viernes, 24 de noviembre de 2017

La marca en sus costillas

Constanza Aimola




Italia, Rocca San Giovanni, invierno de 1939. Ya se ocultaba el sol y arreciaba el frío en un cultivo de oliva, se agotaba la jornada después de un largo día de trabajo de campo. Bloques de heno reposaban armados bien encarrilados. Las bestias eran llevadas a los establos.

José era el jefe de la cuadrilla, un hombre moreno alto y delgado que siempre vestía con ropa de trabajo. A eso de las cuatro se ponía su abrigo y acomodaba su gorra de paño mientras fumaba un cigarrillo mirando el infinito. En medio del silencio se escuchaba algunos insectos y pájaros cantando y un gato que estrepitosamente se posó en los bloques armados con el bagazo de las olivas después de prensarlas para hacer aceite.

«¡Maldito gato! shshshsh, ya muchas veces amigos tuyos han dañado mi cosecha», le seguía gritando al gato mientras lo perseguía con un rastrillo de los que sirven para arar la tierra. Finalmente atinó y le dio dos golpes en las costillas.

«Eso es, gato del demonio, ¡ahí tienes! para que no vuelvas a aparecerte por aquí», el animal saltó y con dificultad se fue corriendo.

Encendió y terminó otro cigarrillo, el humo se confundía con la neblina, después de terminarlo lo tiró y lo pisó. Se frotó las manos y mientras todavía salía humo de su boca se fue caminando lentamente a su casa con las manos cruzadas atrás de la cintura.

Tocó a la puerta.

—María ya llegué, ábreme.

—Hombre de Dios, para qué gritas, con que toques es suficiente, ni que fuera muy grande esta casa.

Entró y sin saludar tiró una silla bruscamente y se sentó en la mesa, su mujer siguió preparando la comida y sin mirarlo le preguntó:

—¿Y ahora por qué estás de mal genio?    

—Un estúpido gato me dañó el día, otra vez cagándose en la oliva, le di un golpe en las costillas creo que jodí al maldito, pero también me hice daño en la mano. 

El olor de la cocina era delicioso, se mezclaban bien el humo de la estufa de leña con los ingredientes de la salsa para la pasta, cebolla, tomate y carne fresca, la preparación llenaba la pequeña casa y los vidrios se veían empañados por el vapor.

Seguía con los ojos puestos en la cocina mientras le decía a José:

—¿Recuerdas a Esperanza, la anciana que vive en el pueblo, la de los gatos?, se está muriendo, tenemos que ir a visitarla.

—¿Por qué voy a tener que visitar esa vieja?, nunca hemos tratado con ella, nadie quiere entrar en esa casa, que asco me da solo pensar cómo será por dentro sabiendo cómo es por fuera.

Pero es una obra de caridad, por amor a Dios, José, qué hay en tu corazón, tenemos que ir a visitarla, tal vez llevarle un caldo y unas flores. Es una anciana sola y dicen que está muy mal, que sufre mucho y no tiene quien le lleve un vaso de agua, seguro no pasa de hoy.

Esta era una mujer muy vieja, decían que tenía más de cien años, vivía sola, bueno con una cantidad tan absurda de gatos que no los podían contar. La policía en varias ocasiones le había hecho allanamientos por el olor hediondo que emanaba de su casa, una brigada de voluntarios la desocupaban y limpiaban pero meses después seguían las quejas de los vecinos por la podredumbre en la casa de aquella misteriosa y solitaria mujer.




Corría el rumor de que tuvo un accidente, ella decía que se había caído cuando intentaba cortar hierbas para hacer bebidas aromáticas. Estaba en una pendiente muy inclinada, rodó por la montaña y los perros de un campesino la encontraron cuando iban detrás de una oveja. La hallaron estaba muy mal, le sangraba la nariz y estaba inconsciente. Como pudieron la llevaron a su casa y la dejaron ahí, ella les dio las gracias, pero la casa es una pocilga y nadie aguanta quedarse ahí por largo rato.

La misteriosa mujer había vivido en el pueblo desde que era puro pasto y bestias. No existían todavía ni ranchos levantados con paja. Era una de las fundadoras de todo lo que se veía por ahí. La recordaban vieja desde siempre, no tenía hijos ni había tenido esposo, nunca se le conoció algún hombre que la pretendiera en serio o aunque sea un amante. Poco hablaba y aunque sus gestos y sonrisa cuando saludaba indicaban que era muy amable, no hacía favores ni le pedía nada a nadie, cultivaba algunas verduras y criaba tres o cuatro gallinas. Cuando necesitaba algo se escuchaba correteando las aves en un pequeño corral improvisado que ella misma había construido y luego las intercambiaba por algunos productos.

María puso la mesa, era de madera, estaba muy vieja y llena de moho, tenía una pata coja por lo que al partir la carne y cortar el pan, los acompañaba el tac tac tac que se detenía cuando José le pegaba un golpe con sus inmensas manos curtidas por el trabajo de labriego.

Sirvió la comida en platos de metal esmaltado, originalmente eran blancos pero ya por los golpes año tras año estaban llenos de abolladuras que dejaban ver poco a poco el material negro que antes estaba recubierto por el esmalte. Además de la pata de la mesa coja y el chirriar de la cuchara contra el plato, no se escuchaba otro sonido. José se levantó de la mesa mientras todavía masticaba el último bocado, se limpió la boca con la manga del saco, se puso el abrigo y la gorra, abrió la puerta vamos María ya son casi las ocho y creo que si no salimos ya, esa vieja se va a morir, después quien se la aguanta a usted diciéndome lo mal cristiano que soy.

Salieron y María corría apresurada detrás de José. ¿Pero para dónde vas imbécil? Estoy segura de que ya no te acuerdas de dónde vive Esperanza, hace cuarenta años que no la visitas, ¿te acuerdas?, cuando le gritaste que no volverías a pisar su casa sino cuando estuviera tiesa. José refunfuñaba y decía entre dientes «pues para allá voy, a ver si la ayudo a sacar con los pies para adelante». María empezó a llorar «que corazón de piedra, no cambias ni sabiendo que está al borde de la muerte».




Hace muchos años cuando María y José estaban recién casados y aún no tenían hijos, vivían en el pueblo. Su casa colindaba con la de Esperanza, una cerca con alambre de púas separaba los dos predios. Al principio era la vecina perfecta, no se sentía, pero un día Esperanza les mató un perro porque se orinó encima de sus verduras, le dio un tiro y desde entonces tenían cazada una pelea.

Un sábado después de terminar su jornada de trabajo, José se fue a tomar unas cervezas que mezcló con varios tragos más, cuando llegó a la casa se sintió con valor y se metió en la huerta de Esperanza, pisoteó los tomates y las lechugas, se colgó de las mazorcas y pateó como balones los limones. Esperanza no salió de la casa, no reviró por lo que estaba haciendo José, solo se veía uno de sus gatos negros posado en el marco de la ventana del segundo piso. Para terminar este atropello José le gritó solo volveré a tu casa cuando te mueras, cuando estés bien tiesa maldita, como dejaste a mi perro. Escupió en la entrada y se retiró dando tumbos. Desde entonces no había vuelto ni siquiera a pasar por la puerta de su casa.

Caminaron por cuarenta minutos. Por fin llegaron. Tocaron y nadie abría. Un vecino que pasaba sugirió que dieran vuelta a la manija. Al ingresar encontraron una escalera de cemento, tan empinada que no se podía ver su fin. Subieron agitados, María era una mujer robusta con mal estado físico y José tenía los pulmones arruinados por el cigarrillo, además las secuelas de haber trabajado en una mina de carbón toda su juventud bajo metros y metros de tierra con limitado oxigeno.

De frente al último escalón estaba la habitación de Esperanza, mientras avanzaban para llegar a la cama, José se quitaba la boina en señal de respeto, pero también la utilizaba para taparse la nariz y espantar a uno que otro gato que se le quería subir por las piernas. María le pegaba codazos y le hacía miradas histéricas para que dejara de hacer cara de asco.

Varias personas rodeaban la cama de la anciana, todos con la cabeza baja. Mientras unas mujeres lloraban, otras rezaban. Algunos hombres tenían flores en sus manos.

—Entra y di algo, ¡animal! —le decía María a José, quien nuevamente refunfuñando, saludó a los presentes:

 —Buenas noches a todos.

María lo adelantó pegándole un codazo y dijo fuerte y pausado, como si la anciana escuchara poco aquí estamos María y José, ¿si se acuerda de nosotros?

La anciana tenía los ojos cerrados y respiraba profunda y lentamente, tal vez por el asfixiante olor a eucalipto y naftalina además de la podredumbre, o quizá porque se había acumulado el calor de tantas personas. Levantó la cabeza con dificultad, los miró y le dijo a José de ti me acuerdo, claro que me acuerdo, maldito animal, eres un hombre brusco y malhumorado, no te controlas. Pero mujer de Dios, eso fue hace tanto tiempo, ¿acaso no me has perdonado? No es para tanto, pobrecito mi perrito, tienes que aceptar que haber pisoteado tus verduras fue apenas justo para cobrarme que lo hubieras matado. No me refiero a eso, hoy casi me matas. Tosió, se giró lentamente y se puso de medio lado para mostrarle las costillas. Tenía marcadas cuatro líneas de color morado como las berenjenas que cultivaba en su jardín. Mira lo que me hiciste, casi me matas.

El silencio se apoderó de la habitación. Nadie sabía a qué se refería la anciana, pero si no se veían hace más de cuarenta años, cómo podía haberle hecho daño, de qué hablaba esta mujer.

José sí entendió lo que la anciana decía. Como una película recordó cuando al terminar la jornada con un rastrillo de cuatro dientes le dio en las costillas a un gato que se posó en su cosecha. No pudo parpadear más, quedó mudo, agarró a María por el antebrazo y no le podía quitar los ojos de encima a Esperanza que se reía de forma burlona.

Tranquilo José, gracias por no haberme matado, sé que tu intención no era hacerme daño, tal vez asustarme un poco. Eres un hombre fuerte y tienes una puntería que no falla, si hubieras querido me hubieras dado un golpe más duro, pero en la cabeza y no estaría contando el cuento, por eso, por perdonarme la vida te voy a conceder un don. Contando a partir de ti, tienes siete generaciones más, en las que no entrará a tus descendientes brujería o mal de ojo, con lo que quedarán libres de toda maldición, hechicería, peligro o muerte trágica.

Después de escuchar esto José salió de la habitación y bajó las escaleras, corrió como alma que lleva el diablo.

Esta es la historia que se ha contado innumerable cantidad de veces en la familia de José, perpetuando el mito de aquella mujer gato que le dio un regalo a siete de sus generaciones por haberle perdonado la vida. Narrando esta historia antes de dormir, les ha dado a muchos, noches de tranquilidad y blindando del miedo y la angustia a varios integrantes de la familia, garantizándoles que no les pasará nada malo.

Nunca sabrán si cada vez que lo cuentan le agregan algo diferente o si es la historia original, si la inventó alguien para sembrar confianza en un niño o si tal vez fue solo producto de la imaginación de alguien que ni siquiera perteneció a esta familia, pero tal vez por coincidencia nunca en varias generaciones han escuchado en la familia alguna historia de brujas o hechizos, en fin gracias José. Que si fue mentira o verdad… sabrá Dios.




Ilustraciones:
Luisa Fernanda Vaca Castillo

1 comentario:

  1. Pobre Gato o Gatos,se nota el desprecio por estos hermosos seres en esta publicación...

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