lunes, 7 de marzo de 2016

No soy puta

Ramón Castro Pérez


Esa mañana tomó el avión hacia Guadalajara donde asistiría al Congreso Mundial de Recursos Humanos, un acontecimiento que por primera vez se llevaba al cabo en el país y como responsable del capital humano en su empresa le pareció importante estar presente para escuchar las ponencias de destacados especialistas a nivel global. Con anticipación solicitó a su asistente le arreglara la reservación en el hotel sede. Durante el vuelo hizo un repaso de lo que llevaba en su maleta: dos trajes, corbatas, sus camisas impecablemente planchadas, un par de libros y mudas de ropa para tres días; todo lo tenía bien planeado. Su mente lo llevó a recordar que hacía mucho no acudía a esa ciudad así que buscaría la forma de visitar algunos lugares de interés.

Al filo de las diez y media llegó al hotel Gran Fiesta, muy conocido por su excelente servicio y magníficas instalaciones, el evento iniciaría a mediodía con la inscripción de los participantes y un cóctel de bienvenida. Al fondo del lobby se encontraba la recepción en un mostrador donde atendían tres recepcionistas que amablemente saludaban a todos los clientes. Un patio central con una fuente en medio, de la que se deslizaba una suave caída de agua que serenaba un poco la agitación normal de quienes ahí llegaban, enmarcaba la sección de bienvenida. Se veía mucho movimiento, sin duda la mayoría de la gente asistiría al congreso, personas de diferentes partes del mundo se saludaban y reconocían alegremente. De pronto un contratiempo inesperado le hizo sentir una gran impotencia y frustración, como la del corredor que casi al llegar a la meta tropieza y cae. Le pidió al recepcionista que le repitiera lo que acababa de decirle y en efecto escuchó bien: no existía reservación a su nombre y el hotel estaba sobrevendido. Su contrariedad fue creciendo, el empleado le advirtió que seguramente los de alrededor también estarían llenos por el interés que despertó la convención, su desaliento aumentó conforme pasaban los minutos, no tenía sentido llamar a su oficina para reclamar el descuido pues eso no solucionaría el problema, dejó de ver las caras sonrientes y entusiastas que había a su alrededor, todo empezaba a nublarse delante de él, tuvo claro que difícilmente asistiría a la inauguración y quizás ni a la primera conferencia magistral.

-¡Licenciado Castrejón!- alcanzó a escuchar en medio de la confusión. Giró su cabeza instintivamente, vio acercarse a una joven vestida con el uniforme del personal del hotel, de inmediato reconoció aquel rostro, por un instante titubeó, al ver su nombre en el gafete de la solapa del saco salió de la duda. -¡Mariana! ¿Qué haces aquí? –Soy la concierge, y más bien yo le pregunto a usted qué anda haciendo por acá.

Mientras le platicaba la dificultad en la que se hallaba observó que la muchacha de unos treinta años conservaba una buena dosis de frescura y belleza que resaltaba gracias a la suave fragancia que desprendía de su perfume vientos de día. Continuó platicándole su problema en tanto ella lo tomó del brazo y se dirigieron directamente a la oficina del gerente. Rómulo Castrejón no se dio cuenta que subieron un piso desde el cual se admiraba la magnificencia del patio y su soberbia fuente, al mirar hacia arriba se apreciaba la torre de habitaciones y los salones de convenciones, todo a su alrededor lucía impecable como corresponde a un hotel de categoría superior, y sin embargo de nada de eso se percató, tal era su sorpresa de haberse topado intempestivamente con Mariana, una luz de esperanza iluminaba su rostro. Sin pedir permiso abrió la puerta del despacho, llamaba la atención un ventanal a través del cual se distinguía un jardín adornado con bellas flores entre las que sobresalían rosales, azucenas, gardenias y buganvilias haciendo contraste con varios arbustos de un colorido verde intenso; hasta el interior de la oficina se percibía el aroma suave de los rosales y las gardenias dando una sensación de frescura. Hizo el saludo de rigor y presentó al visitante.

-Señor Roma le suplico que me ayude a darle una habitación al licenciado. Usted no sabe ni se imagina lo que yo le debo, lo menos que puedo hacer es apoyarlo y darle alojamiento- mientras hablaba, el recuerdo de su historia pasada le fue llenando el rostro de una emoción difícil de describir. -Autoríceme además enviarle varias cortesías y atenderlo como huésped distinguido. ¡Por favor, no me niegue mi petición! ¡Estoy tan agradecida con él que nunca será suficiente mi gratitud! Algún día le platicaré.

El gerente no titubeó, el argumento de su concierge y la convicción con la que hablaba fueron tan contundentes que sin saber cuál era el compromiso giró instrucciones para que le asignaran un cuarto, dedujo que el hombre frente a él tendría unos cuarenta años, una incipiente calva asomaba por su cabeza y su forma de vestir era clásica de un ejecutivo.  

Rómulo se dispuso a desempacar y guardar las cosas en el clóset, su espaciosa habitación contaba con una cama King size, escritorio y un par de sillones, a la derecha el baño con una regadera de doble uso, de pared y de teléfono, las amenidades en el lavabo bien acomodadas daban una imagen de pulcritud y orden, desde ese tercer piso podía verse una de las glorietas más conocidas de la ciudad con su famosa estatua de la diosa Minerva. El paso de una ambulancia con su sirena abierta opacó por un momento la música ambiental. Sumergido en sus pensamientos empezó a recordar el día en que se presentó frente a su escritorio, hacía cuatro o cinco años, la recepcionista y encargada del conmutador pidiendo hablar con él en ese instante. Su cara desencajada y angustiada anunciaba que traía consigo una pesada carga que le urgía liberar. Mariana ocupaba ese puesto desde que ingresó tres años antes de aparecer en la oficina del licenciado la tarde de un día nublado de mayo. La relación con sus compañeros era amigable y dado su distinguido porte atraía muchas miradas, se desempeñaba como una empleada normal cumpliendo con lo esperado, un carisma especial la acompañaba a todos lados por lo que fácilmente cosechaba nuevos amigos. Con el director de Recursos Humanos nunca pasó de los buenos días o una cortés despedida al retirarse debido al respeto que imponía, sin que por eso dejara de ser reconocido como un hombre responsable y amable que sabía escuchar y atender a todo el que acudía con él.

El licenciado Castrejón la invitó a sentarse en uno de los sillones que tenía frente a su escritorio ejecutivo, al fondo una mesa con cuatro sillas esperaba eventualmente alguna pequeña reunión; un librero con obras y manuales de  administración o relaciones humanas y algunos libros de leyes laborales cubría la pared lateral, en el otro costado una ventana que abarcaba casi todo el muro permitía la vista hacia la ciudad desde el piso catorce donde se encontraban. El edificio de las oficinas corporativas, sin ser nuevo, cumplía con los estándares de una compañía que daba empleo a cerca de mil personas. Sin mayor preámbulo Mariana soltó un grito de auxilio seguido de un llanto incontenible.

-¡Por favor, ayúdeme! no puedo más, usted es la única persona en la que confío, necesito su ayuda- exclamó, su sollozo le ahogaba la voz al punto de no poder seguir hablando, en tanto su cara mojada por tantas lágrimas reflejaba la aguda angustia que la colmaba y la necesidad de expulsar un enorme dolor que le afligía; pedía alivio, un descanso a su desazón. Rómulo se dio cuenta de la emergencia, se levantó a cerrar la puerta y acercó una caja de pañuelos desechables.

-No sé qué me pasa –balbuceó con la voz entrecortada y emitiendo fuertes suspiros– llego en las tardes a mi departamento, hago cualquier cosa, y sin darme cuenta, casi inconscientemente saco una botella y empiezo a tomar unos tragos. Apenas inicio no me puedo detener, sigo bebiendo sin control. Estoy en un bar rodeada de amigos, otras veces no sé quiénes me acompañan -hizo una breve pausa, contuvo un poco el llanto para enseguida retomar su relato. Describió su experiencia de una noche cualquiera. Sentada en las piernas de uno se dejó abrazar por el de al lado, al fondo un  trovador acompañaba su guitarra entonando baladas entre melancólicas y alegres que casi nadie escuchaba por estar disfrutando el momento, poco después uno de sus acompañantes desabotonó su blusa y empezó a acariciar suavemente un seno, ella parecía disfrutar, reía, tarareaba alguna canción desafinadamente, pidió otro trago, su amante en turno descubrió totalmente sus pechos en tanto crecía su excitación. En ese punto Mariana perdió la conciencia de sus actos al grado de no recordar cómo regresó a su departamento.

Dos o tres veces a la semana se repetía el drama, primero una copa, luego otra, le marcaba a algún conocido, quedaban de verse en un bar o pasaban a recogerla, se reunían con otros conocidos y seguía bebiendo, riendo, bailando hasta altas horas de la noche, todo era alegría y aparente felicidad, al final alguno de ellos la llevaba de regreso y normalmente terminaba en la cama con ella. Mariana perdía la noción del tiempo además del conocimiento, como quien pierde distraídamente cualquier cosa sin darse cuenta; continuaba tomando, charlando y bromeando ya sin conciencia de sus actos. Se entregaba a los brazos de su acompañante en turno, hacía el amor mecánicamente, a veces con algo de pasión, nunca recordaba nada. Al día siguiente se despertaba temprano para ir al trabajo y su sorpresa era mayúscula por estar con un desconocido al lado. Siempre encontró la forma de sobreponerse a los efectos del alcohol, se vestía y se arreglaba cuidando que su imagen no luciera maltrecha. Muy pocos en su oficina notaban algo extraño en ella.

Hubo ocasiones en las que llamó a algún supuesto amigo pidiéndole que la cuidara, que no la dejara tomar más de la cuenta. Al final todos se comportaban igual, la llevaban a su cama y saciaban sus apetitos sobre un cuerpo inerme e indefenso.

-¡Por favor ayúdeme!, no sé qué hacer. Su llanto siguió incontenible, su abatimiento crecía a cada instante.

-¡No me defraude, usted es la única persona que puede sacarme de esto! Acto seguido un enorme descorazonamiento volvió a invadirla y ante el recuerdo de tantos sujetos en su cama vino a su memoria la casa paterna y la educación que le dieron en Guadalajara de donde salió hacia la capital del país en busca de un mejor futuro. Su padre, trabajador en una armadora de autos y su madre dedicada a atender a sus dos hijas, Mariana y Lorena,  vivían en una colonia de clase media sin grandes ambiciones. Las dos hermanas estudiaron una carrera comercial que les ayudó a conseguir aceptables trabajos, Lorena en una aerolínea como sobrecargo, Mariana en cambio partió a la ciudad de México en donde pronto encontró un trabajo que le acomodaba bien. Desde el principio optó por vivir sin compañía, circunstancia que le hizo empezar a sentirse muy sola. Una tarde se encontró sin nada que hacer, aburrida se sirvió una copa y desde entonces empezó una travesía por caminos que nunca sospechó cruzarían por su vida. 
               
- ¡¡No soy puta!! –gritó con desesperación

-¡¡No quiero defraudar a mis papás!! Ellos viven lejos y no saben nada de esto. ¡¡Soy una buena hija y una buena persona!! ¡No sé cómo contenerme! ¡Por favor! ¡Por favor!

La aflicción la ahogó hasta el punto de no dejarla hablar. Transcurrieron varios minutos en los que no paró de llorar, parecía una niña totalmente desamparada, muy frágil, Rómulo sintió el impulso de sentarse junto a ella y abrazarla, cobijarla, darle la protección que necesitaba pero se contuvo ante la incertidumbre y un sentimiento de compasión. ¿Cómo ayudarla? Menuda responsabilidad le vino a conferir esta indefensa muchacha, no podía fallarle, algo se le ocurriría. En ese momento una luz aclaró su oscuridad.



Su secretaria le anunció una llamada de Don Moisés de la Rosa, el presidente de la compañía y accionista mayoritario. En los casi diez años que Rómulo llevaba trabajando ahí ésta fue la segunda ocasión que el dueño le llamaba, con toda seguridad algo especial le pediría. Don Moisés se caracterizaba por su sencillez, no le gustaba hacer ostentaciones y sobre todo respetaba la estructura interna de su empresa, normalmente acudía al director general con quien revisaba y hacía seguimiento a los asuntos. El hecho que hubiera decidido llamarle directamente a él era señal de algo importante.  Siguiendo su costumbre saludó cortésmente, se interesó un poco en los asuntos del personal y finalmente le dio una instrucción concreta: al día siguiente acudiría a verlo un amigo muy cercano y necesitaba que lo contratara en una de sus empresas de la división editorial. –Póngalo como supervisor de distribución, no tiene experiencia pero no importa, lo que quiero es que esté ocupado y gane dinero. Se lo encargo por favor.

Eleazar Lara se presentó puntualmente. Medía alrededor de un metro ochenta, delgado, su pelo canoso delataba a un hombre de unos sesenta y cinco años, su trato afable inspiraba confianza además de poseer la virtud de la palabra, razón por la cual de inmediato establecieron un vínculo que con el tiempo creció hasta convertirse en una buena amistad.

El afecto hacia el señor de la Rosa se remontaba a su juventud cuando ambos vivían en la colonia Obrera, vagabundeaban ratos largos, frecuentaban fiestas, jugaban raquetbol, su deporte favorito, y pasaban tardes enteras en el dominó. En esos ambientes conocieron a las que después fueron sus esposas, entonces sus lazos se estrecharon al grado que con el paso de los años, no obstante que Moisés amasó una enorme fortuna porque se convirtió en un exitoso empresario, la camaradería con Eleazar siguió creciendo a pesar de que éste no logró mayores cosas en su vida. Nunca pasó de ser un mediocre oficinista seguramente por su adicción al alcohol que lo perdía tardes y noches completas, su mente la tenía ocupada en el vicio en lugar de buscar la forma de superarse. En esa época perdió varios empleos debido a la vida disipada que llevaba.

Conforme la relación entre Rómulo y Eleazar creció, se incrementaron las ocasiones de verse y platicar de todo un poco, especialmente de sus vidas. Fue así como el licenciado Castrejón se enteró de la azarosa vida de su amigo en la que en algún momento empezó a frecuentar a unos vagos de la colonia que normalmente pasaban las tardes bebiendo y fumando. Poco a poco ingresó al mundo del horror y la perdición hasta que extravió el control de su vida. Durante diez le dio rienda suelta a sus excesos, al tiempo que perdió empleos y amistades, siempre admiró y amó a su esposa porque le tuvo una enorme paciencia y supo aguantarlo con estoicismo. Moisés fue el único que le siguió siendo fiel. Al principio pensaba que en cuanto se decidiera dejaría su vicio, creía que simplemente le gustaba mucho beber, lo disfrutaba enormemente, solía decir que cuando quisiera dejaría su adicción.

A Rómulo le gustaba encontrarse con Eleazar de tarde en tarde, a veces en un café otras en algún restaurante, porque disfrutaba mucho de sus pláticas, anécdotas e historias. Un día le contó que cansado de tantas pérdidas acumuladas decidió dejar de tomar pero su impulso a seguir le ganaba por lo que se convenció que sin ayuda no podría hacerlo. Por casualidad conoció a alguien que asistía a las sesiones de alcohólicos anónimos y resolvió acompañarlo, ahí encontró el alivio. Conforme se fue adentrando en las pláticas y experiencias que sus compañeros compartían entendió que el alcoholismo es una enfermedad, se necesita un tratamiento profesional para poder soltar tan destructiva adicción. Una tarde, sentados en el café De la Mancha saboreando un capuchino, Eleazar Lara le platicó que la gente cree que los excesos llegan porque los bebedores cada día consumen más, la realidad es que un alcohólico siente la necesidad de seguir ingiriendo porque su cuerpo tiene una falla orgánica que lo impulsa a continuar bebiendo en cuanto toma el primer trago, por esa razón un bebedor adicto que domina la enfermedad nunca debe ingerir una copa.

En la medida que la amistad entre ambos creció, también lo hizo la admiración de Rómulo hacia Eleazar. Como trabajador no era sobresaliente, sin embargo lo valoraban de manera especial por su carácter extrovertido y optimista; además de haberle ganado al alcohol, impartía pláticas motivacionales y auxiliaba a quienes vivían inmersos en ese mundo caótico y destructor. 

Finalmente se tranquilizó un poco, sonrió levemente y le agradeció al licenciado haberla escuchado, se había desahogado y ahora estaba más serena; hizo el intento de levantarse pero Rómulo la contuvo, si la dejaba ir tarde o temprano volvería a las andanzas, la súplica que Mariana lanzó un momento antes la tomó en serio. ¿Cómo le tendería la mano para ayudarla en su martirio? le hizo una seña de que esperara, marcó un número telefónico. –Don Eleazar, ¿cómo está?, necesito que venga a mi oficina –hubo una pausa, señal que del otro lado algo le decían. –No señor Lara, por favor le pido que se presente de inmediato, después ya será tarde –acto seguido le explicó en breves palabras la situación –De acuerdo, aquí lo veo en veinte minutos.

Le comentó que la persona que venía era su solución. Lejos de calmarla, se volvió a llenar de angustia, con desesperación casi gritó –No quiero caer en manos de un desconocido y seguir en lo mismo de siempre –Rómulo trató de tranquilizarla y le aseguró que quien estaba por llegar no tenía nada en común con los hombres que ella conocía. Le garantizó que no defraudaría la confianza que le acababa de depositar. Pareció serenarse de nuevo, la tensa calma la fue relajando. Finalmente apareció el invitado. Don Eleazar Luna: afable sonrisa, rostro sereno y espíritu ecuánime que cobijaba a todo el que se le acercaba.

-Míja ¿Cómo estás? Tranquilízate… todo va a estar bien… vas a ver que pronto serás otra.

La tomó amablemente del brazo, se despidieron, y salieron por la puerta grande o al menos así lo percibió Rómulo. Los vio partir sabedor de que Mariana estaba en buenas manos.

Al día siguiente Don Eleazar llamó y escuetamente le informó al licenciado Castrejón que fueron a tomar un café, platicaron tranquilamente en medio del barullo de los parroquianos presentes, enseguida la acompañó al grupo de alcohólicos anónimos que coordinaba. Asistió serena y dispuesta a cooperar. Pasaron varios meses hasta que un día ella renunció anunciando que regresaba a Guadalajara. No volvieron a tocar el tema. Rómulo suponía que todo iba bien, por prudencia no quiso ahondar acerca de los progresos habidos.

Los aplausos al segundo conferencista hicieron volver a la realidad a Rómulo Castrejón, casi no puso atención a ninguno de los dos, su mente no pudo evitar recordar aquella historia retribuida esa mañana con el agradecimiento y apoyo que recibió cuando creía que no tendría dónde hospedarse. Estuvo tres días en el hotel, no la volvió a ver porque se involucró de lleno en las ponencias y ya no coincidieron, le habría gustado encontrársela nuevamente, charlar un buen rato y reconstruir lo sucedido hasta ese día. Se quedó con la seguridad y la tranquilidad de que habría superado su problema, ahora vivía en su terruño cerca de su familia y con un buen empleo.


Pasaron varios años. Rómulo cambió en dos ocasiones de trabajo, la primera porque su compañía se vendió y dieron de baja a los ejecutivos, la nueva empresa ya contaba con su grupo de directivos; en el segundo caso recibió una oferta que decidió aceptar, le ofrecieron un puesto de mayor nivel y responsabilidad. Un día acompañó a su esposa a visitar a una tía que vivía en una residencia geriátrica, un edificio seminuevo en donde habitaban alrededor de cincuenta personas mayores, sin ser nada extraordinario era lo suficientemente bueno como para dar confort y calidad a los residentes del lugar. Al entrar al estacionamiento vio pasar a un hombre que se perdió entre los corredores. Se dirigió a la administración a preguntar por la persona que acababa de ver, pocos minutos después estaba frente a él. Don Eleazar, ahora de ochenta años, vivía ahí. Se saludaron con el afecto y cariño que perdura cuando la amistad nace y se desarrolla con buenas raíces. Don Moisés le pagaba su estancia a raíz del fallecimiento de su esposa un año antes. Recordaron a Mariana. Una gran sonrisa enmarcó su rostro –Era una chica muy linda, ¡Qué bueno que salió adelante!


Fue la última vez que se vieron. La siguiente ocasión que visitó a la tía se enteró que un infarto se lo había llevado semanas antes. Agradeció a la vida la suerte de haberlo encontrado de nuevo, aunque también lamentó la partida del amigo con el que tuvo la fortuna de compartir la experiencia de haber ayudado a quien llegó a estar en las puertas del precipicio.               

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