viernes, 9 de septiembre de 2016

Detrás del Rey Lagarto

Marcos Núñez Núñez


El dios Tláloc se manifestó con una lluvia tan fuerte como la tristeza que sentía por haber tomado la decisión de vender mi disco de los Doors. Creí no tener opción, estaba sola, mi hijo lejos y no podía pagar los análisis de sangre, ni los tratamientos de la cirrosis y el azúcar. Las vecinas sugirieron tomar las atenciones del gobierno, a través del seguro popular, pero no sentía confianza. Sabía lo que tenía que hacer, cuál iba a ser el precio y también con quién ir a venderlo: con Salomón Corona Salamanca, El Kiss, un amigo de mi hijo que desde hace muchos años se dedica a la compra-venta de vinilos antiguos.

Llena de nostalgia abrí el clóset, jalé la caja, revisé los discos y encontré el The Doors, primera edición de mil novecientos sesenta y siete en excelente estado, con las firmas de los cuatro integrantes de la banda. Estaba envuelto con una bolsa de papel, de esas que se usaban para el supermercado y después con una bolsa de plástico. El clóset olía a humedad, sentí ganas de estornudar, pero el disco se encontraba bien, lo saqué de la funda, vi que brillaba como nuevo, los surcos estaban casi intactos, sin señales de uso. Tenerlo en mis manos me hizo sentir extraña, porque me estaba deshaciendo de una reliquia tan llena de recuerdos. Del disco pasé a revisar la portada negra con letras amarillas, donde se expone el rostro de Jim Morrison en primer plano y casi a oscuras la imagen de Ray Manzarek, Robby Krieger y John Densmore. Sobre la parte oscura de la portada se ubicaban sus firmas, escritas con tinta negra, excepto Morrison, quien la había escrito en la parte de su cuello. Fue en ese momento que recordé el día que me dieron sus autógrafos, un momento mágico, único y me puse a llorar. Pero no había más que hacer, no tenía remedio.

Una semana después, el cinco de octubre de dos mil trece, pasé al Tianguis del Chopo donde el Kiss tenía su puesto, eran las nueve de la mañana y apenas abría. Lo vi con su playera negra de Led Zeppelin, su barba larga y cabello largo desaliñado, era alto y panzón. Yo traía mi bolso grande con el disco bien guardado.

―Doña Mela, ¿cómo ha estado?, ¿qué me cuenta del Tavo? ―me dijo sonriente mientras sacaba su mercancía, cds, lps, casetes, playeras negras, parches, botas, chamarras. Su local olía a plástico nuevo y a tela. En su estéreo con volumen bajo, sonaba la música de alguna banda metalera que no reconocí, pero que tenía un buen tono de teclados.

―Mal, Kiss, Gustavo no se ha comunicado, hace dos meses dijo que andaba en París, sin dinero.

―¡Ah qué mi Tavo!, cuando se digne a llamar dígale que le mando saludos y que no sea ojete, que no olvide a su mamá.

Por un momento me quedé callada, el Kiss estaba ocupado. Con un palo con gancho colgaba las playeras, eran todas negras con imágenes de bandas de rock y metaleras. Cuando por casualidad colgó una con el logotipo de los Doors, le dije.

―Vengo a proponerte un negocio.

―Doña Mela, viniendo de usted, ha de ser uno bueno.

―Lo es, Kiss.

Levanté el bolso, lo abrí y saqué el álbum. Al verlo, el Kiss se asombró y abrió la boca sin pronunciar palabra, luego sonrió y levantó las manos ansiosas por sostener lo que había llevado.

―Doña Imelda, qué cosa tan bella ha traído, es del mero sesenta y siete, primera edición americana y autografiada. Esto es una joya ¿Puedo sacar el disco?

―Adelante.

El Kiss lo observó varias veces, parecían brillarle los ojos. Miró hacia afuera de su puesto, la gente comenzaba a llegar. Entonces dejó con cuidado el álbum sobre su tarima, sacó una tela azul y la tendió para tapar su negocio.

―No quiero que nos interrumpan, doña Mela ―expresó entre serio y sonriente.

El espacio adentro de su local se tornó azul. El Kiss no conforme con nuestro aislamiento, fue y le bajó todavía más al volumen de su estéreo.

―¿Trajo este disco para vendérmelo? ―prosiguió.

―Obvio, Kiss, lo traje porque necesito dinero. Ando muy enferma y mis ahorros se terminaron. Yo sé que tú compras y vendes discos de colección, por eso vine.

―Si me trae esto es porque ya no le queda más qué vender ―comentó el Kiss mirándome serio.

―Así es Kiss, has dado en el clavo.

―¿Cuánto quiere? ―el Kiss cambió el tono de su voz, había pasado de ser un amigo amable a un hombre de negocios.

―Cinco mil pesos.

Después de decir el precio, nos quedamos callados, el Kiss entonces aprovechó para seguir observando el álbum. Por fortuna, una banda metalera se puso a tocar en el escenario que estaba a unos treinta metros y rompió el momento frío que sentíamos.

―¡Caray! Doña Imelda...

―¿Me estás diciendo que no los vale? ―pregunté, no me había gustado su reacción.

―Al contrario, si alguien autentificara los autógrafos, pienso yo que el precio sería justo.

―¿Quieres decir que las firmas son falsas? ¿Qué quiero verte la cara?

―No me malinterprete, doña Imelda, jamás le faltaría al respeto, mucho menos a usted que fue amiga de mi madre, que en paz descanse ―al responder el Kiss se veía apenado― lo que quiero decir es que un coleccionista exigente me pediría cotejar, porque yo lo vendería más caro de lo que usted me pide, si no, no sería negocio para mí, ¿me comprende? Si no puedo ofrecer pruebas que respalden la autenticidad de los autógrafos, el disco pierde su valor.

―Creo que entiendo. Yo solo sé que los Doors vinieron a México y firmaron este disco que mi finado papá me mandó de los Estados Unidos, donde trabajaba de jornalero.

―Algo me había dicho el Tavo, que usted los vio en persona. Me gustaría escuchar su versión.

―Es una historia larga.

―Ande, un resumen, ya cubrí el puesto.

―Bueno, sin hacerme del rogar, solo porque eres amigo. Fue en mil novecientos sesenta y nueve. Se decía que los Doors vendrían a nuestro país a tocar en la Plaza México, pero el gobierno de aquel entonces se opuso, porque no quería que los jóvenes tuvieran reuniones masivas. Como bien sabes, el dos de octubre del año anterior, había reprimido a los estudiantes en Tlatelolco, dizque por tratar de impedir los Juegos Olímpicos, por ser comunistas y por no sé cuántas razones más. Mi mamá era secretaria de un negocio de textiles judío en Correo Mayor, no estaba al tanto de las cosas políticas y yo estudiaba inglés en una academia particular que mi papá me pagaba, todo con la intención de que me fuera con él a California a estudiar una carrera, una vez que cumpliera los veinte años. Por eso también me mantuve alejada de los acontecimientos. Dos años antes mi papá me había enviado varios discos de rock, entre esos el de los Doors. A mí me fascinó muchísimo, estaba enamorada de Jim Morrison, de su voz, de su cabello y de su encanto, se me hacía muy sexi, la verdad.

―Entonces, cuando supo que vinieron a la capital, supongo que hizo lo posible por ir a verlos al Forum, el centro de espectáculos donde se presentaron ―intervino el Kiss, que se veía muy interesado y que además dio muestras de conocer el tema.

―Ojalá los hubiera visto, mas no pude. Sabía que tocarían en la Plaza México, pero nada, al final se llevaron a la banda a ese Forum que dices, que estaba en Insurgentes Sur, creo que ahora en su lugar hay un restaurante Vips, al menos eso me dijeron. Cuando me enteré del cambio hice lo posible por estar el veintisiete de junio en su primer concierto, para eso llevé el disco en este mismo bolso. Había mucha gente y no pude ver a mis ídolos ni afuera, cuando se bajaron de las dos limosinas en que venían. Yo estaba molesta porque al lugar solo entraron puros chavos popis, de corbata, con muchas joyas, bien peinaditos. Las chicas que pasaron andaban con vestidos cortos, zapatos de tacones, traían pieles y bajaban de autos manejados por sus choferes. Vaya, allí entraron personas de alta sociedad que según manejaban las mejores reglas de urbanidad. Para el segundo concierto me preparé lo mejor que pude, le pedí dinero a mi mamá y no tuvo problemas para dármelo, no éramos pobres, pero tampoco pertenecíamos a la clase alta. Mi papá mandaba buen dinero y nos iba muy bien. Me sentía ilusionada. Traté de vestirme como los popis y me presenté con una amiga que se llamaba Rosalía, quien esa noche conoció al que fue su marido por muchos años. Sin embargo, al llegar a la entrada, solo ella pasó y a mí no me dejaron porque me vieron morena. Eso me dijo el malnacido que estaba en la entrada. Le menté su madre, le dije cuanto se me ocurrió y él se quedó serio sin hacer caso. Me despedí de Rosy y le dije que aprovechara la oportunidad. Desde esa ocasión dejé de frecuentarla, aunque nos saludamos de vez en cuando.

―¡Qué feo estuvo eso, doña Mela!

―Feísimo, Kiss, cuando cerraron la entrada me senté en la banqueta y me puse a llorar. Todo el rímel se me chorreó en la cara. Por segunda ocasión había quedado fuera del concierto de los Doors. Allí estuve no sé cuántas horas, hasta que empezaron a llegarme los ruidos del concierto, los reconocí en seguida, eran ellos y yo no estaba adentro por ser morena, por parecer pobre. No era la única, muchos estaban en la misma situación. Pero solo yo no pude contener el llanto.

―¿Y qué pasó, cómo le hizo para verlos de cerca y hacer que le firmen el disco?

―Dios es muy grande, Kiss, dicen que los milagros no existen, pero él se encarga de ponerlos cuando uno menos los espera. Allí estaba sentada en la banqueta, cuando vi que a una cuadra de mí se estacionaron las dos limosinas de los Doors. No sé qué fue lo que me hizo pensar que debía acercarme para averiguar algo, incluso pensé meterme en una de esas. Crucé la avenida y me detuve ante una de color negro, brillosa, elegante, fue en ella donde advertí que traía el rímel chorreado. En eso estaba cuando la puerta del chofer se abrió, era un hombre alto, blanco y de corbata, muy guapo. Había salido a fumar un cigarro. Después de mirarme de arriba para abajo dijo: “Anda, no llores, ¿a poco de verdad querías ver a esos locos?” Yo no estaba llorando, pero mi aspecto daba esa impresión. “Yo quería ver a Jim Morrison”, contesté, “¿por qué dices que son unos locos? Son la onda”. “Mira, niña, esos melenudos se la pasan tomando licor y haciendo cuanta cosa extraña. No creo que valga la pena seguirlos, los he llevado de acá para allá, por eso te lo digo, en verdad no te pierdes gran cosa, ve a tu casa que ya es noche”. El chofer se veía convencido de lo que me decía. Luego preguntó: “¿De verdad solo querías ver a uno de ellos?”. “Sí, al cantante”, respondí, “¿Tú sabes cómo le puedo hacer?” El chofer exhaló humo hacia arriba, después tiró la colilla al centro de la avenida. El olor a tabaco me dio ganas de fumar, pedí un cigarro y el hombre hasta me lo encendió. Cuando el otro chofer salió de su limosina le dijo: “¿Cómo ves colega? Esta muchacha quiere ver al cantante de los famosos Doors”. El otro, que era más bajo de estatura, dijo: “Dale chance, huey, dile algo. Entonces el alto se dirigió para decirme: “Esos cabrones mañana por la tarde irán al museo de antropología, a esos locos les interesan cosas de los indios. Si te vas al museo desde muy temprano, seguro los toparás, te decimos esto porque nosotros los llevaremos, tenemos un itinerario”. “Hazle caso a mi colega”, dijo el otro, “ponte buza y verás que hasta de cerquita los tendrás” “Por lo que veo, a ustedes no les cayeron bien”, comenté. “Pues no tanto, ¿verdad tú?” respondió el alto, “son unos tipos medios sucios, chorrean licor en las limosinas, las impregnan de olor a tabaco y hasta se pedorrean, ya hasta pena tengo de entrar a la unidad. Andan con sus viejas y con ellas se la pasan en el puro cachondeo.”

―Doña Mela, esos choferes le contaron aspectos que hasta la fecha poco se sabían de la banda ―intervino el Kiss.

―Ellos me dieron un norte y no dudé en prepararme. Desde las seis de la mañana salí de mi casa en Jesús María 62 y me fui caminando hasta el bosque de Chapultepec. Traía el disco y una cámara fotográfica. Yo estuve agradecida con los choferes, quienes fueron muy amables, quizá les di lástima, nunca se me ocurrió preguntarles sus nombres, a pesar de que me quedé platicando con ellos hasta que terminó el concierto. Se despidieron y sugirieron que no me acercara a los Doors, porque la gente que los estaba cuidando era muy especial y podían golpearme, además de que el cantante seguro ya estaba cansado y borracho. Recomendaron que siguiera sus recomendaciones, porque los tendría para mí solita por un rato. 

―¿Y así fue?

―Fue algo de lo más pesado, estuve toda la mañana en la entrada, hasta me hice amiga de los vigilantes. Tan bien me fue que me dejaron pasar el disco, ellos ni sabían que al museo entrarían unos grandes de la historia del rock. Mientras esperaba, advertí que el museo de antropología era un lugar amplio, tenía una plazoleta interior con una fuente alta que olía a piedra mojada, había grandes pasillos, todo se veía nuevo y se escuchaba el eco de mis pasos. Tenía salas donde se exponían las piezas arqueológicas más importantes de México y América, según recuerdo trataban sobre la historia humana y también sobre cómo es la vida actual de los indígenas; estaba la sala de los mayas, de los aztecas, donde aprendí quién era Tláloc, un dios por el que me sentí atraída. Miré a mi alrededor y pensé que los Doors tardarían mucho tiempo en recorrer todo, porque el lugar en verdad era muy grande, supongo que ahora debe de estar mejor. Bueno, para no hacértela de emoción, ellos llegaron después del mediodía. Los cuatro integrantes bajaron de las limosinas y los vi de cerca, debo decirte que me costó un poco reconocer a Jim Morrison, porque venía barbón y se veía un poco gordo. Cuando me di cuenta de que sí eran ellos, Kiss, estaba emocionadísima, cinco personas los seguían, eran sus cuidadores o sus guías, vestían de corbata, mientras los Doors andaban a la onda y venían acompañados por sus mujeres. Estaban contentos, parecía que se la pasaban bien en México. En especial Morrison se veía emocionado al ver la entrada con el letrero del museo nacional de antropología, se notaba que eso era algo que le llamaba mucho la atención, por eso apresuraba el paso. Yo no lo podía creer, mi corazón parecía detenerse al abrir un vacío especial en mi estómago, era, ¿cómo decirte?, un momento inigualable, estaba ante los Doors, por fin lo había conseguido, allí estaban, pasando a las salas para ver las exposiciones y yo lloraba, ahora sí, de emoción, quise gritar como loca y aparecer desaforada para colgarme de ellos; la verdad me contuve, porque seguramente sus cuidadores me sacarían y lo echaría todo a perder. Decidí esperar y seguirlos hasta encontrar el momento idóneo.

―Entiendo que a Jim Morrison le gustara el museo, él mismo se sentía con espíritu de indio navajo, cherokee, qué se yo ¿Tardó mucho en alcanzarlos?

―Ellos demoraron más de una hora en recorrer las salas, iban juntos, cada quién con su pareja. Donde vi que sí se clavaron fue en las salas de arqueología del México antiguo, allí Morrison escuchaba atentamente la información que el guía le daba en inglés. Yo, con lo que ya había aprendido entendía lo que decían, aun estando lejos. Allá iba, detrás del Rey Lagarto, como a veinte metros de distancia y hacía como que observaba las exposiciones. Esperé paciente el instante, el espacio ideal para acercarme y hablarles. En mi mente pensé cómo iba a dirigirme en inglés, cómo les pediría su autógrafo. En eso, llegaron al lugar de la Piedra de Sol, ese que también llaman Calendario Azteca, allí decidí acercarme. Les hablé, les dije en inglés: “por favor, ¿me pueden regalar su autógrafo?, ustedes son los Doors, los admiro mucho, ¿me pueden firmar mi disco?”. Ellos voltearon y al ver que Morrison me miraba sentí que me temblaron las piernas y que se me aflojaba todo el cuerpo, ese hombre tenía magia, hechizaba con su mirada. Me hice de fuerzas y caminé hacia ellos, pero los cuidadores de corbata me detuvieron, me agarraron con fuerza e intentaron sacarme. Ya me llevaban del brazo, cuando uno de ellos, el rubio Manzarek, habló fuerte: “alto, denle un chance, no nos molesta”, Morrison le dio la razón y yo, casi a punto de llorar sentí cómo los cuidadores me soltaban.

―Entonces dígame, doña Mela, ¿qué pasó? ¿Logró hablar con ellos?

―Sí, hablé con ellos un rato. 

―¡No manche! ¡Qué afortunada! Esos choferes se portaron rebuena onda.

―Sí, ahora que lo pienso, ellos fueron como mis hadas madrinas. Los Doors olían a alcohol y tabaco, en especial Morrison, que ya de cerca se veía crudo. Cuando estuve con ellos, frente a la Piedra de Sol, Manzarek me dijo, “adelante, dinos dónde vamos a poner el autógrafo”. Entonces levanté el bolso, lo abrí y saqué el disco. Manzarek lo vio, lo reconoció y se lo mostró a la mujer que lo acompañaba, ambos sonrieron. En eso me pidió mi lapicero y lo firmó. Mientras eso hacía, Morrison observaba la Piedra de Sol, se veía pensativo y atendía a las palabras del guía, un tipo gordo con camisa blanca. Después Robby Krieger y John Densmore escribieron su firma y me sonrieron, no me dijeron nada. Ya solo faltaba el Rey Lagarto, quien al desocuparse volteó para verme, de inmediato sonrió. Les dijo a sus compañeros: “¿Ya le preguntaron su nombre?” Todos respondieron que no. “¿Cómo te llamas?”, con voz nerviosa respondí “mi nombre es Imelda García Rivera”, “¿Vas a ir a nuestro concierto?” “Quise ir, pero no me dejaron entrar por ser morena” “¿Hicieron eso?, hijos de perra”. Morrison negó con la cabeza, de verdad se veía indignado. Yo saqué la cámara y una de las mujeres me tomó varias fotos con la banda. Al terminar di las gracias en inglés, mientras Morrison se acercaba para decirme: “La gente de aquí es igual de racista que en mi país”. En eso se acercaron los cuidadores para avisar que tenían que irse. Morrison me indicó con la mano que caminara con él hacia la salida, así me fui a su lado toda nerviosa, como habitando un sueño. Hablamos de varias cosas. Ya afuera del museo me preguntó: “¿Tú eres descendiente de los antiguos mexicanos?” “Seguro”, respondí, “mis abuelos paternos hablaban náhuatl y mis abuelos maternos otomí, mi mamá todavía lo habla” “Grandioso”, dijo Morrison, tomó mi disco y lo firmó, los demás ya lo esperaban en las limosinas. “Falta mucho para que de verdad se abra el entendimiento de la gente, adiós”, fue lo último que dijo, se acercó y me dio un beso en la mejilla ¡Un beso! Después, él como si nada se fue a la primera limosina mientras yo me quedaba petrificada. Al estar adentro el chofer alto y guapo le cerró la puerta. Al verme se despidió con la mano levantada. Yo nada más le grité “Chofer ¡Gracias! ¡Gracias!” “¡De nada!”, me gritó, entonces se subió, encendió y se fueron. Ahí se acaba mi aventura con los Doors.

―¡Caray! Doña Mela, qué historia.

―Es de lo mejor que me ha pasado en la vida. Ahora quiero vender el disco porque necesito dinero.

―Es muy valioso, un coleccionista de verdad pagaría más de mil dólares. El disco lo vale y demuestra autenticidad. Yo con su testimonio tengo.

―Entonces, ¿sí me lo vas a comprar? ―alcancé a decir, porque en ese instante me ganó la emoción. Allí estuve, llorando por los recuerdos que había sacado, por ser una anciana morena que logró ver a los Doors en un país que pasaba tiempos difíciles. El Kiss me consoló en su hombro.

―Doña Imelda, cálmese, todo va a estar bien ―me dijo.

―¿Me darás los cinco mil pesos?

―Sí, se los daré, pero el disco se quedará con usted. No es justo que se desprenda de algo tan querido. Debería vender otros vinilos y con eso que saque me repone el dinero, si no puede, no se preocupe.

―¿De verdad?

―Seguro, haga de cuenta que usted es mi mamá que no se ha muerto y que yo soy su hijo Tavo ¿De acuerdo?

―De acuerdo ―respondí― y de nueva cuenta seguí llorando.

Desde ese día hasta hoy, el Kiss viene cada tercer día a la casa. Me trae de comer, me compra medicinas y hasta escuchamos juntos el disco de los Doors y de otras bandas de rock. Yo le he mostrado mis fotografías y le he dado varios discos para que los venda a buenos precios. Nos hemos hecho amigos aunque él de vez en cuando me dice mamá.

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