martes, 8 de noviembre de 2011

Duelo de caballeros II

Víctor Mondragón

Desde hacía  tiempo Jorge Ríos deseaba volver al colegio donde cursó  estudios secundarios, residía  en Canadá y  viajó al Perú para visitar su país de origen.
De mañana, muy temprano, caminando por el centro de la ciudad de Lima, desempolvó una vieja amistad con la  humedad,  el  smog y la suciedad, bajo  un triste cielo y una mezquina llovizna se dirigió a la Calle Siete Jeringas (1) de los Barrios Altos, se detuvo ante una enorme puerta de madera  que cual  silencioso gigante le cerraba el paso. Tocó varias veces el portón pero sólo le contestó el silencio, vio un establecimiento comercial cercano y preguntó por el nombre del colegio donde estudió. Nadie  le dio razón, volteo la esquina e hizo el mismo intento en una pequeña puerta del Jirón Huanta y el resultado también  fue infructuoso.
Nuevamente se ubicó frente al portón y, cual si fuese un enamorado que espera a su amada no se movería hasta conseguir algo,  decidió inquirir a cuanta persona pasara por allí. Tras  una hora     le pareció escuchar una   campana que le hizo darse cuenta que era la hora del recreo y repentinamente se encontró en el patio principal de aquel vetusto inmueble, vio  alumnos vistiendo uniforme beige tipo comando en estricto orden de formación.
A finales de la década de mil novecientos sesenta   el muchacho inició  estudios secundarios, provenía de un colegio particular y por limitaciones  económicas, sus padres lo tuvieron que trasladar a  un colegio estatal.  El primer día de estudios fue una mezcla de enigmas y desconcierto. Jorge no conocía a nadie en la clase, sólo tenía algunos amigos en otras aulas; provenía de un colegio donde se usaba traje,  con  un aula por grado y en el nuevo colegio tan sólo  el primer grado tenía salones desde la letra A hasta la letra Q, el adolescente  se sintió solo y pequeño entre  un mar  de estudiantes.
-Es un colegio de vagonetas –escuchó una vez de un amigo.
-Es refugio de alumnos  expulsados de otros centros –oyó otra vez de un vecino.
El nuevo colegio venía precedido de mala fama, solía haber  escuchado cosas peores, ya en el  salón de clase se percató que los adolescentes en forma natural y espontánea iban conformando grupos, notó que los pequeños se acercaban a otros similares, los que tenían un color de piel más clara se asociaban con sus semejantes y los más grandes o los que tenían  pinta de malos también hacían grupos, pensó que  los seres humanos al igual que los animales tienden  a asociarse con quienes comparten cierta afinidad.
Con voz alta y en tono autoritario entró y saludó el Auxiliar de educación, seguidamente enumeró las normas de conducta.
-…más les conviene cumplirlas pues en caso de infracción los castigos serán muy severos –concluyó.
Con más temor que respeto, los muchachos meditaron y murmuraron, posteriormente se presentó el profesor de Lengua y dio inicio al curso, como era típico en aquellos tiempos, el profesor ordenó a los alumnos que mediante una narración  describieran lo hecho  durante las vacaciones, seguidamente se ausentó aduciendo tener una reunión con los demás profesores. Aquel fue el momento tan esperado, la tensión y angustia al fin   mermaban; desde  las ocho de la mañana hasta las nueve y media no tuvieron   más que momentos de incertidumbre;  los jóvenes se relajaron y procedieron a dar rienda suelta a sus emociones,  en el fondo eran casi niños aún.
A las diez de la mañana el portero, un mestizo gordo y de baja estatura, procedió a tocar la tan ansiada campana, Jorge sintió que era la oportunidad para ir a otras aulas en busca de sus amigos. Caminó por estrechos callejones donde las paredes de quincha  inclinadas fungían de ancianos encorvados, buscaba  cualquier conocido, pero no hallaba alguno. De pronto se le aproximó  una turba de alumnos, Jorge se hizo a un lado.  
-Caño, caño… - gritaban los muchachos que abrían paso a un  joven que manaba abundante sangre por la nariz.
Si bien aquella impresión fue fuerte, eso no sería novedad, Jorge sabía que entre muchachos que recién se conocían era frecuente dirimir  disputas a puño limpio.
La campana volvió a sonar y el alumno presuroso se dirigió al otro lado del colegio, entró al aula  seguido por el profesor de Matemática quien dijo haber elaborado un texto que era magnífico para aprender y aprobar dicha asignatura, luego condujo al frente a dos discípulos obesos,
-Los muchachos fueron a un restaurante, ingirieron   entrada, plato principal, postre y dieron propina, el primero consumió el doble que el segundo, el costo total fue treinta soles  ¿cuánto deberá pagar cada uno? –preguntó el profesor y seguidamente  dio la dirección de su casa para que los alumnos compraran  el tan mentado texto.  
Llegado el mediodía afloraron en el aula  olores de cocina, percibían   el tradicional sofrito (2) criollo,  base para diversos platos peruanos. Aquello no hacía más que despertar el apetito entre los alumnos quienes ansiosos   esperaban  la hora de salida;  la precariedad del improvisado inmueble lo hacía colindar con casas de vecindad   donde se escuchaba todo tipo de discusiones caseras y demás situaciones.
Llegó la una de la tarde y por ende la hora de salida. Jorge salió aliviado y contento del colegio,  sentía haber sobrevivido al primer día de clases. Para él fue un reto enfrentarse a aquel ambiente hostil y desconocido, a la salida lo esperaban vendedores ambulantes de papas rellenas (3), churros y melcochas. Las papas rellenas eran las más cotizadas, se veían crocantes y sólo costaban cincuenta centavos, el muchacho tenía tanta hambre que decidió gastar el dinero destinado al  autobús de regreso a casa.; fue difícil la decisión,  optó por una papa rellena, con sumo cuidado esparció ají amarillo (4) mientras abría un orificio en la papa que descansaba sobre papel tipo periódico; con curiosidad rebuscó y solo encontró restos de cebolla y condimentos, definitivamente no tenía carne, huevo, ni pasas; sin embargo no se explicaba por qué le parecía tan exquisita aquella papa. Ese fue el comienzo de una escena que se repetiría a lo largo de toda la educación secundaria.
-Vamos a la plaza Italia –le grito un compañero.
-Vamos –respondió Jorge.
Los adolescentes erguían sus cabezas con altivez frente a otros escolares, estaban orgullosos de ya no formar parte de los alumnos de nivel primaria.
-Me puedo sentar allí –pregunto Jorge al día siguiente en el aula.
-Sí, está libre –dijo Oswaldo, un condiscípulo.
Jorge buscaba congraciarse con los alumnos más altos de la clase, para eso  se ubicó en la última fila del salón; en su inocente,  pero especuladora mente creía estar a salvo de peleas si  hacía amistad  con ellos.
Pasados unos días, se  percató que todos los profesores y alumnos tenían al menos un apodo,  muy  común en la sociedad limeña de entonces; en un principio no entendía por qué le decían Gaby a su amigo Ernesto; si bien aquél era un tanto delicado, de ninguna manera para Jorge sería un invertido.
El colegio no disponía de campo deportivo, así que un día de la semana los alumnos asistían a unas instalaciones compartidas del Barrio Obrero en La Victoria; mientras corrían en la pista atlética, a Jorge le llamó la atención el desplazamiento de Ernesto, su postura encorvada,  la nariz aguileña y el mover de sus brazos no hacían más que dar significado al apodo, parecía un  ave de rapiña tratando de emprender vuelo (cuán grande es  la sabiduría popular)  el apodo de Gaby se refería a gavilán, más que a una posibilidad de homosexualidad.    
Otro día, durante el recreo,  Jorge caminaba con su amigo Julio César por un estrecho pasadizo, de pronto unos muchachos que corrían  tropezaron con ellos.
-¡Qué tienes! –dijo Julio César.
-¡Qué te pasa c…tu madre! -respondió un muchacho insolente.
-…al patio, al patio –gritaron los amigos del inesperado contrincante.
Los adolescentes caminaron unos diez metros hacia el patio central,  Jorge  pensó en evitar la pelea, quiso  ir a llamar al Auxiliar, quizás pedir disculpas a aquel grupo, no supo qué hacer.
-Coge esto –dijo Julio César mientras entregaba su corbata a Jorge.
El contrincante se sacó la camisa; en pocos segundos se encontraban en la arena de un coliseo romano,  en un duelo de improvisación de fuerzas,  docenas de alumnos se ubicaron  alrededor, los unía un común anhelo de novelería y espectáculo.
Julio César tomó la iniciativa e impactó sus puños en los pómulos de un  sorprendido rival, éste retrocedió  y empezó a  rondar con las piernas abiertas, meneando los brazos y  agachado para evitar una pesada (5); nuevamente Julio César sorprendió con una patada en el muslo del rival pero  el suelo mojado por la llovizna lo hizo trastabillar y el rival se le tiro encima, ambos se abrazaron y  Julio César cayó de espaldas, un brote de sangre manaba  de su cabeza;  la señal era obvia, ver sangre era motivo para que los espectadores intervengan deteniendo  la pelea.
-Déjenme, déjenme -repetía Julio César, los curiosos aplacaron el  atolondrado propósito pero agravaron su  frustración.
Así quedaron  grabadas en la mente de Jorge las cada vez más frecuentes peleas, inferiría ciertas tendencias al interior de ellas, era casi un rito aquello de las disputas,  comúnmente por razones vanas, un simple roce entre alumnos, una forma de mirar o una palabra mal dicha eran motivo de pelea. A todo aquello se sumaban los carboneros que atizaban la chispa recién encendida y los demás  que apostaban por uno u otro contrincante; de nada servían los castigos del Auxiliar de educación,  los alumnos estaban curtidos y  les era más valedera la honorabilidad que el castigo.
Jorge en la infancia vivió en el campo y recordaba que entre los animales se daba un comportamiento similar, cada vez que un perro se encontraba en un nuevo ambiente debía pelearse contra los miembros del entorno  a fin de ubicarse en la escala y saber qué lugar le correspondía.
Pasadas las primeras semanas de colegio, apodaron al profesor de Lengua,  Pilón  por ser rechoncho, de bigotes y con apariencia de  sueño. Aquel  solía dejar una tarea a media clase mientras  degustaba un sándwich y seguidamente dormitaba en el pupitre; por otra parte, el profesor de matemática perseguía a los alumnos que aun no compraban su texto y para asustarlos solía tomar pruebas sin previo aviso. Un día lunes tomó una de aquellas pruebas sorpresa donde los alumnos no sabían ni la décima parte de lo preguntado, la angustia se dibujó en el rostro de los alumnos hasta que  una gallina colorada cayó del techo mientras los muchachos corrían tras de ella; el ajetreo distrajo a los estudiantes y cuando el ave fue cogida sonó el anuncio del recreo y efectivamente aquella vez les salvó la campana.
Ir a un baño maloliente  era poco grato para Jorge, a diferencia del colegio de primaria, las paredes estaban llenas de dibujos y frases alusivas al lugar
“prohibido defecar más de un kilo” era una frase que abundaba pero no parecía ser emitida por la autoridad.
“En este humilde rincón, hasta el más valiente se baja el pantalón, no por valiente sino por cagón –solía estar escrito en diversos lugares.
“Qué triste es amar sin ser amado, pero más triste es cagar sin haber comido…”  la sabiduría popular iba perfilando la mente y modo de pensar de los muchachos.
En el aula de Jorge  un alumno destacaba por ser más grande que los demás,  Fernando Solano López, de piel blanca como la leche, cabello rizado,  labios gruesos, pómulos anchos,  nariz achatada,  ingenuo y fortachón –en partes iguales-, la adolescencia ya le había  arrebatado  la dulzura de su voz; los  muchachos solían decir que era un negro sacalagua, vestía un descolorido uniforme (al parecer cedido por un hermano mayor), exhausto por el uso y amasado en peleas, provenía de un hogar de once hermanos y vivía al  lado del río, en la Huerta Perdida, por el cabello  ensortijado  le apodaron “Pasitas”.
El sacalagua se sentaba en la penúltima fila del aula y Jorge en la última, eran compañeros de clase mas no así amigos de confianza; un día alrededor de  las diez de la mañana Jorge buscaba denodadamente una goma de borrar.
-¿Alguien ha cogido mi borrador? –preguntó en voz alta.
-Pasitas lo tiene –contestó Huamán con voz acusadora.
-Devuélveme mi goma –dijo Jorge. Pasitas sonrió  en tono desafiante.
-Uy, uy… -era el intermitente rumor en el rincón, en cuestión de segundos se aglomeraron otros pupilos y exigían que la disputa se dirimiera a modo de caballeros.
El pequeño Huamán era el más carbonero, Jorge comprendió que había encendido una chispa que no pudo evitar.
- Córtensela para la salida -dijo Oswaldo a quien llamaban el Taita por ser  el más temido en peleas del salón; cual si fuese juez supremo,  dio un veredicto inapelable.   
Jorge percibió una resonancia helada en las entrañas,  alucinaba verse con la nariz ensangrentada o siendo castigado por el Auxiliar, con inconfesado y tal vez ignorado temor extendió un dedo pulgar y lo cruzó con el mismo de Fernando, se acababa de sellar el pacto de caballeros, el duelo sería esa tarde a la salida del colegio, el escenario era desconocido y el Taita lo definiría.  
Las tres horas posteriores serían una eternidad para Jorge, aún no comprendía cómo se encontraba envuelto en una riña callejera, ya no le preocupaba tener frente a sí al profesor de matemática persiguiéndolo por  no haber comprado su texto, tenía la mente embargada por  cómo enfrentar el tan cercano pugilato, poco a poco se fue contaminando de ansiedad.
-A ese Pasitas le he prestado varias veces mi cuaderno -decía Jorge  pero aquello no valía de algo, por otra parte se consideraba más inteligente, pues tenía mejores notas que Fernando, pero aquello tampoco tenía relación con la cercana contienda, no lograba escapar de la preocupación.
Llegó las doce del mediodía,  hora del segundo recreo,  varios condiscípulos se acercaron  pues la noticia   corrió como reguero de pólvora,  no buscaban  de qué lado estaba la razón, solo les atraía el puro sabor de la curiosidad. Jorge simulaba estar sereno, pero por dentro todo aquello no hacía más que confundir su mente ya difusa, en el fondo sabía  que no hay duelo sin víctima. De nuevo en el aula escuchaba como los compañeros chismoseaban que el profesor de Lengua tenía diez hijos,  trabajaba toda la noche como taxista  entre la Plaza de Acho y Zárate y por eso  dormía durante las clases. Prestaba poca atención a aquello, tenía la mente  atrapada en un mar de dudas.
Pasado el mediodía, la clase fue embargada por olor a  pescado frito, aquel característico olor del pescado peruano que hiciera parecer a más de uno estar frente al mar. Mientras Jorge seguía especulando en  cómo enfrentar el  reto, sabía perfectamente que la diferencia de envergaduras no le favorecía, la única oportunidad serían los momentos iniciales pues transcurrido el tiempo  la diferencia de tamaños definiría el desenlace. Sin opción para dar marcha atrás, si alguna vez se le cruzó por la mente correr, lo  descartaba pues sería el hazme reír del colegio, más pesaba “el qué dirán” que la integridad física.
Oswaldo era el compañero de carpeta y amigo de Jorge, pero nada podía hacer al respecto; la pelea debería cumplirse pues un pacto era como una ley que debiera ser acatada por todos. El sonido de la campanada de salida sobresaltó a Jorge, estaba muy tenso y  le incomodaba que el Pasitas lo acosara con una burlona e implacable hostilidad,  miraba adelante y  lo veía sonriendo y jugando.
-Hagámoslo rápido pues tengo otra pelea a las dos de la tarde –repetía con fatuidad el Pasitas.
Para no llamar la atención, el Taita dispuso que solo hubiera cuatro testigos, dos por cada contrincante. Si bien eran amigos de ambos, nadie podría intervenir, pues pese a ser adolescentes todos aspiraban a ser  caballeros. Oswaldo  eligió como escenario una casona antigua de la misma calle que parecía estar desolada. Con sumo cuidado los amigos recibieron los cuadernos y corbatas de los contrincantes. Oswaldo recordó que  los pugilistas no debían tener algún elemento punzo cortante y añadió que aquello sería una grave violación, eso inspiró en Jorge una serena valentía.
En el fondo agradecía que hubiera llegado el momento, era consciente  que más se sufre en los momentos previos que en el desenlace, la piel  se  erizó, sus músculos se tensaron y  lanzo un primer ataque sobre el Pasitas. Jorge había visto que Oswaldo solía pesar a los adversarios cogiéndolos sorpresivamente  de las pantorrillas y haciéndoles caer, así lo intentó, pero el Pasitas eludió ágilmente la intención pues conocía perfectamente esa treta.  Seguidamente  lanzó un nutrido ataque de golpes al cuerpo del Pasitas, grande fue el desconcierto al percatarse que sus puños rebotaban en una gran masa adiposa sin causar mella alguna. Jorge volvía a recordar que la única esperanza serían los momentos iniciales y los argumentos se  estaban agotando. Pensaba sorprender con un punta pie cuando en eso, el Pasitas logró cogerlo  del pecho por la camisa, se dejó caer hacia atrás mientras con las piernas hacía volar a Jorge, tal cual se solía ver en las películas del oeste de entonces.
Jorge cayó pesadamente mientras no salía del  asombro,  no esperaba  aquella forma de ataque, se reincorporó rápidamente, pero fue impactado en el rostro por el puño del Pasitas. En un desesperado intento logró abrazar al Pasitas y poner un pie detrás a fin de empujarlo y hacerle caer, pero el sacalagua era más fuerte y no caería fácilmente. Cuando Jorge daba por perdida la causa y sólo le quedaba esperar los desenfadados envites del contrincante vio como una desdeñosa mujer de pelo colorado se les acercaba con un palo y tras ella un perro   blanquinegro. Rápidamente los improvisados gladiadores corrieron  dejando parte de sus pertenencias en aquel viejo solar. Al alcanzar la calle sonrieron y Oswaldo cogió las manos de los contrincantes y las unió en señal de amistad recíproca.
La pelea  terminó sin vencedor alguno. Jorge exhaló un hondo suspiro de alivio,  el pugilato no tuvo  mayores consecuencias; un botón desprendido, un pantalón ensuciado y un par de cuadernos extraviados fueron el saldo de aquella pelea.
Se dirigieron  por el jirón Huanta hacia la Plaza Italia, ahí se encontraron con otros compañeros que acababan  de recomponer una vieja pelota de trapo, apilaron cuadernos sobre el suelo a modo de arcos y el Pasitas, Jorge y demás amigos sonrieron una vez más conformando un equipo callejero. 
Al escuchar a un vendedor ambulante que ofrecía papas rellenas, Jorge reaccionó y volvió al presente,  seguía de pie frente aquel viejo portón, nadie le abrió, sin embargo la nostalgia   recuperó  de su mente los  recuerdos de una juventud pasada. De qué le servía el momento presente y la seguridad económica si ya no era el adolescente  que solía sonreír y ser feliz. Muy lejos estaban los tiempos en que se alegraba con tan poco y que tras los momentos difíciles terminaba jugando como el niño que alguna vez fue.
-Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos –dijo para sí.
Pidió al vendedor que le sirviera una papa rellena que costaba cincuenta céntimos, hizo un hoyo en el centro y esparció ají amarillo con cebollita china. Mientras saboreaba aquel antojo de su  adolescencia, el viejo vendedor le dijo que hacía más de treinta años que el colegio Daniel A. Carrión había desaparecido de allí, el interior del inmueble fue derruido, declarado inhabitable, fue trasladado a otro local  y finalmente no se salvó ni el  nombre. Jorge se apenó mucho, le  habían arrebatado el pasado, pensó que nunca más habría un colegio con el nombre del suyo, buscaba refugio en la resignación cuando su sensible olfato volvió a percibir aquel sofrito criollo, fundamental en la cocina peruana. Cuarenta años después, el visitante reavivo lo que creía olvidado, se le  aproximaron unos escolares que discutían como juntar unas monedas para comprar  papas rellenas. Jorge vio  en ellos su rostro y el de sus amigos, cogió la cartera, extrajo un billete y  pidió  al vendedor que entregara  papas rellenas a cada uno; seguidamente,  se perfumó de ilusión y se dirigió  a la Plaza Italia con el fin de indagar si había algún equipo de fútbol callejero al que le faltara un jugador para completarse…   





1. Calle Siete Jeringas: cuadra ocho del Jirón Miró Quesada en Lima.
2. Sofrito criollo. Base de diversos platos peruanos, compuesto por ajo, cebolla y tomate picado frito en aceite y algún ají (amarillo, panca, mirasol o pimentón)
3. Papa rellena: tradicional plato criollo peruano, papa cocida y prensada rellenada con  sofrito criollo, carne picada y pasas. Frito en abundante aceite caliente.
4. Ají amarillo: También llamado ají verde, de agradable sabor. Acompaña diversos platos peruanos.
5. Pesada: Comúnmente llamada a la acción de levantar a un contrincante cogiéndolo por sorpresa de sus piernas.

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