Miguel Ángel Salabarría Cervera
Zarparon con la
esperanza de llegar a un punto de la costa a ciento doce kilómetros
y lograr sus sueños, mientras las olas se agitaban con fuerza en un mar
oscuro bajo un sol candente.
Meses
antes, arribó una brigada de salubridad a la isla del Socorro para realizar una
campaña de vacunación contra el tétano a todos los habitantes, después de
reportarse con las autoridades procedieron a ir de casa en casa cumpliendo su
función.
Al
llegar a la puerta de una vivienda y dar los buenos días, José se sorprendió al
ver salir de ella a Macario, un viejo amigo, él también se asombró al
reconocerlo. Pasados unos instantes se saludaron con afecto entablando plática.
—Me
da mucho gusto encontrarte, después de varios años de no saber de ti, jamás
pensé que estarías en este lugar.
Macario
le respondió:
—Ni
yo, que hasta aquí vinieras a pincharme el brazo.
Ambos
rieron por la broma.
—¿Cuéntame
por qué estás aquí? —le preguntó José—. Eres una buena persona. Te conozco
desde hace más de veinte años, siempre has sido un hombre cabal, eras el
ingeniero mecánico más reconocido de la planta de automóviles.
Se
hizo un silencio, que solo era roto por los graznidos de las gaviotas que
sobrevolaban en gran número.
—Te
voy a contar porque eres mi amigo de juventud —dijo Macario rompiendo el hielo
provocado por José—, vivía bien con mi familia, tenía trabajo con ingresos
elevados, pero tú sabes, siempre existen invitaciones entre los compañeros de
trabajo los fines de semana y en uno de ellos, se forjó mi desgracia.
—Por
la congoja que me cuentas, fue algo muy grave lo que te aconteció para que nos
encontremos en este lugar —redondeó José.
Macario
se alisó los cabellos. Sus malas vivencias se agolpaban en su mente.
—Un
viernes acordamos salir después del trabajo, recorrimos bares hasta que
llegamos a un lugar donde decidimos quedarnos porque nos ofrecieron un privado
con espectáculo especial, era de noche, habíamos tomado sin medida, y me quedé
dormido, —hizo una pausa para continuar— cuando desperté tenía en mi mano una
botella rota, ensangrentada igual que mis ropas y junto a mí el cadáver de un
compañero de farra cruelmente asesinado y ninguna otra persona del grupo.
—Al
querer salir del privado, la policía me detuvo —prosiguió— no entendía nada.
Fui llevado a la Fiscalía, se me acusó
del crimen y por el salvajismo del asesinato me condenaron a cuarenta años de
prisión.
En
ese momento Macario fue traicionado por las lágrimas, a la vez que decía no ser
el autor de ese crimen, que fue perpetrado por otra persona y le armaron una
escena que lo inculpaba.
—De
este hecho ya han pasado cinco años —continuó su relato—. En ese tiempo perdí
todo, mi familia me dio la espalda, nadie creyó en mi inocencia y me quedé
olvidado en la cárcel; me era difícil estar encerrado en una celda, sentía que
me asfixiaba y temía que fuera hacer una locura con mi vida, por eso pedí que
me trasladaran a esta isla, tengo mi casita como celda y ando libre en este
pedazo de tierra rodeado de mar.
—Te
comprendo, Macario. Sé que no puedo hacer nada por ti, sin embargo quiero que
sepas que te creo y siempre tendrás mi amistad, —le expresó José― hoy
recorreremos la isla vacunando a la población y mañana a primera hora
partiremos, si regreso algún día en otra campaña te buscaré para saludarte y
pincharte.
Después
de vacunarlo y hacer el registro correspondiente, José continuó con su misión
hasta el anochecer, para concentrarse con los demás integrantes de la brigada
en el lugar que pernoctarían, porque muy temprano abordarían el barco que los
llevaría a tierra firme.
Las
reglas carcelarias establecían tres pases de lista: a las seis de la mañana,
una y seis de la tarde, se realizaba en la plazuela frente a las oficinas de
las autoridades que tenían celdas de castigo para los convictos que cometían
algún hecho violento o infringían el reglamento: como de no realizar una
actividad productiva en los diversos talleres en los que ejecutaban
manualidades durante un mes, se sancionaba con firmeza no acudir a los pases de
lista y estar fuera de sus casas después de realizarse el toque de queda que se
daba a las siete de la noche.
Entre
los pases de lista, los reos podían desplazarse a cualquier punto de los ciento
cuarenta y cinco kilómetros cuadrados de la isla del Socorro, algo que no todos
hacían por dedicarse a trabajar para enviar sus productos de madera y
artesanías a sus familiares quienes los vendieran y así tener una fuente de
ingresos; otros se dedicaban a la pesca desde la costa, obteniendo así su sustento.
Macario,
era de los pocos que hacían largas caminatas, mientras miraba la inmensidad del
mar con su incesante movimiento, a la distancia distinguía los guardacostas de
la marina que patrullaban las veinticuatro horas del día, previniendo una
posible fuga, algo que se consideraba imposible por la lejanía a tierra firme y
por ser un área infestada de tiburones.
Una
mañana llegó a una parte de la isla que no conocía, grande fue su sorpresa al
descubrir semienterrada una lancha con su motor en la arena, con apariencia de
haber sido un naufragio que sucedido varios años atrás. Con calma la revisó y vio que se requería
repararla, que era necesario cambiar partes de fibra de vidrio para dejarla en
condiciones; luego examinó el motor con detenimiento y lo encontró algo
oxidado, pero en general en condiciones de funcionar, pero carecía de
herramientas y material necesario para echarla a andar. Escondió su hallazgo
con palmas y sonriendo emprendió su retorno para el pase de lista de la una de
la tarde.
Esa
noche fue de insomnio para Macario, un sinnúmero de ideas le cruzaban la mente,
desde dejar todo como estaba, hasta fugarse, pero si optaba por esto
último, tendría que hacerlo con otros
reos, pero quiénes serían los que eligiera para la osadía, sin que divulgaran
el plan de escape.
«Tengo que ser quien organice todo para que tenga éxito, a los que
llame, sólo serán apoyos; iniciaré tomando las medidas de las partes que deba
de cambiar para que en el taller trabaje sobre ellas dejándolas listas para ser
pegadas. Cuando termine con la lancha, seguiré con la reparación del motor,
extraeré del taller las herramientas necesarias y fabricaré lo que se requiera.
Luego robaré gasolina del taller para probar el funcionamiento del motor, en
caso que esté en buen estado, llenaré el tanque, también checaré la hora que
pasa el guardacostas es necesario llevar cuchillos, agua y víveres; ―continuó
Macario elaborando su plan― lo más difícil es seleccionar a los compañeros de
viaje, les diré de la fuga el día de la partida que solo yo lo sabré, no debo
de olvidar el estado meteorológico para no tener problemas».
Después del pase de lista matutino, se encaminó al lugar donde estaba
encallada la lancha, con una hoja de palmera fue tomando las medidas de las
partes que debían ser cambiadas, provisto de la llave de su casa, fue marcando
en cuadros las partes que necesitaba cambiar, hasta que logró que se
desprendieran.
Al día siguiente se presentó a laborar en el taller de materiales de
plásticos, ahí se elaboraban diferentes utensilios que se comercializaban, él
se presentó como uno más que quería realizar alguna actividad, así lo estuvo
haciendo durante una semana para no despertar sospechas, entre sus ropas se
llevaba los medidas de plástico elaboradas, como también pequeñas porciones de
la resina que se usa como pegamento.
El domingo, día en que se celebraban diferentes cultos religiosos y
competencias deportivas, fue aprovechado por Macario, quien se encaminó a la
lancha, la descubrió y fue pegando las partes de fibra que llevaba, hasta dejar
totalmente reparada la lancha, posteriormente la volvió a cubrir y satisfecho
se dirigió a ver el partido de beisbol.
La siguiente semana, Macario se hizo presente en el taller de mecánica
para fabricar las partes oxidadas del motor, algo que no llamó la atención
porque en ocasiones otros reos le encargaban alguna pieza que necesitaban para
algún trabajo y esta era una fuente de ingresos que tenía; cuando hubo
terminado un domingo después del pase de lista matutino fue y reparó el motor, como
aprovechó su estancia en el taller para ir extrayendo gasolina en botellas de
plástico que por las tardes iba a enterrarlas junto a la lancha, con ellas
llenó el tanque pudiendo probar el motor que funcionó sin problemas.
A partir de la siguiente semana,
Macario se dirigió al lugar donde se encontraba la lancha para checar el paso
del guardacostas, comprobó que hacía dos recorridos, el primero a las diez de
la mañana y el segundo a las dos de la tarde, por lo que dedujo que eran cada
cuatro horas. Otra etapa del objetivo estaba cumplida.
El lunes se presentó al taller de mecánica poniéndose a limpiar
herramientas, cuando escuchó que alguien le decía.
―Inge, ¿por qué hace eso?
―Para que estén limpias ―respondió― porque cualquiera las puede ocupar, «Gavilán».
―Oye «Inge», la verdad, ¿vas a pasar todos tus años aquí? Porque yo ya
estoy fastidiado solo llevo cuatro años de cuarenta y me guardo las ganas de
volar, por eso me dicen así, porque de dos penales me he escapado.
―¿Si tuvieras la oportunidad, lo intentarías? ―le dijo Macario.
―¡Claro que sí! ―respondió eufórico.
Al ver que ellos conversaban animadamente, se acercó una tercera persona
que les dijo:
―A ver platíquenme para que cuenten conmigo.
Cruzaron miradas los dos primeros y el «Gavilán» le preguntó.
―¿Cuántos años te faltan, «Martillo»?
―No más treinta.
―Si tuvieras chance de irte, ¿lo harías? ―preguntó el «Gavilán».
―Seguro que sí ―respondió «Martillo»― tengo un pendiente que quiero
solucionar.
«Ya tengo a quienes necesito, solo es cosa que les diga y se ven
dispuestos» ―pensó Macario.
Les dijo a ambos: «Tengo todo listo para escapar, pero necesito de
ustedes porque en caso de una falla del motor tendríamos que remar. Al llegar a
la costa, cada quien toma su camino así será más difícil que nos localicen;
estén pendientes, solo les pido silencio, porque recuerden que: Quien abre la
boca, se le cierra».
Macario se dedicó a comprar discretamente víveres y botellas de agua en
la tienda comunitaria del penal, para la travesía, para luego ir a enterrarlos
a un lado de la lancha. Cumpliendo la otra fase del plan.
Una tarde, Macario se acercó a un oficial de la marina y se puso a
platicar con él, hasta que le preguntó sobre el estado del tiempo en los próximos días, le respondió
que serían soleados sin señales de turbonadas o mal tiempo; se despidió
amablemente, sonriendo para sus adentros porque todas las fases ya se habían
logrado.
Al
día siguiente todo se desarrollaba con normalidad, al concluir el segundo pase
de lista, les dijo que lo siguieran, porque el momento había llegado, que
actuaran con normalidad siguiéndolo sin preguntar nada. Ellos así lo hicieron.
Llegaron
hasta donde estaba la lancha cubierta de palmas, la arrastraron al mar,
desenterraron las botellas de agua, los víveres las botellas de gasolina dos
improvisados remos de troncos, subiendo todo a la embarcación, la abordaron,
encendió Macario el motor y enfilaron a tierra firme.
Al
llegar el último pase de lista, no hicieron acto de presencia Macario, «Gavilán» y «Martillo», inmediatamente se procedió al protocolo de
ausencia de reos, activaron las alarmas, unos marinos en motonetas recorrían la
isla, otros se dirigieron al embarcadero y abordaron sus lanchas rápidas, se
transmitió la orden de búsqueda a los guardacostas quienes iniciaron un
rastreo, despegó un avión con marinos apostados en la puerta abierta
fuertemente armados.
Al cabo de dos horas, aterrizó el avión, descendiendo un oficial que se
encaminó a las oficinas, saludó en la puerta al almirante y exclamó:
¡Misión cumplida!
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