miércoles, 2 de marzo de 2016

Maldita

Bernardo Alonso



El solo hecho de ver venir en el calendario el once de diciembre le provocaba una insoportable angustia, se cuestionaba si en definitiva ese sería su fin o seguiría acumulando tiempo en su vida. Para cualquiera esa fecha podría ser su aniversario de bodas, cumpleaños, fiesta nacional, algún santo, etcétera; pero ese día ella cumpliría quinientos un años.

Aquel lúgubre y nublado día abrió la valija con retratos suyos y de sus difuntos amores e hijos. Su vetusta chimenea expedía un humo suspendido en la habitación igual de grisácea como su ánimo en una fría mañana en la que esperaba no haber despertado y quedar en el limbo tan deseado por desesperantes siglos.

Recurrir a la valija cada año se convirtió en la deprimente costumbre de recordar cada once de diciembre. Los retratos, pinturas y fotografías le evocaban otros tiempos, desde uno con la tiara de noble, engalanada con el vestido azul que su padre le trajo de oriente, también como vedette de cabaret con François, su último gran amor. En otros vestida con la capa imperial a los hombros y la corona de platino. El papel de los retratos en algunos era amarillento por viejos, otro más blancuzco, pero en todos su bella imagen de joven adulta, delgada de cintura y voluptuosa de pecho y cadera.

Con nostalgia ojeaba los retratos recordando todos los vestidos de las estaciones de su vida; en el que mejor lucía, sin duda era el verde jade con el que bailó y bailó hasta acabarse los tacones. Tuvo gratos recuerdos al ver su hermosa figura, pantorrillas torneadas; sin lugar a dudas era su mejor apariencia, enseñando esos envidiables y delicados hombros con las tentadoras pecas que hipnotizaban a cualquiera. Un suspiro culminó con la hojeada de retratos y fotografías. La vanidad era su mayor debilidad aunque lo que quizás la condenó fue su altivez.

Vivió lo suficiente de todas las formas, procreó hijos solamente para tener compañía viéndolos envejecer y morir igual que esposos, amantes, amigos y familiares. Convivió con hijos, nietos, bisnietos y más. Su existencia dejó de tener sentido cuando dio en la cuenta que no se cruzaría nunca con la muerte, aunque anhelaba morir como quien desea terminar un arduo andar.

En un principio recibió el nombre de Anne Caroline Charlotte Mary Eleanor Cornwallis Beaumont, para sus padres simplemente Mary y ella impuso el mote de Lady Mary para sentar su origen noble. También usó el nombre de Marie Louise en su paso por Francia, sin olvidarnos el de Miryam cuando casi por un siglo exploró la vida en el Islam. Pero llamémosle Lady Mary como ella decretó.

 Era descendiente de la casa aristócrata de los Cornwallis, hija del séptimo Barón Charles Cornwallis y de la Duquesa Anne Scott Beaumont.  Se crió en el Castillo Cornwallis ubicado en la isleta del lago del mismo nombre al sur de Londres.  Construido majestuosamente en ladrillo al más puro estilo Tudor con dos niveles sobre un puente infranqueable que conduce a tierra firme divisada por cuatro torres octagonales desde las que se custodia una plaza que es el centro de todas las instalaciones del castillo.

Creció con todos los lujos y ninguna preocupación salvo elegir el vestido de cada noche, despedir o humillar a alguna doncella o empleado por simple capricho auspiciado por sus padres y secundado por sus dos hermanas menores que controlaba a su antojo. Así, la soberbia y pedantería se agudizó en la adolescencia cuando se tornó en fría y cruel abusando despiadadamente de cualquier plebeyo y sirviente sintiendo tener el derecho de hacerlo tal como su madre y padre le inculcaron desde pequeña.

Aquella víspera de cuaresma como todas, el barón Cornwallis y la duquesa acompañados de sus tres hijas, Lady Mary, Elizabeth y Maud acudieron al pueblo a celebrar el tradicional carnaval, se acomodaron en la tarima elevada sobre el demás público frente al escenario. Aquel año había sido traído un grupo de juglares toscanos que divertían a la muchedumbre y la familia noble con malabares, piruetas y graciosos despliegues de habilidad. Todos aplaudían las suertes atraídos por la destreza, pero Lady Mary dejó de poner atención al espectáculo, a su forma de ver carecía de crueldad o sarcasmo, simplemente era una boba exhibición de saltos y juegos sin ninguna finalidad. Se volteó hacía el gentío, una mujer vieja vestida con colorida túnica, collares dorados y un sin fin de aretes tanto en la nariz y las orejas, ofrecía leer la mano en acto de pitonisa adivinando el futuro. Cuando se encontraron las miradas Lady Mary quedó absorta a la de este personaje, eran unos ojos claros, blancuzcos, penetrantes y cautivadores, mostraba un gesto enigmático con la nariz aguileña, cutis erosionado y sonrisa amplia. Se acercó la anciana sin desviar la vista de los ojos de Lady Mary que quedaron a merced de los de esta.

—Venga mi niña, veo tu futuro por medio penique —adelantando su huesuda mano con uñas largas para agarrar la de la joven, era una garra de la que no podía escapar. La mujer le tomó el dorso de la mano y la giró mientras la acercaba a su mirada.

            Lady Mary era presa de esa mujer sin resistirse cuando la gitana repentinamente miró a la noble, asustada y alejándose de su mano dio un paso atrás atónita, llevándose sus manos al pecho en símbolo de protección.

—¡Maldita eres! La muerte no te alcanzará. ¡Bendita tu perpetuidad! —resonó la sentencia de la zíngara acallando a los juglares, la chusma y los nobles. Reinó el silencio de repente, todos inmóviles, los malabares suspendidos, las sonrisas detenidas, los movimientos congelados y los pájaros flotando en el aire. Lady Mary recuperó su mano, boquiabierta y temerosa no sabía si salir corriendo cuando la decrépita adivina la señalaba con el dedo artrítico y poderoso repitiendo de nuevo la fatídica frase una y otra vez. Esfumase la mujer en un parpadeo, Lady Mary agitada y asustada salió corriendo hacia donde el carruaje del padre a resguardarse, retumbando en sus oídos la voz de la mujer, penetrándole la mente día y noche.

Los aciagos recuerdos le llegaban a la lúgubre habitación como cada año en una convulsa sucesión de proyecciones del pasado. Cuando acabó el episodio de la gitana llegó el de aquel día en el que dejó de sentirse una persona común. Al cabo de unos días del suceso la diligencia en la que viajaban sus hermanas, la duquesa y el barón fue atracada de camino a Londres en pretendida visita a la corte del rey. La daga de un proscrito de los bosques degolló su cuello; en un abrir y cerrar de ojos estaba como si nada. Fue como un sueño, nadie creería una narración así. Los propios asaltantes impávidos con cara de estupefacción tomaron apurados lo mínimo del botín entre un montón de cuerpos inertes de la familia Cornwallis.

Lady Mary se tocó el cuello y asombrada e incrédula no percibió sangre, apertura o cicatriz viendo a su alrededor los cadáveres de sus hermanas y padres, al conductor y dos caballeros que inútilmente pelearon con la media docena de salteadores de caminos.

En un principio fue la mayor extrañeza y desconfianza a la realidad. Cuando velaron a la familia asesinada en el castillo Cornwallis Lady Mary se asomó por el ventanal del salón de honor que alumbraba los ataúdes, miró el verde valle colmado de nubes bajas hacia el confín de la tierra despertando en sus pupilas la idea de la inmortalidad y esbozando una ligera e imperceptible sonrisa.

Creyó por algún tiempo que el degollamiento fue una ilusión por el temor que despertó en ella el ataque, llegó a dudar de su propia memoria, incluso receló del suceso como si de una fantasía se tratara. Al cabo de los años se hizo con los títulos y posesiones de su familia que gozaba de gran influencia en la corte real. Así llevó su bella figura, inteligencia y falta de escrúpulos a lo más alto del reino para convertirse a base de engaños, traiciones y sangre, en la reina absoluta.

El dominio tornó rebosante apoderándose de tierras, tesoros, descubriendo nuevos horizontes. El extremo exceso de poder y riqueza la hizo representarse al mundo como la diosa única con sus dos caras de dominio total y eterna vida.

Tenía a la humanidad postrada a sus pies; en un caprichoso arranque decapitaría al sultán, rey o mendigo más lejano, comería el ave más exótica, tendría al mejor amante en su cama en una orgía multitudinaria con forasteros, portentos o engendros contorsionándose en la más degenerada práctica. Provocó innecesarias guerras, causó por morbo auténticos ríos de sangre en ciudades distantes, combatió en batallas enfrentándose con guerreros briosos terminando por descuartizarlos o someterlos a su yugo. No había límites, nadie soñaría con mayor perfección, derroche, vicio, maldad y extravagancia.

Lady Mary en su trono dejó de significar el nombre de una joven noble hija de duquesa y barón; se abandonó el uso del alias para apelar a cualquier mujer, era en sí una concepción única atribuida y construida para ella nada más. Como una hidra, un unicornio o una esfinge era Lady Mary, mitológica como la hermosa joven inmortal montada en ojos verdes despiadados y cruel cabellera rojiza. Hubo revueltas y atentados contra su persona, intentos de librarse de la garra tiránica de Lady Mary pero todos se extinguieron al aplastarse con su enérgica y definitiva mano de hierro.

Le era necesario disimular porque la muerte no se asomaba, por lo que en su vida externa fue desmesurada, cruel y ejerció férreo poder. No obstante, en su solitaria alcoba sufría y lloraba como la moza más débil y sensible. La soledad la corroía, no había compañero que no viera envejecer y morir como a sus hijos. Un inhóspito futuro asomaba a todo momento y con cada decisión ¿Qué motivo la guiaba? El para qué la atormentaba en la cima del universo para despertarse, para levantarse y para todo. ¿Para qué la vida?

El once de diciembre del bicentenario de su reinado entre sollozos tomó dos simples capas de lana, un fardo con comida, la valija de retratos y las joyas que cupieron en las bolsas del sencillo vestido color crema. Ordenó a los guardias retirarse de la entrada de sus aposentos y por los pasadizos del castillo, sin que se supiera más de ella, desapareció. Prosiguieron años de rebeliones ante su ausencia y vacío de poder, motines por el trono y al final el natural decantamiento de las cosas tornó en una nueva era de libertad, paz y tranquilidad sin el dragón al mando.

Cambió su aspecto, vivió en comunidades que no la conocían, con pobres y humildes campesinos en los lugares más remotos sin que nadie supiera su verdad, habitaba un lugar por unos años y para que no fuera descubierta migraba a otro donde moraba por una temporada. Aquella eterna diosa omnipotente se redujo a las personas ordinarias, conviviendo y conociendo lo que en un principio obstaculizó su soberbia y superioridad provocada por su status de nobleza y en un segundo momento el absoluto poder, discurriendo así el dilema entre vagar eternamente o ser el despiadado monstruo insaciable, ser feliz eternamente no era una opción.

La maldición profesada por la anciana cobró vida siglos después, una simple frase expresada como recelo a una muchacha prepotente sonaría como un improperio de la sibilina pordiosera a la noble, sin embargo, por más sobrenatural y absurdo que suene Lady Mary comprendió ese funesto día el valor de las palabras pronunciadas en el conjuro “¡Maldita eres! La muerte no te alcanzará. ¡Bendita tu perpetuidad!”, en verdad ser maldita era su inexplicable destino, no una condena.

Ante el embate de la memoria que penaba como alma nómada recurrió a innumerables y fracasados suicidios. Probó con el degollamiento de nueva cuenta y sólo ensució el piso de la habitación con sangre, la defenestración de un elevado edificio le recordó que la emoción de volar era desde pequeña un anhelado deseo, la inmolación la asqueó por el olor a piel chamuscada, el disparo al corazón le dañó el vestido, el ahorcamiento la dejó colgada desesperadamente por varias horas de la viga de la alcoba hasta que alcanzó algo con que cortar la cuerda, el envenenamiento le provocó náuseas por varios días, nunca se animó al desentrañamiento y así por años cometió macabras formas para matarse pero ninguna se consumó.

Meditabunda, asqueada de su inmortalidad y fastidiada de seguir con vida, llegó a la última conclusión que era desaparecer de la tierra, dejar de estar entre los demás y no tener forma de retornar a la vida con personas a su alrededor y el devenir de la historia. Si no pudo quitarse la vida y así ausentarse definitivamente, debía escabullirse sin retorno alguno. No tomó ninguna pertenencia, con el vestido rasgado por tantos intentos desesperados de morir se metió a un bosque, por varios días vagó buscando el lugar perfecto, la idea la tenía en la cabeza hasta que encontró una cueva enclavada en la montaña, sin mediar mayor preparativo selló la entrada para no poder salir más. Se encerró en la oscuridad de aquella tumba para dejar de vivir.

El mito de la inmortal Lady Mary prevalecerá por generaciones en la tradición del mundo entero. No se le volvió a ver más, sólo quedó el recuerdo de ella por la valija de retratos, sin verse una foto más de aquella hermosa joven. Esta leyenda se ha contado por siglos con muchas versiones, sin embargo Lady Mary siempre será el referente de la maldad.


Hay incrédulos que desmienten la historia, atribuyéndosela al imaginativo popular. Pero en el fondo, todos tememos su regreso alguno de estos días. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario