viernes, 9 de mayo de 2014

La maleta

Cecilia Escobar


Después de apagar el molesto despertador, Lucía se levanta muy cansada esa mañana de abril. Se pregunta, qué pueden significar aquellos extraños y recurrentes sueños, en los que ella -dotada de poderes sobrenaturales- lucha salvajemente contra seres mitológicos que llevan su propio rostro.

Desliza lentamente las cortinas y abre la ventana basculante de su caotica habitación. La suave brisa del día le besa su pálida y delicada piel. Eso la anima un poco y quiere ser otra vez la valiente heroína de sus sueños nocturnos.

Sobre su hermoso escritorio de caoba esta el teléfono y la contestadora automática que ella ignora hace varios días, una lucecita roja le indica el número de mensajes que esperan ansiosos ser escuchados.

Avanza hasta la pequeña cocina arrastrando los pies, los dolores de espalda se han hecho cada vez más intensos. Se prepara un café, mientras con irritación observa  la vajilla que se ha acumulado en el lavadero. Una rancia frustración se apodera de ella. Hasta entonces había sido una chica metódica, cumplida y bien portada. Ahora poco le importa todo. Le gustaría llamar al trabajo y alegar que está enferma, pero ha rebasado ya el limite de faltas por esa razón. Por fortuna, sólo debe esperar dos días para el ansiado fin de semana.

Al ducharse se hunde en sus pensamientos recordándo aquellas manos varoniles que no sentirá jamás. Ahoga con agua fria los gritos de su esbelto cuerpo que añora una caricia, un abrazo, el calor de otro cuerpo. Se rodea asi misma con sus brazos frente al espejo y se convence que a sus treinta y  seis años no necesita ningún otro hombre a su lado. Aún no.

Saborea hasta el último sorbo de su segundo café  y sale elegantemente vestida y perfumada de su apartamento. Mientras cierra la puerta con llave y repasa mentalmente lo que debe hacer por la tarde después de la oficina, una voz chillona a su espalda le saca de sus pensamientos.

- ¡Sueltalo ya! -Dice irritada la mujer mientras se lleva las manos a la cintura. ¿Qué no ves que la carga, te está jorobeando la vida?

Lucía gira la cabeza reconociéndo de inmediato a su vecina de al lado.

- Buenos días señora Montás -responde la joven mujer con una sonrisa cansada.

La vecina continúa con el sermón de la mañana.

-Quiere vivir pegado a tu cuerpo. O eres tú la que no quiere dejarlo. ¡Sueltalo ya! -le dice otra vez señalando la espalda de la muchacha.

Lucía intenta mirarse la espalda girando la cabeza a ambos lados sin encontrar nada que apoyara la absurda teoría de su vecina.

- Disculpe, pero debo irme. Se me ha hecho un poco tarde -agrega mirando su reloj.

- Que no te he dicho ya que es necesario que te deshagas de él -continuó la corpulenta morena haitiana acercándose a la muchacha que intentaba llegar como podía hasta la escalera.

De pronto la señora Montás toma los hombros de Lucía con ambas manos e intenta arrancar el bulto del que hablaba de la espalda de la muchacha. La asustada joven lanza un aullido de dolor.

- ¿Qué le pasa? ¿Quiere usted acaso arrancarme la piel del cuerpo? -le grita Lucía mientras la mira sorprendida.

La mujer comprende de inmediato, que no será tarea fácil liberar a su amiga de aquella pesada carga. La ha visto tantas veces subir y bajar con su lastre al hombro. Tendrá que buscar otra estrategia para su exorcismo.

-Bueno, bueno, alla tú si no quieres.  Y se puso a hablar en una lengua desconocida, mezcla de francés y africano mientras buscaba algo en los bolsillos de su ancho vestido floreado.

-Aqui está la lista de la compra -le dice ahora en un tono más suave, dándole a la vez un papel en el que estaban envueltos también dos billetes muy arrugados de veinte Euros.

-¡Que tengas un lindo día! Y se fue rengueando rumbo a su departamento cerrando la puerta de un golpe.

Lucía se queda por unos segundos pensativa e indignada. Conoce a su vecina desde hace casi diez años cuando se mudó a vivir allí junto con Roberto, su pareja en aquel entonces. Sabe de extrañas visitas  que recibe la señora Montás, de rituales de sanación y brujería que no sólo ocurren los martes y viernes como dice la creencia popular. La señora Montás había vivido en varios países y hablaba cinco idiomas, entre ellos el castellano, por algunos rasgos que la mujer aún conserva, se puede adivinar que en su juventud había sido una morena hermosa. Lucía le ayudaba con las compras dos veces a la semana, la enfermedad de la gota había reducido a su sesentona vecina en una señora que contemplaba el mundo desde su balcón y conversaba con los espíritus que la acompañaban. Lucía siente escalofrios y la piel se le pone de gallina al pensar en todas esas rarezas.

Respira profundamente y acto seguido baja las escaleras  con tranquilidad, sabe que será necesaria toda la fuerza del mundo para hacerle frente a ese día.

En la oficina la faena transcurre con normalidad, sólo el tiempo parece transformarse con las horas.  La hermosa mañana de sol se convierte al atardecer en un día oscuro y de tormenta, como en un conjuro.  Se siente una atmosfera pesada y cargada de malos augurios.

Por la noche, al regresar Lucía a su apartamento empapada por la lluvia, deja cuidadosamente las pesadas bolsas al lado de la puerta de su vecina, para luego rápidamente entrar a su casa. No tiene las más mínimas ganas de repetir la escena de la mañana. Adivina que la señora Montás estará recostada en su mecedora fumando quizas aquellos puros cuyo olor le revuelven el estómago.

Aliviada cierra la puerta despacio, apoyándose sobre la misma unos segundos. Un poco de luz de la calle se cuela por las ventanas del salón y le da exactamente en la cara. Afuera ha amainado. Puede oirse el sonido que hacen los coches al pasar sobre los charcos de agua. Se quita los tacones y con esfuerzo  se libera de la chaqueta mojada. Como en un sueño, se ve a sí misma desprendiéndose  de todo lo pesado, lo tedioso, lo agobiante, un deseo inmenso se apodera de ella. Lanza todo con rabía intensa contra el piso de parquet causando con ello un fuerte estruendo. Se asusta un poco de su reacción y luego cierra los ojos por unos instantes al sentirse extrañamente liberada.

Se dirige al baño a buscar una toalla, cuando de pronto tropieza con algo extraño que estaba en el suelo. Asustada enciende la luz del salón y ve con sorpresa un cuerpo enrollado, desnudo, inerte, tirado en el piso. Lanza un grito seco. Acto seguido se lo queda mirando con asombro y luego con tristeza.

Minutos después, la puerta se abre apareciéndo la vecina, alarmada por el ruido en el departamento de la muchacha.  La mujer se lleva una mano a la boca y con la otra toma suavemente el brazo de Lucía. Después de varios segundos se atreve a decir con voz lastimera:

- Ahí esta. Ahora puedes verlo tú también.

-Lucía seguía con la mirada en el piso, reconociendo a quién había extrañado durante tres años.

- Tienes que dejarlo ir, Lucía. -continuó la vecina. Lucía no respondió, estaba sorprendida y horrorizada.

- ¡Déjalo ir, es lo único que puedes hacer por él ! -le dice con voz de reproche.

-Ya lo enterré una vez -responde Lucía sintiendo un nudo gigantesco en la garganta.

- Pues parece que no. Porque ya lo ves ahí -responde con voz entrecortada la señora Montás. Se quedó atrapado en alguna parte de tu ser.

Después de decir esto, avanza con descaro hacía la habitación de Lucía y trae hasta la sala una maleta grande. Toma el esqueletico cuerpo con la mayor naturalidad del mundo y lo guarda allí cuidadosamente. Le da a Lucía una palmadita en el hombro diciendo:

- Lo devolveremos a su lugar el viernes por la noche. Será un ritual sencillo, pero lleno de amor y agradecimiento.

Al irse la mujer, la muchacha se queda varios minutos flotando en sus recuerdos. Lágrimas viejas acuden en galope a sus ojos. Una lucha intensa se inicia en su interior. La voz de su vecina aún flota en el aire: ¡Déjalo ir Lucía, es lo único que puedes hacer por él! !

Lucía se quiebra ante la impotencia. Grita de rabia, llora, se culpa, maldice los últimos días de la enfermedad de Roberto, en los que ella anhelara, que la mismisima muerte lo recogiera, acortando asi la pena de ambos. Se pregunta, si hubiera sido acaso mejor mantener la esperanza de una mejoría, en lugar de que su corazón deseara que todo aquello terminara de una vez por todas. Se ha reprochado día a día su egoísmo.

Abre la maleta otra vez y descubre que aquel cuerpo aún respira y que clama por ella. Ya no le parece tan cadavérico, ni tan desgreñado, ni tan encogido, ni tan enfermo. Sus ojitos verdes la miran suplicantes y Lucía siente otra vez ese remordimiento que consume su alma. Llora desconsoladamente abrazada a él mientras le pide perdón. Nunca más lo dejará solo, renunciará a su trabajo si es posible con tal de cuidarlo.

- Sólo tengo que estar a su lado -se dice. Sólo así podré después dejarlo ir y tener algún día paz conmigo misma. Lucía piensa que es la última oportunidad que le queda para hacer las cosas que no hizo, para perdonarse la culpa que le atormenta. Piensa que si cuida de él ahora, podrá después tener el valor de decirle adios para siempre.

Lo lleva cuidadosamente a la cama depositándolo alli con amor. Estaba completamente decidida. Ahora sí cuidará de él en su hogar, le leerá los libros que le gustaban, lo vestirá otra vez con sus camisas de seda y le pondrá los discos de Ima Sumac. Acariciará sus cabellos y lo hará dormir. Será otra vez feliz con él, hasta que llegue el momento de su partida, entonces y sólo entonces, lo dejara ir.

4 comentarios:

  1. Hola, quisiera saber si podría mandar algún texto mío y cómo. Gracias.

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  2. Me gusto, el cuento, me interesa participar como puedo enviarles un cuento para que lo publiquen.

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    1. Hola gracias por tu comentario. Tienes que ponerte en contacto con el señor Valencia Arenas. Esta es la dirección del Taller WWW.ESCRITURANARRATIVA.COM

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  3. Tiene Ud un vocabulario vasto y lo maneja muy elegantemente. El cuento tiene un ritmo muy tranquilo, a pesar de su contenido, que me pareció más conmovedor que de miedo.

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