jueves, 20 de noviembre de 2014

Mi amiga

Elena Villafuerte 


Había terminado mis estudios apenas hacía cinco meses, y ya me sentía como combatiente en una guerra sin fin. Al principio era tan emocionante escuchar “doctora Barragán”, “doctora Julieta”, o simplemente “doctora”, que brincaba de entusiasmo cada vez que mi nombre resonaba por los pasillos del hospital público en el que me tocó efectuar la residencia. Pero la novedad se fue desgastando. Al cabo de dos o tres semanas del internado de pregrado, ya no veía lo duro sino lo tupido: guardias interminables, servicio en urgencias y tragedias en cada esquina. Física y anímicamente era agotador. Todos los residentes de primer año nos sentíamos como los cristianos de antaño en el circo, arrojados a los leones; aun los más intrépidos, con deseos de tratar los casos complejos, terminaban apabullados por el volumen de pacientes a los que teníamos que atender. 

Había guardias en las que dos médicos debíamos darnos abasto para más de noventa pacientes. Aunados a los familiares preocupados, las carencias de material y equipo, la escasez de salas de operación y de habitaciones disponibles, no era de sorprender que hasta el más empático terminara embotado. Veíamos de todo. Niños y mujeres golpeados, agredidos, violados; pacientes ancianos, enfermos, abandonados en el hospital a esperar la muerte. Pero lo peor era el cansancio. Para hacernos menos difícil la vida, nos retábamos unos a otros; el primero en dar el “camazo”, en quedarse dormido, invitaba la pizza para todos los demás. Yo, que siempre he sido dormilona, pagaba la comida tres veces de cada cuatro. Esa noche no fue distinta de las otras, me caía de sueño. En dos días había dormido unas siete u ocho horas. Para colmo, el médico cirujano me encargó que tomase el electrocardiograma a un paciente que no había resistido la cirugía, y se requería el ECG para anexarlo al certificado de defunción. “Diablos” pensé. “Ahora tengo que ir a sacarle el electro a un muerto, ¡y sola!” Suspiré. Mi padre me enseñó que al mal tiempo buena cara y al mal paso darle prisa, así que resignada bajé a la morgue.

Como médico aprendes a ver la muerte, y la vida, de una forma diferente. Entiendes que puede aparecer lo mismo en un hospital que en un parque infantil, en la calle o en el restaurante. No respeta horarios, edades, estados de salud, belleza ni ocupaciones. Nos acostumbramos a ella, a su silenciosa presencia, sabiendo que puede llegar en cualquier momento. Aun así, la morgue impone. Sus pasillos no son muy distintos del resto del hospital: largos, brillantes bajo las luces de neón, con paredes blancas y pisos antiderrapantes. Pero lo interesante en la morgue es el olor. Permea el aroma a desinfectante, a limpiador de pisos, a frío. Porque el frío tiene olor, igual que el calor. La morgue huele a acero inoxidable, a refrigeración y a miedo.  

Entré a la sala de depósito y me detuve en seco. Sobre una mesa, boca arriba, estaba acostada una muchacha, que, al escuchar el ruido de la puerta, volteó la cabeza y abrió un ojo.

–Ups.

Arqueé las cejas. ¿Ups? 

Nunca antes la había visto, y sin embargo me resultaba familiar. Rubia, de ojos azulísimos, sin maquillaje, parecía una muñeca de aparador. Se incorporó y pude ver que iba vestida de jeans, blusa blanca suelta y un pañuelo rojo anudado en el cuello. Llevaba zapatos bajos, negros, de suela de hule, como de enfermera. Sería un poco mayor que yo; veinticinco, tal vez veintisiete años. Me sonrió como si en vez del depósito de cadáveres nos hubiéramos encontrado en una reunión social.

–Esto es algo incómodo. Has de pensar que estoy loca, aquí acostada sola, ¿no?

Tuve que admitir que se me hacía un poco raro. Por más cansados que estuviéramos, a los residentes –a nadie, creía yo– nunca se nos hubiera ocurrido bajar a dormir a la morgue.

–Ay –arrugó la nariz en un gesto de niña– sé que no debí, pero me están matando los pies, y esto estaba tan solo, tan tranquilo… No dormía ¿eh? Tampoco. Solo descansaba.

–Sí, claro –respondí– es muy natural, venir aquí a descansar.

–No me veas con esa cara. Bueno, cualquiera creería que vas a llamar al psiquiátrico.

–Se me había ocurrido, sí.

–Qué latosa. A ver, Julieta. ¿No te acuerdas de mí?

Discretamente empecé a moverme hacia atrás, dispuesta a salir corriendo. ¿Cómo era que sabía mi nombre? ¿Acordarme de ella? ¿Yo? 

–Julieeeeeeta.

– ¿Por qué sabes cómo me llamo?

–Ay, Julieta. Qué memoria. Estoy de acuerdo en que fue hace muchos años pero ¿de verdad no te resulto ni tantito conocida? ¿No? No. Ya veo que no. ¿Te acuerdas de cuando tenías seis años y te caíste del columpio, y al levantarte te pegó el filo en la sien?

Sin querer toqué la cicatriz en mi sien derecha.

–¡Ah! Sí te acuerdas.

–No, –respondí, a la defensiva– no me acuerdo, es que mi mamá me contó…

–…que te golpeó un columpio cuando tenías seis años, te abriste la cabeza y tuviste una contusión muy fuerte, y si por desgracia te hubiera dado un poco más abajo no la cuentas.

–Sí…

–Pues yo soy la razón por la que sí la cuentas. No te tocaba, así que te jalé y el columpio pegó dos centímetros más arriba. Después te estuve consolando hasta que llegó la maestra, inútil ella. 

–¿Y entonces qué? Ahora vas a decir que eres mi ángel de la guarda.

–Nop.

–¿La suerte?

–Nop. Casi, pero no.

–¿Mi hada madrina?

La chica soltó la carcajada.

–¿Acaso me ves cara de hada?

–Pues a decir verdad, te veo cara de loca. O tal vez estoy dormida en alguna cama de la sala de urgencias y esto es un sueño muy vívido. Vamos. No tengo ganas de jugar a las adivinanzas. Si no me dices claramente quién eres y qué haces aquí, llamo al poli y que te saque.

–Qué genio. Está bien. Como si te lo digo no me vas a creer, te haré una demostración.

Cruzó la sala en tres zancadas, hasta la mesa donde se encontraba el muerto a quien debía tomar el ECG, y levantó la sábana con un gesto dramático.

–Haz tu electro –ordenó.

Lo más lógico era que llamara a alguien para que se llevaran a este personaje insólito; pero fuera por mi estado de desvelo, fuera por simple curiosidad, hice lo que me pedía. Con cuidado retiré las vendas con que lo habían preparado. Lentamente, preguntándome qué pretendía, puse los electrodos en su lugar y observé.

–Muerto, ¿no? –me preguntó la muchacha.

–Muertísimo.

Lo tocó, y el cuerpo –que no presentaba signos vitales, que tenía la herida de la cirugía a corazón abierto que no había resistido, que estaba total y completamente muerto– abrió los ojos. Del susto casi tiro el electrocardiógrafo.

–¿Qué eres? –grité.

Suavemente volvió a tocarlo y él cerró los ojos. De un salto le tomé el pulso: nada. Repetí el ECG: nada.

–¿¿Qué eres?? –susurré aterrada.

–Shhhhh… ¿No es obvio? Soy la muerte, o debería decir, un agente de la muerte. Hay demasiado trabajo. No te asustes, mujer, que no estoy aquí por ti. Volvamos a empezar. Me dolían los pies, bajé a descansar… ¿Acaso creías que solo los internos se cansan? 

Al principio me costó trabajo, lo confieso. Cuando terminó mi turno y me fui a dormir, desperté pensando que todo había sido una idea mía. La falta de sueño puede provocar alucinaciones, me dije. Es como estar drogado. Por eso parecía tan real.

La siguiente vez que la vi, deslizándose alegremente hacia terapia intensiva, por poco me desmayo. Levantó la mano y me saludó moviendo los dedos. En verdad parece maestra de kínder: menudita, simpática, siempre contenta. No hablamos mucho, porque no quiero que digan que soy la doctora que habla sola. No sé por qué razón la veo, o por qué a veces sí y a veces no; pero ha llegado a ser casi como una amiga. 

He pensado especializarme en geriatría; lo cierto es que me gusta encontrármela, aunque no deja de preocuparme cuando la veo rondando pediatría, o en las salas de partos. Desde que la conozco, me parece que la muerte no está tan mal…

1 comentario:

  1. escalofirnate .......pero no pare de leer hasta terminar el relato...........magnifico

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