las calles cargando con mi hijo en la espalda.

—Deja de preocuparte. Tú cuidarás a nuestro bebé y yo veré qué hacer para asegurarme de que nada les falte. Cierra los ojos —insiste él, en voz baja—, ya es tarde.

—No, no quiero que vuelvas a boxear —le advierte—. Prométemelo por favor —le pide, acurrucándose bajo su hombro.

Pero Renato no responde, tampoco está dormido, solo espera hasta que ella lo esté, para levantarse cuidadosamente y salir a hurtadillas —esforzándose para que la puerta rechine lo menos posible— a tomar el aire fresco de la noche y tratar de despejar su mente. Una vez afuera —entre tinacos y tendederos de ropa—, observa desde esa azotea las luces del barrio a través de una ligera bruma que flota en el ambiente a su alrededor—, respira profundamente y voltea a contemplar la luna llena. —Un involuntario escalofrió recorre su espalda—. Pareciese por su expresión, que el mundo entero se le ha venido encima.

—¿En verdad has pensado en regresar al boxeo? —pregunta Lucho a sus espaldas, provocando que Renato gire rápidamente, sintiéndose sorprendido—. Nos dijiste que ya te habías retirado.

—Nunca te hemos visto boxear, pero ya no eres un joven ­—interviene don Abel, quien también ha salido a tratar de reconfortarlo, evidenciando que ambos escucharon sus cuchicheos con Silvia.

—Lo único que sé —responde él—, es que nuestro trabajo en las plazas y calles, apenas nos da para sobrevivir y pagar la renta de este cuarto. Estoy cansado, a mi edad precisamente, de seguir así.

—Pero… ¡Somos una compañía de teatro urbano! ­—dice con entusiasmo Lucho—. A ti siempre te ha gustado hacer reír a la gente. Llevamos arte y felicidad a…

—¡Somos una bola de fracasados! —interrumpe con enfado, Renato—. Somos un ridículo enano, una contorsionista embarazada, un viejo malabarista y un tonto payaso que va a ser padre; somos unos miserables muertos de hambre a los que la gente arroja una moneda por lástima.

—Ridículo y cosas peores me han dicho muchas veces —dice Lucho, metiendo las manos en los bolsillos de su pantalón—, pero pensé que éramos una familia, y las familias no se hablan así.

—¿Cómo lo sabes? —le increpa nuevamente, alzando la voz—. ¿Has tenido alguna? —Lucho y don Abel se voltean a ver uno al otro desconcertados.

—Ya cálmate —interviene don Abel, mirándolo a los ojos—. Lo que tratamos de decirte es que no estás solo, haremos lo que sea necesario para ayudarte. Y sí, lo que tenemos es una familia, así lo propusiste tú mismo el día que tuvimos que abandonar lo que quedaba del circo; por eso estamos juntos y, tú no eres un tonto payaso, eres un gran mimo.

—El embarazo de Silvia nos ha alegrado la vida —comenta Lucho—. ¿A ti no?

—Por supuesto. Es lo mejor que me ha sucedido. Discúlpenme —musita en voz baja, volteando de nuevo a mirar las luces del barrio entre la bruma, mientras se recarga con sus manos sobre el pretil de la azotea—, es solo que esta no es la vida que quiero para mi hijo.

—Anda, vamos a dormir que pronto amanecerá —propone el viejo, con los brazos cruzados—. Además, el frío arrecia y no nos podemos dar el lujo de pescar un resfriado.

—Adelántense ustedes —responde de espaldas.

Renato se queda contemplando detalladamente la luna que ya casi se pierde en el horizonte, hasta que la alborada lo sorprende en vela —algunos perros ladran, el alumbrado público empieza a apagarse y el ruido de los primeros camiones se escucha a lo lejos—; sin embargo, como esperando una respuesta que no llega, él sigue ahí absorto en sí mismo.

Para cuando Silvia despierta, los tres hombres ya han salido a trabajar, así que, levantándose se enreda con la cobija el cuerpo y se dirige a la hornilla para prepararse un café —al que agrega un poco de leche reservada para ella—, y saca de una bolsa de papel un pan a medio endurecer. Una vez que regresa a la cama, acomoda una almohada en la pared, se recarga en ella y coloca otra bajo su vientre, cobija sus piernas y mirando la luz que entra por la ventana, procede a remojar el pan en el pocillo antes de llevárselo a la boca, para comer ensimismada en sus pensamientos. —El aroma a café invade toda la habitación.

—¡No llores! En cuanto encuentre a tu padre del otro lado, mando por ti.

—¡No me dejes, mamá! —pide a gritos, Silvia—. ¡Tengo mucho miedo!

—No te va a pasar nada —le advierte su madre—. Solo toca la puerta de la casa hogar que te enseñé. Si no te reciben ahí, hay otros orfanatos en los que seguramente te recibirán.

—¡No te vayas, por favor! —suplica llorando desconsolada.

—¡Ya cállate! —le ordena—. Me tengo que ir, cuida muy bien de tu hermano. Tú me respondes por él. ¡Entendiste!

Silvia, tomada de la mano de su hermano menor —que al igual que ella, llora a gritos con desesperación y angustia en la mirada—, ve a su madre correr y subirse a la camioneta llena de indocumentados, para dirigirse a alguna parte en el desierto. Volteando para todos lados, como buscando a donde dirigirse, empieza a caminar en la gran ciudad fronteriza; en su espalda carga una pequeña mochila con alguna ropa vieja, una botella de agua y dos plátanos. Un perro callejero los sorprende con sus ladridos, ella —muerta de miedo— se coloca entre el animal y su hermano; siguen avanzando; gente extraña camina junto a ellos, los hombres usan botas y sombreros, las mujeres minifaldas y tacones, todos se les quedan viendo; música y hedor a cerveza escapan de una cantina, de otra; tienen que correr para cruzar la calle, hay basura por todos lados; todo es tan extraño, tan atemorizante; se han extraviado.

Días pasaron hasta que un policía la recogió una mañana; estaba deshidratada y hambrienta, sucia y flacucha, escondida bajo un puesto en el mercado ambulante, llorando aferrada al cuerpo sin vida de su hermano, que había fallecido de pulmonía esa madrugada. No fue en el primero ni en el segundo orfanato donde la aceptaron. «Esta ciudad está llena de menores que como ella, fueron abandonados por sus padres —dijeron—, tenemos más niños de los que podemos atender», y cerraron sus pesadas puertas. Por fin fue aceptada en un hogar para niñas, donde aguardó —hasta perder toda esperanza— a que algún día apareciese su madre.

«Son pocos los padres que regresan a buscar a sus hijos abandonados», le aclara su “tía” asignada, en la casa hogar. «Otros —para no arriesgarse a cruzar de nuevo—, los mandan traer con los “coyotes”, pero solo Dios sabe si logran sobrevivir en el camino o si en verdad los entregan a sus padres, o peor aún, si ven que la “migra” se acerca, los abandonan en el desierto para ellos escapar», continúa contándole. «Ya pasaron años, lo mejor es que te hagas a la idea de que no tienes a nadie. En poco tiempo tendrás que salir a buscar por ti misma techo y sustento», sigue explicándole. «Y, a ver dime, ¿qué vas a hacer?, no le digas a nadie, pero yo conozco a una mujer que te puede dar trabajo; tú eres bonita; flaquita, pero eso se resuelve; tendrás cama y comida; confía en mí, no te va a pasar nada».

Poco después de esa plática, siendo ya una adolescente, Silvia escapa de la casa hogar a la primera oportunidad. Sin rumbo fijo, pide un «aventón» en la carretera, cuando ve la caravana de un circo que viene saliendo de la ciudad fronteriza con destino desconocido.

Cuando Lucho y don Abel regresan de trabajar cargando con algunos víveres, su presencia inquieta al bebé quien, con algunas patadas en el vientre, despierta a su madre.

—¿Renato? —pregunta, tallándose los ojos con sus muñecas y procediendo a enderezarse.

—Dijo que aquí nos veíamos —responde don Abel—. No tardará en llegar.

Mientras tanto, en otra parte de la ciudad, hay una discusión.

—Solo le estoy pidiendo una oportunidad —insiste Renato.

—Ha pasado mucho tiempo, no se trata solo de que entrenes y te pongas en forma, simplemente ya no eres el mismo —le señala con firmeza, su antiguo mánager—. ¿Cuántos años tienes ahora? ¿Treinta y cinco? Además, si mal no recuerdo, tus ojos quedaron muy dañados por los golpes y las heridas que tuviste en los párpados y las cejas, tu visión periférica es limitada. ¿Ya lo olvidaste? Si se te desprende una retina quedarás ciego de ese ojo pues no puedes costear una intervención quirúrgica.

—Pero…

—¿Quieres que continúe? —le pregunta con ironía—. Quizás nadie te lo ha dicho, pero los músculos de tu cara están distendidos, como si fueras un borracho, eso viene por traumatismos en la corteza cerebral. ¿Sabes el riesgo que eso implica?

—Solo necesito ganar algo de dinero.

—Mira —le habla ahora en tono conciliador—, fuiste buen peleador pero tu estilo de boxeo era muy rudo —por tus peleas callejeras o yo qué sé—. Entiende que ya recibiste todos los golpes que podías soportar. ¡No te voy a entrenar óyelo bien y es por tu bien! —concluye enfático en voz alta.

Renato se lleva las manos a la cabeza respirando profundo, da la espada al entrenador y sale del gimnasio caminando de prisa y mirando al piso.

Semanas después, como de costumbre los tres hombres salen muy temprano con sus implementos y un maletín con vestuario de trabajo, en dirección a la alameda central, en donde montarán al igual que tantas otras veces, sus diferentes representaciones y pantomimas, en las que hará falta Silvia. Durante el trayecto, en el autobús urbano, aprovechan para contar algunos chistes y entretener a los pasajeros a fin de ganarse unas monedas. Una vez que arriban, al descender en la esquina que forman las dos avenidas principales, esperan la señal del semáforo para poder cruzar el arroyo hacia la plaza que da acceso a la alameda en donde se dispondrán a trabajar. —El tráfico matutino es intenso—. La luz cambia de color y están a punto de iniciar su andar, cuando se escucha el rechinar de las llantas de un carro pasando frente a ellos y que —aún frenando—, se proyecta con velocidad y fuerza sobre los vehículos que de manera perpendicular han iniciado ya su puesta en marcha. —El choque es inevitable—. Como un estruendo se escucha impacto del metal, seguido del estallido de un neumático y cristales de las ventanillas romperse en mil pedazos; el auto impactado a su vez provoca que otros dos —al no alcanzar a detenerse— igualmente se estrellen, uno tras de él y otro en su costado opuesto al choque.

Todo sucede muy rápido: se escuchan gritos, vapor caliente sale del cofre del carro que provocó el accidente y un fuerte olor a neumático quemado invade el ambiente; la gente alrededor se queda pasmada mirando la escena, no acabando de entender lo que sucedió. El primero en reaccionar es Renato, que corre hacia los vehículos para tratar de prestar auxilio, cuando —entre el vapor—, descubre a una mujer que aparentemente ya había iniciado a cruzar la calle y está atrapada con el cuerpo —ya sin vida—, destrozado entre los autos; al interior ambos conductores están inconscientes, uno con el volante incrustado en el pecho y la bolsa de aire desinflada, y el otro con la portezuela del auto oprimiéndolo, la cabeza colgando y la cara sangrando por los cristales incrustados.

Con la ayuda de Lucho —que inmediatamente se interna por una ventanilla rota—, Renato trata de abrir sin éxito, la puerta del primer auto para liberar al conductor; ante la imposibilidad, ambos se dirigen al segundo vehículo y de la misma forma, buscan la manera de sacar por una puerta trasera al hombre que está sangrando. La gente se arremolina alrededor de la escena, los cláxones empiezan a sonar, más de una persona saca su teléfono para empezar a tomar fotografías. «¡En vez de tomar fotos, llamen a emergencias!», reclama alguien a gritos. Por fin logran sacar al hombre sangrando, lo recuestan en plena calle, regresan a seguir tratando de liberar al conductor atrapado por el volante y consiguen abrir la puerta. —Un agente de tránsito aparece y trata de poner orden, dispersar a la gente y hacer circular el tráfico con su silbato—. Renato va a cargar al segundo hombre, cuando siente la mano de Lucho entrar en el bolsillo de su pantalón y depositar algo, voltea a mirarlo, pero Lucho se hace el desentendido, siente una mano en su hombro y es don Abel que, por la espalda, trata de apartarlo de la escena. «Ya terminaste aquí», le dice. Él no entiende nada, hasta que unos muchachos que están revisando las fotos en su teléfono gritan: «¡Hey! Ese enano ratero les sacó la cartera a los heridos. ¡Agárrenlo!».

Inmediatamente la gente rodea a Lucho, empiezan a empujarse por ser los primeros en sujetarlo. —Las bocinas de los autos siguen sonando—. Renato mete su mano en el bolsillo y siente billetes entre sus dedos, estira el cuello entre la gente y alcanza a ver cómo buscan en el pantalón del enano las carteras, da un paso adelante y va a sacar los billetes de su bolsa, cuando don Abel se lo impide sujetándole la mano y mirándolo a los ojos de dice en silencio: «vete», solo moviendo la boca. —El agente de tránsito se acerca a ver qué está pasando—. Entre la confusión y el alboroto, Renato escapa despavorido —como si toda la gente se hubiera dado cuenta y lo fuera a perseguir—; sigue corriendo por las calles alejándose del lugar, hasta que ya no puede más, se detiene y se dobla exhausto, llevándose las manos al estómago y jadeando, pela los ojos y empieza a gritar con furia, golpeándose la cara con sus puños, pareciera que no puede creer lo que acaba de hacer y quisiera infligirse castigo. —La gente al pasar por la acera lo mira atónita y se cruza la calle con temor—. Después de vagar el resto del día por las calles con la mirada perdida, se dirige por fin al cuartucho donde habita con su «familia» en aquella azotea del viejo edificio en un antiguo barrio del centro de la ciudad.

—¡Qué bueno que llegaste! Hace rato que se me reventó la fuente y me han comenzado los dolores —dice Silvia, preocupada—. ¿Qué vamos a hacer?

—Tomaremos un taxi e iremos al centro de salud —responde Renato con serenidad.

—¿Taxi? —pregunta—. ¿Tenemos para pagarlo? —insiste, sin que él responda—. ¿Dónde están Lucho y don Abel? —sigue preguntando, sin recibir respuesta.

Ya en el asiento trasero del vehículo, Silvia —con las contracciones cada vez más fuertes— grita de dolor.

—Pararé a una patrulla para que nos auxilie —dice el taxista—, el centro de beneficencia está lejos, está empezando a llover y el tráfico se está poniendo pesado; los policías sabrán qué hacer.

—¡Ahí viene una! —señala Renato con el dedo, hacia los autos que circulan en sentido opuesto sobre la vía rápida, apresurándose a descender del taxi para cruzar la calle y pararse frente a la patrulla, batiendo sus brazos en señal de alarma para que se detenga.

No hay comentarios:

Publicar un comentario