jueves, 1 de mayo de 2014

El cementerio del aparecido

Nelly Jácome Villalva


Terminé mi jornada laboral como siempre alrededor de las siete de la noche, la verdad porque prefiero quedarme hasta más allá de la hora de salida y así aprovechar un tiempo en silencio para concentrarme y adelantar mi trabajo.

Ese día jueves, que para colmo tenía restricción vehicular por disposiciones del gobierno local, me tocó caminar algunos metros para alcanzar un taxi, después de unos minutos, que se me hicieron eternos, conseguí uno; el tráfico vehicular estaba tan pesado que el joven que me transportaba me indicó que iba a tomar otra ruta. Era un camino empedrado bordeado por algunas casas pequeñas aún de teja, rezagos de cuando Quito era una pequeña ciudad conventual, nada que ver con la modernidad de estos días.  -Vaya progreso, ¿progreso? No sé si realmente lo es, pero en fin. Pasaba por estas calles poco conocidas para mí, y a unos cuantos metros de distancia divisé un cementerio, del cual no había escuchado hablar.  Indagué al taxista sobre este lugar, que a primera vista me causó un escalofrío profundo, siempre un cementerio me incita  recordar que no somos para siempre y eso no me hace ninguna gracia.

Al verme tan absorta mirando el cementerio, el chofer me propuso acercarse un poco para que pudiera verlo mejor, lo que no me pareció mala idea, después de todo no tenía quien me esperara en la casa, así que podría decir que contaba con algunos minutos para saciar mi curiosidad.

Lucio se llamaba el taxista, era un hombre joven, vestía un suéter de lana tejido a mano que dejaba entrever que su color original había sido negro, aunque se confundía  perfectamente con un color más bien gris,   seguramente su situación económica no le permitía renovar su vestuario, pero bueno… Lucio, afablemente me contó la historia sobre el cementerio de los aparecidos, como él lo llamó.

Hace un poco menos de un siglo, ese lugar no había sido un cementerio, sino una hacienda de una familia muy rica y respetada de la época, cuya historia trágica nadie se la imaginaba pero que se vino como una plaga que no pudieron contener.

Los Aguirre, así se llamaba la familia propietaria del lugar, habían concebido una sola hija.  La hacienda era grande, tenían algunos empleados entre los que había una niñera para su hija, que a la fecha contaba con diez años de edad. Esta niña de nombre Lucía, llevaba dos trenzas con lazos en su cabello color castaño oscuro,  tenía ojos pequeños de color café, era alta de estatura para su edad, siempre se la veía con vestidos y malla, miraba a través de la verja con ganas de jugar como lo hacían esos niños en la calle, trepando árboles, saltaban y se escondían, se veía divertido pero ella no salía.  Al ver a los demás niños que corrían, ella desde adentro los imitaba simulando que también la perseguían y se emocionaba como si estuviera jugando con ellos.  –Mamá, quiero salir a jugar, ¿déjame salir por favor? –pedía, pero como siempre, no se lo permitían.  En una de esas ocasiones, coincidió que tenían una visita y al escuchar la petición de la niña, su compadre don Augusto intercedió por ella, alegando que hasta su hijo estaba jugando y que no sería nada malo que le permitieran salir aunque sea un momento, pero fue inútil, Lucía tuvo que conformarse otra vez con solo mirar.  

Los años pasaron y Lucía fue almacenando un profundo resentimiento y odio hacia sus padres, porque sentía que no la querían, que se avergonzaban de ella. Al cumplir quince años, tomó la decisión de salir de su casa recogió las cosas que más le gustaban y se puso a pensar a dónde iría,  se acordó que no tenía amigos, que no conocía a nadie, que en realidad no tenía a quien pedir ayuda, entonces volvió a guardar las cosas y se encerró en su habitación a llorar sin consuelo.  Pero la idea no se le había esfumado del todo. Un año después,  a escondidas en su habitación, Lucía contaba el dinero que, de a poco, fue ahorrando o sacando de una funda que su madre tenía bajo el colchón, pero no era suficiente…

¿Suficiente para qué? -pregunté con curiosidad a Lucio, quien se había quedado como en suspenso mirando a un punto imaginario y al escuchar mi voz dio un suspiro profundo y continuó  -la verdad, ya no me a  cuer  do-me dijo lentamente balbuceando la última palabra, mientras seguía con su mirada perdida, pero luego me contó que Lucía desapareció de la hacienda, nadie la volvió a ver, sus padres seguían en la casa grande  pero no hablaban de ella, parecía que todos la ignoraban. 

Un día, después de que los trabajadores guardaran lo cosechado recibieron la visita inesperada de un joven de más o menos veinte años, tamaño promedio, ojos cafés y cabello corto castaño quien con una voz grave les dijo –Hola mamá, papá, vine para decirles que ya nunca más me esconderán. Nunca les perdonaré todos los años que no me dejaron ser yo, que me obligaban a usar esas mallas horribles. Yo, ¿qué culpa tenía?, ¿por qué no me dejaron ser yo mismo desde siempre?  Pero ahora no me importa lo que digan, ¡soy Lucio y así moriré!   Las maldiciones proferidas por sus padres fueron la única respuesta que recibió, cada palabra le llegaba como una puñalada, ya no estaba dispuesto a soportarlo más, se puso fuera de sí y tomó un martillo que estaba cerca, golpe a golpe fue desfigurando la cabeza de su madre, mientras a su padre le había asestado un certero martillazo en la nuca. Luego de cometer los dos crímenes, incendió la casa principal, murieron todos los empleados, Lucio riendo a carcajadas iba de a poco despojándose de su vestimenta, una vez desnudo se miró en el espejo que ardía en llamas y gritando su nombre se fundió con su imagen para siempre.

Conmocionada con tan terrible historia, le pedí al taxista que me esperara, quería observar más de cerca el ambiente del cementerio, pero él mismo me acompañó y vimos que la puerta no estaba asegurada así que entramos y mientras avanzaba, pensé en la matanza ocurrida en esa hacienda, en cómo las autoridades locales debieron haber deliberado sobre lo ocurrido para convertirla en el cementerio del lugar.  Regresé la mirada para comentar la coincidencia del nombre del joven de la historia con el taxista, pero no estaba cerca, al buscarlo lo encontré unos metros más adelante frente a una de las tumbas, en cuya lápida se leía Lucía Aguirre, estaba desnudo flotando y de a poco se fue desvaneciendo mientras decía a gritos su nombre ¡LUCIO! ¡LUCIO! ¡LUCIO! 

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