martes, 14 de agosto de 2012

Me quedaré a vivir en París



Eduardo Montagne


Dedicado a Nicola:
Hijo y amigo.
En recuerdo de nuestra visita a París


           

Sous le ciel de Paris
Marchent des amoureux
Leur bonheur se construit
Sur un air fait pour eux
Edith Piaf

Bajo el cielo de París
Caminan los amantes
Su felicidad se construye
Sobre una melodía hecha por ellos




Me despierto con el ruido de un repentino chubasco. Me incorporo en la cama. Mi mujer duerme todavía a mi lado. Suele levantarse más tarde que yo. En un primer momento me siento desubicado. ¿Dónde estoy? Por la ventana, todavía cerrada, se filtra a la habitación algo de luz del amanecer. 

El chubasco parece haber cesado. Me levanto, me pongo una bata y avanzo lentamente hacia la ventana. Pero es una puerta la que abro; detrás hay unas celosías de madera y las abro también. Me asomo a un angosto balcón con rejas de fierro negras y macetas de geranios rojos. Miro desde allí a la izquierda y a la derecha: veo, de un lado, el Arco del Triunfo. Del otro, la silueta de la Torre Eiffel.

¡Pero claro, estoy en París! ¿Cómo pude dudarlo?

Es otoño, porque los árboles dejan caer sus hojas sobre las aceras y un viento repentino las levanta de tanto en tanto. Recibo un aire fresco sobre el rostro. Algunos transeúntes, abajo, caminan ya con sus paraguas. ¡Formidable! ¡Vivo en París!

Me siento en el balconcito a contemplar el inconfundible paisaje de esta ciudad. El que siempre me fascinó: sus edificios simétricos, todos de la misma altura, sus fachadas elegantes y sobrias, sus grandes bulevares con  aires solemnes, sus vericuetos y callecitas irregulares, sus monumentos y su historia, sus grandes parques que invitan al recogimiento y al silencio, sus museos y sus palacios, la serenidad del Sena discurriendo bajo los puentes de París.

De pronto recuerdo: hoy es domingo y es mi cumpleaños. ¿Cuántos años…? ¡Bah, qué importa! Soy un viejo feliz porque vivo en París. Mi mujer me dice que a ratos parezco llenarme de devaneos pero lo que pasa es que me gusta fabular y a veces me divierte mucho confundir la realidad con la ficción.

Vivo en París hace muchos años. Hace… ¡increíble! ¡Hace como cuarenta años que vivo en París!

Me quedé a vivir aquí porque la ciudad me fascinó. 

Por aquél entonces tenía alrededor de treinta años y estaba embarcado en proyectos de militancia política en uno de los muchos partidos de izquierda que en los setentas del siglo pasado habían surgido en el Perú.

No había hecho otra cosa que militar desde que ingresé a la Universidad Católica para estudiar sociología. Cuando terminé mi carrera, ya trabajaba como redactor jefe de un panfleto de poco tiraje que difundía la ideología del partido. Además comencé a dictar clases en la misma universidad. Como era tan serio y responsable, estaba muy bien considerado como profesor de la Católica.

En esa época todo lo vivía en un clima de militancia. La docencia universitaria también. Un día el decano me llamó para decirme que  había recibido  un ofrecimiento de una beca para estudiar un semestre en la Ecole de Hautes Etudes en Sciences Sociales, de París. Acepté sin muchas ganas pero tampoco me opuse.

Justifiqué mi viaje ante los cuadros dirigentes del partido explicándoles que aprovecharía allí para tomar un curso sobre marxismo contemporáneo. A duras penas aprobaron mi proyecto.

En ese entonces uno dependía enteramente de las decisiones de la dirigencia.

Nunca había salido del Perú y aunque la idea me fue entusiasmando, fue difícil separarme de las tareas que siempre consideraba urgentes donde creía que mi presencia era indispensable.

La estadía en París iba a durar seis meses. Como la escuela quedaba en Boulevard Raspail, conseguí un alojamiento barato –que alcanzaba a pagar con mi beca– en la cercana rue du Bac. Era una hermosa callecita que partía del Pont Royal, atravesaba Boulevard Saint Germain en el cruce con Boulevard Raspail, y terminaba en rue de Sevres.

A los pocos días de llegar me contacté con Miguel, un camarada peruano que estudiaba filosofía en la Sorbona. Lo noté desde el principio bastante crítico frente al partido. Con una fina ironía caricaturizaba los dogmatismos ideológicos y las consignas con las que los cuadros dirigentes nos manejaban a su antojo. Recuerdo que me hablaba de las corrientes marxistas francesas y del pensamiento renovador de Garaudy que, al parecer, apreciaba mucho.

Fue Miguel quien me invitó a pasar la noche vieja y recibir el nuevo año en el alojamiento de un compañero mexicano de su facultad.

Y fue una noche totalmente revolucionaria en mi mente y en mi mundo interior.

El mexicano era un ex militante del Partido Comunista que no cesaba de celebrar su libertad al haber mandado a rodar sus convicciones ideológicas. Vivía con una chica italiana en una buhardilla de un solo ambiente a la que se subía por unas escaleras oscuras de un viejo edificio en la rue Dauphine, casi en la esquina con Boulevard Saint Germain. Nos recibieron amablemente pero se pasaron la noche entera acurrucados en un viejo sillón, acariciándose y hablando en susurros, salvo en los momentos en que sonoras carcajadas celebraban, en la intimidad de su diálogo, alguna ocurrencia de la que nosotros no participábamos.

La italiana había llevado dos amigas. Miguel parecía conocer ya a una de ellas porque la saludó un con sonoro beso y prácticamente no se separó de ella toda la noche.

Francesca, la otra chica, era una romana de veintidós años con una mirada absolutamente cautivadora, enmarcada en unas cejas oscuras. Vestía unos pantalones muy ajustados y una chompa elegante de cachemir que resaltaba sus pechos generosos. Una larga cabellera rubia le caía sobre las espaldas y tenía unos dedos largos con las uñas pintadas de un rojo muy fuerte.

Pasamos una noche deliciosa. Brindamos todos con champagne, tan abundante que nos llegó a emborrachar, lo que aumentó el clima de euforia. Recuerdo que en los primeros brindis todavía sentía un incómodo cosquilleo interior, como si estuviese traicionando las consignas que había recibido en el partido, pero pronto los efluvios de las copas que iban y venían y sobre todo la mirada de Francesca disolvió todo resquemor.

Poco antes de medianoche el mexicano sacó serpentinas, pica-pica y algunos globos y, por supuesto, más champagne. A las doce en punto hubo gritos de bienvenida al nuevo año y Francesca y yo nos besamos en la boca con una sensualidad que no había conocido en otros encuentros en Lima. 

Debo confesarlo, mi vida sentimental y sexual en Lima había sido absolutamente desprovista de todo encanto, porque la militancia absorbía mi vida entera y por aquél entonces una relación amorosa era considerada como una concesión pequeño-burguesa poco digna de los que abrazábamos la causa de la revolución con verdadero fervor.

Francesca y yo nos seguimos viendo en los días siguientes.

Antes de una semana yo ya había decidido abandonar las consignas partidarias y quedarme a vivir para siempre en París.

Supe por cartas de algunos amigos que en Lima me habían llamado vil traidor a la causa, pero a esas alturas poco me importaba lo que pudiesen opinar de mí.

            Desde entonces vivo en París. No hay otra ciudad en el mundo que me cautive tanto como esta, y le debo, nada menos, el haberme hecho recuperar mi libertad, hipotecada a una causa revolucionaria que poco a poco, con sus formulaciones idealistas y dogmáticas, había ido carcomiendo mi vida y mi sentido de libertad y autonomía.

Francesca volvió a Roma al finalizar el invierno, pero en la primavera yo había conocido, en la Maison de France, donde trabajaba desde marzo, a Madeleine, una marsellesa encantadora de veinticinco años, hija de un acaudalado comerciante de telas.

Me instalé en su departamento de la rue Vavin, una romántica callecita que unía Notre Dame des Champs con Boulevard Montparnasse: un lugar de ensueño. Recuerdo que todas las noches paseábamos por las calles por las que antes habían transitado tantos escritores y pintores famosos –Apollinaire, Modigliani, Breton, Cocteau-. Luego, antes de caer rendidos, teníamos un sexo desbordante de pasión. Madeleine reía sin parar mientras se movía como si estuviese electrizada. Era como si confundiera sus orgasmos con mil cosquilleos por todo el cuerpo. Me trasmitía una vida que nunca antes había conocido.

Un día me alegré al recibir una carta de mi viejo que desde Lima me felicitaba por mi decisión de quedarme en París. “Aprovecha la vida, hijo, que se va rápido, muy rápido”.

Pero a mis treintaitantos años me parecía que tenía todavía mucho por delante. 



  
¿Fue así o fue de otra manera?

No, a esa edad no vine a París ni mucho menos me quedé a vivir aquí.

Ahora lo pienso de otra manera. 

La realidad fue otra: nunca estudié sociología ni milité en partidos de izquierda. Me gradué de psicólogo clínico y después me formé como psicoanalista.

Y fue mucho después, a mis cuarentaicinco años, cuando vine a esta ciudad y me quedé para siempre a vivir en ella.

En esa ocasión llegué a Europa para asistir a un Congreso Internacional de Psicoanálisis en Ginebra. Dispuse el viaje para quedarme previamente una semana en París. Aterricé en el nuevo aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle, bastante alegre porque en el viaje me había tomado no sé cuántas copas de vino y creo que también otros tragos que ofrecían las aeromozas.

Cuando el autobús que me llevaba entró por los anchos Campos Elíseos, y contemplé, al fondo, el Arco del Triunfo, me sentí trasportado desde el primer momento a una vivencia mágica con una emoción que me desbordaba.

Un amigo del colegio, radicado desde años atrás en esta ciudad, me había ofrecido alojamiento para ahorrarme el gasto de hotel, de modo que enrumbé hacía la dirección que tenía apuntada en un papelito: 11 rue de Rennes. Me asombré que no quedaba tan lejos de rue du Bac, y me pasé varios días preguntándome cuándo había transitado por esa calle y por qué su nombre me resultaba tan familiar.

Era para entonces un psicoanalista que ejercía su oficio en un consultorio sobre el malecón de Barranco y había suspendido mi consulta por escasas dos semanas para asistir al congreso en Ginebra y aprovechar el viaje para visitar París.

Después de varios fracasos amorosos, vivía solo en el mismo departamento donde tenía mi consultorio. Era amplio y espacioso y los pacientes, al entrar, lo hacían únicamente a la sala y se recostaban en un diván que, desde el piso diez, tenía una magnífica vista al mar. Mi habitación y mi escritorio quedaban totalmente fuera de la vista.

En París, mi amigo de las épocas escolares trabajaba durante el día entero en un proyecto cultural del cual no recuerdo el nombre (tampoco me interesó demasiado). Fue así que desde el primer día dispuse del tiempo entero para mí, porque apenas nos encontrábamos en su departamento por las noches, y esto ni siquiera siempre, porque algunas veces él no aparecía sino hasta uno o dos días después. Supuse que se quedaba con alguna amante pero nunca hablamos del tema.

Era primavera en París. Al tercer día estaba apoyado en las barandas del magnífico puente Alejandro III sobre el Sena mirando el discurrir de las aguas por debajo, y pensando en la fugacidad de la vida. Me sentía trasportado a un mundo mágico en París. La soledad de siempre, de mi departamento barranquino y de mis largas horas de consulta, parecía cosa del olvido, en esa ciudad donde todo lo veía luz y color, quizás porque estaba todavía bajo la impresión de mi visita, esa mañana, al Museo d’Orsay, donde me había quedado fascinado contemplando las obras de Renoir, Degas y los otros impresionistas.

En esos primeros días en París sentí deseos de dedicarme a la literatura. Pensaba ese día en los escritores peruanos que, desde los García Calderón, Francisco y Ventura, hasta Ribeyro, Bryce y el mismo Vargas Llosa, habían sentido una particular inspiración en esta ciudad. Me preguntaba por qué yo también, en esta nueva visita, me sentía tan conmovido, como si cada rincón me inspirase un estado de ánimo distinto. A veces era una serenidad casi nirvánica. Otras, una euforia incontenible. Las más de las veces una extraña melancolía, como si cada calle que recorría me fuese ya conocida, un deja vu que me estremecía por dentro.

Al tercer día estaba sumido en esas andanzas interiores, contemplando la majestuosidad de la Torre Eiffel desde el Palacio Chaillot, medio confundido y pensando en los secretos aún desconocidos para mí que esta ciudad escondía, cuando una chica en pantalones y una blusa que tenía el primer botón desabrochado y dejaba ver el contorno de sus pechos se me acercó, y al verme fumar,  me preguntó en francés si tenía un cigarro para invitarle. La miré a los ojos. Sus ojos me miraron. Hice un gesto con la mano, llevándomela al bolsillo de mi camisa donde tenía la cajetilla de cigarros y dejando el que tenía encendido colgando en la comisura de mis labios. La mirada que nos dábamos se había entrecruzado con tal fuerza que era imposible despegarla. Con lentitud parecida a la de un mimo saqué un cigarrillo de mi bolsillo y al ver que ella entreabría sus labios se lo coloqué directamente en la boca en un gesto que invitaba ya a un acercamiento mágico y  sorprendente. “Gracias” me dijo sin darse cuenta que respondía en español. Supe en ese mismo momento de dónde era. ¿Mexicana, no?, le pregunté, mientras, sin separar nuestras miradas, le encendía el cigarrillo.

María de los Angeles, Angelina para más brevedad era, según me dijo esa tarde, la hija del embajador mexicano en París. Pasamos juntos el resto del día, en una interminable conversación sobre su vida, sobre mi vida, con una extraña fluidez en la expresión de sentimientos, recuerdos y anhelos, en una comunicación que evocaba a una pareja que baila un tango con una armonía perfecta, llevándose el paso sin el menor traspié.

Acabamos al anochecer en un hotelito de Montparnasse haciendo el amor con fuerza y ternura. Las lágrimas de ambos se confundían con nuestros orgasmos compartidos y una especie de convicción de que nunca más podríamos separarnos nos inundó como una luz intensa que iluminó la oscuridad de esa noche en París.

Al día siguiente ya estaba decidido a quedarme a vivir en París para  siempre.

Nunca asistí al congreso de Ginebra, y encargué a uno de mis colegas de la Sociedad de Psicoanálisis en Lima que telefonee a mis pacientes y me haga el inmenso favor de colocarlos con otros colegas de la Sociedad. Algunos amigos en Lima me telefonearon para decirme que estaba absolutamente loco. Hasta mi antiguo analista me escribió una carta llena de ponderadas reflexiones e impertinentes recuerdos sobre aspectos de mi vida que habíamos revisado en el curso de mi propio proceso psicoanalítico, recordándome que yo era dado a ensueños románticos y a decisiones impulsivas y que por lo tanto debería pensar bien en mis decisiones.

Nada me hizo cambiar en mis propósitos de vivir para siempre en París. Cuando Angelina me presentó pocos días después a sus padres en los salones amplios de la embajada, tuve de parte de ellos la mejor de las acogidas, como si pensaran que un hombre ya maduro, a sus cuarentaicinco años, ayudaría a su hija, que apenas bordeaba la treintena de la vida, a centrarse por fin y a dejar de vagar por toda Europa en busca de inciertas aventuras.
Un año más tarde celebraba mi decisión, porque ya estaba cómodamente instalado en París. 
Mi departamento, es verdad, en la pequeña rue Condé, en la misma esquina con rue Regnard, no era tan amplio como el de Barranco, ni tenía una magnífica vista al mar, pero el encanto del Barrio Latino lo compensaba todo.

Como tenía pocos pacientes, me dediqué a escribir y brotó en mí una inspiración desconocida y una creatividad incesante. Poco después comencé a publicar artículos primero, algunos cuentos cortos después, y finalmente una larga novela.

Cada noche salía a tomar una cerveza en el café Rostand y sentado en una de sus mesitas contemplaba el lento desfilar de los variopintos caminantes de París, sobre el fondo de las rejas negras del Jardin du Luxembourg  y mirando, de vez en cuando, a mi izquierda, el Pantheon.

María de los Angeles me había abandonado pocos meses antes, en pleno verano, tan rápida y fugazmente como apareció en mi vida. Me dejó simplemente una nota con el anuncio de su partida a climas más frescos en los países nórdicos.

Yo estaba solo otra vez. Pero… ¿es posible sentirse solo en París?

Una de esas noches en el café Rostand, me fijé en una mesera nueva. Durante toda la noche ella y yo habíamos cruzado fugaces pero cada vez más repetidas miradas. Era una chica alta, espigada, con unos ojos negros y grandes, y un moño desarreglado que recogía lo que debía ser una larga cabellera. Vestía una falda más bien ajustada y un mandil blanco atado a la cintura. Me llamaba la atención sus movimientos rápidos, casi eléctricos. Cuando, ya casi a medianoche el local estaba  medio vacío, vino hacia mí  como haciendo escala en mi mesa mientras llevaba una bandeja.

-  Est-ce que vous attendez quel qu’un…? Je vous vois si seul…

     La chica curiosa, pensaba que alguien me había dejado plantado.

      Le contesté mirándola fijamente:

     - Et bien Madmoiselle, c'est à vous que j'attends.

     Como había ya muy pocos clientes, me respondió con una generosa sonrisa y se sentó en mi mesa.       
    
   Y de esa manera Margueritte y yo iniciamos una entusiasta relación que duraría varios meses.

Pero lo más importante de todo era, sin lugar a dudas, vivir en París. Finalmente lo había conseguido.   



Pero… ¿qué digo? Ahora se me ocurre que no fue así.

No, no me quedé a vivir en París a mis treinta años, ni tampoco a mis cuarentaitrés, ni conocía a ninguna María de los Angeles, ni a Madeleine, ni a Francesca, ni a Margueritte.

Fue mucho antes que me quedé a vivir en París.

Por eso rue du Bac era un deja vu. Algo que en alguna época había vivido. Lo recordé una noche cuando, bastante borracho, regresaba a mi pequeño departamento en rue St. Séverin, una callecita encantadora que partía del Boulevard Saint Michael, entre Quai des Grands Agustins y el Museo de Cluny.

Me detuve en uno de los cafés de Saint Michael para tomarme una última copa de vino. Estaba sentado frente a una pequeña mesita redonda, observando cautivado el desfile interminable de mujeres hermosas de largas cabelleras y espigados tacos que producían un particular toc-toc acompasado y casi melódico sobre las aceras.

A mi lado, muy junto a mí, como sucede en los cafés parisinos, una pareja susurraba sus amores en la mesita vecina. No podía dejar de echar una mirada, con un mal disimulado interés, a la sonrisa cautivadora de la chica. En un momento dado ella dijo a su eventual acompañante:

-Mais oui, tu le sais bien, j’habite á la rue du Bac.   

Y entonces recordé por qué rue du Bac era un deja vu.

Era allí donde yo había vivido cuando llegué a París por primera vez, a mis veintiseis años.

Un par de años antes me había casado en Lima con una chica que conocía desde las épocas colegiales, y con quien habíamos mantenido una cierta relación en la universidad. Ella estudiaba artes en la Católica y yo había comenzado a estudiar filosofía pero pronto me había decepcionado de la carrera –en realidad saqué pésimas notas en el primer año y descubrí que no me interesaba ni siquiera asistir a las clases.

Entonces engañé a mis padres y usé el dinero que me daban para la universidad y me matriculé en la Alianza Francesa para estudiar francés. Y también para darme una buena vida en Lima con el dinero sobrante. No recuerdo por qué elegí estudiar francés, cuando el inglés me hubiese sido de mucha más utilidad. Pero en fin, así he sido siempre, un sujeto que hace las cosas sin pensarlas.

Volví a encontrarme con Lucila –así se llamaba mi enamorada por temporadas– en un verano caluroso bajo una sombrilla de El Silencio, una encantadora playa del sur, entonces de moda, tomando cervezas y escuchando música a todo volumen, con un grupo grande de amigos y amigas. Como había ocurrido en otras ocasiones, sólo el hecho de encontrarnos casualmente bastó para reiniciar nuestra relación con verdadero furor: nos veíamos todos los días, por las noches hablábamos por teléfono hasta el amanecer y teníamos una dependencia mutua que su familia confundía con -esta vez sí, de todas maneras- un amor absolutamente sólido.

Un día ella me dijo que sus padres querían mandarla a Barcelona a continuar sus estudios de arte, pero que ella ponía sólo una condición: irse conmigo. Y eso sólo se lo permitirían si nos casábamos.

Era una exigencia finalmente comprensible en una familia tradicional limeña. Yo nunca había tenido posturas muy definidas –creo que para nada en la vida, tampoco para el matrimonio– y fue así que antes de pensarlo dos veces estaba ya con un aro matrimonial en el dedo y volando junto con Lucila a Madrid, para instalarnos poco después en Barcelona.

Mi historia viene recién ahora: mientras ella se dedicaba con ahínco al estudio del arte en el Instituto Joan Miró de esa ciudad, yo conocí, un día que me tomaba unas cervezas en un bar de las Ramblas, a Solange, una deliciosa francesita que no hablaba nada de castellano.

De algo me servirán mis estudios en la Alianza Francesa, pensé. Y sin más trámite inicié con ella una fluida conversación. Terminé ofreciéndome a ser su guía turístico –inventaba la mayor parte de mis explicaciones, porque todavía conocía muy poco la ciudad.

Por supuesto que a los dos días los afanes de excursionistas por los principales atractivos de Barcelona habían declinado enormemente en su interés (y en el mío), y terminamos teniendo sexo no una sino varias veces en su cuarto de hotel.

Siempre he sido un soñador empedernido y un irresponsable contumaz y por eso cuando Solange me propuso que le tocaba ahora a ella enseñarme París, no dudé un instante y dejándole una escueta nota a Lucila, partí con mi francesita en un tren rápido a París. Solange era una chica extraña. No me había dicho para nada que en París tenía novio y vivía con él en una buhardilla cerca de la Gare du Nord. Recién entonces me di cuenta de mi locura, porque además no tenía dinero ni para sobrevivir una semana. Pensé que tendría que regresar cuanto antes a Barcelona, donde los papás de Lucila nos mandaban una generosa mensualidad.

Pero por supuesto cuando Lucila se enteró de mi paradero me mandó a rodar y no quiso saber más de mí.

Sin embargo a los dos o tres días me di cuenta que estaba obsesivamente enamorado de la ciudad. No podía creer lo que veían mis ojos. Las pequeñas callecitas se abrían de pronto a enormes espacios, anchos bulevares que nunca había visto en otras ciudades. Era como si mis propios espacios interiores respiraran también aires más puros y libres. Lo sentí especialmente cuando recorrí los Jardines de las Tullerías. En medio de la bulliciosa ciudad, encontré en ellos una paz y un silencio conventual. Me quedé no sé cuánto tiempo sentado junto a su hermosa lagunita redonda, al lado de otros meditabundos parisinos, fumando un cigarro tras otro. París es una ciudad para quedarme a vivir, pensé sin dudarlo un instante. Solange, finalmente, no se portó tan mal conmigo. Sus papás tenían una Librería en rue du Bac. Me conectó con ellos justo cuando necesitaban un vendedor. Les venía muy bien, además, que fuese bilingüe.

Rue de Bac queda en un lugar magnífico en París. Muy cerca encontré un modesto cuarto y me instalé a vivir allí. Fui durante un tiempo un exitoso vendedor de libros y un amante pertinaz de muchas de mis clientas, de toda edad, y de eventuales contertulias que encontraba, cada noche, en los cafés  que frecuentaba en la vecindad.

Pero yo había conseguido lo que en todos mis veintiséis años anteriores había estado buscando sin saberlo y sin encontrarlo: vivir en París. París será siempre París.  




Sigo sentado en el balconcito de mi cuarto, en este día de mi cumpleaños. Como es domingo, hay poco movimiento en las calles. Un sol otoñal, magnífico abre la mañana con una luminosidad que resalta las sombras proyectadas por la solemnidad del Arco del Triunfo. Me siento feliz de celebrar en París mi cumpleaños. Mi mujer todavía duerme.

Debo confesar que no viví en París desde mis veintiséis años, sino un poquito después, a mis veintiocho años.

Creo que tampoco viví nunca en rue St.Séverin y tampoco fue en un café de Saint Michel donde recordé, finalmente, por qué rue de Bac era un deja vu. En realidad todavía no lo tengo claro.

Y mirando a mi mujer tan plácidamente dormida, me he dado cuenta que mis fantasías me han hecho trampas: ella ha sido el único gran amor de mi vida. Por lo tanto tampoco es cierto que alguna vez me hubiese casado con una enamorada peruana que estudiara arte en Barcelona. Tampoco conocí a Solange, si no es a través del personaje que creó Ribeyro en “La Juventud en la otra ribera”.

Ahora pienso que a mis veintiocho años había acudido a París haciendo una escala para asistir a un Congreso de Medicina en Ámsterdam. Unos pocos años antes había egresado de la Universidad Cayetano Heredia  y trabajaba por aquél entonces médico en el INCOR, el Instituto del Corazón del Hospital Obrero. Debo confesar que a pesar de mi juventud se hablaba de mí como uno de los cardiólogos con más perspectivas y futuro, debido a algunos casos muy complicados de cirugía que practiqué como ayudante del mejor médico del lugar, el Dr. Huaroto. Es que usted tiene una habilidad de manos y un pulso envidiables –me decía.

Convocado el Congreso de Cardiocirugía en Ámsterdam, mi jefe me instó a acompañarlo. Como no tenía dinero, pedí un préstamo al Banco y me lancé a tan preciada aventura científica.

Pero desde niño había escuchado hablar tanto de París a mis padres, que decidí pedir autorización a Huaroto para adelantarme a él y pasar, previamente al Congreso, una semana en París.

Mi jefe era una eminencia en cirugía cardiovascular pero era también un hombre excesivamente tímido y retraído. Tenía una marcada fobia a hablar en público, un verdadero pánico escénico. De modo que habíamos acordado que él diría algunas palabras iniciales y yo continuaría con la exposición que, por lo demás, habíamos preparado juntos, con abundantes filminas. No se había inventado entonces la computadora ni menos el power point

Llegué a París, tal como lo había planeado, una semana antes del Congreso de Ámsterdam. Huaroto nunca había viajado a Europa y estaba tan nervioso que yo lo tranquilicé anunciándole que lo esperaría en el aeropuerto de Schiphol de Ámsterdam para llevarlo directamente al Hotel y Centro de Convenciones donde se celebraría el Congreso.

Ya en París, me alojé en una modesta pensión de rue Bouchardon, muy cerca de Porte St.Denis. En el metro Strasbourg–St.Denis me manejaba como un topo debajo de tierra, a los cuatro puntos cardinales de París. Por supuesto visité los principales lugares turísticos en los primeros dos días: la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, el Louvre  y Los Inválidos.

Pero pronto descubrí el metro que llevaba a la estación del Pigalle. Pasé una noche fabulosa viendo el espectáculo del Moulin Rouge pero sobre todo frecuentando con intensa curiosidad la cantidad de sex-shops que existen en el Bd. Rochechuard.

Al día siguiente –era domingo- estaba resaqueado porque la víspera había tomado más de la cuenta con una chica que conocí en un cabaret. Subí lentamente por las amplias escaleras hacia la Basílica de Sacre Coeur. La vista de París, desde la colina de Montmartre, era extraordinaria en ese día claro de primavera. Caminé hacia la izquierda y encontré la Place du Tertre, un lugar plagado de pintores, artistas y bohemios.

Fue allí que me pasó por mi mente un pensamiento totalmente imprevisto.

De pronto me pregunté si quería pasar el resto de mis días encerrado en un quirófano, manipulando las entrañas de un ser humano en delicadas operaciones. Me vino la idea de que la cirugía era ni más ni menos un oficio gasfiteril. ¿No eran, acaso, las coronarias y las arterias, como cañerías internas del cuerpo humano?

Y fue en Place du Tertre donde decidí que quería vivir en París el resto de mi vida.

Fue como una iluminación repentina, que me hizo recordar la visita que había hecho, la víspera, a la catedral de Notre Dame. Allí, aparte de la imponente belleza de esa magnífica construcción del siglo XII,  me llamó la atención encontrar una placa en el suelo, entrando a la derecha, que decía simplemente: 25 Decembre 1886. Conversion de Paul Claudel. Magnificat.  Pregunté a un guía y me contó que se trataba de un gran poeta francés, ateo y anticlerical, que en esa noche de Navidad, al entrar casualmente a la Catedral y escuchar el canto del Magnificat, sintió una repentina conversión religiosa  y cambió por completo su vida.
            
      Pensé que algo muy parecido era lo que me pasó aquella mañana en Place du Tertre. Una conversión laica. Por mi habilidad de manos, desde chico había tenido afición al dibujo y a la caricatura. Me compré entonces un par de lienzos, unas acuarelas, pinceles  y un caballete. También una boina. Al día siguiente estaba instalado al lado de medio centenar de pintores que colmaban la placita, llena de turistas.

      Como estaba nervioso, al copiar en el lienzo un grabado del Arco del Triunfo los trazos me salieron un tanto desiguales y posiblemente hice una mezcla curiosa de colores. De pronto una señora gorda que evidentemente provenía de Nueva York exclamó, llamando a su marido: Hey Bill, this is an autentic impresionist style!. El gringo sin sacarse el puro de su boca me preguntó sin inmutarse: How much? Quedé momentáneamente paralizado, pero reaccioné y le dije sin dudar: Two hundred dolars.

      Por supuesto que fue un golpe de suerte y no todos los cuadros los vendí tan rápido y a tan buen precio, pero descubrí que lo que quería hacer en la vida era pintar y hacer caricaturas en Place du Tertre. Y así me quedé a vivir en París.

       Tiempo después me enteré que el pobre Dr. Huaroto había tenido un severo pannic attack al llegar a Ámsterdam y no encontrarme ni en el aeropuerto de Schiphol ni mucho menos en el Congreso. Tuvo que ser internado en una clínica y sedado por varios días. Por supuesto que al regresar a Lima firmó mi carta de despido.

      Pero yo me quedé a vivir en París. Vivir en París y ser pintor en París es algo realmente maravilloso. París será siempre París.






Escucho ruidos a mis espaldas, en mi habitación. A ratos he dormitado en el balconcito, arropado por el sol otoñal y el rumor de la ciudad.

            Mi mujer ya se ha levantado. Avanza hacia mí. A su lado está mi hijo llevando una torta de cumpleaños. Nos abrazamos y nos besamos con inmenso amor.
           
–¿Qué tal tu primera noche en París? –me pregunta mi hijo. ¿Dormiste bien? ¿Listo ya para salir a pasear por la ciudad?
           
Entonces sonrío. Siempre he sido impaciente. Pero mi mujer y mi hijo son dormilones, y los domingos aún más. He tenido que salir yo solo, con mi imaginación, a conocer por delante la ciudad. Ahora lo haré con ellos.

          Me siento muy feliz de celebrar mi cumpleaños en París. Mi hijo es un médico reconocido mundialmente por sus investigaciones en enfermedades infecciosas y este año ha sido nombrado para uno de los más altos cargos del Instituto Pasteur de París. Tiene un magnífico departamento sobre Avenue Kléber, cerca de la Embajada peruana, y nos ha invitado a su madre y a mí a pasar unas semanas con él, con mi nuera y mis nietos.

Por supuesto que, ahora sí, me quedaré a vivir en París. 

1 comentario:

  1. E. Montagne, un nombre para recordar... me gustó este relato cúbico. Cuatro historias bien ambientadas en el mágico Paris. Juegos de la imaginación. Me gustaría una justificación al final que enlazara-relacionara en alguna forma las historias.

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