jueves, 5 de octubre de 2017

Odio

Paulina Eliana Pérez Galarza


Antonia estaba a punto de dormirse en una de las mesas de examinación de la sala de urgencias, era martes y generalmente las noches de los primeros días de la semana en aquella clínica eran muy tranquilas, a diferencia de los jueves, viernes y sábados que todo era un completo alboroto: ebrios graciosos acompañados por policías para recibir atención a sus heridas y pasar de inmediato a un calabozo del centro de infracciones de tránsito, intoxicados, mujeres golpeadas, heridos graves por accidentes o por asaltos y niños con fiebres altas.

Las puertas se abrieron violentamente y Antonia —que estaba algo adormecida— se levantó de un tirón. En una camilla de ambulancia traían a una mujer; tenía el cabello negro, largo y ondulado y lo que se apreciaba de su piel de un tono verde amarillento, llevaba un vestido ceñido que le llegaba a la rodilla, un solo tacón y las pantimedias muy rasgadas, estaba inconsciente y su temperatura corporal muy baja, olía a alcohol, de hecho toda la sala se fue impregnando de ese olor.

Antonia se colocó guantes y empezó de inmediato a examinarla, mientras daba indicaciones a las enfermeras; mantas, canalizar venas para muestras de sangre, era urgente descartar la mezcla de drogas con alcohol, e inmediatamente colocar un suero tibio que ayudara a calentarla, de lo contrario la hipotermia severa que presentaba la mataría.

La habían encontrado en una calle del centro de la ciudad, con una botella de ron en la mano; nadie del sector la conocía o supo dar alguna información sobre ella. Una vez arreglado su cabello en una coleta para facilitar la revisión los paramédicos del 911 tomaron una foto para difundirla y tratar de encontrar a sus familiares o amigos. Luego de estabilizarla decidieron realizar una tomografía para descartar lesiones internas, sobre todo en cabeza. De pronto se activaron las alarmas de los monitores, sufría un paro cardíaco. Le arrancaron la ropa y procedieron a la reanimación cardíaca, no tomó mucho traerla de vuelta a este mundo, sin embargo su estado seguía siendo crítico. «Tenía en su organismo más alcohol que sangre».

Antonia se quedó a su lado, la mujer parecía tener su misma edad o al menos no pasar de los treinta años, tenía un rostro bello pese a las ojeras y los raspones, su dentadura era perfecta. Una vez que todo parecía estar en orden y bajo control, fue hasta su escritorio, luego de colocar varias notas en la historia clínica, tomó la bolsa con la ropa y accesorios de la paciente que la enfermera le había entregado y los fue revisando uno a uno. El vestido hecho hilachas era de muy buena marca al igual que la bisutería y las pantimedias, incluso había un arete de oro blanco muy pequeño que pertenecía a un agujero hecho en la parte superior del pabellón auricular. No pudo evitar imaginarla con su vestido, aquellos accesorios y los finos tacones de los cuales solo había uno y pensaba cómo era posible que la hayan encontrado en ese estado y en una calle del centro; personas como ella no visitan esos sitios. Muchas preguntas revoloteaban en su cabeza.

A las cinco de la mañana apareció Carmen, enfermera muy amiga de Antonia, que siempre llegaba una hora antes de empezar el turno cuando Antonia estaba de guardia. Desayunaban juntas y se ponían al día en los chismes de la clínica.
Carmen encontró a Antonia muy demacrada, había sido una noche intensa. Hablaron sobre aquella mujer que yacía en una de las camas de urgencias, entubada, pálida, anónima y sin nadie que hubiera preguntado por ella a los servicios de socorro hasta esa hora.

Decidieron ir a desayunar antes de que el día se les viniera encima y Carmen, que aparte de la clínica trabajaba en un hospital público, le comentó que hace dos días, durante su turno, había ingresado un hombre en estado crítico al centro hospitalario donde también laboraba y que, al igual que aquella chica, estaba sin identificación, llevaba varias puñaladas y pese a todos los esfuerzos no pudieron salvarle la vida. Sus familiares lo habían estado buscando y cuando dieron con él ya no hubo nada más que hacer que preparar su entierro, se llamaba Pablo Andrade. Estaba a días de casarse.

—Fue muy impactante ver el sufrimiento de sus familiares y de su novia —comentó Carmen.

—Definitivamente, una semana trágica —acotó Antonia.

Estaban en la mitad del desayuno cuando Antonia fue llamada por los parlantes para que se acercara urgente a la sala de emergencias. La paciente había reaccionado y estaba agitada aunque su temperatura seguía siendo muy baja, el examen de sangre confirmó la sospecha de la mezcla de alcohol con otras sustancias, en este caso altos valores de un fármaco que actúa como somnífero.
Antonia era muy hábil para tranquilizar pacientes, poseía un don que se había desarrollado a lo largo de años de guardias nocturnas en el servicio de urgencias, su trabajo le apasionaba, pese a lo intenso que era lidiar la mayoría de las veces con situaciones extremas. Le habló dulcemente, tomó su mano mientras le explicaba dónde estaba y cómo la ayudarían. Quitaron el tubo de su boca y le dieron a beber agua en sorbos pequeños. 

Antonia estaba ansiosa, quería hacerle muchas preguntas, la primera de todas: su nombre, pero sabía controlarse. 

La joven volvió a dormirse.

Antonia hacía su informe sobre todo lo sucedido durante su guardia, que había empezado el día anterior a las dos de la tarde, y las alarmas empezaron a sonar por segunda ocasión, los signos vitales de la única paciente en aquella sala se alteraban poniendo en peligro su vida. Nuevamente lograron estabilizarla, estaba consciente y cuando tuvo fuerzas para hablar le dijo a Antonia:

—¿Podrías llamar a la policía?

—Claro —respondió ella.

Mientras se acercaba a la estación de enfermería para hacer la llamada sintió un vacío en el estómago. Volvió hasta la paciente y mientras la interrogaba para la historia clínica, la sensación de que algo malo estaba a punto de suceder la hacía equivocarse en cada anotación. Se llamaba Selene, tenía veintinueve años, administraba una agencia de modelos muy reconocida, soltera, vivía sola, ningún problema de salud, deportista. 

Cuando Antonia le preguntó si recordaba algo de lo que pasó, ella le dijo:

—Mandé matar a un hombre, fuimos pareja por seis años y hace unos días me enteré de que estaba comprometido con otra. El odio me hizo pensar que sería fácil, pero no puedo vivir con este remordimiento, por eso he decidido entregarme.

Antonia no podía creer lo que acababa de oír. Miraba a esa mujer frágil con el rostro empapado en lágrimas, que con voz dulce le acababa de confesar un crimen.

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