jueves, 25 de febrero de 2016

Marcelo

Paulina Pérez


Cuando decidí estudiar medicina, encontré mucha oposición de familiares y amigos. Todos hablaban de lo mal pagados que estaban los médicos, de lo inexistente de la medicina pública y de que debía ir pensando en irme del país para ejercer. Buscar la manera de montar un consultorio particular o asociarme en una clínica privada, era según ellos, la única manera de vivir de la profesión. Muchos profesionales de la salud, se dedicaban a otra actividad y a nadie le parecía lógico estudiar tanto para acabar conduciendo un taxi o atendiendo una tienda de abarrotes.

Desde un inicio constaté que había mucho de cierto en lo que la gente comentaba, sin embargo no era razón suficiente, al menos para mí, dejar de optar por una carrera con la que se podía ayudar tanto. Fueron incontables las veces que participe en colectas, rifas y hasta en venta de comida para cubrir el tratamiento de algún enfermo sin recursos o abandonado por sus familiares por la misma razón. A veces era muy frustrante, pues pese a todo esfuerzo el paciente moría o si era dado de alta no tardaba en regresar en el mismo estado o peor. La desesperanza nos embargaba a todos y mientras unos nos sensibilizamos más, otros se endurecían. Es difícil aceptar la muerte cuando las causas no la justifican.

Con algunos médicos y enfermeras logramos formar un grupo para apoyar en barrios o poblaciones cercanas sin atención en salud como una manera de devolver algo a cambio de la oportunidad que tuvimos al poder estudiar en un país donde aquello era un privilegio de pocos.

Así fue como cada viernes llegaba al comedor “Alegría de vivir”. Al terminar la consulta, salía del hospital para tomar un autobús hacia el otro lado de la ciudad. Luego de cuarenta y cinco minutos de atravesar varias barriadas populares, llegaba al lugar donde trabajaba como voluntaria. En los años sesenta sobre una loma, migrantes del campo y de la zona costera invadieron este sector. Sin ningún orden o planificación fueron apareciendo construcciones, a las autoridades no les quedo más que legalizar los terrenos y en pocos años se transformó en uno de los barrios más grandes y pobres de la capital del país.

Una gran amiga de mis padres había montado este comedor que funcionaba en el primer piso de la casa comunal para ayudar a madres solteras trabajadoras. Los niños recibían el almuerzo, se les ayudaba en las tareas escolares y a media tarde tomaban un refrigerio. Era un espacio pequeño pero bien distribuido. La cocina parecía más grande de lo que era en realidad gracias a la disposición de muebles y estantes que aprovechaban el espacio al máximo y la hacían más funcional. Las grandes ollas de aluminio y las sartenes colgaban del techo. La vajilla metálica y los cubiertos tenían su armario al igual que los utensilios para preparar y servir la comida. Una pequeña bodeguita albergaba los víveres y contaban con un refrigerador y un congelador. Una habitación más amplía con mesas pequeñas de madera para cuatro personas, servían para comer y luego para hacer los deberes. Un voluminoso escritorio con dos cajones a cada lado, dos estanterías llenas de libros, un pizarrón  que ocupaba toda una pared y una serie de cuadros con diseños infantiles, le daba el aspecto de un aula de niños. Para una médica recién graduada como yo, era una gran experiencia colaborar con este proyecto, se me había pedido capacitaciones  en nociones básicas de salud y controlar que los niños estuvieran bien nutridos y creciendo adecuadamente.

Así fue como conocí a Marcelo, nieto de doña Narcisa, quien cuidaba de él desde el día que un autobús cegara la vida de su hija delante de ellos dos. El transporte público era muy malo y en la periferia de la ciudad ningún chofer respetaba las normas de transito. Los automotores excedían los límites de velocidad y los peatones no tenían infraestructura alguna como veredas o puentes para cruzar las vías o caminar. Dos conductores competían en la gran avenida como si de una carrera se tratara y en su locura uno de ellos arrastró a la madre de Marcelo.

Doña Narcisa apoyaba en la cocina, de esa manera pagaba la comida que recibían. Su edad y su salud bastante afectada por haber lavado y planchado ajeno por más de cuarenta años le pasaban factura. El amor a su nieto le hacía olvidar los dolores y la fatiga cada vez más frecuentes.

Marcelo era un niño bien parecido, su carita impecable donde destacaban unos ojos oscuros grandes y vivaces, el cabello castaño abundante ligeramente ondulado y algo más alto que otros niños de la misma edad.

El haber sido testigo de la trágica muerte de su madre, había hecho de Marcelo un niño de salud frágil, contaba su abuela. Bastaba una ligera corriente fría de aire, y enseguida desarrollaba una infección respiratoria que requería un tratamiento antibiótico.

Ayudada de un colega logramos someter a Marcelo a varios exámenes de laboratorio para determinar alguna causa concreta para aquella evidente debilidad de sus vías respiratorias y como casi todo niño que vive en la altura, en una vivienda húmeda y dentro de una ciudad muy contaminada, Marcelo padecía una fuerte alergia respiratoria a múltiples factores.

Debido al tratamiento que exigía estricto control, revisaba a Marcelo todos los viernes. Nos hicimos buenos amigos. Cuando podía pasaba por el comedor antes del día habitual y lo ayudaba con sus tareas. Le enseñaba a recortar correctamente, la importancia de presentar sus deberes limpios, bien hechos y a veces hacíamos cálculo mental.

Todos en el comedor lo querían y lo consentían. Con apenas quince días de nacido era parte de la nomina de voluntarios del comedor. No había quien no lo hubiera cargado, arrullado, bañado, alimentado y enseñado gracias, palabras y hasta a gatear. Nadie era ajeno tampoco a todo lo que había sufrido. Su padre, obligado a dejar la casa por orden judicial, era tan violento que el barrio entero había presentado una denuncia en su contra por el maltrato constante que su mujer y su hijo padecían.

Luego, la muerte de su madre  quedó sin castigo, como pasa casi siempre. Su abuela era todo lo que tenía y quienes la conocíamos temíamos que no durara mucho por más ganas que le ponía a la vida.

Con solo diez años Marcelo había sufrido lo que tal vez otros ni en cincuenta años lo habrán hecho. Era educado, servicial, y pese a todo no había perdido su alegría del todo. Vivía muy pendiente de su abuela y si por algún motivo ella no estaba cuando él llegaba, se transformaba. Se metía debajo de una mesa y se colocaba en posición fetal. Solo la voz de ella lograba sacarlo de ese trance.

El tiempo iba pasando y Marcelo enfermaba con menos frecuencia. A diferencia de su abuela a quien notábamos cada vez más cansada. Parecía que los años le caían de diez en diez.

Sonia, quien había desarrollado toda la propuesta del comedor, los dos profesores que ayudaban a los niños con las tareas en las tardes y yo decidimos hacer una colecta para ayudar a Marcelo y su abuela. Vivían en una especie de galpón, el piso era de tierra, la humedad se había tomado las paredes. El viento y el polvo se filtraban por todos lados. El baño era externo y debían compartirlo con otros inquilinos.

Nuestra iniciativa fue muy bien acogida. La generosidad de aquella gente con tantas carencias nos abrumó a todos.

Lo recaudado sirvió para arreglar la vivienda. Ayudados por los vecinos, logramos hacer un piso de cemento, arreglamos el techo y la única ventana para volver más abrigada la casa. Con unas baldosas que nunca supimos quién las trajo, puesto que aparecieron junto con todos los materiales que compramos, logramos crear un pequeño ambiente dentro del cuarto que servía de vivienda, para colocar la cocina, un lavabo y un mueble que hacía de despensa. También conseguimos dejar una buena provisión de alimentos no perecibles, pagar la renta por seis meses con un descuento por pago adelantado y una pequeña reserva de dinero para alguna emergencia.

Por supuesto doña Narcisa y Marcelo no sabían nada. Sonia se los llevó con ella el fin de semana a su casa en las afueras de la ciudad. La emoción de ellos dos cuando vieron su casa arregladita nos arrancó las lágrimas a todos los presentes.

Ese domingo regresé muy contenta a casa.

Esa sensación de haber hecho algo bueno, algo que no se trataba de caridad, sino de justicia me inundaba el espíritu.

Como había estado yendo varias veces por semana al comedor para coordinar las acciones a favor de Narcisa y Marcelo, le había anunciado a Sonia que me ausentaría unas semanas, tenía trabajo atrasado en el hospital y en casa. Vivía con mis padres y aunque siempre respetaban mis ocupaciones y estaban conscientes de que mi profesión era muy demandante, ya empezaban a resentir que solo llegará a casa a dormir.

Los días que siguieron fueron muy cargados de trabajo, incluso debí salir a una ciudad cercana por un par de días para asistir a un curso de capacitación para el personal de salud.

Después de tres semanas de haberme perdido en mis ocupaciones, llegó el viernes. Había extrañado a todos y algo más a Marcelo desde luego.

A medida que me iba acercando al comedor me sorprendió ver poca gente en la calle. Los viernes, había vóley, y ese en especial por toda la ciudad se podía escuchar a orquestas o pequeños grupos musicales locales animando las fiestas que recordaban un aniversario más de la fundación española de la capital. El barrio había sido dotado de un pequeño complejo recreacional cuya cancha servía para varias disciplinas deportivas y también era usada para otras actividades comunitarias, como fiestas, ferias. Los vecinos lo arreglaban, colgaban guirnaldas, ponían luces, sin embargo, el sitio estaba desierto.

Me extrañó mucho lo apagado que estaba todo y más aún ver cerrado el comedor. Cuando intentaba llamar a Sonia, la vi llegar con su esposo. Su aspecto era terrible, demacrada por completo, caminaba agarrada del brazo de su marido y apenas me tuvo cerca me abrazó y se desató en llanto. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Algo había pasado durante mi ausencia.

Doña Narcisa estaba tan contenta con su casita nueva que no quería salir de ella. Marcelo iba al colegio, luego al comedor, recogía la comida para él y su abuela y se iba directo para la casa.

Después de una semana de esa rutina, la abuelita Narcisa volvió al trabajo, para ayudar en las tareas como lo había hecho desde hace varios años. Pero no pudo quedarse mucho, se fatigó de tal manera que la llevaron de regreso a casa y directo a la cama.

Al día siguiente Marcelo no llegó al comedor. Apenas el último niño fue recogido por su madre, Sonia fue a visitarlos. Por más que golpeó la puerta nadie le abrió. Preguntó a los vecinos y no supieron darle razón de ellos. Sonia decidió retirarse pero se fue muy intranquila.

En la mañana a primera hora fue a buscar a Doña Narcisa. Como no abrían, Sonia pidió que forzaran la puerta, era muy extraño lo que sucedía.

Encontró a Marcelo abrazado a su abuela. No se sabía que tiempo llevaban así. En la mesita que les servía de comedor encontraron una carta del niño junto una hoja de diablillos, una especie de pastillas de fosforo blanco que pese a estar prohibidas siempre aparecen durante las fiestas decembrinas. Los niños las frotan contra el cemento y al calentarse producen destellos y un ruido parecido al de los petardos pero mucho más suave.

La carta decía: «Gracias por todo, pero me voy con mi abuela».

No hay comentarios:

Publicar un comentario