jueves, 18 de febrero de 2016

Tania

Rocío Ávila 


Odio cuando, en la pantalla de mi celular, aparecen números telefónicos desconocidos pero más aborrezco sí uno de ellos es insistente, especialmente durante mis horas de trabajo. Hace seis meses me mudé a vivir a este diminuto cuarto de huéspedes, no tiene la mayor gracia: las ventanas son pequeñas, los muros están pintados de un color verde más bien deprimente y el piso de duela cruje cada vez que cruzo para ir al baño. Lo que me anima de esta habitación es que puedo mirar hacia la calle y el olor a café recién hecho que me despierta cada mañana. Me indica que Andrés ha abierto puntualmente la cafetería que está en la planta baja, justo debajo de mi cuarto. No es guapo pero es la persona más simpática que conozco. Odio parecer indiferente con él pero nadie puede saber quién soy ni que hago aquí. Fue una suerte que me recibieran sin un aval y preguntándome apenas mi nombre, Carla Valencia, apelativo falso por cierto. El aparato vuelve a sonar.

—¡Ah, está bien! Tú ganas, maldito teléfono —exclama en voz alta tomando el móvil para contestarlo apenas reconoce el mismo número desconocido en la pantalla—. Bueno —dice en el tono más lineal que puede.

—Alma, soy Rodrigo. Solo quería avisarte que mi padre murió esta madrugada.

Silencio.

—Por favor, no cuelgues —suplica la voz masculina.

Todo empezó el viernes del festival de primavera en la escuela donde daba clases. Estudié pedagogía y era mi tercer año como coordinadora de las profesoras de enseñanza elemental que trabajaban en el instituto privado del pueblo. Uno de los objetivos académicos era la integración familiar así que esta celebración era el pretexto perfecto para invitar a papás y abuelos a convivir juntos. Conocía a casi todos los progenitores pero ocasionalmente hay rostros nuevos. Uno de ellos fue Gonzalo, un hombre de cincuenta y seis años bastante atractivo que era el abuelo de una de las alumnas más pequeñas.

Gonzalo era viudo y al presentarnos se mostró especialmente interesado en mí. Me sentí halagada, siendo sincera debo reconocer que no soy una belleza ni una mujer de mundo así que sus atenciones me hicieron sentir muy bien. Salvo miradas furtivas no sucedió nada especial entre nosotros durante el festejo escolar así que al llegar a mi casa todo era un agradable recuerdo.

El lunes de la siguiente semana escolar fue agitado. Al final del día laboral estaba perdida en mis pensamientos mientras caminaba al estacionamiento para tomar mi auto por lo que no vi a Gonzalo esperándome. Ahí estaba, formalmente vestido y oliendo a maderas de una forma tan atractiva que tuve que recordarme que no era ético involucrarme con el pariente directo de alguno de los alumnos. Cuando lo saludé se excusó conmigo sobre lo inadecuado de la situación y me expresó su preocupación por su nieta. Su hijo se estaba divorciado de la madre de la pequeña y él hacía seis meses que había perdido a una hija en un accidente automovilístico, tanta inestabilidad familiar parecía estar afectando a la niña y él quería evitar todo eso. Lo tranquilicé diciéndole que Nina, su nieta, no mostraba señales de inquietud pero que estaría al pendiente. También me regañé mentalmente por haber malinterpretado la situación, así que algo abochornada me despedí, subí a mi auto y me fui.

Entre las muchas cosas que detesto están las largas filas para pagar en el supermercado, así que voy a hacer mis compras los miércoles por la tarde que sé hay menos clientes. Todo parecía rutinario hasta que sentí que alguien tocaba mi hombro. Sobresaltada giré para ver quién llamaba mi atención.

—Disculpa, te vi entre los pasillos y vine a saludarte —dijo Gonzalo sonriendo de oreja a oreja.

Me acompañó por todos los corredores, le pregunté si iba regularmente a esa tienda a lo que me contestó que no, que había sido una dichosa casualidad. Aunque me sentí halagada pensé que era algo extraño, el negocio donde nos encontrábamos no era frecuentado por las familias ricas del lugar. Saliendo de la tienda me invitó un café; era un excelente conversador así que el tiempo pasó inadvertidamente. Al despedirnos Gonzalo me llamó “Tania” y ante mi expresión de sorpresa se disculpó diciendo que le recordaba a su difunta hija. Tratando de demostrar seguridad en mí misma no di importancia al incidente y nos despedimos cordialmente.

Llegué el viernes al liceo y noté que, camino a mi oficina, las profesoras que saludaba, me sonreían de manera singular como si supieran algo que yo no. Al entrar a mi despacho me golpeó un perfumado aroma. En diferentes lugares estaban colocados diversos ramos de flores, hermosos pero sin tarjeta. Quería llamar a Gonzalo porque supuse que él las había enviado pero recordé que en ningún momento intercambiamos datos personales. Para este punto mi imaginación ya se había echado a volar con respecto a mi relación con este hombre tan encantador. Mis fantasías se vieron interrumpidas por el timbre de mi teléfono móvil, segura de que era mi madre quien vivía en el otro extremo del país, así que sin ver contesté algo molesta por su intromisión involuntaria.  

—Te estoy interrumpiendo, ¡perdóname! —era la voz de mi enamorado imaginario.

—¡Para nada! Al contrario, estoy muy contenta con tu regalo. ¿A qué se debe tan bonito detalle?

—Eran las flores preferidas de mi hija y pensé que a ti también te gustarían.

Me sentía tan emocionada que no me di cuenta de lo determinante que sería esta última frase en nuestra relación ni me percaté de cómo es que obtuvo mi número privado.

Durante treinta días mi vida se vio colmada de encuentros sorpresivos. Gonzalo nunca me invitó a salir abiertamente sin embargo cuando menos lo esperaba se aparecía donde yo estaba: en la tintorería, el banco, el gimnasio o en cualquier lugar público, invariablemente atento y con algún regalo. Tenía una justificación razonable para cada ocasión y yo cada día estaba más ciega a éstos detalles.

El sábado por la mañana recibí una llamada agradable. Diana, mi mejor amiga, suspiró aliviada apenas me escuchó.

—¿Dónde te habías metido? Tengo un mes queriendo saber de ti y no logro encontrarte. Esta noche no te escapas, irás conmigo al bar de Manuel y ahí podremos platicar los tres.

No me dio tiempo ni de saludarla. Apenas hablamos unos minutos más y ella quedó de pasar por mí. Fue un sábado dedicado a labores domésticas así que salir con mis amigos, después de todo sería un buen cierre de día.

El bar estaba lleno, pero Manuel nos había reservado una mesa en la esquina más cercana a la barra. La música era estupenda, se escuchaban suaves golpeteos de tarros y carcajadas. Era un ambiente festivo y de pronto me di cuenta lo mucho que extrañaba a mis amigos y divertirme con ellos. Bromeábamos y reíamos tan fuerte que Manuel golpeteaba la mesa con sus manos mientras Diana y yo limpiábamos las lágrimas que salían de nuestros ojos. Así nos encontrábamos al momento de escuchar ese sonido típico que sale de la garganta cuando alguien quiere llamar nuestra atención. Tardamos varios minutos en reaccionar y yo perdí el entusiasmo al ver a Gonzalo parado frente a mí con el ceño fruncido, la mandíbula apretada y los brazos atrás de la espalda.

—¡Alma, estás haciendo el ridículo! Te voy a llevar a tu casa inmediatamente.

Sin más me tomó del brazo y me sacó del lugar. Empezaba a gritarme en el instante en que  Manuel llegó hasta nosotros. Todo sucedió tan rápido que no entendía lo que estaba pasando. En un intento de no hacer un escándalo mayor me despedí de mis amigos restándole gravedad al asunto para sorpresa de ellos. Gonzalo me llevó en su coche y en el camino me fue reprendiendo como si fuera yo una adolescente malcriada. Frente a mi puerta, sin darme oportunidad a reclamarle nada, me dio un beso en la frente como única despedida. No sé qué sucedió esa noche en el bar, pero algo trasformó a Gonzalo. Después de eso, cada vez que nos encontrábamos, él se portaba más dominante, a veces amable y a veces grosero pero constantemente autoritario. Empecé a alejarme de él aunque cada vez que lo intentaba las cosas se ponían peor. Mi abuela acostumbraba a decir “pueblo chico, infierno grande” y yo que por vez primera vivía en una población menor a los diez mil habitantes estaba a punto de comprobarlo.

Esa semana decidí cambiar el día de las compras e ir en los horarios donde hubiera más gente sin embargo no lo pude hacer porque el jueves, al llegar a mi domicilio, encontré bolsas de supermercado con todo lo que yo acostumbraba comprar. Devolví todo a la tienda inmediatamente cancelando cualquier futura entrega a domicilio. En la tintorería, no importaba a cual fuera, mi cuenta estaba pagada cuando yo recogía la ropa y yo cada vez más cansada de la situación dejaba el importe del servicio sobre el mostrador y salía azotando la puerta como única fuga a mi frustración. No es que viviéramos en una gran ciudad pero tampoco vivíamos en un pueblo de tres calles.

Mi preocupación aumentó cuando descubrí que, sin importar donde me encontrara, un hombre desconocido me seguía. Siempre era la misma persona que inútilmente trataba de ser discreta. Al principio pensé que era una coincidencia pero cuando lo descubrí frente a mi morada un par de veces me sentí aterrorizada. En una ocasión traté de enfrentarlo, pero para cuando llegué a la puerta ya había desaparecido. Me sentía tan incómoda que dejé de dormir bien. Era una constante la sensación de ser observada, me producía escalofrío la cercanía inesperada de quien fuera, el menor ruido inusual me generaba sobre salto. Fui a la estación de policía a exponerles mi caso pero ellos no encontraron motivo de alarma. Me explicaron que mientras mi vida no corriera peligro no podían hacer nada. Desesperada les hablé de mi sospecha sobre Gonzalo pero al parecer él era la persona más conocida y respetada en el pueblo y yo debía estar besando el suelo que pisaba.

Mi único refugio era mi trabajo hasta que, tres meses después del festival de primavera, la directora me llamó a su oficina. Me anunció que yo no trabajaría más en el colegio. Mi contrato no se renovaría para el próximo ciclo escolar y yo me sentí más sola que nunca. Pregunté las razones y mi jefa balbuceó algo sobre el pago de un favor antes de entregarme un sobre cerrado rotulado con mi nombre. La carta decía:

Alma:

Mereces un empleo mejor que este. Tuve que empeñarme pero logré convencer a la junta directiva para que te dejara libre. Querida hija, sabes que tienes un lugar en mi empresa para que trabajes a mi lado. Piénsalo.

G.

Tras leer la misiva me di cuenta que sería inútil pelear por mi puesto. En ese instante me era casi imposible explicarle a cualquiera que me sentía acorralada. Poco a poco me estaban construyendo una jaula, de oro, pero jaula. Hecha un mar de lágrimas abandoné la dirección para recoger mis cosas e irme. Pasé la noche en vela, sin saber qué hacer. Llegué a la conclusión de que sólo tenía dos opciones, parar de quejarme y sacar beneficio a las locuras de Gonzalo, pasara lo que pasara o ir directamente a hablar con él y hacerlo entender que yo no era su hija. En el membrete de la carta aparecía la dirección de su empresa así que ahí me dirigí la mañana siguiente.

El edificio no era muy grande aunque sí elegante, especialmente para el pueblo en que vivíamos. Tenía piso de mármol, grandes ventanales en la planta baja, música ambiental suave y la recepcionista estaba impecablemente vestida y arreglada. Cuando pedí ver a Gonzalo la mujer me observó detenidamente antes de preguntarme si era familiar de él. Ante la respuesta negativa me pidió esperar unos minutos. Me pasaron a una sala de juntas ubicada atrás de la recepción; no esperé mucho antes de que entrara una versión más joven del hombre al que buscaba.

—Alma, mucho gusto en conocerte. Soy Rodrigo, hermano del papá de Nina. Me han hablado mucho de ti y ahora que te conozco personalmente entiendo por qué. Tu parecido con mi hermana Tania es impresionante. Veo que buscas a mi padre, él estará fuera del pueblo toda esta semana así que, ¿en qué te puedo ayudar?

Comencé a hablar de forma atropellada, primero en tono enérgico después de forma amenazante. Él me escuchó sin interrumpirme pero en el momento que terminé su cara expresaba sorpresa y dolor. Confesó tener idea de los acontecimientos aunque desconocía los detalles.

—La única justificación que tengo es que tienes un increíble parecido a Tania, mi difunta hermana.

Del desconsuelo pasé al enojo y le exigí liberarme de su progenitor.

—Gonzalo necesita ayuda, pero nadie parece entenderlo. Por irónico que parezca quiere involucrarse en mi vida pero no puedo hablar directamente con él para hacerlo entrar en razón. Si no encuentran una solución a esta locura contrataré a un abogado de la ciudad para que consiga una orden de restricción contra él.

—Alma, entiendo tu postura. Quisiera poder explicarte lo poderoso que es mi padre pero no quiero asustarte más. Nos mudamos a vivir aquí a raíz de la desgracia familiar que ya conoces. Todo en la ciudad lo atormentaba así que pensamos que estar en un lugar completamente diferente le daría paz—. Rodrigo hace un alto en la conversación. Cabizbajo y con semblante visiblemente afectado parece perdido en sus pensamientos. Tras unos minutos de silencio me observa y continúa—. Tienes razón pero ya sabe de tu existencia. Mientras sigas en este lugar nunca te dejará en paz pero te prometo hablar con él en cuanto regrese.

Salí de la oficina sintiendo que había perdido el tiempo. Fue así como, sin comentarlo con Rodrigo, decidí abandonar el pueblo aprovechando la ausencia de Gonzalo. Dejaría pasar unos meses a que las cosas se enfriaran, volvería a buscar empleo en la ciudad y pediría asesoría legal en caso de que Gonzalo persistiera en entrometerse en mi vida. Mochila en mano y con mis ahorros en la bolsa, me dirigí a la central de autobuses para comprar un boleto al primer destino que se me ocurriera.

Mi destino resultó ser un pueblo agradable con coloridas construcciones, aroma a caramelo cada vez que limpiaban los campos de caña y gente tan amable como respetuosa. Logré escaparme de mi vigilante ya que no lo volví a ver. Ahí, bajo una falsa identidad que nadie investigó, encontré labor corrigiendo textos para el periódico local. Llevaba seis meses viviendo ahí hasta el momento que decidí atender la llamada del número desconocido.

Silencio.

—Te pregunté qué cómo conseguiste mi número —casi gritó Alma.

—Te he estado siguiendo, por favor discúlpame. Tenía que asegurarme que te encontraras a salvo. Andrés, el chico de la cafetería trabaja para mí y es de mi entera confianza, se ha encargado de ver que nada te pase.

—¿Qué me va a pasar? ¡Qué tu familia es de locos! ¡Quiero que me dejen en paz!

—Mi papá te descubrió ayer y fue a buscarte en la noche. Afortunadamente Andrés lo vio a tiempo y lo obligó a volver aquí. Él lo acompañó en el auto para estar seguro de su regreso. Hemos tenido la peor disputa familiar en años—. Su voz sonaba hueca, algunas palabras se partían en dos debido al empeño de contener las lágrimas, quería emplear un falso vigor al hablar conmigo—. Lamentablemente murió de un infarto fulminante en medio de la discusión. Es un gran golpe para la familia pero al menos tú has recuperado tu tranquilidad.
La música desde la plaza era suave y alegre, el aire era tibio, la ventana abierta parece dejar entrar una oleada de esperanza. Apenas alcancé a llegar a la silla; sentí que me fallaban las piernas. Respiré hondo antes de hablar.

—Muchas gracias por avisarme —susurré poco antes de colgar. Efectivamente, acababa de recuperar mi vida.

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