Paulina Pérez
Cuando
decidí estudiar medicina, encontré mucha oposición de familiares y amigos.
Todos hablaban de lo mal pagados que estaban los médicos, de lo inexistente de
la medicina pública y de que debía ir pensando en irme del país para ejercer. Buscar
la manera de montar un consultorio particular o asociarme en una clínica
privada, era según ellos, la única manera de vivir de la profesión. Muchos
profesionales de la salud, se dedicaban a otra actividad y a nadie le parecía
lógico estudiar tanto para acabar conduciendo un taxi o atendiendo una tienda
de abarrotes.
Desde
un inicio constaté que había mucho de cierto en lo que la gente comentaba, sin
embargo no era razón suficiente, al menos para mí, dejar de optar por una
carrera con la que se podía ayudar tanto. Fueron incontables las veces que
participe en colectas, rifas y hasta en venta de comida para cubrir el
tratamiento de algún enfermo sin recursos o abandonado por sus familiares por
la misma razón. A veces era muy frustrante, pues pese a todo esfuerzo el
paciente moría o si era dado de alta no tardaba en regresar en el mismo estado
o peor. La desesperanza nos embargaba a todos y mientras unos nos
sensibilizamos más, otros se endurecían. Es difícil aceptar la muerte cuando
las causas no la justifican.
Con
algunos médicos y enfermeras logramos formar un grupo para apoyar en barrios o
poblaciones cercanas sin atención en salud como una manera de devolver algo a
cambio de la oportunidad que tuvimos al poder estudiar en un país donde aquello
era un privilegio de pocos.
Así
fue como cada viernes llegaba al comedor “Alegría de vivir”. Al terminar la
consulta, salía del hospital para tomar un autobús hacia el otro lado de la
ciudad. Luego de cuarenta y cinco minutos de atravesar varias barriadas populares,
llegaba al lugar donde trabajaba como voluntaria. En los años sesenta sobre una
loma, migrantes del campo y de la zona costera invadieron este sector. Sin
ningún orden o planificación fueron apareciendo construcciones, a las
autoridades no les quedo más que legalizar los terrenos y en pocos años se
transformó en uno de los barrios más grandes y pobres de la capital del país.
Una
gran amiga de mis padres había montado este comedor que funcionaba en el primer
piso de la casa comunal para ayudar a madres solteras trabajadoras. Los niños
recibían el almuerzo, se les ayudaba en las tareas escolares y a media tarde
tomaban un refrigerio. Era un espacio pequeño pero bien distribuido. La cocina
parecía más grande de lo que era en realidad gracias a la disposición de
muebles y estantes que aprovechaban el espacio al máximo y la hacían más
funcional. Las grandes ollas de aluminio y las sartenes colgaban del techo. La
vajilla metálica y los cubiertos tenían su armario al igual que los utensilios
para preparar y servir la comida. Una pequeña bodeguita albergaba los víveres y
contaban con un refrigerador y un congelador. Una habitación más amplía con
mesas pequeñas de madera para cuatro personas, servían para comer y luego para
hacer los deberes. Un voluminoso escritorio con dos cajones a cada lado, dos
estanterías llenas de libros, un pizarrón
que ocupaba toda una pared y una serie de cuadros con diseños infantiles,
le daba el aspecto de un aula de niños. Para una médica recién graduada como
yo, era una gran experiencia colaborar con este proyecto, se me había pedido
capacitaciones en nociones básicas de
salud y controlar que los niños estuvieran bien nutridos y creciendo
adecuadamente.
Así
fue como conocí a Marcelo, nieto de doña Narcisa, quien cuidaba de él desde el
día que un autobús cegara la vida de su hija delante de ellos dos. El
transporte público era muy malo y en la periferia de la ciudad ningún chofer
respetaba las normas de transito. Los automotores excedían los límites de velocidad
y los peatones no tenían infraestructura alguna como veredas o puentes para
cruzar las vías o caminar. Dos conductores competían en la gran avenida como si
de una carrera se tratara y en su locura uno de ellos arrastró a la madre de
Marcelo.
Doña
Narcisa apoyaba en la cocina, de esa manera pagaba la comida que recibían. Su
edad y su salud bastante afectada por haber lavado y planchado ajeno por más de
cuarenta años le pasaban factura. El amor a su nieto le hacía olvidar los
dolores y la fatiga cada vez más frecuentes.
Marcelo
era un niño bien parecido, su carita impecable donde destacaban unos ojos
oscuros grandes y vivaces, el cabello castaño abundante ligeramente ondulado y
algo más alto que otros niños de la misma edad.
El
haber sido testigo de la trágica muerte de su madre, había hecho de Marcelo un
niño de salud frágil, contaba su abuela. Bastaba una ligera corriente fría de
aire, y enseguida desarrollaba una infección respiratoria que requería un
tratamiento antibiótico.
Ayudada
de un colega logramos someter a Marcelo a varios exámenes de laboratorio para
determinar alguna causa concreta para aquella evidente debilidad de sus vías
respiratorias y como casi todo niño que vive en la altura, en una vivienda
húmeda y dentro de una ciudad muy contaminada, Marcelo padecía una fuerte
alergia respiratoria a múltiples factores.
Debido
al tratamiento que exigía estricto control, revisaba a Marcelo todos los
viernes. Nos hicimos buenos amigos. Cuando podía pasaba por el comedor antes
del día habitual y lo ayudaba con sus tareas. Le enseñaba a recortar
correctamente, la importancia de presentar sus deberes limpios, bien hechos y a
veces hacíamos cálculo mental.
Todos
en el comedor lo querían y lo consentían. Con apenas quince días de nacido era
parte de la nomina de voluntarios del comedor. No había quien no lo hubiera
cargado, arrullado, bañado, alimentado y enseñado gracias, palabras y hasta a
gatear. Nadie era ajeno tampoco a todo lo que había sufrido. Su padre, obligado
a dejar la casa por orden judicial, era tan violento que el barrio entero había
presentado una denuncia en su contra por el maltrato constante que su mujer y
su hijo padecían.
Luego,
la muerte de su madre quedó sin castigo,
como pasa casi siempre. Su abuela era todo lo que tenía y quienes la conocíamos
temíamos que no durara mucho por más ganas que le ponía a la vida.
Con
solo diez años Marcelo había sufrido lo que tal vez otros ni en cincuenta años
lo habrán hecho. Era educado, servicial, y pese a todo no había perdido su
alegría del todo. Vivía muy pendiente de su abuela y si por algún motivo ella
no estaba cuando él llegaba, se transformaba. Se metía debajo de una mesa y se
colocaba en posición fetal. Solo la voz de ella lograba sacarlo de ese trance.
El
tiempo iba pasando y Marcelo enfermaba con menos frecuencia. A diferencia de su
abuela a quien notábamos cada vez más cansada. Parecía que los años le caían de
diez en diez.
Sonia,
quien había desarrollado toda la propuesta del comedor, los dos profesores que
ayudaban a los niños con las tareas en las tardes y yo decidimos hacer una
colecta para ayudar a Marcelo y su abuela. Vivían en una especie de galpón, el piso
era de tierra, la humedad se había tomado las paredes. El viento y el polvo se
filtraban por todos lados. El baño era externo y debían compartirlo con otros
inquilinos.
Nuestra
iniciativa fue muy bien acogida. La generosidad de aquella gente con tantas
carencias nos abrumó a todos.
Lo
recaudado sirvió para arreglar la vivienda. Ayudados por los vecinos, logramos
hacer un piso de cemento, arreglamos el techo y la única ventana para volver
más abrigada la casa. Con unas baldosas que nunca supimos quién las trajo,
puesto que aparecieron junto con todos los materiales que compramos, logramos
crear un pequeño ambiente dentro del cuarto que servía de vivienda, para
colocar la cocina, un lavabo y un mueble que hacía de despensa. También
conseguimos dejar una buena provisión de alimentos no perecibles, pagar la
renta por seis meses con un descuento por pago adelantado y una pequeña reserva
de dinero para alguna emergencia.
Por
supuesto doña Narcisa y Marcelo no sabían nada. Sonia se los llevó con ella el
fin de semana a su casa en las afueras de la ciudad. La emoción de ellos dos
cuando vieron su casa arregladita nos arrancó las lágrimas a todos los
presentes.
Ese
domingo regresé muy contenta a casa.
Esa
sensación de haber hecho algo bueno, algo que no se trataba de caridad, sino de
justicia me inundaba el espíritu.
Como
había estado yendo varias veces por semana al comedor para coordinar las
acciones a favor de Narcisa y Marcelo, le había anunciado a Sonia que me
ausentaría unas semanas, tenía trabajo atrasado en el hospital y en casa. Vivía
con mis padres y aunque siempre respetaban mis ocupaciones y estaban
conscientes de que mi profesión era muy demandante, ya empezaban a resentir que
solo llegará a casa a dormir.
Los
días que siguieron fueron muy cargados de trabajo, incluso debí salir a una
ciudad cercana por un par de días para asistir a un curso de capacitación para
el personal de salud.
Después
de tres semanas de haberme perdido en mis ocupaciones, llegó el viernes. Había
extrañado a todos y algo más a Marcelo desde luego.
A
medida que me iba acercando al comedor me sorprendió ver poca gente en la
calle. Los viernes, había vóley, y ese en especial por toda la ciudad se podía
escuchar a orquestas o pequeños grupos musicales locales animando las fiestas
que recordaban un aniversario más de la fundación española de la capital. El
barrio había sido dotado de un pequeño complejo recreacional cuya cancha servía
para varias disciplinas deportivas y también era usada para otras actividades
comunitarias, como fiestas, ferias. Los vecinos lo arreglaban, colgaban
guirnaldas, ponían luces, sin embargo, el sitio estaba desierto.
Me
extrañó mucho lo apagado que estaba todo y más aún ver cerrado el comedor. Cuando
intentaba llamar a Sonia, la vi llegar con su esposo. Su aspecto era terrible,
demacrada por completo, caminaba agarrada del brazo de su marido y apenas me
tuvo cerca me abrazó y se desató en llanto. Un escalofrío me recorrió de pies a
cabeza. Algo había pasado durante mi ausencia.
Doña
Narcisa estaba tan contenta con su casita nueva que no quería salir de ella.
Marcelo iba al colegio, luego al comedor, recogía la comida para él y su abuela
y se iba directo para la casa.
Después
de una semana de esa rutina, la abuelita Narcisa volvió al trabajo, para ayudar
en las tareas como lo había hecho desde hace varios años. Pero no pudo quedarse
mucho, se fatigó de tal manera que la llevaron de regreso a casa y directo a la
cama.
Al
día siguiente Marcelo no llegó al comedor. Apenas el último niño fue recogido
por su madre, Sonia fue a visitarlos. Por más que golpeó la puerta nadie le
abrió. Preguntó a los vecinos y no supieron darle razón de ellos. Sonia decidió
retirarse pero se fue muy intranquila.
En
la mañana a primera hora fue a buscar a Doña Narcisa. Como no abrían, Sonia
pidió que forzaran la puerta, era muy extraño lo que sucedía.
Encontró
a Marcelo abrazado a su abuela. No se sabía que tiempo llevaban así. En la
mesita que les servía de comedor encontraron una carta del niño junto una hoja
de diablillos, una especie de pastillas de fosforo blanco que pese a estar
prohibidas siempre aparecen durante las fiestas decembrinas. Los niños las
frotan contra el cemento y al calentarse producen destellos y un ruido parecido
al de los petardos pero mucho más suave.
La
carta decía: «Gracias por todo, pero me voy con mi abuela».
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