martes, 22 de marzo de 2016

Un ingeniero en la familia

Rosario Sánchez Infantas

Asunción Janampa, envidiaba incluso la suerte de un obrero sin calificación ni experiencia. Aquel tenía un sueldo y estaba asegurado. Ella, una mujer con sólo estudios primarios, había sido abandonada por su conviviente con cuatro hijos, entre diez y dos años de edad. Aun cuando sus manos callosas y cuarteadas estaban siempre dispuestas a trabajar, no tenía la certeza de que sus hijos comerían todos los días.
La Oroya era una tierra de oportunidades. A casi cuatro mil metros de altura, en medio de la tundra frígida, la ciudad industrial aglutinaba una legión de profesionales, técnicos, obreros y comerciantes. Todo gravitaba alrededor de la empresa norteamericana que a mediados del siglo veinte fue la mayor de Latinoamérica. Sin embargo, Asunción Janampa, no tenía salario, calificación, ni capital propio y sí, un hándicap de cuatro niños que mantener.
Con un ingeniero en la familia esta asciende socialmente, en especial en una ciudad muy estratificada del interior del Perú. La mujer cifró en Jorge, el responsable hijo mayor, su esperanza de superación social, lo cual aligeró su vida, haciendo que su pobre pasado y su miserable presente no le pesaran tanto. Al margen de ello, el niño sensible e introvertido, disfrutó leer aquellos pocos libros de la biblioteca de su escuela estatal; disfrutó también las matemáticas desde que las conoció. Absorto en sus lecturas o resolviendo sus ejercicios matemáticos olvidaba las humillaciones, el hambre y el frío.
Asunción había tenido a Jorge siendo soltera y muy joven. Cinco años después    empezó a convivir con un viudo que le doblaba la edad. Inicialmente las cosas fueron bien. Sin embargo, cuando lo despidieron del trabajo por sus problemas de alcoholismo, empezó a maltratar a su mujer  y a los niños, especialmente a José. El pequeño se sentía culpable de existir por los gastos y el enojo que generaba. Escuchaba a su madre pedir a Dios, con tanta convicción, el milagro del hijo ingeniero en la familia, que ya había empezado a soñar con serlo cuando su padrastro abandonó a la familia.
En una universidad estatal peruana, teóricamente, todos los estudiantes tienen las mismas oportunidades. Sin embargo, los doscientos soles mensuales que su madre le enviaba a Jorge no alcanzaban ni para dos comidas al día y le hacían odiar los cursos, congresos, equipos y libros que no podía alcanzar. Él debía robar las zanahorias que su casera les daba a los conejos, mientras algunos estudiantes llegaban a la universidad en carros del año. Algunas veces, Jorge les daba la razón a esos compañeros que hablaban de la justicia social y de revertir el orden establecido. En los dos años que estudió en la universidad capitalina aprendió muchas matemáticas, cogió una tuberculosis pulmonar y fue creciendo en él un resentimiento sordo por los hombres que abandonan mujer e hijos; por las abismales diferencias de oportunidades; y por la bien organizada estructura de quienes detentan la representación del pueblo. Por ese entonces terminó de emerger su carácter aprehensivo debido al cual el mundo era una amenaza y convertía la menor impresión en una realísima sensación desgarradora. Incapaz de defraudar a su madre abandonando sus estudios, pasaba muchas horas en la biblioteca refugiándose, del sufrimiento y la culpa, en los mundos que la literatura le ofrecía.
Jorge dudaba que su abnegada madre fuese al cielo. Trabajando dentro y fuera de casa, apenas si dormía cuatro o cinco horas seguidas; sin embargo, al ser una madre abandonada, tenía en el ataque su mejor defensa. Ser desconfiada, hosca y emplear lenguaje de camionero, ¿no eran pecados, según los sacerdotes rubios que abundan en La Oroya? Él no esperaba ayuda divina; sin embargo, cuando su madre se ilusionó con el milagro del ingeniero en la familia y entregó su destino a Dios asistiendo a cuanta novena, rezo del rosario y misa podía, entonces el hijo pensó que el ser supremo y omnipotente por lo menos la libraría de enfermedades o accidentes, como aquella volcadura de automóvil que acabó con su existencia.
El pobre humano se aferra a lo que puede para seguir viviendo. La única noche del velorio, en el cuarto habitación, sentimientos encontrados bullían en la cabeza de Jorge: tristeza por la madre, miedo por el futuro incierto y alivio de la culpa (ya no quitaría el pan de sus hermanos en sus mal llevados estudios de ingeniería). Desde niño destruía aquello que no salía según esperaba. Siendo perfeccionista, le dolía la mediocridad de su carrera universitaria. Ahora, echada a perder, él tenía la esperanza de que algún día pudiera volver a estudiar, en mejores condiciones, y  llegar a ser un buen ingeniero.
Dejó la universidad para mantener a sus hermanos menores. Fue entonces que abrió zanjas, cargó bultos, pintó tumbas y fue vendedor ambulante por varios años, hasta que un día un ex compañero de estudios, flamante  ingeniero, le dio trabajo como topógrafo. Para entonces, ya había pasado de ser Jorge, a ser Coquito, pues la docilidad y la desesperanza se le habían enquistado en el espíritu y en el bolsillo, y amenazaban quedarse hasta la cuarta generación.
La distancia entre ser topógrafo y profesor reemplazante de licencias en un colegio estatal provinciano es relativamente corta. Pero cuando un colegio para la élite, le pidió  reemplazar a un profesor de matemáticas, Coquito sufrió por tener que vestir su anticuado y único terno, y su ordinaria corbata. Además temía la distancia social entre él y esos muchachos, muchos de ellos hijos de ingenieros. Dicho miedo se hizo realidad: cuando estaba haciendo su mejor esfuerzo por explicar la relación entre la hipotenusa y los catetos, le llegaba una lluvia de proyectiles diversos, o cuando iba a iniciar una clase, treinta muchachos simultáneamente imitaban el sonido de motocicletas de carrera calentando motores antes de partir.
Darse cuenta que sabía y que tenía una manera sencilla e interesante de trasmitir conocimientos y estrategias le producía una sensación grata asociada, de manera imprecisa,  a la idea de ser ingeniero. Sin embargo, cuando se dio cuenta a dónde iban sus esfuerzos por comunicar con simplicidad grandes verdades la pena lo fue inundando. Se sintió más pequeño, cuando pensó que podría estar enseñando la belleza del razonamiento lógico matemático a niños de comunidades campesinas alto andinas, cuya pobreza los haría abandonar sus pintorescos pueblos y venir a envenenarse los pulmones y la sangre en esta ciudad.
Se sentía insignificante cuando explicaba geometría a los tres adolescentes compasivos, que no habían abandonado sigilosamente el aula, como sus colegas, mientras él graficaba en la pizarra. Suspiró cuando recordó a la hermosa muchacha que, junto con sus compañeros, ingresaba a las aulas universitarias para denunciar la exclusión, el racismo y la pobreza, y destacaba la necesidad de crear una nueva república popular. Se le formó un nudo en la garganta al recordar haber visto el nombre de la universitaria en la lista de fallecidos de la matanza en los penales peruanos. ¡Ninguno de los dos pudo ser ingeniero!
En el primer examen aprobó el cincuenta por ciento del alumnado y comenzó el desfile por la dirección del colegio: el comisario, el director del hospital, el ingeniero X, Y o Z.
Mira Coquito le dijo el auxiliareres muy bueno en las matemáticas pero debes conocer todos los supuestos antes de sacar una conclusión. Si desapruebas a la mitad de la sección, no llegas a fin de mes. Si el director te defendiera, su cabeza estaría en peligro. Decide lo que harás pero bien informado: aquí hay muchachos buenos, pero también está la escoria de La Oroya, los expulsados de otros colegios, aquellos a los que les venció la edad, padres de familia. ¡Ay Jorgito! El examen que reprogramaste para una alumna de secundaria, fue porque se recuperaba, no de una apendicitis, sino de un aborto en una clínica local.
Recordando esta conversación, Coquito volvió caminando a la ciudad desde el alejado suburbio exclusivo en donde se ubica el colegio Hiram Bingham.
El que no sabe desaprueba geometría conmigo, por más ingeniero que sea su padre, se dijo en voz alta. Le inquietó pensar que estaba vengándose por no haber podido ser ingeniero. ¡Falso!, había evaluado objetivamente y además, relacionar mecánicamente ambos eventos era de un llano reduccionismo euclidiano.  
¡Euclides! exclamó tras el suspiro. Él y las matemáticas seguían separándose.
 De pronto recordó la geometría de Riemann y una representación tridimensional de la tierra. Sonrió mientras se daba un golpecito en la frente. La densidad crítica decide si un universo es de un tipo o de otro; ¿por qué él lo asumía plano? ¿Por qué, aceptaba que las matemáticas y su vida, eran paralelas que nunca se interceptarían? Las distancias mayores permitían detectar la curvatura del universo donde las paralelas sí se interceptan. Como en sus años de universitario comprendió que no se puede sacar conclusiones acerca de lo infinitamente pequeño a partir de lo infinitamente grande, y viceversa. ¡Estaba evaluando su vida con parámetros no válidos! Era tan simple como cambiar de perspectiva y construir nuevas realidades. Por otro lado, le pareció sencillo y gratificante imaginar los infinitos cambios de trayectorias en los ilimitados nuevos ciclos, que podían ocurrir en su propia vida; o los cambios de trayectorias y nuevos ciclos con los que él podía recrear hechos reales. Sonrió. ¡Él y las matemáticas habrían de reencontrarse! Se había estado alejando de su pasión por la ingeniería; caminando y caminando, en algún momento, volvería al punto del que partió. Se figuró una oroya, el andarivel precolombino que daba nombre a esa ciudad, llevándolo de regreso a la otra orilla. Algo nuevo empezó a recorrer con energía por todo su cuerpo.
Había sufrido porque su padre abandonó a su madre, ahora, analizando ciento veinte años en lugar de treinta, se daba cuenta que su progenitor era el cuarto Jorge Aliaga de su familia que desaparecía al llegar a los treinta años. Había tanto que elucubrar sobre las causas y consecuencias de este hecho. Desde una perspectiva mayor, se destacaba azarosa y cándida la selección de parejas; unos segundos de diferencia hubieran posibilitado que su madre conociera a un buen hombre… a un sacerdote que se enamorara perdidamente de ella… o quizás a un encantador psicópata y misógino. Había tanto que suponer con pequeños cambios en las erráticas trayectorias humanas. ¿Qué hubiera sucedido si su último antepasado europeo, en plena tormenta de nieve, se extraviaba de su clan en la migración por el Estrecho de Bering? Él se había sentido desafortunado por no haber concluido sus estudios universitarios, y ¿Si hubiese sido un exitoso hombre de Neanderthal?



Disfrutó volver a leer a Riemann y la geometría no euclidiana mientras su capacidad de ensoñación se expandía sin límite alguno. Si etimológicamente ingeniero significa el que conoce y diseña una máquina o un artificio constructivo; entonces, finalmente, él sí pudo ser un ingeniero: el universo posible subyacente a lo manifiesto es lo que muestra en las cinco exitosas novelas que ha publicado.

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