Teresa Kohrs
Al dar la vuelta en la
esquina volvió a experimentar esa extraña sensación en la espalda, como un
cosquilleo entre los omóplatos. A su derecha, unos pasos más adelante, la
puerta abierta de un establecimiento desprendía el olor a pan recién horneado,
mantequilla y azúcar lo que provocó un gruñido en su estómago. Una vez más
había olvidado comer algo antes de salir. Se detuvo frente al aparador donde el
sol mañanero iluminaba la exhibición de distintos tipos de pan dulce,
glaseados, panqués, donas decoradas de llamativos colores. Atrás de él, gente
caminaba sobre la calle empedrada. La mayoría turistas ataviados con ropa
ligera, lentes obscuros, zapatos deportivos o de playa, algunos se detenían,
señalaban algún bocadillo, entraban a la panadería, pero nadie parecía seguirlo
u observarlo. Estoy paranoico, pensaba. Discretamente giró la cabeza notando
cada detalle alrededor a través de sus lentes de sol. Finalmente se relajó,
exhalando se talló la cara con las palmas elevando los anteojos.
—Me encantan tus manos —solía
decirle Maribel al principio de la relación, cuando entrelazar sus dedos o
acariciarle el rostro era tan importante como respirar—
son grandes y fuertes —comentaba
entre risas—
nadie pensaría que estas manotas de herrero en realidad se dedican a algo delicado
y preciso.
Gilberto era ingeniero
en electrónica, especialista en micro partes. Su vida estaba llena de pequeñísimas
piezas, cables, pinzas y lentes amplificadores. Su trabajo era bien pagado,
ganaba mucho dinero el cual se acumulaba cada año en el banco ya que ni él ni Maribel
requerían gran cosa para ser felices. Ella diseñaba joyería para una renombrada
marca. Tan famosos eran sus diseños que se podía dar el lujo de trabajar cómo y
cuándo quería.
Se frotó el pecho
haciendo círculos con la base de la palma e intentó aflojar el nudo que se le
formaba cada vez que pensaba en ella. Hacía un mes que desapareció, sin una
palabra, siendo la única pista una página de su diario que encontró bajo la
cama.
He
perdido el sentido del gusto. En el restaurante, hace unos días desayunando con
unas amigas noté que el omelet sabía a tierra. Y qué curioso, la papaya
también. Pregunté a las demás en la mesa, pero pensé que la mala suerte me
perseguía, pues no por primera vez, mis platillos sabían a lodo.
Vengo
de una cita con el psiquiatra. Después de un peregrinar de clínicas, médicos y
terapeutas, mí última esperanza era el afamado doctor de la mente, el cual me
diagnosticó con una extraña enfermedad psicosomática. Él lo explica como “una
escisión patológica entre psique y soma en la que un conflicto emocional no
procesado se externaliza en el cuerpo”. La recomendación, la cual entregó por
escrito, fue que me internara en su clínica, dormir ahí, bañarme ahí, comer
ahí, en un ambiente controlado, donde dice tendría sesiones diarias de terapia
individual, de grupo y un tratamiento a base de ansiolíticos y antidepresivos. En
otras palabras, cree que estoy LOCA. A mí me parece que el LOCO es él. ¡Ni a
patadas de burro me llevarán a esa clínica! Una parte de mí piensa que
mejoraré, que si en realidad el problema es mi mente y emociones dolorosas, entonces
debe haber una solución. Otra parte, esa voz negativa, me dice que seguiré
empeorando y que a partir de hoy ya no conoceré sabores nuevos y peor, que continuaré
el deterioro hasta llegar a la nada. Es deprimente.
Desde
que este problema comenzó, visitas a diferentes especialistas, análisis, etc.
Gilberto se ha mostrado cooperativo ayudándome con lo que he necesitado, pero debo
confesar en estas páginas que hay una nueva distancia entre nosotros. Su mirada
franca, confiada y en ocasiones hasta pícara, ha sido sobrepuesta por una de cansancio,
sonrisa forzada y lástima. Creo que no sabe qué hacer. No lo culpo, yo tampoco
lo sé. Me aterra pensar en perderlo. Supongo que a él le pasa algo parecido.
Los padres de Maribel
murieron cuando ella era una niña. Creció en un orfanato de religiosas. La
madre Consuelo, quien más adelante se convirtió en una verdadera mamá para
ella, le platicó que al principio era una personita muy introvertida, casi no
hablaba ni convivía con sus compañeras. Su estado de salud contribuyó pues
durante los primeros años padeció constantemente de anginas. Con frecuencia
recibía la visita del médico quien le administraba inyecciones, hasta que
finalmente la tuvieron que llevar al hospital para operarla. Fue un proceso muy
doloroso para la niña quien no había todavía aceptado la pérdida de sus padres,
reforzando así su desconfianza con los demás. Era sorprendente que a pesar de
todo, nunca se le vio llorando. A la monja le gustaba recordarle cómo poco a
poco fue cambiando.
—Tu corazón está lleno jovencita —le dijo el día
que cumplió la mayoría de edad— el amor de Dios obra milagros.
Aunque Gilberto se
consideraba ateo, le encantaba escucharla y ver cómo se le encendían esos ojos
color chocolate al hablar de su niñez.
—Recuerdo esos tiempos de soledad
intensa cuando era chica —le
comentó ella una noche después de hacer el amor, desnudos y todavía medio
enredados uno con el otro, él alto ancho y peludo, ella suave y delicada—
¿pero sabes qué Gil? Había algo especial en aquel lugar —le dijo pensativa,
trazando líneas con su índice sobre el pecho— por alguna extraña razón esa
sensación de vacío fue disminuyendo poco a poco hasta que llegó el día en el comprendí
las palabras de la madre Consuelo. Mi corazón estaba lleno. Aunque todavía dudaba,
la esperanza de no volver a sentirme sola echó raíces.
Ese recuerdo lo llevó a
visitar a la tan mencionada religiosa. Descubrió que Maribel se había hospedado
con ella. Ahí dejó para él su diario. Había ya hablado con el doctor que la
diagnosticó quien le explicó con mayor detalle lo que ella estaba viviendo.
—Mi teoría es que cuando su esposa fue abandonada
por sus padres el dolor emocional resultó insoportable por lo que aprendió a
defenderse drenando esa angustia hacia afuera sin ser consciente. Al percibir su
rechazo ante la enfermedad, tuvo miedo y decidió terminar ella el vínculo antes
de que lo hiciera usted.
El psiquiatra siguió
explicando pero él ya no escuchó. Era cierto, Maribel tenía miedo a sufrir otro
abandono. Se sentía insegura y necesitaba que él le demostrara lo mucho que la
quería haciendo todo lo posible por encontrarla y así reafirmarle su promesa de
una vida juntos en las buenas y en las malas. Por eso ideó el juego de pistas. Sabía
lo mucho que esto le obsesionaría, resolver el problema, descifrar el enigma,
le sería difícil resistir el desafío y al mismo tiempo se aseguraba de captar
toda su atención y así reparar el error que cometió al no encarar de frente la
enfermedad. No fue fácil negociar con la monja, pero finalmente logró que le
entregara el cuadernillo de notas.
El diario no estaba
completo, faltaban algunas páginas y su inteligente mujer las había repartido
de tal manera que localizarlas le tomó cuatro largas semanas. Pidió permiso en
el trabajo de ausentarse sin goce de sueldo. El dinero no le preocupaba.
Encontrar a Maribel se convirtió en el centro de su vida, lo más importante.
Rascándose la barba de
tres días regresó al presente. La última pista lo llevó a este misterioso
pueblo. Lo conocía bien ya que solían visitarlo con frecuencia. Muchas de las
piedras en los diseños de Maribel provenían de la zona. Además de las bellezas
naturales, el lugar era también famoso por que entre sus habitantes se
encontraban curanderos, médicos alternativos, naturistas, terapeutas, gente
espiritual y artistas, los cuales agregaban al magnetismo natural del sitio un
ambiente místico.
Revisó una vez más la página
doblada que le entregó el dueño del pequeño hotelito donde siempre se
hospedaban, quien lo había recibido unos días antes de manos de un niño local a
quien le habían pagado unas monedas por llevarla ahí con la instrucción de
entregarla al señor Gilberto.
Cuando
perdí el tercer sentido decidí dejarme guiar por la intuición, confiada en que
encontraría el camino de la sanación lejos de agujas y señores de bata blanca
que tanto me aterraban. Me consolaba pensando que esta enfermedad era una señal
de que debía hacer un alto, aprender algo importante y cambiar.
No
me pareció extraño que después de ciertas coincidencias llegara a este lugar
tan especial.
Andando por la calle principal sentí
el impulso de gritar. Abrí la boca apretando los puños, tomé aire y lo hice, grité
lo más fuerte que pude. El collar de pequeñas piedras de obsidiana, uno de mis
diseños favoritos, se apretó por un segundo en mi garganta por el esfuerzo. Fue
liberador y frustrante a la vez. Pocos se dieron cuenta pues para ese entonces
ya había perdido la voz, así que más bien parecía una demente haciendo mímica
en medio de la calle, en el centro de un pueblo, rodeada de turistas. Sin
embargo, al terminar, percibí su mirada, atrapándome con fuerza. No había más
que hacer, sólo tenía una opción: ir hacia él. Ni una palabra salió de su boca.
Vestía de blanco con ropa de algodón, como los indígenas del rumbo. Cabello
negro largo atado con un cordón, lampiño, piel morena, estatura mediana, edad
madura. Al verme avanzar hacia él se giró y comenzó a andar rápidamente. Corrí para
alcanzarlo pues caminaba con tanta destreza que parecía desvanecerse entre la
gente. A la derecha en la panadería, a la izquierda en la tiendita, izquierda
una vez más en la siguiente cuadra de frente hacia la montaña. Finalmente lo
perdí de vista y me detuve jadeando, maldiciendo a la vez. Una mujer de cabello
largo canoso, arrugas profundas y ojos luminosos caminó hacia mí. Me sonrió
mostrando la falta de dientes extendiendo su brazo para tomarme de la mano.
Además de la voz yo ya había perdido el gusto y el oído, tal como me había
indicado el psiquiatra que pasaría si no me sometía al tratamiento.
No
podía escuchar el sonido como tal, pero percibía una vibración en mis pies que
se elevaba hacia el ombligo terminando en el pecho. Tal vez un tambor. No tenía
nada que perder así que simplemente me dejé guiar.
P.D.
Tal vez sean estas las últimas líneas que pueda escribir. Confío mi Gil que
este papel te encontrará a tiempo.
Cuando Gilberto llegó
al pie de la montaña, no vio al hombre de pelo negro ni a la mujer de las
arrugas profundas, lo único que había era una gran explanada y a lo lejos el
comienzo del bosque enmarcado por altos pinos que parecían cubrir el horizonte hasta
el cielo. De pronto el cansancio de las semanas anteriores, falta de sueño,
mala alimentación, lo llenó de desesperanza. Se dejó caer de rodillas y apoyó la
frente en la tierra sollozando como un bebé. Era un hombre tan grande que la
imagen del tipo fuerte se quebraba junto con su tristeza. Maribel, Maribel… repetía
entre otros sonidos ininteligibles.
Lo primero que percibió
fue el suave temblor. Cuando se calmó lo suficiente escuchó los golpeteos.
Entre asombrado y aturdido se incorporó limpiándose la cara con el dorso de la
mano, pasando sus dedos entre su abundante cabellera dejándola aún más
despeinada. Pisando fuerte con aquellas grandes botas avanzó hacia el bosque,
siguiendo el sonido. Pasando los primeros árboles encontró un sendero. Caminó
en una especie de trance hasta que el sol se ocultó. La senda lo llevó
alrededor de un gran monolito, el cual escondía a la perfección la escena que
lo recibió. Su mente viajó por unos instantes al pasado.
—¿Gil?
—preguntó Maribel un domingo por la mañana, durante el
desayuno que comía solo por disciplina, unos días antes de desaparecer— ¿sabes algo? —dijo buscando tímidamente su mirada, peinando el hermoso
cabello castaño con los dedos, sonriendo con tristeza— ya he perdido dos sentidos: el gusto y el
olfato. Tengo miedo. ¿Qué pasará cuando ya no vea, ni oiga? ¿Qué pasará conmigo
cuando pierda el tacto?
A Gilberto se le trabó la lengua. En su cabeza la respuesta era sencilla:
internase en la clínica, comenzar el tratamiento, pero en su boca lo único que ocurrió
es que el jugo de naranja se le atragantó y comenzó a toser fuertemente,
cualquier cosa para distraerse del dolor y miedo que la cruda verdad le hacía
sentir. Al final fue ella misma la que cambió el tema y aparentemente todo
volvió a la normalidad. La delicada mujer mostraba fortaleza que ocultaba dolor
y el hombretón se alejaba para no enfrentar su temor. Cada uno protegiéndose a
su manera.
El intenso olor a copal
lo sacó de su ensoñación. En la oscuridad alcanzó a distinguir en un espacio
aparentemente escondido, una construcción de adobe de aproximadamente metro y
medio de alto de forma esférica que se camuflajeaba al centro de la pequeña
explanada rodeada de árboles y rocas. Era un temazcal, un lugar sagrado utilizado
para limpieza y purificación de los cuerpos físico, mental y emocional a través
del vapor medicinal generado por piedras volcánicas calientes. Se acercó con
cuidado, dejándose caer de rodillas frente a la entrada, cansado y
desorientado. Los ojos se le cerraron y por unos minutos durmió exhausto, sentado
sobre sus talones, con la mochila colgando a un lado.
Cuando abrió los ojos,
una anciana lo observaba fijamente. Su mente nublada no alcanzó a reaccionar.
Ella le acercó una taza con un líquido tibio y lechoso de sabor amargo. Se lo
tomó sin oponer resistencia. Despertó un poco más cuando la mujer se aproximó y
procedió a desvestirlo. Pensó en evitarlo, hacerse a un lado, no dejar que ella
le desabrochara la camisa. La detuvo pero solo para hacerlo el mismo. La noche
fresca le causó una extraña sensación, nunca había sentido la caricia del
viento en toda la piel. Estaba expuesto ante la obscuridad de una luna nueva,
pero no necesitó taparse. Ella levantó la gruesa tela que servía de puerta.
Para entrar tuvo que agacharse, el excesivo calor le hizo titubear. Se giró de
espaldas para resguardar su cara y caminó dentro a cuatro patas. Las piedritas
se le encajaron en las rodillas y las palmas, pero no le afectó, los
pensamientos se movían dentro de su cabeza en cámara lenta. En algún punto comprendía
que el brebaje contenía cierto tipo de alucinógeno, un hongo o planta, pero en
realidad no parecía importarle.
Al entrar en aquel
pequeño espacio que simula el vientre de una madre, se vio asaltado por una
nube de vapor muy caliente. En ese momento agradeció su desnudez pues la ropa
se hubiera humedecido quemándole. Evadió la sensación de ahogo bajando la cara
cerca de la tierra donde estaba más fresco. Arrastrándose se sentó en una zona
suave, abrazando sus rodillas. Un chiflón de aire se colaba por la puerta
aminorando la sensación de claustrofobia. El sonido de algo crujiendo hizo que
fijara la vista al centro del lugar. Siluetas de fuego danzaban dentro de las
piedras volcánicas contenidas en un hueco. Drogado como estaba imaginó figuras demoníacas y asustado bajó la mirada pero ese mismo crepitar le hizo regresar
la vista y algo lo atrapó, quedándose hipnotizado por la danza hasta que el
murmullo de un rezo en palabras no reconocibles lo sacaron del trance.
El vapor se hacía cada vez
más denso lo que dificultaba la respiración. Las gotitas de agua en el ambiente
quemaban su piel por lo que Gilberto tomó un puñado de lodo y lo aplicó por su
cuerpo para enfriarlo, al tiempo que buscaba calmar la agitación que le
palpitaba a la altura del pecho, pues lo sentía tan fuerte como si estuviera
escalando una empinada montaña.
Cuando la mujer terminó
de hablar el humo se difuminó, lo que le permitió ver a Maribel recostada boca
arriba en frente de ella y sentado del otro lado a un hombre de edad
indeterminada vestido con un taparrabo blanco. Entre los dos entonaron un
canto, alternando el uso del tambor y otros instrumentos. Utilizando hierbas de
olor refrescante como el romero y menta, limpiaron el cuerpo de su mujer pasando
las hojas de arriba abajo, una y otra vez, para finalmente tomar una vasija de
agua y derramarla encima de ella sobre su coronilla, como si se tratara de un bautizo.
No supo cuánto tiempo
permanecieron ahí. A causa del té que bebió y el calor se quedó dormido una vez
más. Cuando Gilberto despertó el ambiente se había aclarado, luz y aire limpio
entraba por la puerta abierta, su cabeza se sentía despejada. A gatas se acercó
a la mujer que seguía recostada sobre la tierra. Su hermosa cabellera se
esparcía como un halo alrededor de la cabeza y su pecho se elevaba al ritmo de
una respiración tranquila. La tomó de la mano con cuidado. Por fin la había
encontrado, a su linda compañera, al amor de su vida, tan bella y luminosa como
siempre. Ella se removió y abrió los ojos con una inhalación. Él contuvo la
respiración pero al verlo ella sonrió y Gilberto exhaló aliviado.
—Gil —le dijo con una baja voz gutural— estás aquí,
te veo.
—¿Me oyes también? —le preguntó él abrazándola
firmemente, hablándole de cerca, sintiendo las lágrimas caer.
—Sí —dijo
ella suavemente con su cálido aliento en el oído, erizándole la piel— me sané —exclamó en un murmullo apretándolo con más fuerza.
La ayudó a levantarse y juntos salieron de ahí.
Afuera encontraron dos grandes recipientes con agua con la que limpiaron la
tierra adherida su piel, ropa seca, agua, fruta y pan. Devoraron cuanto había,
parecían un par de mendigos muertos de hambre. Tanto la mujer de arrugas
pronunciadas como el misterioso hombre habían desaparecido. Recogieron sus
cosas y tomaron el sendero de regreso, agarrados de la mano se abrazaban, discutían,
se besaban, hablaban o caminaban en silencio. Expresando con su voz y cuerpo
una gama de emociones que parecían brotar sin censura.
Al llegar al pueblo se hospedaron en el mismo hotel
con el fin de recuperar fuerzas y planear su futuro. Ahí también escribió
Maribel la última página del diario.
Pasé
un tiempo internada en una choza cerca del temazcal en el cual me hacían
limpiezas frecuentes, atendida por esta extraña pareja. Me alimentaban a base
de frutos y bebidas que a esas alturas yo ya no sabía si estaban calientes, frías,
amargas o dulces. Durante el proceso solo una vez sentí miedo. Sucedió por un segundo,
durante la última de las ceremonias. Yo no lo sabía, pero Gilberto estaba ahí
conmigo, aunque él no se dio cuenta de lo que ocurrió. Recostada sobre la
tierra húmeda, con los ojos cerrados, noté inmediatamente una diferencia detrás
de los párpados. Entendí que había perdido la vista. Los abrí solo para
confirmarlo y efectivamente, ya no veía. La tristeza me asaltó de golpe y el
corazón se me aceleró pues la esperanza de que mejoraría murió en ese momento.
La pesadez del ambiente me oprimió y en el siguiente instante dejé de percibir
el calor y la humedad, perdí también el sentido del tacto. ¡Todo desapareció!
Cuando digo todo quiero en verdad decir TODO. Una parte de mí se creía muerta
pero otra parte tenía la certeza de que eso era imposible. Viví los dos
extremos al mismo tiempo, la muerte y la vida, en una comprensión que va más
allá de los sentidos. Me elevé, cada vez más alto. Volaba libremente. Escuché
el sonido de la creación, algo parecido al ir y venir de las olas del mar,
tonalidades relajantes dentro de un universo en constante cambio. Vi colores e
inhalé aromas, algunos conocidos, otros olvidados. Me visualicé grande, enorme,
libre, amada. Parte importante de algo inmenso. Otras cosas ocurrieron que no
recuerdo o que no sabría describir. Finalmente, como despertando de un sueño,
regresé lentamente a un espacio que cada vez se hacía más pequeño, encerrado,
limitado. Sentí la ansiedad del ahogo. Abrí los ojos alarmada, sin saber lo que
encontraría. Fue cuando descubrí su mano a través del contacto de nuestra piel.
Apareció su rostro nítido. Mi amado Gil. Percibí lo frío de la tierra húmeda
bajo mi cuerpo, reconocí el aroma de la menta y el romero, escuché al exterior
el canto de los pájaros. Toda había vuelto a la normalidad pero yo ya no era la
misma.
Preguntamos
en el pueblo si alguien conocía a la pareja que tanto me había ayudado.
Queríamos agradecerles. Algunos residentes sonreían con cariño, decían
conocerlos pero no saber dónde encontrarlos, otros nos miraban con
desconfianza. Un gran misterio. Me gusta pensar que son los curanderos del lugar,
personas dedicadas a la sanación ancestral que prefieren trabajar de manera
altruista, sin llamar la atención, una especie de ángeles terrenales. Gilberto
por supuesto se lo explica atribuyendo la experiencia a la bebida alucinógena. Me
queda la satisfacción de saber que en el fondo no se atreve a analizarlo porque
no quiere aceptar que hay cosas que no podría explicar. ¿Qué será? ¿Alucinados
o realidad? Confío en que el tiempo nos dé la respuesta.
Gil
sigue enojado conmigo. No me quita la vista de encima, teme que en cualquier
instante vuelva a desaparecer. Tenemos todavía mucho que resolver, sin embargo nuestra
relación es ahora más profunda y verdadera. Me siento plena, sana y en paz. Lo
más importante es que ahora aquella esperanza que tenía de joven se convirtió
en certeza. No estoy sola y nunca lo estaré. Así que hoy simplemente seré feliz.
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