Me consuelo al pensar en ese
hermoso atardecer, en el que aún no te conocía y no sabía lo que era acariciar
enojado, ni sonreír por el qué dirán. Siempre me gustó ver novelas mexicanas,
qué cursi, menos mal que mis amigos del Regatas no saben mis aficiones diarias:
María la del Barrio y Marimar. Entonces comprendí el sendero que me llevó hacia
ti, era lo que yo nunca esperé.
Juan Börger había sido alumno
predilecto del hermano Rafael, pelirrojo, pecoso y de un metro sesenta y cinco.
Nunca se amilanó en el salto largo, ni en la carrera con postas. En el cuarto
de secundaria perteneció a la selección de atletismo del colegio Champagnat de Miraflores. En quinto de secundaria conoció a Mabel, en una tarde
comiendo helado cerca al Solari, en la avenida Pardo. El tío Ernesto y su mamá
le advirtieron de qué familia venía, el padre de la niña había sido un
fraudulento funcionario de la Compañía Peruana de Vapores y luego de quedar
viudo había cambiado de mujer como de calzoncillo sucio. La muchacha, se
rumoraba, había compartido amoríos con un Roca Rey, hasta perdió un hijo con aquel.
Antecedentes calenturientos forjados a tan corta edad. No era mujer para ti,
Juan, comprende.
Se enamoró de la petisa y
curvilínea del Belén; caminaba veinte cuadras tan solo para dejarla en su casa.
Ya no iría a los entrenamientos de la selección de atletismo. No más Adecore.
El amor juvenil pudo más y los devaneos también.
Juan había perdido a su padre en
una misión sin retorno, al Cenepa durante el conflicto con el Ecuador en el 95.
Era un robusto y pelirrojo infante de Marina, murió entre ramajes y balaceras
intensas. Ernesto, primo hermano de su
mamá, asumió las veces de padre, consejos siempre tenía para el muchacho.
Él, Josecito, un flacuchento
con barbas de chivo, exalumno del colegio Carmelitas, amante de los tronchos de
fin de semana y del surf, rozaba los pezones de la enana, lo hacía sin miramientos
y consciente de que eran observados por paseantes y vecinos que se deleitaban
con las piruetas de sus manos. Añadía malicia y deseo creciente mientras
estrujaba más y recorría sus cabellos castaños. La escena no era más que una
banquita, dos vecinos sentados en el borde de la vereda y un árbol añejo. El
parquecito ya no podía disimular las caricias de José, el intruso del
Carmelitas. Juan abandonó la clase de
Biología solo para comprobar lo que le habían susurrado su prima Titi y su
amigo Juanjo; a tres metros de la gimnasia al aire libre, con un enorme arbusto
de compañía, Börger mostró una lágrima en la mejilla izquierda, tomó la manga
izquierda de su casaca jean negra y
se la limpió sin dudar.
El pelirrojo terminó dentro de
los diez primeros alumnos de su promoción en el Champagnat, el hermano Rafael y
el profesor Seminario le auguraron un gran futuro. Medio año después ingresó a
la facultad de Medicina, Mabel lo acompañó a la oficina de admisión; luego lo
felicitó en público y en privado. Era tan feliz, sus ojos marrones brillaban de
tan solo verla. Qué linda era su enana.
La mujercita de diminutos pies
gemía, se calmaba y lanzaba una risita nerviosa, semejante a un susurro,
coqueteando con todos y con ninguno a la vez. Ella lo disfrutaba, transpiraba
el goce, lo mostraba. El flacuchento se abalanzaba sobre su cuello y se alejaba
de nuevo. Era cariñoso, aprehensivo, vehemente y audaz. Juan se llenaba de
preguntas, dubitaba desde el arbusto, temblaba acariciándose su roja cabellera;
observaba a Mabel que frotaba sus senos turgentes sobre las manos de su
amante. La piel suave y rosada se erizaba
cuando el vago de mierda ese frotaba acuciosamente su pulgar en el pubis. Surferito
infeliz y se controla Juancito.
Recuerdo haberte visto así,
Mabel, azarosa, cuando apenas te conocía, tus gemidos y mis caricias, las mías
solamente. Egoísta debo haber sido o no me di cuenta, tú apenas rozabas con mis
sueños y yo nunca comprendí los tuyos. No entendí, ¿no? Eso debe de ser.
El bastión del Carmelitas
deslizaba su mano sobre ella, sobre toda ella, sentía desvanecerse, por
momentos, en su temblor y en su hálito entrecortado. La tensión aumentaba,
retumbaban los latidos una y otra vez. Ante la sensación de una mirada
inquisidora, se contorneaban de un modo más frenético. «Si tu mamá te viera,
Mabel».
Ella se dejaba llevar, por
momentos olvidaba que estaba a la intemperie, en una banca de un parquecito,
cerca de su casa, donde no tardaba en llegar Juan a verla, los jueves era
infaltable. Sus chistes y anécdotas. Eran una pareja unida y feliz, ¿no es así?
El pelirrojo se deslizaba
lentamente, aumentaba su paso, se detenía por momentos y acortaba su
respiración. No sentían sus pasos, poco a poco, miró alrededor y no había ya
nadie. Juan halla el mazo en su bolsillo, acaricia el adminículo. Ya es uno solo
con el martillo, siente su pulso, firmemente resuelve terminar, ya no tiene
dudas.
«Yo
que te quiero tanto», sentencia y susurra Juancillo.
El flacuchento, el osado, el
surferito fumón, no reacciona ante el primer golpe, se desploma de espaldas.
Aturdido y con la respiración dificultosa trata de incorporarse solo para
recibir el segundo golpe, el certero. Cae abundante sangre del cráneo hendido.
Coge con firmeza el martillo, Mabel trata de gritar, Juan hunde el puño en la
boca de su enana. Ahoga su llanto y su grito se transforma en un ruido parecido
al que producen las ratas cuando deambulan en una cocina sucia.
El bueno para nada del
Carmelitas no se atreve a moverse, no lo hará más. Su amada usa sus lágrimas y
sonrisas, como artimañas, trata de explicar, el dolor, la humillación. «No
significó nada», mascullaba. «Que lo amaba, que no significaba nada”. Trató de recordar
cuando salía rápidamente del colegio para tomar el Chama y poder llegar al
colegio Belén para encontrarse con su enana y su risita dulce.
Börger respiraba profundamente,
miraba el cielo inusualmente estrellado. Se detiene un momento, acaricia su
cabello rojizo y suelta el martillo. Huele el perfume a flores mezclado con su
colonia de lavanda. Mabel sonríe, besa lenta y calurosamente el cuello del
dolido. Nadie mira aquella escena entonces. Así como el amanecer llega no dudemos que el atardecer también
vendrá. Dejó de mirar las estrellas, bajó el mentón, todo ocurre raudamente. Se
sintió ahogado con su corto resuello.
Apretó los dientes, sus manos tomaron su cuello, Mabel acortaba su jadeo, agitaba sus brazos, sus piernas se desvanecían, la respiración
se acorta, su resoplido se extingue. Las manos se agitan sin cesar. Una pequeña
bolsa cae del bolsillo del jean de Börger,
huele a camotes fritos. «Qué delicioso», pensó Juan. El cuerpo inerte
descansa en la banca, dos perros olían la escena, ladraban ya. El más pequeño un
poodle degusta los camotes fritos.
Se sintió como Eduardo
Capetillo sin guion, sin Thalía. Lloraba mucho, sentado en
la banca frente
a dos cuerpos, tan fríos
ahora. ¿Testigos? Las estrellas y un vientecillo refrescante. Se cogía
la cara con ambas manos tratando de no ver. Ya no vería los ojos verdes de su amada.
Eran la diez de la noche casi, un vecino advierte la escena, la escena conlleva
a una llamada, la llamada al escándalo, el escándalo a la alarma, la alarma a
la policía. Él espera sosegado su desenlace, la agonía propia. Al escuchar la
sirena supo que no podía ocultar más lo que sentía y por ende lo que había
pasado.
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