Adrián González
«¡Puje con más fuerza!», indica el
oficial de policía. «¡Aaaaaaay!», es, sin embargo, todo lo que sale de la boca
de Silvia. «¡Necesita pujar, no gritar!», insiste. «Voy a contar hasta tres y
respire conmigo lo más profundo que pueda. ¡Una, dos…, respire hondo! Eso es,
ahora sostenga el aire y puje, no suelte el aire hasta la cuenta de diez. ¡Uno,
dos, tres…!». «¡Aghggggggh!», gruñe ella, más que pujar. «…nueve, diez. ¡Una
vez más, con fuerza! Ahí viene…».
Silvia continúa —entre gritos y pujidos—,
esforzándose por dar a luz en el asiento trasero de la patrulla. «¡Aaaaaaay!»,
se escucha nuevamente. «Ya asomó la cabeza. Tiene mucho cabello», comenta él
volteando a verla a los ojos. Ella quisiera sonreír, pero el dolor es
insoportable. «¡Aghggggggh!», vuelve a pujar. «Así…, un poco más, bien, sí,
otra vez», continúan las instrucciones. —Por fin, el bebé asoma la cabeza
completa—. «¡Ya no puedo más!», grita ella. «¡Claro que puede!
¡Tranquilícese!», le habla con firmeza el oficial.
Mientras tanto, el segundo oficial,
al volante, continúa insistiendo en la radio por el apoyo de una ambulancia. Está
a punto de anochecer y a la desesperante situación —en plena vía rápida y bajo
una lluvia intensa— se agregan las bocinas de los autos que no dejan de sonar
insistentemente en señal de protesta por el tráfico que ha causado la patrulla
detenida.
«¡Póngame atención, señora!
Intentaré girar al niño para sacar su primer hombro. Cuando yo le diga, vuelva
a pujar con todas sus fuerzas, ya falta poco. ¿Me escuchó?». Silvia, con expresión
de dolor, los ojos cerrados y lágrimas escurriendo por sus mejillas, asiente
con la cabeza y procede a tomar una gran bocanada de aire para empezar a pujar,
cuando repentinamente el oficial la detiene. «¡Espere…! El niño trae el cordón
umbilical enredado en el cuello», advierte. «¿Qué pasó con la maldita
ambulancia? ¿Ya viene, o no?», pregunta a gritos, exasperado, a su compañero. «Me
confirman que salió para acá, no debe de tardar en llegar», responde el oficial
al radio. «Mire, señor —indica el oficial que atiende a Silvia, volteando la
cara para dirigirse a Renato que, enmudecido y con la cara blanca, permanece
parado tras él, fuera del vehículo, empapado por la lluvia y sin saber qué
hacer—, el hospital más cercano es la Cruz Roja, donde pedimos la ambulancia, intentaremos
llegar, no puedo seguir atendiendo a la señora en estas condiciones. Siéntese
con cuidado aquí junto a su mujer y sostenga de esta manera la cara de su hijo,
dándole oportunidad de arrojar las flemas y esperando en Dios que en cualquier
momento respire. Usted, señora —se dirige ahora a Silvia, mientras coloca su
chamarra doblada bajo su pelvis—, mantenga las caderas lo más alto que pueda,
haremos todo lo posible, no tenemos mucho tiempo».
Parándose en medio de la avenida
para detener la circulación, el oficial da el paso a la patrulla, que inmediatamente
enciende la torreta y arranca con prisa rumbo al hospital. —Silvia llora con desconsuelo—. «Trate de
respirar rítmicamente, sin pujar, señora, y recuerde, los milagros existen»,
señala el oficial al mando, dándose ánimo a sí mismo. «¿Es su primer hijo?»,
pregunta el que va al volante. —Los limpiaparabrisas giran a toda velocidad y
los destellos de las luces de los autos encandilan impidiendo ver con claridad—.
«Sí —responde Renato, completamente turbado—. Es nuestro primer hijo».
Dos cuadras más adelante, ven venir
de frente la ambulancia.
—No tienes idea de cuánto lloré y
le rogué a mi madre para que no me abandonara —cuenta Silvia, acurrucada en su
vieja cama a media noche, con lágrimas en los ojos y voz entrecortada—; aún me
dan piquetes en el corazón cada que me acuerdo; angustias, creo que le llaman,
¿no?
—No sé, pero no te acuerdes de eso
ahora; te lastimas tú y puede hacerle daño al bebé —le dice Renato, tratando de
tranquilizarla, mientras acostado junto a ella, acaricia su cabeza, dándose
cuenta que está temblando—. ¿Tienes frío? Cobijaré tus pies.
—Tengo miedo —le susurra, mirándolo
a los ojos—. Me preocupa ser mamá así como vivimos amontonados en este cuarto
tan húmedo, el salitre brota de las paredes y hay goteras. Ya falta menos
tiempo para que nazca nuestro bebé y no quiero que se vaya a enfermar.
Mientras tanto, del otro lado del
cuarto, don Abel y Lucho se hacen los dormidos, cada uno en su catre. La pequeña
habitación —en la azotea de ese viejo edificio en un antiguo barrio del centro
de la ciudad— se encuentra casi totalmente a oscuras, solo un ligero resplandor
se filtra a través de los periódicos que cubren su única ventana. Afuera hay
luna llena.
—Yo también tengo miedo, pero a la
vez… ¿sabes?, nunca pensé saber lo que era la felicidad, y ahora creo que lo sé
—señala en voz baja él.
—Tú también cobíjate y arrímate
para acá —musita con ternura, ella—, hace mucho frío. Nada más no me vayas a
apachurrar la panza —le advierte con una ligera sonrisa.
—Vamos a dormirnos ya —propone él,
cerrando los ojos, acomodándose la almohada y abrazando con cuidado la gran
barriga de Silvia.
—¿Qué vamos a hacer? —pregunta con
angustia ella—. No sé cuánto tiempo me tomará poder salir a trabajar con
ustedes y no me gustaría andar por las calles cargando con mi hijo en la
espalda.
—Deja de preocuparte. Tú cuidarás a
nuestro bebé y yo veré qué hacer para asegurarme de que nada les falte. Cierra
los ojos —insiste él, en voz baja—, ya es tarde.
—No, no quiero que vuelvas a boxear
—le advierte—. Prométemelo por favor —le pide, acurrucándose bajo su hombro.
Pero Renato no responde, tampoco
está dormido, solo espera hasta que ella lo esté, para levantarse
cuidadosamente y salir a hurtadillas —esforzándose para que la puerta rechine
lo menos posible— a tomar el aire fresco de la noche y tratar de despejar su
mente. Una vez afuera —entre tinacos y tendederos de ropa—, observa desde esa
azotea las luces del barrio a través de una ligera bruma que flota en el
ambiente a su alrededor—, respira profundamente y voltea a contemplar la luna
llena. —Un involuntario escalofrió recorre su espalda—. Pareciese por su
expresión, que el mundo entero se le ha venido encima.
—¿En verdad has pensado en regresar
al boxeo? —pregunta Lucho a sus espaldas, provocando que Renato gire
rápidamente, sintiéndose sorprendido—. Nos dijiste que ya te habías retirado.
—Nunca te hemos visto boxear, pero
ya no eres un joven —interviene don Abel, quien también ha salido a tratar de
reconfortarlo, evidenciando que ambos escucharon sus cuchicheos con Silvia.
—Lo único que sé —responde él—, es
que nuestro trabajo en las plazas y calles, apenas nos da para sobrevivir y
pagar la renta de este cuarto. Estoy cansado, a mi edad precisamente, de seguir
así.
—Pero… ¡Somos una compañía de
teatro urbano! —dice con entusiasmo Lucho—. A ti siempre te ha gustado hacer
reír a la gente. Llevamos arte y felicidad a…
—¡Somos una bola de fracasados!
—interrumpe con enfado, Renato—. Somos un ridículo enano, una contorsionista
embarazada, un viejo malabarista y un tonto payaso que va a ser padre; somos
unos miserables muertos de hambre a los que la gente arroja una moneda por
lástima.
—Ridículo y cosas peores me han
dicho muchas veces —dice Lucho, metiendo las manos en los bolsillos de su
pantalón—, pero pensé que éramos una familia, y las familias no se hablan así.
—¿Cómo lo sabes? —le increpa nuevamente,
alzando la voz—. ¿Has tenido alguna? —Lucho y don Abel se voltean a ver uno al
otro desconcertados.
—Ya cálmate —interviene don Abel,
mirándolo a los ojos—. Lo que tratamos de decirte es que no estás solo, haremos
lo que sea necesario para ayudarte. Y sí, lo que tenemos es una familia, así lo
propusiste tú mismo el día que tuvimos que abandonar lo que quedaba del circo;
por eso estamos juntos y, tú no eres un tonto payaso, eres un gran mimo.
—El embarazo de Silvia nos ha
alegrado la vida —comenta Lucho—. ¿A ti no?
—Por supuesto. Es lo mejor que me
ha sucedido. Discúlpenme —musita en voz baja, volteando de nuevo a mirar las
luces del barrio entre la bruma, mientras se recarga con sus manos sobre el
pretil de la azotea—, es solo que esta no es la vida que quiero para mi hijo.
—Anda, vamos a dormir que pronto
amanecerá —propone el viejo, con los brazos cruzados—. Además, el frío arrecia
y no nos podemos dar el lujo de pescar un resfriado.
—Adelántense ustedes —responde de
espaldas.
Renato se queda contemplando detalladamente
la luna que ya casi se pierde en el horizonte, hasta que la alborada lo
sorprende en vela —algunos perros ladran, el alumbrado público empieza a apagarse
y el ruido de los primeros camiones se escucha a lo lejos—; sin embargo, como
esperando una respuesta que no llega, él sigue ahí absorto en sí mismo.
Para cuando Silvia despierta, los
tres hombres ya han salido a trabajar, así que, levantándose se enreda con la
cobija el cuerpo y se dirige a la hornilla para prepararse un café —al que
agrega un poco de leche reservada para ella—, y saca de una bolsa de papel un
pan a medio endurecer. Una vez que regresa a la cama, acomoda una almohada en
la pared, se recarga en ella y coloca otra bajo su vientre, cobija sus piernas
y mirando la luz que entra por la ventana, procede a remojar el pan en el pocillo
antes de llevárselo a la boca, para comer ensimismada en sus pensamientos. —El
aroma a café invade toda la habitación.
—¡No llores! En cuanto encuentre a
tu padre del otro lado, mando por ti.
—¡No me dejes, mamá! —pide a gritos,
Silvia—. ¡Tengo mucho miedo!
—No te va a pasar nada —le advierte
su madre—. Solo toca la puerta de la casa hogar que te enseñé. Si no te reciben
ahí, hay otros orfanatos en los que seguramente te recibirán.
—¡No te vayas, por favor! —suplica
llorando desconsolada.
—¡Ya cállate! —le ordena—. Me tengo
que ir, cuida muy bien de tu hermano. Tú me respondes por él. ¡Entendiste!
Silvia, tomada de la mano de su
hermano menor —que al igual que ella, llora a gritos con desesperación y
angustia en la mirada—, ve a su madre correr y subirse a la camioneta llena de
indocumentados, para dirigirse a alguna parte en el desierto. Volteando para
todos lados, como buscando a donde dirigirse, empieza a caminar en la gran
ciudad fronteriza; en su espalda carga una pequeña mochila con alguna ropa
vieja, una botella de agua y dos plátanos. Un perro callejero los sorprende con
sus ladridos, ella —muerta de miedo— se coloca entre el animal y su hermano; siguen
avanzando; gente extraña camina junto a ellos, los hombres usan botas y
sombreros, las mujeres minifaldas y tacones, todos se les quedan viendo; música
y hedor a cerveza escapan de una cantina, de otra; tienen que correr para
cruzar la calle, hay basura por todos lados; todo es tan extraño, tan
atemorizante; se han extraviado.
Días pasaron hasta que un policía
la recogió una mañana; estaba deshidratada y hambrienta, sucia y flacucha, escondida
bajo un puesto en el mercado ambulante, llorando aferrada al cuerpo sin vida de
su hermano, que había fallecido de pulmonía esa madrugada. No fue en el primero
ni en el segundo orfanato donde la aceptaron. «Esta ciudad está llena de
menores que como ella, fueron abandonados por sus padres —dijeron—, tenemos más
niños de los que podemos atender», y cerraron sus pesadas puertas. Por fin fue
aceptada en un hogar para niñas, donde aguardó —hasta perder toda esperanza— a
que algún día apareciese su madre.
«Son pocos los padres que regresan
a buscar a sus hijos abandonados», le aclara su “tía” asignada, en la casa
hogar. «Otros —para no arriesgarse a cruzar de nuevo—, los mandan traer con los
“coyotes”, pero solo Dios sabe si logran sobrevivir en el camino o si en verdad
los entregan a sus padres, o peor aún, si ven que la “migra” se acerca, los
abandonan en el desierto para ellos escapar», continúa contándole. «Ya pasaron
años, lo mejor es que te hagas a la idea de que no tienes a nadie. En poco
tiempo tendrás que salir a buscar por ti misma techo y sustento», sigue explicándole.
«Y, a ver dime, ¿qué vas a hacer?, no le digas a nadie, pero yo conozco a una
mujer que te puede dar trabajo; tú eres bonita; flaquita, pero eso se resuelve;
tendrás cama y comida; confía en mí, no te va a pasar nada».
Poco después de esa plática, siendo
ya una adolescente, Silvia escapa de la casa hogar a la primera oportunidad.
Sin rumbo fijo, pide un «aventón» en la carretera, cuando ve la caravana de un
circo que viene saliendo de la ciudad fronteriza con destino desconocido.
Cuando Lucho y don Abel regresan de
trabajar cargando con algunos víveres, su presencia inquieta al bebé quien, con
algunas patadas en el vientre, despierta a su madre.
—¿Renato? —pregunta, tallándose los
ojos con sus muñecas y procediendo a enderezarse.
—Dijo que aquí nos veíamos
—responde don Abel—. No tardará en llegar.
Mientras tanto, en otra parte de la
ciudad, hay una discusión.
—Solo le estoy pidiendo una
oportunidad —insiste Renato.
—Ha pasado mucho tiempo, no se
trata solo de que entrenes y te pongas en forma, simplemente ya no eres el
mismo —le señala con firmeza, su antiguo mánager—. ¿Cuántos años tienes ahora?
¿Treinta y cinco? Además, si mal no recuerdo, tus ojos quedaron muy dañados por
los golpes y las heridas que tuviste en los párpados y las cejas, tu visión
periférica es limitada. ¿Ya lo olvidaste? Si se te desprende una retina
quedarás ciego de ese ojo pues no puedes costear una intervención quirúrgica.
—Pero…
—¿Quieres que continúe? —le
pregunta con ironía—. Quizás nadie te lo ha dicho, pero los músculos de tu cara
están distendidos, como si fueras un borracho, eso viene por traumatismos en la
corteza cerebral. ¿Sabes el riesgo que eso implica?
—Solo necesito ganar algo de
dinero.
—Mira —le habla ahora en tono
conciliador—, fuiste buen peleador pero tu estilo de boxeo era muy rudo —por
tus peleas callejeras o yo qué sé—. Entiende que ya recibiste todos los golpes
que podías soportar. ¡No te voy a entrenar óyelo bien y es por tu bien!
—concluye enfático en voz alta.
Renato se lleva las manos a la
cabeza respirando profundo, da la espada al entrenador y sale del gimnasio
caminando de prisa y mirando al piso.
Semanas después, como de costumbre
los tres hombres salen muy temprano con sus implementos y un maletín con
vestuario de trabajo, en dirección a la alameda central, en donde montarán al
igual que tantas otras veces, sus diferentes representaciones y pantomimas, en
las que hará falta Silvia. Durante el trayecto, en el autobús urbano,
aprovechan para contar algunos chistes y entretener a los pasajeros a fin de
ganarse unas monedas. Una vez que arriban, al descender en la esquina que
forman las dos avenidas principales, esperan la señal del semáforo para poder
cruzar el arroyo hacia la plaza que da acceso a la alameda en donde se
dispondrán a trabajar. —El tráfico matutino es intenso—. La luz cambia de color
y están a punto de iniciar su andar, cuando se escucha el rechinar de las
llantas de un carro pasando frente a ellos y que —aún frenando—, se proyecta con
velocidad y fuerza sobre los vehículos que de manera perpendicular han iniciado
ya su puesta en marcha. —El choque es inevitable—. Como un estruendo se escucha
impacto del metal, seguido del estallido de un neumático y cristales de las
ventanillas romperse en mil pedazos; el auto impactado a su vez provoca que
otros dos —al no alcanzar a detenerse— igualmente se estrellen, uno tras de él
y otro en su costado opuesto al choque.
Todo sucede muy rápido: se escuchan
gritos, vapor caliente sale del cofre del carro que provocó el accidente y un
fuerte olor a neumático quemado invade el ambiente; la gente alrededor se queda
pasmada mirando la escena, no acabando de entender lo que sucedió. El primero
en reaccionar es Renato, que corre hacia los vehículos para tratar de prestar
auxilio, cuando —entre el vapor—, descubre a una mujer que aparentemente ya
había iniciado a cruzar la calle y está atrapada con el cuerpo —ya sin vida—,
destrozado entre los autos; al interior ambos conductores están inconscientes,
uno con el volante incrustado en el pecho y la bolsa de aire desinflada, y el
otro con la portezuela del auto oprimiéndolo, la cabeza colgando y la cara
sangrando por los cristales incrustados.
Con la ayuda de Lucho —que
inmediatamente se interna por una ventanilla rota—, Renato trata de abrir sin
éxito, la puerta del primer auto para liberar al conductor; ante la
imposibilidad, ambos se dirigen al segundo vehículo y de la misma forma, buscan
la manera de sacar por una puerta trasera al hombre que está sangrando. La
gente se arremolina alrededor de la escena, los cláxones empiezan a sonar, más
de una persona saca su teléfono para empezar a tomar fotografías. «¡En vez de
tomar fotos, llamen a emergencias!», reclama alguien a gritos. Por fin logran
sacar al hombre sangrando, lo recuestan en plena calle, regresan a seguir
tratando de liberar al conductor atrapado por el volante y consiguen abrir la
puerta. —Un agente de tránsito aparece y trata de poner orden, dispersar a la
gente y hacer circular el tráfico con su silbato—. Renato va a cargar al
segundo hombre, cuando siente la mano de Lucho entrar en el bolsillo de su
pantalón y depositar algo, voltea a mirarlo, pero Lucho se hace el desentendido,
siente una mano en su hombro y es don Abel que, por la espalda, trata de
apartarlo de la escena. «Ya terminaste aquí», le dice. Él no entiende nada,
hasta que unos muchachos que están revisando las fotos en su teléfono gritan: «¡Hey!
Ese enano ratero les sacó la cartera a los heridos. ¡Agárrenlo!».
Inmediatamente la gente rodea a
Lucho, empiezan a empujarse por ser los primeros en sujetarlo. —Las bocinas de
los autos siguen sonando—. Renato mete su mano en el bolsillo y siente billetes
entre sus dedos, estira el cuello entre la gente y alcanza a ver cómo buscan en
el pantalón del enano las carteras, da un paso adelante y va a sacar los
billetes de su bolsa, cuando don Abel se lo impide sujetándole la mano y
mirándolo a los ojos de dice en silencio: «vete», solo moviendo la boca. —El
agente de tránsito se acerca a ver qué está pasando—. Entre la confusión y el alboroto,
Renato escapa despavorido —como si toda la gente se hubiera dado cuenta y lo fuera
a perseguir—; sigue corriendo por las calles alejándose del lugar, hasta que ya
no puede más, se detiene y se dobla exhausto, llevándose las manos al estómago y
jadeando, pela los ojos y empieza a gritar con furia, golpeándose la cara con
sus puños, pareciera que no puede creer lo que acaba de hacer y quisiera
infligirse castigo. —La gente al pasar por la acera lo mira atónita y se cruza
la calle con temor—. Después de vagar el resto del día por las calles con la mirada
perdida, se dirige por fin al cuartucho donde habita con su «familia» en
aquella azotea del viejo edificio en un antiguo barrio del centro de la ciudad.
—¡Qué bueno que llegaste! Hace rato
que se me reventó la fuente y me han comenzado los dolores —dice Silvia,
preocupada—. ¿Qué vamos a hacer?
—Tomaremos un taxi e iremos al
centro de salud —responde Renato con serenidad.
—¿Taxi? —pregunta—. ¿Tenemos para
pagarlo? —insiste, sin que él responda—. ¿Dónde están Lucho y don Abel? —sigue
preguntando, sin recibir respuesta.
Ya en el asiento trasero del
vehículo, Silvia —con las contracciones cada vez más fuertes— grita de dolor.
—Pararé a una patrulla para que nos
auxilie —dice el taxista—, el centro de beneficencia está lejos, está empezando
a llover y el tráfico se está poniendo pesado; los policías sabrán qué hacer.
—¡Ahí viene una! —señala Renato con
el dedo, hacia los autos que circulan en sentido opuesto sobre la vía rápida, apresurándose
a descender del taxi para cruzar la calle y pararse frente a la patrulla,
batiendo sus brazos en señal de alarma para que se detenga.
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