Constanza Aimola
Italia,
Rocca San Giovanni, invierno de 1939. Ya se ocultaba el sol y arreciaba el frío
en un cultivo de oliva, se agotaba la jornada después de un largo día de
trabajo de campo. Bloques de heno reposaban armados bien encarrilados. Las
bestias eran llevadas a los establos.
José
era el jefe de la cuadrilla, un hombre moreno alto y delgado que siempre vestía
con ropa de trabajo. A eso de las cuatro se ponía su abrigo y acomodaba su
gorra de paño mientras fumaba un cigarrillo mirando el infinito. En medio del
silencio se escuchaba algunos insectos y pájaros cantando y un gato que
estrepitosamente se posó en los bloques armados con el bagazo de las olivas
después de prensarlas para hacer aceite.
«¡Maldito
gato! shshshsh, ya muchas veces amigos tuyos han dañado mi cosecha», le seguía gritando al gato
mientras lo perseguía con un rastrillo de los que sirven para arar la tierra.
Finalmente atinó y le dio dos golpes en las costillas.
«Eso es, gato del demonio, ¡ahí tienes! para que no
vuelvas a aparecerte por aquí»,
el animal saltó y con dificultad se fue corriendo.
Encendió
y terminó otro cigarrillo, el humo se confundía con la neblina, después de
terminarlo lo tiró y lo pisó. Se frotó las manos y mientras todavía salía humo
de su boca se fue caminando lentamente a su casa con las manos cruzadas atrás
de la cintura.
Tocó a
la puerta.
—María ya llegué, ábreme.
—Hombre de Dios, para qué gritas, con que toques es suficiente, ni
que fuera muy grande esta casa.
Entró y sin saludar tiró una silla
bruscamente y se sentó en la mesa, su mujer siguió preparando la comida y sin
mirarlo le preguntó:
—¿Y ahora por qué estás de
mal genio?
—Un estúpido gato me dañó el día, otra
vez cagándose en la oliva, le di un golpe en las costillas creo que jodí al
maldito, pero también me hice daño en la mano.
El olor
de la cocina era delicioso, se mezclaban bien el humo de la estufa de leña con
los ingredientes de la salsa para la pasta, cebolla, tomate y carne fresca, la
preparación llenaba la pequeña casa y los vidrios se veían empañados por el
vapor.
Seguía
con los ojos puestos en la cocina mientras le decía a José:
—¿Recuerdas a Esperanza, la anciana que vive en el
pueblo, la de los gatos?, se está muriendo, tenemos que ir a visitarla.
—¿Por qué voy a tener que visitar esa vieja?, nunca
hemos tratado con ella, nadie quiere entrar en esa casa, que asco me da solo
pensar cómo será por dentro sabiendo cómo es por fuera.
—Pero
es una obra de caridad, por amor a Dios, José, qué hay en tu corazón, tenemos
que ir a visitarla, tal vez llevarle un caldo y unas flores. Es una anciana
sola y dicen que está muy mal, que sufre mucho y no tiene quien le lleve un
vaso de agua, seguro no pasa de hoy.
Esta
era una mujer muy vieja, decían que tenía más de cien años, vivía sola, bueno
con una cantidad tan absurda de gatos que no los podían contar. La policía en
varias ocasiones le había hecho allanamientos por el olor hediondo que emanaba
de su casa, una brigada de voluntarios la desocupaban y limpiaban pero meses
después seguían las quejas de los vecinos por la podredumbre en la casa de
aquella misteriosa y solitaria mujer.
Corría
el rumor de que tuvo un accidente, ella decía que se había caído cuando
intentaba cortar hierbas para hacer bebidas aromáticas. Estaba en una pendiente
muy inclinada, rodó por la montaña y los perros de un campesino la encontraron
cuando iban detrás de una oveja. La hallaron estaba muy mal, le sangraba la
nariz y estaba inconsciente. Como pudieron la llevaron a su casa y la dejaron
ahí, ella les dio las gracias, pero la casa es una pocilga y nadie aguanta
quedarse ahí por largo rato.
La
misteriosa mujer había vivido en el pueblo desde que era puro pasto y bestias.
No existían todavía ni ranchos levantados con paja. Era una de las fundadoras
de todo lo que se veía por ahí. La recordaban vieja desde siempre, no tenía
hijos ni había tenido esposo, nunca se le conoció algún hombre que la
pretendiera en serio o aunque sea un amante. Poco hablaba y aunque sus gestos y
sonrisa cuando saludaba indicaban que era muy amable, no hacía favores ni le
pedía nada a nadie, cultivaba algunas verduras y criaba tres o cuatro gallinas.
Cuando necesitaba algo se escuchaba correteando las aves en un pequeño corral
improvisado que ella misma había construido y luego las intercambiaba por
algunos productos.
María
puso la mesa, era de madera, estaba muy vieja y llena de moho, tenía una pata
coja por lo que al partir la carne y cortar el pan, los acompañaba el tac tac
tac que se detenía cuando José le pegaba un golpe con sus inmensas manos
curtidas por el trabajo de labriego.
Sirvió la
comida en platos de metal esmaltado, originalmente eran blancos pero ya por los
golpes año tras año estaban llenos de abolladuras que dejaban ver poco a poco
el material negro que antes estaba recubierto por el esmalte. Además de la pata
de la mesa coja y el chirriar de la cuchara contra el plato, no se escuchaba otro
sonido. José se levantó de la mesa mientras todavía masticaba el último bocado,
se limpió la boca con la manga del saco, se puso el abrigo y la gorra, abrió la
puerta —vamos María ya son casi las ocho y creo
que si no salimos ya, esa vieja se va a morir, después quien se la aguanta a
usted diciéndome lo mal cristiano que soy.
Salieron
y María corría apresurada detrás de José. —¿Pero
para dónde vas imbécil? Estoy segura de que ya no te acuerdas de dónde vive
Esperanza, hace cuarenta años que no la visitas, ¿te acuerdas?, cuando le
gritaste que no volverías a pisar su casa sino cuando estuviera tiesa. José refunfuñaba
y decía entre dientes «pues para allá voy, a ver si la ayudo a sacar con los pies para
adelante». María
empezó a llorar «que corazón de piedra, no cambias ni sabiendo que está al borde
de la muerte».
Hace
muchos años cuando María y José estaban recién casados y aún no tenían hijos,
vivían en el pueblo. Su casa colindaba con la de Esperanza, una cerca con
alambre de púas separaba los dos predios. Al principio era la vecina perfecta,
no se sentía, pero un día Esperanza les mató un perro porque se orinó encima de
sus verduras, le dio un tiro y desde entonces tenían cazada una pelea.
Un
sábado después de terminar su jornada de trabajo, José se fue a tomar unas
cervezas que mezcló con varios tragos más, cuando llegó a la casa se sintió con
valor y se metió en la huerta de Esperanza, pisoteó los tomates y las lechugas,
se colgó de las mazorcas y pateó como balones los limones. Esperanza no salió
de la casa, no reviró por lo que estaba haciendo José, solo se veía uno de sus
gatos negros posado en el marco de la ventana del segundo piso. Para terminar
este atropello José le gritó —solo volveré a tu
casa cuando te mueras, cuando estés bien tiesa maldita, como dejaste a mi
perro. Escupió en la entrada y se retiró dando tumbos. Desde entonces no había
vuelto ni siquiera a pasar por la puerta de su casa.
Caminaron
por cuarenta minutos. Por fin llegaron. Tocaron y nadie abría. Un vecino que
pasaba sugirió que dieran vuelta a la manija. Al ingresar encontraron una
escalera de cemento, tan empinada que no se podía ver su fin. Subieron
agitados, María era una mujer robusta con mal estado físico y José tenía los
pulmones arruinados por el cigarrillo, además las secuelas de haber trabajado
en una mina de carbón toda su juventud bajo metros y metros de tierra con
limitado oxigeno.
De
frente al último escalón estaba la habitación de Esperanza, mientras avanzaban
para llegar a la cama, José se quitaba la boina en señal de respeto, pero
también la utilizaba para taparse la nariz y espantar a uno que otro gato que
se le quería subir por las piernas. María le pegaba codazos y le hacía miradas
histéricas para que dejara de hacer cara de asco.
Varias personas rodeaban la cama de la
anciana, todos con la cabeza baja. Mientras unas mujeres lloraban, otras
rezaban. Algunos hombres tenían flores en sus manos.
—Entra y di algo,
¡animal! —le decía María a José, quien nuevamente refunfuñando,
saludó a los presentes:
—Buenas noches a
todos.
María
lo adelantó pegándole un codazo y dijo fuerte y pausado, como si la anciana
escuchara poco —aquí estamos María y José, ¿si se acuerda
de nosotros?
La
anciana tenía los ojos cerrados y respiraba profunda y lentamente, tal vez por
el asfixiante olor a eucalipto y naftalina además de la podredumbre, o quizá porque
se había acumulado el calor de tantas personas. Levantó la cabeza con
dificultad, los miró y le dijo a José —de ti
me acuerdo, claro que me acuerdo, maldito animal, eres un hombre brusco y
malhumorado, no te controlas. —Pero mujer de
Dios, eso fue hace tanto tiempo, ¿acaso no me has perdonado? No es para tanto,
pobrecito mi perrito, tienes que aceptar que haber pisoteado tus verduras fue
apenas justo para cobrarme que lo hubieras matado. —No me
refiero a eso, hoy casi me matas. Tosió, se giró lentamente y se puso de medio
lado para mostrarle las costillas. Tenía marcadas cuatro líneas de color morado
como las berenjenas que cultivaba en su jardín. —Mira lo
que me hiciste, casi me matas.
El
silencio se apoderó de la habitación. Nadie sabía a qué se refería la anciana,
pero si no se veían hace más de cuarenta años, cómo podía haberle hecho daño,
de qué hablaba esta mujer.
José sí
entendió lo que la anciana decía. Como una película recordó cuando al terminar
la jornada con un rastrillo de cuatro dientes le dio en las costillas a un gato
que se posó en su cosecha. No pudo parpadear más, quedó mudo, agarró a María
por el antebrazo y no le podía quitar los ojos de encima a Esperanza que se
reía de forma burlona.
—Tranquilo
José, gracias por no haberme matado, sé que tu intención no era hacerme daño,
tal vez asustarme un poco. Eres un hombre fuerte y tienes una puntería que no
falla, si hubieras querido me hubieras dado un golpe más duro, pero en la cabeza
y no estaría contando el cuento, por eso, por perdonarme la vida te voy a
conceder un don. Contando a partir de ti, tienes siete generaciones más, en las
que no entrará a tus descendientes brujería o mal de ojo, con lo que quedarán
libres de toda maldición, hechicería, peligro o muerte trágica.
Después
de escuchar esto José salió de la habitación y bajó las escaleras, corrió como
alma que lleva el diablo.
Esta es
la historia que se ha contado innumerable cantidad de veces en la familia de
José, perpetuando el mito de aquella mujer gato que le dio un regalo a siete de
sus generaciones por haberle perdonado la vida. Narrando esta historia antes de
dormir, les ha dado a muchos, noches de tranquilidad y blindando del miedo y la
angustia a varios integrantes de la familia, garantizándoles que no les pasará
nada malo.
Nunca
sabrán si cada vez que lo cuentan le agregan algo diferente o si es la historia
original, si la inventó alguien para sembrar confianza en un niño o si tal vez
fue solo producto de la imaginación de alguien que ni siquiera perteneció a
esta familia, pero tal vez por coincidencia nunca en varias generaciones han
escuchado en la familia alguna historia de brujas o hechizos, en fin gracias
José. Que si fue mentira o verdad… sabrá Dios.
Ilustraciones:
Luisa
Fernanda Vaca Castillo
Pobre Gato o Gatos,se nota el desprecio por estos hermosos seres en esta publicación...
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