miércoles, 29 de noviembre de 2017

Un viaje especial

Eliana Argote Saavedra


            Iba por la carretera cuando un pedazo de papel fue a estamparse en el parabrisas. El viento sacudía sus márgenes furiosamente, pero no lograba desprenderlo. Joaquín se detuvo para recargar gasolina y mientras esperaba, decidió sacar el papel que le daba un aspecto terrible a su recién estrenado, y polvoriento, auto del año.

            Adelante la pista se extendía por un sendero de tierra, estaba cansado y quiso estirar las piernas. Cuando regresó dispuesto a continuar su camino, el auto no arrancaba.

—Es la batería —dijo el dueño de un remedo de grifo que se encontraba en la carretera, hasta donde pudo llegar—, hoy es imposible arreglarlo.

—¿Y qué voy a hacer aquí en medio de la nada? —preguntó visiblemente molesto.

—Por aquí hay un pueblo, es pequeño y de gente muy agradable, puede buscar un lugar para quedarse y regresar mañana.

            No pareció agradarle la idea, mas, tomó el camino que le indicaron. Era mediodía, el sol arrojaba sus rayos verticales sobre él. Más adelante, una cuesta empinada y ni un alma, como en el peor escenario de una película futurista. Anduvo unos minutos intentando convencerse de no estar cometiendo una locura, sin embargo, ¿qué más podía hacer?  Una vez en la cumbre, apareció ante sus ojos un paisaje verde con un sendero de tierra apisonada que serpenteaba por entre árboles frondosos que parecían tocarse a gran altura. Se quedó sentado un instante en la cumbre observando maravillado el paisaje y preguntándose cómo un lugar tan apacible como este podía no estar mencionado en su mapa de viajero.

            Disponía de quince días de vacaciones, era el premio que se daba a sí mismo luego de obtener el ascenso en la firma de publicidad donde trabajaba desde hacía tres años y por el que se esforzó tanto; no tenía familia cercana, era hijo único y sus padres vivían en el extranjero, se comunicaba muy poco con ellos. No acostumbraba mantener relaciones amorosas serias, aunque no dejaba de tener encuentros casuales con mujeres hermosas; no era físicamente atractivo, pero su metro setenta y cinco, la seguridad y aplomo que exhibía; sus miradas largas que parecían auscultar más allá de los ojos, y su forma de hablar sentenciosa, hacían que no le faltara compañía femenina. Ya en el hotel del aeropuerto agregó a su lista de conquistas a una mujer hermosa con la que tuvo un encuentro sexual la primera noche, ya había seducido a las encargadas de las toallas que murmuraban cuando les sonreía, y hasta fue el culpable de una fuerte discusión entre una pareja de vacacionistas que celebraba su segunda luna de miel.


            Al llegar al pueblo se instaló en un albergue que brindaba hospedaje, cerca de la playa. Cero comodidades, pero ciertamente no le faltaba nada esencial, además sería solo por una noche. Al oscurecer decidió dar un paseo por los alrededores para conocer aquel pueblito escondido de gente sencilla. Lo acompañaban el suave sonido de la espuma desgranándose al morir las olas, y el viento desprendiéndose del movimiento acompasado de las palmeras que se filtraba por debajo de su camisa. Quiso encender un cigarrillo, había dejado su cajetilla en la maleta así que siguió caminando. «Alguien debe de fumar por aquí», pensó y tuvo razón, a pocos metros un cartel garabateado a mano anunciaba la existencia de una tienda. En el camino encontró una roca grande escondida por unos arbustos, ya con sus cigarrillos, se sentó a disfrutar del silencio, no podía precisar la hora, aunque estaba seguro de que era tarde, allí estuvo largo tiempo observando el reflejo de la luna moviéndose sobre el agua. De pronto, un murmullo lo alertó, le recomendaron que no se alejara, pues esos lugares no estaban en la ruta turística y nadie podía garantizar su seguridad, quiso marcharse, un grupo de muchachos se acercaba, tendrían entre veinte y veinticinco años, de raza negra y estructura atlética. El lenguaje que utilizaban era extraño. Los vio sentarse formando un gran círculo, traían tambores y otros objetos que, desde donde estaba parecían lanzas. Miró su reloj, era casi media noche, buscó por los alrededores, pero el lugar lucía desierto así que decidió quedarse a observarlos, no sin un poco de temor. Una ligera ráfaga de viento estremeció sus brazos desnudos, sin embargo, la piel blanca de su rostro se tornó brillosa y unas gotas de sudor bajaron desde la frente. Casi no se movió los siguientes quince minutos.

            Luego de lo que parecía ser una ceremonia, donde los muchachos cantaban con los brazos entrelazados y apoyaban la frente en la arena para levantarla y emitir un grito, uno de ellos se incorporó dirigiéndose al centro, donde las lanzas fueron enterradas con la punta hacia arriba. La débil luz de una fogata cercana iluminaba apenas al grupo, proyectando sus sombras en la arena. Repentinamente deshicieron el círculo, algunos cogieron los tambores y comenzaron a tocar, uno a uno fueron dirigiéndose al centro para exhibir lo que parecía ser una danza africana. Joaquín quedó maravillado, comprendió que el temor experimentado era absurdo, solo eran muchachos expresándose como seguro lo hacían sus ancestros, el movimiento de sus cuerpos era la más bella expresión de sentimientos que había visto, los gritos que acompañaban la danza enfatizaban lo que sus cuerpos decían. Una muchacha llamó su atención, era menuda y grácil, se dirigió al centro del círculo y clavó los ojos en dirección a él; se sintió perturbado, al comienzo dudaba, después estaba seguro, la mirada de ella permanecía fija mientras la danza se tornaba cada vez más frenética, el movimiento de sus formas onduladas daba sentido a la intensidad del golpe en los tambores, las caderas se sacudían, los brazos parecían extenderse hacia él.
  
            Hubiese querido acercarse y conocerla, pero sintió temor, al término de la danza, los muchachos recogieron sus cosas y se marcharon. Él emprendió el regreso.

            Al día siguiente despertó con un intenso y dulce aroma que provenía de la cocina. Al pie de su cama un niño lo observaba, sosteniendo un pan con las dos manos, cerca de la boca; tendría seis años, la camisa blanca y larga que traía resaltaba su piel negra y sus grandes ojos.

—Hola —dijo Joaquín mirándolo con curiosidad—, ¿cómo te llamas?

El niño no respondió, se sentó sobre la cama, subió los pies y partió un pedazo del pan que traía, se lo alcanzó.

—¿Es para mí? —preguntó Joaquín.

—Lo hizo mamá —dijo el niño—, es rico.

Joaquín lo recibió y se lo comió.

—¿Y tú qué haces aquí? —preguntó.

El niño se bajó de la cama, cogió una pelota, la pateó y salió corriendo tras ella.


            El viajero estaba listo para marcharse. Cuando salió volvió a encontrar a Nilo, quien corría feliz tras la pelota, al verlo, la pateó hacia él y fue a esconderse tras un árbol. Era bastante temprano así que se puso a jugar un rato con el niño, pero al marcharse, este lo siguió.

—Regresa, regresa a tu casa, yo ya me voy —dijo, el niño solo reía y continuaba tras él.

            Ingresó a la casa, la dueña del albergue le contó que aquel muchachito era hijo de Mayra, una joven que trabajaba en la ciudad y que solo regresaba los fines de semana para ver al pequeño Nilo. Se despidió dispuesto a marcharse, el niño ya no estaba. Había caminado casi media hora cuando sintió un ruido, grande fue su sorpresa cuando vio a Nilo tras él con su gran sonrisa y su pelota. Contrariado, intentó regresar, ya estaba a mitad de camino así que decidió llevarlo y regresar luego en el auto con él para devolverlo. Al llegar, sin embargo, el hombre que conseguiría la batería le dijo que aún no la tenía, que tardaría por lo menos un par de días en conseguirla.

            El camino fue entretenido para Joaquín, tenía un nuevo amigo. Aquel día, en compañía de Nilo, pescó, jugó y estuvo muy a gusto con la alegría del niño. Se sentía tan bien que olvidó el trabajo, el auto descompuesto y sus ganas de compañía femenina. Compartieron el almuerzo y ayudaron a la casera del albergue a preparar pan dulce. En la noche hicieron una fogata, el niño danzó alrededor de la misma, recordándole levemente lo que había visto cerca de la playa y él le contó algunas historias. Así transcurrieron los dos días que debía esperar, la mañana en que iba a marcharse, Nilo amaneció con fiebre, su carita triste lo conmovió, el niño le tomó la mano y la puso bajo su almohada, abrazándose a ella.

            Nunca se sintió tan conmovido, la casera preparaba emplastos con plantas silvestres y los colocaba en la frente de Nilo, Joaquín no se atrevió a marcharse. Al final de aquel viernes, cuando ya oscurecía, una voz femenina alertó a Joaquín, quien estaba contándole un cuento al niño, mejorado ya de la fiebre. El rostro del pequeño se iluminó.

—¡Es mamá!, ¡es mamá! —gritaba saltando sobre la cama.

En la entrada, la figura grácil de Mayra apareció con los brazos abiertos.

—Mi niño —decía— mi niño, dice doña Jesús que estuviste con fiebre, pobrecito.

            Pasó delante de Joaquín, quien no podía creer lo que veía, era la chica de la playa, sí, era ella, jamás olvidaría ese rostro. Ella no se percató de la presencia de Joaquín, entretenida como estaba en abrazar a su hijo, luego, cuando notó que Nilo sonreía a alguien tras ella, volteó, enseguida se puso en alerta.

—¿Quién eres tú?

—Es mi amigo —dijo el pequeño—, él me ha cuidado y me ha contado cuentos, cuéntale, cuéntale, cuéntale —pedía.

            La mañana siguiente, Joaquín se ofreció a llevar a Mayra y su pequeño al pueblo para conseguir medicinas. Era el día en que debía marcharse, pero ya había esperado tanto, ahora tendría la oportunidad de conocer un poco mejor a la muchacha. De regreso, dejaron al niño dormido con la casera y ellos volvieron a la playa, allí pasaron algunas horas, Mayra se mostraba a gusto con él, conversaron, se conocieron y Joaquín comenzó a descubrir un sentimiento extraño que lo atrapaba cuando estaba cerca de ella, cuando miraba sus ojos que por momentos se perdían cuando alguna balsa se acercaba. Fue la casera quien le recordó a Joaquín que debía marcharse, que se encontró con el hombre del grifo, dijo, que le avisara que su auto estaba listo.

El niño no quería que se marchara, y él tampoco deseaba irse.

—¿Tú qué dices, Mayra?, ¿quieres que me vaya?

—Y ¿para qué? —respondió la muchacha—, si dices que nadie te espera, mejor quédate.


            Joaquín estaba feliz, ella le pidió que se quedara, ya la había sorprendido un par de veces mirándolo cuando él parecía entretenido con Nilo. Ella ríe conmigo, pensaba, se ve relajada y feliz. Esa noche volvieron a preparar una fogata junto a la playa, él le contó de su vida, su trabajo, las comodidades de la ciudad, lo hermosa y fácil que sería su vida a partir de ahora con su ascenso; ella le contó de su pueblo, de los padres fallecidos, de lo mucho que amaba a su hijo, que trabajaba por él y que algún día el niño iría a la escuela, que eso la haría feliz. Se acostaron sobre la arena con Nilo entre ellos y se quedaron largo rato mirando la luna. Cuando el niño se quedó dormido, ella se dispuso a cargarlo y sin proponérselo, sus manos se tocaron, ella se apartó al instante.

—¿Tu corazón tiene dueño Mayra? —preguntó mirándola fijamente a los ojos.

—Creo que sí —respondió ella y desvió su mirada hacia la playa—. ¿Y el tuyo?

—Creo que el mío también —respondió él.

            Esa noche Joaquín soñó con la luna iluminando la noche negra, con la fogata, con la muchacha de la playa que danzaba. A pocos metros, Mayra, abrazada a su hijo también soñaba con la luna y con la noche negra, con una balsa acercándose a la orilla. ¿Tu corazón tiene dueño Mayra? Sonaba la pregunta que le hiciera Joaquín, pero la voz que hablaba era otra, y la mirada fija en sus ojos que la estremecía, y el cuerpo que se acercaba tras descender de la balsa.


            Al día siguiente, Joaquín estaba decidido, esa noche se lo confesaría a Mayra, su vida había cambiado, su rumbo, ahora solo tenía un propósito; él quería a Nilo, se encariñó con aquel pequeñuelo descalzo de mirada juguetona; la deseaba a ella, mas, lo que sentía era nuevo, pensaba en su cuerpo de piel azabache, en sus piernas largas, en su cabello negro, en esa mirada extraviada; quería tenerla entre sus brazos, sí, para abrazarla, para protegerla, quería hacerla suya pero no lo guiaba el simple deseo carnal, soñaba con su sonrisa complacida cuando pudiera poseerla, en la tibieza del silencio con ella entre sus brazos, en su aroma a mar. Jamás sintió aquello, ninguna mujer logró despertar eso en él. Ella merecía todo lo que él pudiera darle, se la llevaría y al niño con ellos, ella no tendría que volver a servir a otros, la imaginaba en su departamento, vestida con ropa fina, y al niño contento regresando de la escuela, los tres yendo a pasear.

            Llegó la noche, Joaquín se sentía algo nervioso, la casera había preparado un pastel con frutas silvestres que los tres recogieron, Mayra durmió una siesta abrazada a su hijo, al despertar se entretuvo bordando un vestido luego de elegir los collares de semillas que se pondría esa noche, todo era perfecto, ella seguramente lo sospechaba, se estaba preparando para él. Cuando salió de la casa, Nilo jugaba en la entrada con unos muñecos de trapo que su madre le trajo, pero Mayra no estaba. Pasaban los minutos y la muchacha no aparecía, la casera, al verlo inquieto, se acercó a él.

—Ella estaba inquieta también —le dijo—, me pidió que te diera las gracias por tratar tan bien a su hijo.

—¿Dónde está?

—Se ha marchado, va a volver a media noche.

—¿Por qué? ¿A dónde ha ido?

—Ella está enamorada —le dijo mientras cruzaba una manta sobre sus hombros.

—Lo sé, pero ¿por qué no está aquí?

—Tú eres bueno —dijo la mujer—, pero ella quiere a otro.

—¡No!, ¡no puede ser!, ¿a quién?

—Ella no es para ti —insistió la anciana—, ella quiere a un hombre que es como ella, uno de aquí.

—Pero es que yo puedo hacerla feliz, voy a llevármela a la ciudad, quiero…

—Ella es feliz aquí.

—Aquí no tiene nada, qué puede darle un hombre de aquí, qué futuro puede esperarle.

—Ella no necesita tus cosas, tu mundo es extraño para ella.

— Ya sé dónde está —dijo Joaquín estrellando el puño contra la banca de madera.

—No vayas a buscarla.

            Joaquín no respondió, se alejó con pasos largos rumbo a la playa. Estaría con aquel grupo de muchachos con los que lo vio la primera vez, seguramente el hombre que quiere es uno de ellos, un aldeano, un hombre sin futuro, pensaba. Llegó hasta la roca desde donde la vio la primera vez, esperó solo unos minutos cuando apareció la silueta de Mayra acercándose a la playa. Llevaba el vestido blanco que ella misma había bordado en la tarde, los collares de coral, los pies descalzos. Se sentó en la orilla. Iba a acercarse cuando la vio incorporarse; una balsa se aproximaba, un muchacho atlético de brazos fornidos y cabello ensortijado descendió, solo llevaba un pantalón a la altura de la pantorrilla, se acercó a ella y la levantó en sus brazos.


            Joaquín sintió ganas de acercarse y estrellar su mano en el rostro de aquel hombre, sujetar a Mayra y convencerla de que él era lo mejor que podía pasarle, que solo a su lado estaba el futuro que era incapaz de imaginar; tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar el dolor que se le clavó en el pecho cuando los vio despojarse de sus ropas lentamente, acercándose y convirtiéndose en uno, cuando vio el placer en el rostro de ella, tumbada sobre la arena mientras él acariciaba su piel.

            Ocultó el rostro entre las manos. Se quedó quieto y en silencio hasta que escuchó la voz de ella diciendo adiós. Se armó de valor, era apenas una chiquilla, no podía saber lo que quería, cuando el muchacho se marchó y la balsa desapareció, se acercó y se sentó a su lado. Mayra se asustó al verlo.

—Yo creí que me querías —dijo él acercándose.

Ella se apartó un poco y lo miró directo a los ojos.

—Jamás te dije que te quería a ti —respondió.

            Un puñal se clava en la herida abierta, ella no lo ama, jamás se lo había dicho; para ella, el mundo comienza con el sonido de la voz de Ramón, el pescador de la playa, tuvo que escuchar su voz emocionada, ver su mirada soñadora perderse en el horizonte cuando le contaba que el futuro tenía el color de sus ojos y que cuando él la abrazaba, no existía nada más. Debió dominar su dolor cuando ella le tomó la mano y se la besó.

—Tú eres un buen hombre —dijo y le regaló su sonrisa de dientes torcidos, la sonrisa más hermosa que él hubiera visto.


            Entendió que lo que más amaba de ella era su fragilidad, sus pisadas suaves sobre la arena, su sencillez. No dijo nada, se alejó y fue a refugiarse nuevamente en su escondite. Allí, sentado sobre la roca comprendió que ese era el mundo de ella, que no debía arrancarla de allí donde era feliz. Se quedó observándola por última vez, recostada sobre la arena, con la mirada llena de luna y el cuerpo relajado, armonioso, un bello brochazo negro sobre la blancura de la playa, y se marchó, él jamás pertenecería a ese panorama. El intruso era él.

No hay comentarios:

Publicar un comentario