lunes, 15 de febrero de 2016

Hijo

Camilo Gil Ostria


 “Cuando los padres han construido todo,
 a los hijos sólo les queda el derrumbarlo.”
Karl Kraus


El insensible frescor del amanecer me despierta, estoy en el cementerio central. Un escalofrío recorre mi cuerpo. No puedo recordar cómo llegué aquí o qué fue lo último que hice antes de despertar en este suelo húmedo, completamente tapizado por un césped verde con partes secas: amarillentas como los dientes de un vagabundo.

Veo el sol intentando salir por detrás de las montañas, marcando una línea anaranjada que me recuerda que cada día es nuevo; todo es un aprendizaje. Espero unos momentos y veo volar pequeños pájaros –colibrís, palomas, gorriones o algún cuervo– mientras algunos cantan en su ritual de cada mañana.

Me levanto ayudándome de mis manos, que se humedecen con la superficie del pasto. Una abeja pasa zumbando delante de mí. No sé por qué, pero siento que todo es claro, nítido e incluso más hermoso que en el pasado.

Las placas de metal en el suelo, con tantos nombres desconocidos se lucen en su máximo detalle, algunas oxidadas por el tiempo y el olvido; otras nuevas, llenas de flores, resaltando el leve rocío cual obra de arte.

Lastimosamente no tengo tiempo para apreciar tanta belleza, empiezo a caminar hacia casa, miro grandes árboles –pinos, sauces, olivos, cantutas y otros– alzándose hacia un cielo que con cada segundo se vuelve más y más azul.

Pienso en mis padres, en mi novia, en mis amigos…

Todos deben estar preocupados ya que no llegué a casa ayer en la noche; mis papás siempre hacen escándalo y medio cuando estas cosas pasan, me enoja que sean tan exagerados, sé cuidarme solo a pesar de los golpes que he recibido en mi vida. Recuerdo algunas de las peleas que tuvimos pero prefiero dejarlas en el pasado, no valen la pena.

Me considero más liviano, casi como el aire, puedo correr y ser más rápido de lo que jamás fui. Pero al mismo tiempo eso me extraña, no entiendo lo que está pasando.

Llego a casa en un dos por tres.

Toco la puerta, nadie la abre. Vuelvo a tocarla, siento las voces de mis padres hablar en un susurro lejano, ambos parecen tristes: incluso llorando. Volví a insistir con más fuerza y sentí su silencio por algunos segundos. Mi madre se acercó a la puerta, la abrió y pareció no verme.

–¡Ma!, ¡perdón por llegar tarde! –le dije. Miró por encima de mi hombro como si no hubiera nadie al frente suyo, salió un poco de mi casa, para ver si había alguien conocido caminando por la acera. Volvió adentro, yo entré con ella. Cerró la puerta.

La sala parecía estar igual que siempre: paredes blancas como un invierno que nunca se acaba, sofás negros cual noche de primavera, alfombra con detalles naranja otoñales y, fondo rojo que te hacía sentir el calor del verano; pero si uno miraba con atención había un desorden que nunca antes había sido permitido por las reglas estrictas de mi madre: vasos sucios en todas partes, papeles desperdigados y al menos media tonelada de clínex usados en la mesita de café transparente que era la cereza de una torta que mi mamá amaba.

–Qué raro… –le dijo mi madre a mi padre– no había nadie afuera.

–Juro haber escuchado la puerta –afirmó él, igual de extrañado.

–También la escuché, seguro fue el viento. –Mi madre siempre era la más escéptica, en cambio mi padre se ponía nervioso fácilmente: pensando en duendes, fantasmas o hadas.

Caminé hasta terminar al frente suyo, mirándole directamente los ojos; se notaba, por el color rojizo, que había llorado toda la noche, incluso todo el día anterior, no había dormido nada. Sus grandes ojeras, peinado alborotado y ropa desarreglada lo delataban. Le toqué el hombro. Un escalofrío recorrió su cuerpo, pero aparte…

Yo no existía.

–¿Qué pasó? –preguntó mi madre, un tanto preocupada.

–Sentí como si alguien me tocara…

–No seas ridículo. –Ella, terca.

–En serio, incluso temblé y todo.

–Solo me haces extrañarlo más… –dijo a punto de romper a llorar nuevamente, yo no sabía qué hacer. Talvez porque simplemente no podía hacer nada.

–Murió hace dos días, es normal que lo extrañemos ahora. –Mi madre rompió a llorar, mi padre paso a través mío, como si yo no fuera más que aire y llegó hasta donde ella, ahí la abrazó intentando reconfortarla.

–¡No es justo!, ¡no es justo que Dios se haya llevado a mi bebé! –en ese momento, justo en ese momento, ni siquiera cuando mi padre me atravesó o cuando hablaron de que alguien iba dos días muerto, me di cuenta de que había fallecido.

Me quedé congelado por unos instantes, miré a la pareja que se abrazaba entre lágrimas y penas. Observé tantos sueños rotos, tantas realidades destruidas. Y pensé en que si me había quedado ahí, en la tierra de los mortales, era por algo. Lo más seguro: por esos dos.

Aquellos que habían dado su vida por mí, que me daban su amor. Me tenían en un altar de oro, mientras yo los había decepcionado tantas veces…

Malas notas, fiestas, drogas, alcohol, arte y diversión: esa era mi vida, eso fue lo único que les entregué de vuelta, lo peor es que ellos me reclamaban sin fin, me decían que estaba perdiendo la cabeza y la vida en estupideces, yo fingía estar sordo, ciego y mudo; para así ni siquiera tener que responderles. Y ahora estaba muerto, no había llegado a nada.

Caminé hacia ellos y los abracé, sin que puedan sentirlo.

Mis lágrimas caían sin que nadie pueda verlas, sin que nadie pueda escucharlas, sin que nadie pueda comprenderlas.

Ellos se separaron.

–Lo extraño… –susurró mi madre, también llorando.

–Yo también. –Respondió mi padre.

–Los quiero. –Les confesé. Lo peor es que esa fue la primera vez que se los dije, jamás se me dio fácil expresarme; ahora ya era tarde para todas esas cosas, pero tenía que decirles algo más–. Perdón.

–Vamos a dormir. –Afirmó en tono suave y amoroso mi padre. Mi madre asintió con la cabeza, subieron al piso de arriba, yo los seguí y entré a mi cuarto.

La pared del fondo era turquesa. Las demás eran plomas, un montón de libros descansaban en una pila, al lado de mi guitarra blanca eléctrica. Las paredes estaban decoradas con posters de bandas como Queen, The Beatles, The Doors.
Me eché en mi cama, acaricié sus suaves sábanas como si nunca en mi vida las hubiera tenido bajo mi piel.

No entendía como yo podía sentirlo todo, pero nada ni nadie a mí.

No pude dormir.

Simplemente no estaba cansado, y creo que a partir de ese día jamás lo estaría de nuevo. Esa es la vida de un muerto, tampoco padecí de hambre o sed, ni siquiera de la necesidad de respirar.

Pero lo seguía haciendo como costumbre que no se va fácilmente.

Esperé toda la mañana, escuchando como los pajarillos aleteaban alegremente a las afueras de mi ventana, sintiendo como los perros ladraban, felices ante un sol nuevo, y viendo como las nubes se movían lentamente.

Al poco escuché como mi padre entraba a la ducha, listo para ir al trabajo y como mi madre se levantaba para empezar a arreglarse. Ella bajó las gradas y yo la seguí.

Empezó a preparar el café, a poner el pan a tostarse, alistó la mesa para tres personas como solía hacerlo cuando yo vivía; ignorando mi ausencia. Me senté en el lugar de siempre, miré como ella hacía jugo fresco de naranja. Mi nariz sintió el olor cálido de la mañana y la cerámica roja suave del piso de la cocina parecía calentar el ambiente.

La mesa de madera, ya desgastada por el uso, parecía poco resistente ante todas las delicias que mi madre ponía en la mesa, era una verdadera pena que yo no pudiese probar ni una sola de ellas.

Luego arregló un pequeño detalle que rara vez ofrecía, se acercó a la ventana de la cocina que daba al jardín, cortó una hermosa rosa roja y la puso en un florero, que posteriormente depositó al centro de la mesa.

Mi padre bajó las escaleras totalmente arreglado, elegante con su terno negro para ir a trabajar, claro que las ojeras del día anterior lo delataban, pero lucía radiante a comparación de horas antes.

–Buenos días amor –saludó a mi madre como todos los días, pero había algo diferente en su tono de voz, algo que denotaba que le faltaba en su vida una pizca de no sé qué, luego se quedó congelado al ver que la mesa estaba preparada para tres personas, ahora sonaba frío, distante– ya hablamos de eso de poner la mesa para tres. Somos dos.

–Lo siento, no me di cuenta. –La voz le temblaba y su tono era menor que el de un susurro.

–De nuevo la misma historia. ¡Este es el tercer día! –mi padre rompió a llorar– ¿crees que a mí no me duele?, ¿cre-es –tartamudeó– que no me due-ele que ya no esté sentado entre nosotros?

–Perdón… –mi madre estaba arrepentida, su mirada enfocaba al piso y su largo pelo oscuro parecía desordenado en una coleta, tan simple y complicada como ese mismo momento.

–Todo fue tu culpa –susurró más calmado mi padre, mientras las lágrimas caían al suelo– siempre lo mimaste demasiado –el enojo empezó a salir– le dejabas hacer lo que le daba la gana y cuando yo ponía alguna regla por su bien, tú dejabas que la rompa como si nada. Lo dejabas irse con esos idiotas que ni siquiera sabían deletrear sus nombres, no le importaba el colegio y tú no hacías nada…

Silencio.

Mi padre salió de la casa. Mi madre cayó de rodillas en llanto.

Me agaché a su lado y la rodeé con mis brazos.

–Tranquila –le dije– no fue tu culpa…

Ella, por primera vez desde mi muerte, pareció escucharme. Y como asustada por mi voz, levantó su mirada rápidamente: me vio.

–Hijo… –murmuró al aire y como para devolverme el abrazo intentó levantarse, sintiendo mi piel sobre la suya cual tierna frazada, de aquellas que ella solía ponerme en las noches de invierno cuando niño, protegiendo la inocencia con cariño.

–Sí. –Yo respondí pero en ese momento ella parecía no poder verme de nuevo. Como si me hubiera disuelto en el aire.

Ella se levantó, y empezó a hacer todo más rápido.

–Ya estás viendo cosas, demasiadas cosas –se dijo a sí misma, casi en un grito de desesperación. Todo su cuerpo temblaba y las lágrimas regresaban a sus ojos– debes concentrarte en otras cosas, mejores cosas, deja las cosas malas en el pasado y deja de pensar en tu hijo. ¡Ya está muerto! Ninguna cosa lo devolverá. Sí, solo debes ir a ducharte pensando cosas lindas y con la mente fresca estarás bien, no pasó nada, es solo tu mente creando cosas horribles para molestarte con cosas. Esas cosas horribles que no sirven de nada, solo te perturban el alma. Pero ahora basta… –Ella parecía descontrolada, yo intenté varias veces volver a abrazarla, calmarla con dulces palabras, pero todo intento fue vano, hasta que ella misma se puso un alto, con un grito que se escuchó hasta el séptimo infierno– ¡BASTA!

¡Cuántas ganas tenía yo de decirle que no era su imaginación!, ¡que de verdad estaba yo ahí, con ganas de hablarle y decirle cuánto la quería!, con ganas que ella pueda sentir mi amor, como tantas veces había sentido el suyo y la pena que me hacía sentir el verla así era desesperante. La muerte es algo difícil de superar, incluso más que la vida.

Ella fue hacia la ducha, me quedé solo, en esa cocina que ahora me parecía extraña, aunque tantas veces había estado entre sus amarillas paredes. Subí nuevamente a mi habitación, a escuchar como el tiempo pasaba hasta que mi padre volvió del trabajo.

Mi madre bajó las escaleras, medio histérica empezó a explicarle lo que había pasado.

Al poco se me dio por bajar y ver que ocurría.

–Seguro quiere despedirse. –Aseguró mi padre.

–No, yo creo que es como un ángel, está aquí para cuidarnos.

–Talvez… –dudó– lo mejor será esperar y ver si se vuelve a comunicar con nosotros o no.

–Lo hará cuando lo necesitemos.

–Pero, ¿y si lo estamos atando a este mundo con nuestras penas cuando él merece ir al cielo?

–No lo creo, la muerte es como un secuestro del que puedes salir siempre que lo desees.

–Es posible –mi padre siempre dudaba, casi nunca decía algo fijo– pero al final nadie lo sabe, solo los muertos.

–Benditos sean.

Ambos subieron al cuarto y rezaron antes de dormir, cosa extraña, nunca antes lo habían hecho.

Entré a su cuarto cuando terminaron de rezar, ninguno de los dos podía dormir, pero se quedaban en silencio, con los ojos abiertos, brillando en la oscuridad del cuarto: con sus paredes cremas, su gusto impecable que se reflejaba en sus muebles de madera fina y sus detalles de vidrio moderno. La pared del fondo, en la que se apoyaba la cabecera de la cama, estaba rematada por un cuadro, en el que se veía la imagen de un ángel dorado, sosteniendo una especie de esfera; mis padres siempre dijeron que era su ángel guardián.

En las mesas de noche había muchas fotos de nosotros tres. Veía todas con claridad, a pesar de la oscuridad y una en especial llamaba mi atención. Estaba justo encima de la mesa de noche de mi padre. En ella estábamos los tres medio abrazados y sonriendo hacia la cámara. En el fondo se veía una gran selva y me recordó unas hermosas vacaciones familiares que tuvimos, segundos después de esa foto todos estaríamos en el río. Yo me reiría de cómo a mi mamá casi se la lleva la corriente. En el tiempo que estuve vivo viajamos mucho, lo que creo es que necesitábamos un descanso de la presión de la ciudad que generaba peleas, malestares, odio. Porque lejos de las responsabilidades éramos nosotros mismos y, si se lo puede decir así, nuestras almas se amaban; pero nuestros cuerpos no.

Al poco tiempo mi madre habló:

–¿Crees que algún día dejemos de extrañarlo?

–No lo sé… –respondió mi padre– talvez nunca del todo.

Mi madre asintió con la cabeza.

–¿Crees que algún día nos perdone por ser tan malos padres? –volvió a preguntar mi madre, me daba ganas de gritarle ante su pregunta tan estúpida.

–No lo sé… –volvió a responder mi padre– quizá nunca lo sepamos.

–Ustedes fueron los mejores padres que hubiese podido desear. –Me escucharon, ambos se levantaron en su cama, como momias activadas por la maldición de una pirámide–. No tienen que pedirme perdón, es más yo debo pedírselo a ustedes. No fui un hijo ejemplar, ni nada por el estilo, fallé en muchas cosas. Pero ustedes hicieron lo mejor que pudieron, incluso cuando me reñían lo hacían por mi bien, las veces en las que me castigaban y me escapaba por la ventana o tantas ocasiones en las que tuvieron que recogerme de alguna fiesta porque estaba demasiado borracho como para tenerme en pie; todo es una muestra de lo tanto que me quisieron y de lo poco que les devolví.

Ambos se quedaron congelados unos segundos. Luego asintieron con la cabeza, veía sus lágrimas y ellos podían ver las mías; eso me reconfortaba. Mi madre preguntó:

–¿Estás bien?

–Sí –respondí– no deben preocuparse por mí, me fui porque debía hacerlo, era el tiempo de irme, y uno no puede negociar esas cosas.

Volvieron a asentir con la cabeza.

–Solo necesitan saber que los quiero, mucho, mucho, mucho. Y siempre los estaré cuidando.

–¿Cómo un ángel? –preguntó nuevamente mi madre, cual niña de primaria que se sorprende al descubrir un mundo totalmente nuevo en las cosas más simples y que parecen obvias, como los pétalos de una flor.

–Exacto. –Aseguré sin saber si eso era totalmente cierto.

–Somos felices de que seas nuestro ángel. –Mencionó mi padre.

Me acerqué a ellos y di a cada uno un beso en la frente.

–Te queremos. –Mi madre pronunció.

–Y yo a ustedes. –Correspondí.

Ellos dejaron de verme, lloraron un poco y se durmieron, yo volví a mi cuarto, me eché nuevamente en mi cama donde dormí.


Ese sueño se hizo infinito y jamás volví a despertar.

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