Diego Velásquez González
Sientes un hormigueo desesperante en todo
tu cuerpo. Te levantas embotado y un poco mareado. Buscas alcohol en el baño y te untas intentando calmar el ardor,
pero inmediatamente rascas tus brazos y abdomen. Regresas a la cama tratando de
dormir. Cierras los ojos y en tu mente chispean vagos recuerdos de la noche
anterior. Crees percibir los olores, el sabor y el tacto de otros cuerpos en
ti. Sabes que algo ha cambiado en tu vida aunque no tienes certeza de qué. El niño
que eras ha dejado de ser. Fracasas en tu intento de dormir y prefieres
quedarte así, quieto en tu cama, dejando pasar el rato tratando de descifrar las
imágenes que crees ver en el techo del cuarto y que son un reflejo del sol que
se deja entrever a través de las cortinas. El tiempo parece transcurrir
lentamente y a medida que el calor de la mañana aumenta, percibes el olor del
licor que habías tomado saliendo por los poros de tu piel. Y en medio de aquel
delirio que te agobia, te preguntas, «¿Cómo llegaste a casa?» Y esto es para
ti, lo más desconcertante.
Tu padre al llegar te hubiera dado una golpiza de la cual no te
olvidarías. Entre tanto, tu madre solo lloraría desconsolada y pediría consideración
por el pobre muchacho. Sabes que han sido unos buenos padres, pero reconoces
que como «el hijo de papi y mami que eres», has logrado siempre imponerte sobre
ellos y hacer lo que deseas. Por un momento crees que todo aquello fue un sueño,
pero sabes que ha sido real por el extraño olor que percibes en el ambiente y
la sensación pegachenta en tu cuerpo. Con dificultad, te sientas en la cama. Te
ves a ti mismo con tu ropa interior preferida. Ese bóxer rojo que te regaló hace
poco Pilar en tu cumpleaños diez y seis. Parece que trascurre un tiempo
infinito hasta que tomas conciencia de ti mismo y decides levantarte. Corres
las cortinas y la luz se te hace intolerable volviendo a cerrarlas. Optas por
abrir una de las ventanas buscando hacer circular el aire, una de las
obsesiones que aprendiste a tu madre, una mujer meticulosa y llena de pereques.
«Siempre abre las ventanas para que circule el aire» te decía cuando te
levantabas en las mañanas. Hoy aquel acto es parte de tus costumbres rutinarias.
Te miras en el espejo del baño.
Afuera del cuarto tus padres hablan. Parecen disgustados. «Lo mimas demasiado»
escuchas decir a tu padre en tono de reproche. Te observas y puedes reconocer
un vestigio del mismo Miguel Ángel que viste ayer en la mañana, cuando te arreglabas
mientras escuchabas tu música preferida. No obstante, hoy pareces no lograr
reconocerte en ese desconocido que te devuelve la mirada. Un ser extraño ha ocupado
tu cuerpo y encuentras en aquel, una mirada profunda, enigmática e inquisitiva.
De pronto crees entender las razones por las que tantas personas, hombres como
mujeres exclaman al verte, «¡esos ojos!». Quizás ya sabes por qué siempre los admiraban,
tal vez lo hacían con deseo, aunque no sabías que era eso. Hoy te gustan. Tu
mirada, a pesar de tus ojos verdes, es una mirada oscura, como aquella que los
padres hacen a sus hijos ante la evidencia de las malas acciones. Es algo diabólico
pensaría la gente, síntoma de que algo que se ha ido perdiendo con cada segundo
que avanza y sabes que jamás podrá ser recuperado. Es una capa invisible que cubre
todo y penetra por la piel hasta entrar en el torrente sanguíneo y fluir por
todos los órganos de tu cuerpo. Es la misma sensación que se tiene con la ropa
puesta después de estar largo tiempo bajo la lluvia. Poco a poco se hace más
pesada y pegajosa. Así te sientes, cubierto de algo que te arrastra a la tierra.
Te quitas tu ropa interior y entras a la ducha. A veces lo haces de
manera inconsciente. Pero hoy, esperando poder despejar tu mente y tu cuerpo,
el baño se hace más largo, como si el agua y el jabón pudieran alejar tus pensamientos
confusos y retornar aquel aspecto tranquilo que te ha caracterizado y ha sido el
referente que los demás han encontrado y esperan de ti. El agua fría empezó a
entumecer tus dedos. El olor que sentías al despertar sigue presente. Se te
ocurre creer que puede ser que una de las canales que recogen las aguas lluvias
en el techo y que en temporada seca emana olores semejantes a carne
descompuesta. Por un momento, dejas de sentir ese olor y puedes salir del baño con
tranquilidad. Te echas abundante loción y te quedas en tu cama desnudo con una
incipiente erección. Te acaricias levemente. No te atreves a salir del cuarto. Temes
que pueda pasar. Y tus padres tampoco parecen querer entrar a confrontar tus
acciones.
Al rato, te vistes, la ropa interior, una pantaloneta azul de
colores vivos y una camiseta esqueleto de tus preferidas. Tomas uno de los
libros que has venido leyendo y que tienes en el nochero de la cama desde hace
días. Colocas un disco compacto en tu equipo de sonido. Es música clásica. Hace
días que no la escuchas y rememoras momentos que no volveran, tus clase de
piano. Pronto la humedad en tus axilas regresa. El sol se eleva en el cielo y
hace un calor desesperante, preludio de una tarde en la que lloverá de nuevo.
Decides bajar a buscar un vaso de agua. Esperas que tu padre se haya ido. No
quieres verlo, no quieres encontrarte con la mirada de aguila censora que le ha
caracterizado. Al bajar la escalera, escuchas a tu madre hablar por teléfono
desde su cuarto y en la cocina te encuentras con Cecilia, la señora del
servicio. Una hermosa e inmensa mujer afro que trabaja en casa desde que eras
niño. Ella, ha sido en ocasiones la mujer que más te ha consentido. Al verte,
corre a la nevera, la abre, saca un bote con jugo de piña, tu preferido, y
sirve un vaso para tí. Sabes que si alguien en tu casa te ha seguido a través
de la infancia, reconoce tus estados de animo y los respeta, es aquella mujer. «¿Quieres
que te caliente el desayuno?»— pregunta. No respondes.
Te observa y parece querer hablar, pero tú no quieres dar cuenta de
acciones que no terminas de comprender. Das la vuelta y regresas a tu cuarto. Abres
tu libro y apenas empiezas a leer, las palabras parecen bailar frente a tus
ojos. Te esfuerzas por seguir la linea del renglón, pero los recuerdos de la
tarde y la noche anterior empiezan a regresar. Al salir del cine, Herney te
dice que hay un parche en la casa de Pilar. Sus padres se han ido para la costa
el fin de semana y tendrán la casa para ustedes solos. Seremos siete contigo, si
te animas. Aceptas. Piden comida, juegan cartas, toman aguardiente, ron y vodka,
alguno adquirido con sus propios ahorros del diario que les dan para el colegio
y otros producto de un asalto directo al bar familiar de los padres de Pilar.
Pronto se graduarán y cada quien cogerá por su lado de acuerdo a sus proyectos
personales. Por eso quieren disfrutar los últimos días juntos. Saben que el
tiempo corre en su contra y quieren disfrutar cada momento. Quizás algunas
amistades se preserven y otras por el contrario se disiparan hasta diluirse en
el éter. De pronto Damian, un amigo de Pilar propone jugar quita prenda. Todos
aceptan en medio de risas. Pilar asustada corre a ponerse una bufanda y una
chaqueta a pesar que la noche no era fria. Una de las botellas de licor vacia
empieza a moverse en el centro del piso de la sala, mientras los siete amigos
están sentados a su alrededor en una circunferencia irregular. Hay risas y
nerviosismo. Es la adrenalina que se va disparando. Poco a poco las prendas van
dando espacio a la piel y al estar desnudos se sigue entregando algo, una
caricia, un beso. Como resultado del licor que han tomado, están desinhibidos y
pronto se entregan al placer de explorar y sentir sus propios cuerpos y las
sensaciones que despiertan en sí mismos y en los otros.
Entonces, por un momento sientes asco de ti al saber que te entregaste a
los más extraños instintos, deseos y obsesiones. Tu madre siempre te había
advertido de los pecados, pero te das cuenta que no pusiste la atención
necesaria y tu voluntad flaqueo. «¿Cómo había sido posible que una ida a cine
con tus amigos de la infancia hubiera terminado en esto?» te preguntas.
De pronto, levantas la mirada del libro que tienes en las manos y al
contemplar tu cuarto, todo se te hace demasiado aburrido. Toda una nueva vida
ha emergido. Y contemplas tus cosas con cierto desprecio, como si fueran de
otra persona, de un niño ingenuo, quizás un poco tonto. Entonces, aquel
espacio, tu cuarto, escenario de tan brillantes intuiciones en las que creías
que podrías ser un nuevo Einstein, se fue haciendo pequeño. Y tu mente lejos de
serenarse sigue sumergida en incertidumbres. De pronto encontraste una sola
certeza, estabas perdiendo tu alma. La noche anterior había empezado una extraña
degradación de tu ser. Todo aquello que considerabas una parte de ti, se
extinguía con el mismo impulso de un velón al quemar las últimas reservas de
cera. Todo parece estar envuelto en una neblina que solo por momentos se disipa
y eso aumenta tu incertidumbre. ¿Rezar? ¿Pedirle auxilio a tu madre? Piensas en
Damian. Sí, claro, él me puede decir qué pasó, te dices a ti mismo.
De pronto, como si estuvieran conectados siquicamente, Damian te
envía un mensaje de voz a tu teléfono. Pregunta por ti. Dice que anoche estabas
completamente borracho, pero que se ve que te divertiste; que no pensaba que te
gustaria. Te veías muy serio, agrega. No sabes a que se refiere y eso te
molesta. Te hace sentir perturbado. Cuando te llevamos a casa, relata Damian en
el mensaje, tu padre nos regañó, pero me dejó subirte a tu cuarto y
desvestirte. Parecía desconcertado y triste. Pero de todos modos no simulaba su
molestía. ¿Acaso ya hablarón?, te pregunta. Te dice que descanses que tomes
mucha agua y que espera que te animes a repetir la experiencia así sea los dos.
Debes tener un guayabo tenaz, agrega y se despide.
Lo llamás. Damian parece estar bastante ajetreado. —«¿Qué paso?». Él
te hace el relato de todo. —«¿Cómo te ha ido con el guayabo?, es la primera vez
que te emborrachas, ¿Cierto?» Dices que no, pero sabes que mayor que el malestar
que sientes, es la desazón moral. —«¿Qué voy a hacer?»— preguntas. —«Le pones
demasiada tiza al asunto. Es una bobada. Deja que la experiencia pase». Te dice
que ya le habían dicho que tenias tu guardado. —¿Cómo así? —respondes. Te
empiezas a sentir disgustado —¿Acaso te gustan los hombres? —pregunta. Lo
niegas. Parecía, agrega. —«¡No, no puede ser!»— exclamas, pero más como un
reclamo para ti mismo. No importa, deje
la bobada, insiste, tratando de rebajarle importancia al tema. Es tu vida y te
dice que solo debes dar cuenta a ti mismo de lo que haces, a nadie más. Que no
te preocupes, continua, y con cierta picardía en su voz, te dice que besas
delicioso. A medida que escuchas sus palabras tu mente se traslada a las cosas
que has perdido. Es la inocencia que muere porque sabes que te ha gustado en lo
más íntimo de tu ser. ¿Es el pecado?, te vuelves a preguntar.
Pero ¿qué vas a decirle a tu madre? Piensas en ella de nuevo, en aquella
bella mujer que desde niño te llamaba «Mi divino angelito». Te había puesto por
nombre Miguel Angel en honor al Arcángel que sentado al lado de Dios, es el
principal, el comandante y el mensajero, quien dirige los ejércitos de Dios. Y
entonces habías crecido bajo la influencia de ese ideal que marcaba todos tus
actos. Ella quería que fueras sacerdote, el primero, el jefe, en encargado de
todo. Nunca hubo ninguno clérigo en la familia te había insistido desde la
infancia. Y la Iglesia necesita nuevos mensajeros que renueven la palabra. Siempre
te decía esas cosas. Recuerdas que a veces, tu padre le reclamaba que no te
dejaba respirar. «Déjalo vivir, mujer. Es solo un muchacho». Entonces, empezaste
a comprender que en una sola noche, aquel Ángel que tu madre cuidaba con tanto
esmero para consagrar a Dios en una acto supremo de amor, que era objeto de
tantas oraciones se había hecho corrupto, se había degradado. Te das cuenta de que
el sudor y el olor que han impregnado tu cuerpo ya son parte de ti, evidencia
de haber dejado de ser parte del coro angélico de los niños y empezar a ser un
hombre lleno de deseos y necesidades.
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