Ramón Castro Pérez
Esa mañana tomó el avión hacia
Guadalajara donde asistiría al Congreso Mundial de Recursos Humanos, un
acontecimiento que por primera vez se llevaba al cabo en el país y como
responsable del capital humano en su empresa le pareció importante estar
presente para escuchar las ponencias de destacados especialistas a nivel global.
Con anticipación solicitó a su asistente le arreglara la reservación en el
hotel sede. Durante el vuelo hizo un repaso de lo que llevaba en su maleta: dos
trajes, corbatas, sus camisas impecablemente planchadas, un par de libros y
mudas de ropa para tres días; todo lo tenía bien planeado. Su mente lo llevó a recordar
que hacía mucho no acudía a esa ciudad así que buscaría la forma de visitar algunos
lugares de interés.
Al filo de las diez y media llegó
al hotel Gran Fiesta, muy conocido por su excelente servicio y magníficas
instalaciones, el evento iniciaría a mediodía con la inscripción de los
participantes y un cóctel de bienvenida. Al fondo del lobby se encontraba la
recepción en un mostrador donde atendían tres recepcionistas que amablemente saludaban
a todos los clientes. Un patio central con una fuente en medio, de la que se
deslizaba una suave caída de agua que serenaba un poco la agitación normal de quienes
ahí llegaban, enmarcaba la sección de bienvenida. Se veía mucho movimiento, sin
duda la mayoría de la gente asistiría al congreso, personas de diferentes
partes del mundo se saludaban y reconocían alegremente. De pronto un
contratiempo inesperado le hizo sentir una gran impotencia y frustración, como
la del corredor que casi al llegar a la meta tropieza y cae. Le pidió al
recepcionista que le repitiera lo que acababa de decirle y en efecto escuchó
bien: no existía reservación a su nombre y el hotel estaba sobrevendido. Su
contrariedad fue creciendo, el empleado le advirtió que seguramente los de
alrededor también estarían llenos por el interés que despertó la convención, su
desaliento aumentó conforme pasaban los minutos, no tenía sentido llamar a su
oficina para reclamar el descuido pues eso no solucionaría el problema, dejó de
ver las caras sonrientes y entusiastas que había a su alrededor, todo empezaba
a nublarse delante de él, tuvo claro que difícilmente asistiría a la
inauguración y quizás ni a la primera conferencia magistral.
-¡Licenciado Castrejón!- alcanzó a
escuchar en medio de la confusión. Giró su cabeza instintivamente, vio
acercarse a una joven vestida con el uniforme del personal del hotel, de
inmediato reconoció aquel rostro, por un instante titubeó, al ver su nombre en
el gafete de la solapa del saco salió de la duda. -¡Mariana! ¿Qué haces aquí?
–Soy la concierge, y más bien yo le pregunto a usted qué anda haciendo por acá.
Mientras le platicaba la dificultad en
la que se hallaba observó que la muchacha de unos treinta años conservaba una
buena dosis de frescura y belleza que resaltaba gracias a la suave fragancia
que desprendía de su perfume vientos de
día. Continuó platicándole su problema en tanto ella lo tomó del brazo y se
dirigieron directamente a la oficina del gerente. Rómulo Castrejón no se dio
cuenta que subieron un piso desde el cual se admiraba la magnificencia del
patio y su soberbia fuente, al mirar hacia arriba se apreciaba la torre de
habitaciones y los salones de convenciones, todo a su alrededor lucía impecable
como corresponde a un hotel de categoría superior, y sin embargo de nada de eso
se percató, tal era su sorpresa de haberse topado intempestivamente con Mariana,
una luz de esperanza iluminaba su rostro. Sin pedir permiso abrió la puerta del
despacho, llamaba la atención un ventanal a través del cual se distinguía un
jardín adornado con bellas flores entre las que sobresalían rosales, azucenas, gardenias
y buganvilias haciendo contraste con varios arbustos de un colorido verde
intenso; hasta el interior de la oficina se percibía el aroma suave de los
rosales y las gardenias dando una sensación de frescura. Hizo el saludo de
rigor y presentó al visitante.
-Señor Roma le suplico que me ayude a
darle una habitación al licenciado. Usted no sabe ni se imagina lo que yo le
debo, lo menos que puedo hacer es apoyarlo y darle alojamiento- mientras
hablaba, el recuerdo de su historia pasada le fue llenando el rostro de una
emoción difícil de describir. -Autoríceme además enviarle varias cortesías y
atenderlo como huésped distinguido. ¡Por favor, no me niegue mi petición! ¡Estoy
tan agradecida con él que nunca será suficiente mi gratitud! Algún día le
platicaré.
El gerente no titubeó, el argumento de
su concierge y la convicción con la que hablaba fueron tan contundentes que sin
saber cuál era el compromiso giró instrucciones para que le asignaran un cuarto,
dedujo que el hombre frente a él tendría unos cuarenta años, una incipiente
calva asomaba por su cabeza y su forma de vestir era clásica de un ejecutivo.
Rómulo se dispuso a desempacar y guardar
las cosas en el clóset, su espaciosa habitación contaba con una cama King size,
escritorio y un par de sillones, a la derecha el baño con una regadera de doble
uso, de pared y de teléfono, las amenidades en el lavabo bien acomodadas daban
una imagen de pulcritud y orden, desde ese tercer piso podía verse una de las
glorietas más conocidas de la ciudad con su famosa estatua de la diosa Minerva.
El paso de una ambulancia con su sirena abierta opacó por un momento la música
ambiental. Sumergido en sus pensamientos empezó a recordar el día en que se
presentó frente a su escritorio, hacía cuatro o cinco años, la recepcionista y
encargada del conmutador pidiendo hablar con él en ese instante. Su cara
desencajada y angustiada anunciaba que traía consigo una pesada carga que le
urgía liberar. Mariana ocupaba ese puesto desde que ingresó tres años antes de aparecer
en la oficina del licenciado la tarde de un día nublado de mayo. La relación
con sus compañeros era amigable y dado su distinguido porte atraía muchas
miradas, se desempeñaba como una empleada normal cumpliendo con lo esperado, un
carisma especial la acompañaba a todos lados por lo que fácilmente cosechaba
nuevos amigos. Con el director de Recursos Humanos nunca pasó de los buenos
días o una cortés despedida al retirarse debido al respeto que imponía, sin que
por eso dejara de ser reconocido como un hombre responsable y amable que sabía
escuchar y atender a todo el que acudía con él.
El licenciado Castrejón la invitó a
sentarse en uno de los sillones que tenía frente a su escritorio ejecutivo, al
fondo una mesa con cuatro sillas esperaba eventualmente alguna pequeña reunión;
un librero con obras y manuales de administración o relaciones humanas y algunos
libros de leyes laborales cubría la pared lateral, en el otro costado una ventana
que abarcaba casi todo el muro permitía la vista hacia la ciudad desde el piso
catorce donde se encontraban. El edificio de las oficinas corporativas, sin ser
nuevo, cumplía con los estándares de una compañía que daba empleo a cerca de
mil personas. Sin mayor preámbulo Mariana soltó un grito de auxilio seguido de
un llanto incontenible.
-¡Por favor, ayúdeme! no puedo más,
usted es la única persona en la que confío, necesito su ayuda- exclamó, su sollozo
le ahogaba la voz al punto de no poder seguir hablando, en tanto su cara mojada
por tantas lágrimas reflejaba la aguda angustia que la colmaba y la necesidad
de expulsar un enorme dolor que le afligía; pedía alivio, un descanso a su
desazón. Rómulo se dio cuenta de la emergencia, se levantó a cerrar la puerta y
acercó una caja de pañuelos desechables.
-No sé qué me pasa –balbuceó con la voz
entrecortada y emitiendo fuertes suspiros– llego en las tardes a mi
departamento, hago cualquier cosa, y sin darme cuenta, casi inconscientemente saco
una botella y empiezo a tomar unos tragos. Apenas inicio no me puedo detener,
sigo bebiendo sin control. Estoy en un bar rodeada de amigos, otras veces no sé
quiénes me acompañan -hizo una breve pausa, contuvo un poco el llanto para enseguida
retomar su relato. Describió su experiencia de una noche cualquiera. Sentada en
las piernas de uno se dejó abrazar por el de al lado, al fondo un trovador acompañaba su guitarra entonando
baladas entre melancólicas y alegres que casi nadie escuchaba por estar
disfrutando el momento, poco después uno de sus acompañantes desabotonó su
blusa y empezó a acariciar suavemente un seno, ella parecía disfrutar, reía,
tarareaba alguna canción desafinadamente, pidió otro trago, su amante en turno
descubrió totalmente sus pechos en tanto crecía su excitación. En ese punto Mariana
perdió la conciencia de sus actos al grado de no recordar cómo regresó a su
departamento.
Dos o tres veces a la semana se repetía
el drama, primero una copa, luego otra, le marcaba a algún conocido, quedaban
de verse en un bar o pasaban a recogerla, se reunían con otros conocidos y seguía
bebiendo, riendo, bailando hasta altas horas de la noche, todo era alegría y
aparente felicidad, al final alguno de ellos la llevaba de regreso y
normalmente terminaba en la cama con ella. Mariana perdía la noción del tiempo
además del conocimiento, como quien pierde distraídamente cualquier cosa sin
darse cuenta; continuaba tomando, charlando y bromeando ya sin conciencia de
sus actos. Se entregaba a los brazos de su acompañante en turno, hacía el amor
mecánicamente, a veces con algo de pasión, nunca recordaba nada. Al día
siguiente se despertaba temprano para ir al trabajo y su sorpresa era mayúscula
por estar con un desconocido al lado. Siempre encontró la forma de sobreponerse
a los efectos del alcohol, se vestía y se arreglaba cuidando que su imagen no
luciera maltrecha. Muy pocos en su oficina notaban algo extraño en ella.
Hubo ocasiones en las que llamó a algún
supuesto amigo pidiéndole que la cuidara, que no la dejara tomar más de la
cuenta. Al final todos se comportaban igual, la llevaban a su cama y saciaban
sus apetitos sobre un cuerpo inerme e indefenso.
-¡Por favor ayúdeme!, no sé qué hacer.
Su llanto siguió incontenible, su abatimiento crecía a cada instante.
-¡No me defraude, usted es la única
persona que puede sacarme de esto! Acto seguido un enorme descorazonamiento volvió
a invadirla y ante el recuerdo de tantos sujetos en su cama vino a su memoria
la casa paterna y la educación que le dieron en Guadalajara de donde salió hacia
la capital del país en busca de un mejor futuro. Su padre, trabajador en una
armadora de autos y su madre dedicada a atender a sus dos hijas, Mariana y
Lorena, vivían en una colonia de clase
media sin grandes ambiciones. Las dos hermanas estudiaron una carrera comercial
que les ayudó a conseguir aceptables trabajos, Lorena en una aerolínea como
sobrecargo, Mariana en cambio partió a la ciudad de México en donde pronto encontró
un trabajo que le acomodaba bien. Desde el principio optó por vivir sin
compañía, circunstancia que le hizo empezar a sentirse muy sola. Una tarde se
encontró sin nada que hacer, aburrida se sirvió una copa y desde entonces
empezó una travesía por caminos que nunca sospechó cruzarían por su vida.
- ¡¡No soy puta!! –gritó con
desesperación
-¡¡No quiero defraudar a mis papás!! Ellos
viven lejos y no saben nada de esto. ¡¡Soy una buena hija y una buena persona!!
¡No sé cómo contenerme! ¡Por favor! ¡Por favor!
La aflicción la ahogó hasta el punto de
no dejarla hablar. Transcurrieron varios minutos en los que no paró de llorar, parecía
una niña totalmente desamparada, muy frágil, Rómulo sintió el impulso de sentarse
junto a ella y abrazarla, cobijarla, darle la protección que necesitaba pero se
contuvo ante la incertidumbre y un sentimiento de compasión. ¿Cómo ayudarla?
Menuda responsabilidad le vino a conferir esta indefensa muchacha, no podía
fallarle, algo se le ocurriría. En ese momento una luz aclaró su oscuridad.
Su secretaria le anunció una llamada de
Don Moisés de la Rosa, el presidente de la compañía y accionista mayoritario.
En los casi diez años que Rómulo llevaba trabajando ahí ésta fue la segunda
ocasión que el dueño le llamaba, con toda seguridad algo especial le pediría.
Don Moisés se caracterizaba por su sencillez, no le gustaba hacer ostentaciones
y sobre todo respetaba la estructura interna de su empresa, normalmente acudía
al director general con quien revisaba y hacía seguimiento a los asuntos. El
hecho que hubiera decidido llamarle directamente a él era señal de algo
importante. Siguiendo su costumbre
saludó cortésmente, se interesó un poco en los asuntos del personal y
finalmente le dio una instrucción concreta: al día siguiente acudiría a verlo
un amigo muy cercano y necesitaba que lo contratara en una de sus empresas de
la división editorial. –Póngalo como supervisor de distribución, no tiene
experiencia pero no importa, lo que quiero es que esté ocupado y gane dinero.
Se lo encargo por favor.
Eleazar Lara se presentó puntualmente. Medía
alrededor de un metro ochenta, delgado, su pelo canoso delataba a un hombre de
unos sesenta y cinco años, su trato afable inspiraba confianza además de poseer
la virtud de la palabra, razón por la cual de inmediato establecieron un vínculo
que con el tiempo creció hasta convertirse en una buena amistad.
El afecto hacia el señor de la Rosa se
remontaba a su juventud cuando ambos vivían en la colonia Obrera, vagabundeaban
ratos largos, frecuentaban fiestas, jugaban raquetbol, su deporte favorito, y
pasaban tardes enteras en el dominó. En esos ambientes conocieron a las que después
fueron sus esposas, entonces sus lazos se estrecharon al grado que con el paso
de los años, no obstante que Moisés amasó una enorme fortuna porque se
convirtió en un exitoso empresario, la camaradería con Eleazar siguió creciendo
a pesar de que éste no logró mayores cosas en su vida. Nunca pasó de ser un
mediocre oficinista seguramente por su adicción al alcohol que lo perdía tardes
y noches completas, su mente la tenía ocupada en el vicio en lugar de buscar la
forma de superarse. En esa época perdió varios empleos debido a la vida
disipada que llevaba.
Conforme la relación entre Rómulo y
Eleazar creció, se incrementaron las ocasiones de verse y platicar de todo un
poco, especialmente de sus vidas. Fue así como el licenciado Castrejón se enteró
de la azarosa vida de su amigo en la que en algún momento empezó a frecuentar a
unos vagos de la colonia que normalmente pasaban las tardes bebiendo y fumando.
Poco a poco ingresó al mundo del horror y la perdición hasta que extravió el
control de su vida. Durante diez le dio rienda suelta a sus excesos, al tiempo
que perdió empleos y amistades, siempre admiró y amó a su esposa porque le tuvo
una enorme paciencia y supo aguantarlo con estoicismo. Moisés fue el único que
le siguió siendo fiel. Al principio pensaba que en cuanto se decidiera dejaría
su vicio, creía que simplemente le gustaba mucho beber, lo disfrutaba
enormemente, solía decir que cuando quisiera dejaría su adicción.
A Rómulo le gustaba encontrarse con
Eleazar de tarde en tarde, a veces en un café otras en algún restaurante, porque
disfrutaba mucho de sus pláticas, anécdotas e historias. Un día le contó que
cansado de tantas pérdidas acumuladas decidió dejar de tomar pero su impulso a
seguir le ganaba por lo que se convenció que sin ayuda no podría hacerlo. Por
casualidad conoció a alguien que asistía a las sesiones de alcohólicos anónimos
y resolvió acompañarlo, ahí encontró el alivio. Conforme se fue adentrando en
las pláticas y experiencias que sus compañeros compartían entendió que el
alcoholismo es una enfermedad, se necesita un tratamiento profesional para
poder soltar tan destructiva adicción. Una tarde, sentados en el café De la
Mancha saboreando un capuchino, Eleazar Lara le platicó que la gente cree que los
excesos llegan porque los bebedores cada día consumen más, la realidad es que
un alcohólico siente la necesidad de seguir ingiriendo porque su cuerpo tiene
una falla orgánica que lo impulsa a continuar bebiendo en cuanto toma el primer
trago, por esa razón un bebedor adicto que domina la enfermedad nunca debe ingerir
una copa.
En la medida que la amistad entre ambos
creció, también lo hizo la admiración de Rómulo hacia Eleazar. Como trabajador
no era sobresaliente, sin embargo lo valoraban de manera especial por su
carácter extrovertido y optimista; además de haberle ganado al alcohol, impartía
pláticas motivacionales y auxiliaba a quienes vivían inmersos en ese mundo
caótico y destructor.
Finalmente se tranquilizó un poco,
sonrió levemente y le agradeció al licenciado haberla escuchado, se había
desahogado y ahora estaba más serena; hizo el intento de levantarse pero Rómulo
la contuvo, si la dejaba ir tarde o temprano volvería a las andanzas, la
súplica que Mariana lanzó un momento antes la tomó en serio. ¿Cómo le tendería
la mano para ayudarla en su martirio? le hizo una seña de que esperara, marcó
un número telefónico. –Don Eleazar, ¿cómo está?, necesito que venga a mi
oficina –hubo una pausa, señal que del otro lado algo le decían. –No señor
Lara, por favor le pido que se presente de inmediato, después ya será tarde –acto
seguido le explicó en breves palabras la situación –De acuerdo, aquí lo veo en
veinte minutos.
Le comentó que la persona que venía era
su solución. Lejos de calmarla, se volvió a llenar de angustia, con
desesperación casi gritó –No quiero caer en manos de un desconocido y seguir en
lo mismo de siempre –Rómulo trató de tranquilizarla y le aseguró que quien estaba
por llegar no tenía nada en común con los hombres que ella conocía. Le
garantizó que no defraudaría la confianza que le acababa de depositar. Pareció serenarse
de nuevo, la tensa calma la fue relajando. Finalmente apareció el invitado. Don
Eleazar Luna: afable sonrisa, rostro sereno y espíritu ecuánime que cobijaba a
todo el que se le acercaba.
-Míja ¿Cómo estás? Tranquilízate… todo
va a estar bien… vas a ver que pronto serás otra.
La tomó amablemente del brazo, se
despidieron, y salieron por la puerta grande o al menos así lo percibió Rómulo.
Los vio partir sabedor de que Mariana estaba en buenas manos.
Al día siguiente Don Eleazar llamó y
escuetamente le informó al licenciado Castrejón que fueron a tomar un café,
platicaron tranquilamente en medio del barullo de los parroquianos presentes, enseguida
la acompañó al grupo de alcohólicos anónimos que coordinaba. Asistió serena y
dispuesta a cooperar. Pasaron varios meses hasta que un día ella renunció
anunciando que regresaba a Guadalajara. No volvieron a tocar el tema. Rómulo
suponía que todo iba bien, por prudencia no quiso ahondar acerca de los progresos
habidos.
Los aplausos al segundo conferencista hicieron
volver a la realidad a Rómulo Castrejón, casi no puso atención a ninguno de los
dos, su mente no pudo evitar recordar aquella historia retribuida esa mañana con
el agradecimiento y apoyo que recibió cuando creía que no tendría dónde
hospedarse. Estuvo tres días en el hotel, no la volvió a ver porque se
involucró de lleno en las ponencias y ya no coincidieron, le habría gustado
encontrársela nuevamente, charlar un buen rato y reconstruir lo sucedido hasta
ese día. Se quedó con la seguridad y la tranquilidad de que habría superado su
problema, ahora vivía en su terruño cerca de su familia y con un buen empleo.
Pasaron varios años. Rómulo cambió en
dos ocasiones de trabajo, la primera porque su compañía se vendió y dieron de
baja a los ejecutivos, la nueva empresa ya contaba con su grupo de directivos;
en el segundo caso recibió una oferta que decidió aceptar, le ofrecieron un
puesto de mayor nivel y responsabilidad. Un día acompañó a su esposa a visitar
a una tía que vivía en una residencia geriátrica, un edificio seminuevo en
donde habitaban alrededor de cincuenta personas mayores, sin ser nada
extraordinario era lo suficientemente bueno como para dar confort y calidad a
los residentes del lugar. Al entrar al estacionamiento vio pasar a un hombre que
se perdió entre los corredores. Se dirigió a la administración a preguntar por la
persona que acababa de ver, pocos minutos después estaba frente a él. Don
Eleazar, ahora de ochenta años, vivía ahí. Se saludaron con el afecto y cariño
que perdura cuando la amistad nace y se desarrolla con buenas raíces. Don
Moisés le pagaba su estancia a raíz del fallecimiento de su esposa un año antes.
Recordaron a Mariana. Una gran sonrisa enmarcó su rostro –Era una chica muy
linda, ¡Qué bueno que salió adelante!
Fue la última vez que se vieron. La
siguiente ocasión que visitó a la tía se enteró que un infarto se lo había llevado
semanas antes. Agradeció a la vida la suerte de haberlo encontrado de nuevo,
aunque también lamentó la partida del amigo con el que tuvo la fortuna de
compartir la experiencia de haber ayudado a quien llegó a estar en las puertas
del precipicio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario