viernes, 24 de noviembre de 2017

El ángel corrupto

Diego Velásquez González


     Sientes un hormigueo desesperante en todo tu cuerpo. Te levantas embotado y un poco mareado. Buscas alcohol en el baño y te untas intentando calmar el ardor, pero inmediatamente rascas tus brazos y abdomen. Regresas a la cama tratando de dormir. Cierras los ojos y en tu mente chispean vagos recuerdos de la noche anterior. Crees percibir los olores, el sabor y el tacto de otros cuerpos en ti. Sabes que algo ha cambiado en tu vida aunque no tienes certeza de qué. El niño que eras ha dejado de ser. Fracasas en tu intento de dormir y prefieres quedarte así, quieto en tu cama, dejando pasar el rato tratando de descifrar las imágenes que crees ver en el techo del cuarto y que son un reflejo del sol que se deja entrever a través de las cortinas. El tiempo parece transcurrir lentamente y a medida que el calor de la mañana aumenta, percibes el olor del licor que habías tomado saliendo por los poros de tu piel. Y en medio de aquel delirio que te agobia, te preguntas, «¿Cómo llegaste a casa?» Y esto es para ti, lo más desconcertante.

Tu padre al llegar te hubiera dado una golpiza de la cual no te olvidarías. Entre tanto, tu madre solo lloraría desconsolada y pediría consideración por el pobre muchacho. Sabes que han sido unos buenos padres, pero reconoces que como «el hijo de papi y mami que eres», has logrado siempre imponerte sobre ellos y hacer lo que deseas. Por un momento crees que todo aquello fue un sueño, pero sabes que ha sido real por el extraño olor que percibes en el ambiente y la sensación pegachenta en tu cuerpo. Con dificultad, te sientas en la cama. Te ves a ti mismo con tu ropa interior preferida. Ese bóxer rojo que te regaló hace poco Pilar en tu cumpleaños diez y seis. Parece que trascurre un tiempo infinito hasta que tomas conciencia de ti mismo y decides levantarte. Corres las cortinas y la luz se te hace intolerable volviendo a cerrarlas. Optas por abrir una de las ventanas buscando hacer circular el aire, una de las obsesiones que aprendiste a tu madre, una mujer meticulosa y llena de pereques. «Siempre abre las ventanas para que circule el aire» te decía cuando te levantabas en las mañanas. Hoy aquel acto es parte de tus costumbres rutinarias.

 Te miras en el espejo del baño. Afuera del cuarto tus padres hablan. Parecen disgustados. «Lo mimas demasiado» escuchas decir a tu padre en tono de reproche. Te observas y puedes reconocer un vestigio del mismo Miguel Ángel que viste ayer en la mañana, cuando te arreglabas mientras escuchabas tu música preferida. No obstante, hoy pareces no lograr reconocerte en ese desconocido que te devuelve la mirada. Un ser extraño ha ocupado tu cuerpo y encuentras en aquel, una mirada profunda, enigmática e inquisitiva. De pronto crees entender las razones por las que tantas personas, hombres como mujeres exclaman al verte, «¡esos ojos!». Quizás ya sabes por qué siempre los admiraban, tal vez lo hacían con deseo, aunque no sabías que era eso. Hoy te gustan. Tu mirada, a pesar de tus ojos verdes, es una mirada oscura, como aquella que los padres hacen a sus hijos ante la evidencia de las malas acciones. Es algo diabólico pensaría la gente, síntoma de que algo que se ha ido perdiendo con cada segundo que avanza y sabes que jamás podrá ser recuperado. Es una capa invisible que cubre todo y penetra por la piel hasta entrar en el torrente sanguíneo y fluir por todos los órganos de tu cuerpo. Es la misma sensación que se tiene con la ropa puesta después de estar largo tiempo bajo la lluvia. Poco a poco se hace más pesada y pegajosa. Así te sientes, cubierto de algo que te arrastra a la tierra.

Te quitas tu ropa interior y entras a la ducha. A veces lo haces de manera inconsciente. Pero hoy, esperando poder despejar tu mente y tu cuerpo, el baño se hace más largo, como si el agua y el jabón pudieran alejar tus pensamientos confusos y retornar aquel aspecto tranquilo que te ha caracterizado y ha sido el referente que los demás han encontrado y esperan de ti. El agua fría empezó a entumecer tus dedos. El olor que sentías al despertar sigue presente. Se te ocurre creer que puede ser que una de las canales que recogen las aguas lluvias en el techo y que en temporada seca emana olores semejantes a carne descompuesta. Por un momento, dejas de sentir ese olor y puedes salir del baño con tranquilidad. Te echas abundante loción y te quedas en tu cama desnudo con una incipiente erección. Te acaricias levemente. No te atreves a salir del cuarto. Temes que pueda pasar. Y tus padres tampoco parecen querer entrar a confrontar tus acciones.

Al rato, te vistes, la ropa interior, una pantaloneta azul de colores vivos y una camiseta esqueleto de tus preferidas. Tomas uno de los libros que has venido leyendo y que tienes en el nochero de la cama desde hace días. Colocas un disco compacto en tu equipo de sonido. Es música clásica. Hace días que no la escuchas y rememoras momentos que no volveran, tus clase de piano. Pronto la humedad en tus axilas regresa. El sol se eleva en el cielo y hace un calor desesperante, preludio de una tarde en la que lloverá de nuevo. Decides bajar a buscar un vaso de agua. Esperas que tu padre se haya ido. No quieres verlo, no quieres encontrarte con la mirada de aguila censora que le ha caracterizado. Al bajar la escalera, escuchas a tu madre hablar por teléfono desde su cuarto y en la cocina te encuentras con Cecilia, la señora del servicio. Una hermosa e inmensa mujer afro que trabaja en casa desde que eras niño. Ella, ha sido en ocasiones la mujer que más te ha consentido. Al verte, corre a la nevera, la abre, saca un bote con jugo de piña, tu preferido, y sirve un vaso para tí. Sabes que si alguien en tu casa te ha seguido a través de la infancia, reconoce tus estados de animo y los respeta, es aquella mujer. «¿Quieres que te caliente el desayuno?»— pregunta. No respondes.

Te observa y parece querer hablar, pero tú no quieres dar cuenta de acciones que no terminas de comprender. Das la vuelta y regresas a tu cuarto. Abres tu libro y apenas empiezas a leer, las palabras parecen bailar frente a tus ojos. Te esfuerzas por seguir la linea del renglón, pero los recuerdos de la tarde y la noche anterior empiezan a regresar. Al salir del cine, Herney te dice que hay un parche en la casa de Pilar. Sus padres se han ido para la costa el fin de semana y tendrán la casa para ustedes solos. Seremos siete contigo, si te animas. Aceptas. Piden comida, juegan cartas, toman aguardiente, ron y vodka, alguno adquirido con sus propios ahorros del diario que les dan para el colegio y otros producto de un asalto directo al bar familiar de los padres de Pilar. Pronto se graduarán y cada quien cogerá por su lado de acuerdo a sus proyectos personales. Por eso quieren disfrutar los últimos días juntos. Saben que el tiempo corre en su contra y quieren disfrutar cada momento. Quizás algunas amistades se preserven y otras por el contrario se disiparan hasta diluirse en el éter. De pronto Damian, un amigo de Pilar propone jugar quita prenda. Todos aceptan en medio de risas. Pilar asustada corre a ponerse una bufanda y una chaqueta a pesar que la noche no era fria. Una de las botellas de licor vacia empieza a moverse en el centro del piso de la sala, mientras los siete amigos están sentados a su alrededor en una circunferencia irregular. Hay risas y nerviosismo. Es la adrenalina que se va disparando. Poco a poco las prendas van dando espacio a la piel y al estar desnudos se sigue entregando algo, una caricia, un beso. Como resultado del licor que han tomado, están desinhibidos y pronto se entregan al placer de explorar y sentir sus propios cuerpos y las sensaciones que despiertan en sí mismos y en los otros. Entonces, por un momento sientes asco de ti al saber que te entregaste a los más extraños instintos, deseos y obsesiones. Tu madre siempre te había advertido de los pecados, pero te das cuenta que no pusiste la atención necesaria y tu voluntad flaqueo. «¿Cómo había sido posible que una ida a cine con tus amigos de la infancia hubiera terminado en esto?» te preguntas.

De pronto, levantas la mirada del libro que tienes en las manos y al contemplar tu cuarto, todo se te hace demasiado aburrido. Toda una nueva vida ha emergido. Y contemplas tus cosas con cierto desprecio, como si fueran de otra persona, de un niño ingenuo, quizás un poco tonto. Entonces, aquel espacio, tu cuarto, escenario de tan brillantes intuiciones en las que creías que podrías ser un nuevo Einstein, se fue haciendo pequeño. Y tu mente lejos de serenarse sigue sumergida en incertidumbres. De pronto encontraste una sola certeza, estabas perdiendo tu alma. La noche anterior había empezado una extraña degradación de tu ser. Todo aquello que considerabas una parte de ti, se extinguía con el mismo impulso de un velón al quemar las últimas reservas de cera. Todo parece estar envuelto en una neblina que solo por momentos se disipa y eso aumenta tu incertidumbre. ¿Rezar? ¿Pedirle auxilio a tu madre? Piensas en Damian. Sí, claro, él me puede decir qué pasó, te dices a ti mismo.

De pronto, como si estuvieran conectados siquicamente, Damian te envía un mensaje de voz a tu teléfono. Pregunta por ti. Dice que anoche estabas completamente borracho, pero que se ve que te divertiste; que no pensaba que te gustaria. Te veías muy serio, agrega. No sabes a que se refiere y eso te molesta. Te hace sentir perturbado. Cuando te llevamos a casa, relata Damian en el mensaje, tu padre nos regañó, pero me dejó subirte a tu cuarto y desvestirte. Parecía desconcertado y triste. Pero de todos modos no simulaba su molestía. ¿Acaso ya hablarón?, te pregunta. Te dice que descanses que tomes mucha agua y que espera que te animes a repetir la experiencia así sea los dos. Debes tener un guayabo tenaz, agrega y se despide.

Lo llamás. Damian parece estar bastante ajetreado. —«¿Qué paso?». Él te hace el relato de todo. —«¿Cómo te ha ido con el guayabo?, es la primera vez que te emborrachas, ¿Cierto?» Dices que no, pero sabes que mayor que el malestar que sientes, es la desazón moral. —«¿Qué voy a hacer?»— preguntas. —«Le pones demasiada tiza al asunto. Es una bobada. Deja que la experiencia pase». Te dice que ya le habían dicho que tenias tu guardado. —¿Cómo así? —respondes. Te empiezas a sentir disgustado —¿Acaso te gustan los hombres? —pregunta. Lo niegas. Parecía, agrega. —«¡No, no puede ser!»— exclamas, pero más como un reclamo para ti mismo.  No importa, deje la bobada, insiste, tratando de rebajarle importancia al tema. Es tu vida y te dice que solo debes dar cuenta a ti mismo de lo que haces, a nadie más. Que no te preocupes, continua, y con cierta picardía en su voz, te dice que besas delicioso. A medida que escuchas sus palabras tu mente se traslada a las cosas que has perdido. Es la inocencia que muere porque sabes que te ha gustado en lo más íntimo de tu ser. ¿Es el pecado?, te vuelves a preguntar.

Pero ¿qué vas a decirle a tu madre? Piensas en ella de nuevo, en aquella bella mujer que desde niño te llamaba «Mi divino angelito». Te había puesto por nombre Miguel Angel en honor al Arcángel que sentado al lado de Dios, es el principal, el comandante y el mensajero, quien dirige los ejércitos de Dios. Y entonces habías crecido bajo la influencia de ese ideal que marcaba todos tus actos. Ella quería que fueras sacerdote, el primero, el jefe, en encargado de todo. Nunca hubo ninguno clérigo en la familia te había insistido desde la infancia. Y la Iglesia necesita nuevos mensajeros que renueven la palabra. Siempre te decía esas cosas. Recuerdas que a veces, tu padre le reclamaba que no te dejaba respirar. «Déjalo vivir, mujer. Es solo un muchacho». Entonces, empezaste a comprender que en una sola noche, aquel Ángel que tu madre cuidaba con tanto esmero para consagrar a Dios en una acto supremo de amor, que era objeto de tantas oraciones se había hecho corrupto, se había degradado. Te das cuenta de que el sudor y el olor que han impregnado tu cuerpo ya son parte de ti, evidencia de haber dejado de ser parte del coro angélico de los niños y empezar a ser un hombre lleno de deseos y necesidades.

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