Eduardo Montagne
Dedicado a Nicola:
Hijo y amigo.
En recuerdo de nuestra visita a París
Sous le ciel de Paris
Marchent des amoureux
Leur bonheur se construit
Sur un air fait pour eux
Edith Piaf
Bajo el cielo de París
Caminan los amantes
Su felicidad se construye
Sobre una melodía hecha por ellos
Me
despierto con el ruido de un repentino chubasco. Me incorporo en la cama. Mi
mujer duerme todavía a mi lado. Suele levantarse más tarde que yo. En un primer
momento me siento desubicado. ¿Dónde estoy? Por la ventana, todavía cerrada, se
filtra a la habitación algo de luz del amanecer.
El
chubasco parece haber cesado. Me levanto, me pongo una bata y avanzo lentamente
hacia la ventana. Pero es una puerta la que abro; detrás hay unas celosías de
madera y las abro también. Me asomo a un angosto balcón con rejas de fierro
negras y macetas de geranios rojos. Miro desde allí a la izquierda y a la
derecha: veo, de un lado, el Arco del Triunfo. Del otro, la silueta de la Torre
Eiffel.
¡Pero
claro, estoy en París! ¿Cómo pude dudarlo?
Es
otoño, porque los árboles dejan caer sus hojas sobre las aceras y un viento
repentino las levanta de tanto en tanto. Recibo un aire fresco sobre el rostro.
Algunos transeúntes, abajo, caminan ya con sus paraguas. ¡Formidable! ¡Vivo en
París!
Me
siento en el balconcito a contemplar el inconfundible paisaje de esta ciudad.
El que siempre me fascinó: sus edificios simétricos, todos de la misma altura,
sus fachadas elegantes y sobrias, sus grandes bulevares con aires solemnes, sus vericuetos y callecitas
irregulares, sus monumentos y su historia, sus grandes parques que invitan al
recogimiento y al silencio, sus museos y sus palacios, la serenidad del Sena
discurriendo bajo los puentes de París.
De
pronto recuerdo: hoy es domingo y es mi cumpleaños. ¿Cuántos años…? ¡Bah, qué
importa! Soy un viejo feliz porque vivo en París. Mi mujer me dice que a ratos parezco
llenarme de devaneos pero lo que pasa es que me gusta fabular y a veces me divierte
mucho confundir la realidad con la ficción.
Vivo
en París hace muchos años. Hace… ¡increíble! ¡Hace como cuarenta años que vivo
en París!
Me
quedé a vivir aquí porque la ciudad me fascinó.
Por
aquél entonces tenía alrededor de treinta años y estaba embarcado en proyectos
de militancia política en uno de los muchos partidos de izquierda que en los
setentas del siglo pasado habían surgido en el Perú.
No
había hecho otra cosa que militar desde que ingresé a la Universidad Católica
para estudiar sociología. Cuando terminé mi carrera, ya trabajaba como redactor
jefe de un panfleto de poco tiraje que difundía la ideología del partido.
Además comencé a dictar clases en la misma universidad. Como era tan serio y
responsable, estaba muy bien considerado como profesor de la Católica.
En
esa época todo lo vivía en un clima de militancia. La docencia universitaria
también. Un día el decano me llamó para decirme que había recibido un ofrecimiento de una beca para estudiar un
semestre en la Ecole de Hautes Etudes en Sciences Sociales, de París.
Acepté sin muchas ganas pero tampoco me opuse.
Justifiqué
mi viaje ante los cuadros dirigentes del partido explicándoles que aprovecharía
allí para tomar un curso sobre marxismo contemporáneo. A duras penas aprobaron
mi proyecto.
En
ese entonces uno dependía enteramente de las decisiones de la dirigencia.
Nunca
había salido del Perú y aunque la idea me fue entusiasmando, fue difícil
separarme de las tareas que siempre consideraba urgentes donde creía que mi
presencia era indispensable.
La
estadía en París iba a durar seis meses. Como la escuela quedaba en Boulevard
Raspail, conseguí un alojamiento barato –que alcanzaba a pagar con mi beca–
en la cercana rue du Bac. Era una hermosa callecita que partía del Pont
Royal, atravesaba Boulevard Saint Germain en el cruce con Boulevard
Raspail, y terminaba en rue de Sevres.
A
los pocos días de llegar me contacté con Miguel, un camarada peruano que
estudiaba filosofía en la Sorbona. Lo noté desde el principio bastante crítico
frente al partido. Con una fina ironía caricaturizaba los dogmatismos
ideológicos y las consignas con las que los cuadros dirigentes nos manejaban a
su antojo. Recuerdo que me hablaba de las corrientes marxistas francesas y del
pensamiento renovador de Garaudy que, al parecer, apreciaba mucho.
Fue
Miguel quien me invitó a pasar la noche vieja y recibir el nuevo año en el
alojamiento de un compañero mexicano de su facultad.
Y
fue una noche totalmente revolucionaria en mi mente y en mi mundo interior.
El
mexicano era un ex militante del Partido Comunista que no cesaba de celebrar su
libertad al haber mandado a rodar sus convicciones ideológicas. Vivía con una
chica italiana en una buhardilla de un solo ambiente a la que se subía por unas
escaleras oscuras de un viejo edificio en la rue Dauphine, casi en la
esquina con Boulevard Saint Germain. Nos recibieron amablemente pero se
pasaron la noche entera acurrucados en un viejo sillón, acariciándose y
hablando en susurros, salvo en los momentos en que sonoras carcajadas
celebraban, en la intimidad de su diálogo, alguna ocurrencia de la que nosotros
no participábamos.
La
italiana había llevado dos amigas. Miguel parecía conocer ya a una de ellas
porque la saludó un con sonoro beso y prácticamente no se separó de ella toda
la noche.
Francesca,
la otra chica, era una romana de veintidós años con una mirada absolutamente
cautivadora, enmarcada en unas cejas oscuras. Vestía unos pantalones muy
ajustados y una chompa elegante de cachemir que resaltaba sus pechos generosos.
Una larga cabellera rubia le caía sobre las espaldas y tenía unos dedos largos
con las uñas pintadas de un rojo muy fuerte.
Pasamos
una noche deliciosa. Brindamos todos con champagne, tan abundante que nos llegó
a emborrachar, lo que aumentó el clima de euforia. Recuerdo que en los primeros
brindis todavía sentía un incómodo cosquilleo interior, como si estuviese
traicionando las consignas que había recibido en el partido, pero pronto los
efluvios de las copas que iban y venían y sobre todo la mirada de Francesca
disolvió todo resquemor.
Poco
antes de medianoche el mexicano sacó serpentinas, pica-pica y algunos globos y,
por supuesto, más champagne. A las doce en punto hubo gritos de bienvenida al
nuevo año y Francesca y yo nos besamos en la boca con una sensualidad que no
había conocido en otros encuentros en Lima.
Debo
confesarlo, mi vida sentimental y sexual en Lima había sido absolutamente
desprovista de todo encanto, porque la militancia absorbía mi vida entera y por
aquél entonces una relación amorosa era considerada como una concesión
pequeño-burguesa poco digna de los que abrazábamos la causa de la revolución
con verdadero fervor.
Francesca
y yo nos seguimos viendo en los días siguientes.
Antes
de una semana yo ya había decidido abandonar las consignas partidarias y
quedarme a vivir para siempre en París.
Supe
por cartas de algunos amigos que en Lima me habían llamado vil traidor a la
causa, pero a esas alturas poco me importaba lo que pudiesen opinar de mí.
Desde
entonces vivo en París. No hay otra ciudad en el mundo que me cautive tanto
como esta, y le debo, nada menos, el haberme hecho recuperar mi libertad,
hipotecada a una causa revolucionaria que poco a poco, con sus formulaciones
idealistas y dogmáticas, había ido carcomiendo mi vida y mi sentido de libertad
y autonomía.
Francesca
volvió a Roma al finalizar el invierno, pero en la primavera yo había conocido,
en la Maison de France, donde trabajaba desde marzo, a Madeleine, una
marsellesa encantadora de veinticinco años, hija de un acaudalado comerciante
de telas.
Me
instalé en su departamento de la rue Vavin, una romántica callecita que
unía Notre Dame des Champs con Boulevard Montparnasse: un lugar
de ensueño. Recuerdo que todas las noches paseábamos por las calles por las que
antes habían transitado tantos escritores y pintores famosos –Apollinaire,
Modigliani, Breton, Cocteau-. Luego, antes de caer rendidos, teníamos un sexo
desbordante de pasión. Madeleine reía sin parar mientras se movía como si
estuviese electrizada. Era como si confundiera sus orgasmos con mil cosquilleos
por todo el cuerpo. Me trasmitía una vida que nunca antes había conocido.
Un
día me alegré al recibir una carta de mi viejo que desde Lima me felicitaba por
mi decisión de quedarme en París. “Aprovecha la vida, hijo, que se va rápido, muy
rápido”.
Pero
a mis treintaitantos años me parecía que tenía todavía mucho por delante.
¿Fue
así o fue de otra manera?
No,
a esa edad no vine a París ni mucho menos me quedé a vivir aquí.
Ahora
lo pienso de otra manera.
La
realidad fue otra: nunca estudié sociología ni milité en partidos de izquierda.
Me gradué de psicólogo clínico y después me formé como psicoanalista.
Y
fue mucho después, a mis cuarentaicinco años, cuando vine a esta ciudad y me
quedé para siempre a vivir en ella.
En
esa ocasión llegué a Europa para asistir a un Congreso Internacional de
Psicoanálisis en Ginebra. Dispuse el viaje para quedarme previamente una semana
en París. Aterricé en el nuevo aeropuerto Roissy-Charles de Gaulle, bastante alegre
porque en el viaje me había tomado no sé cuántas copas de vino y creo que
también otros tragos que ofrecían las aeromozas.
Cuando
el autobús que me llevaba entró por los anchos Campos Elíseos, y contemplé, al
fondo, el Arco del Triunfo, me sentí trasportado desde el primer momento a una
vivencia mágica con una emoción que me desbordaba.
Un
amigo del colegio, radicado desde años atrás en esta ciudad, me había ofrecido
alojamiento para ahorrarme el gasto de hotel, de modo que enrumbé hacía la
dirección que tenía apuntada en un papelito: 11 rue de Rennes. Me
asombré que no quedaba tan lejos de rue
du Bac, y me pasé varios días preguntándome cuándo había transitado por esa
calle y por qué su nombre me resultaba tan familiar.
Era
para entonces un psicoanalista que ejercía su oficio en un consultorio sobre el
malecón de Barranco y había suspendido mi consulta por escasas dos semanas para
asistir al congreso en Ginebra y aprovechar el viaje para visitar París.
Después
de varios fracasos amorosos, vivía solo en el mismo departamento donde tenía mi
consultorio. Era amplio y espacioso y los pacientes, al entrar, lo hacían únicamente
a la sala y se recostaban en un diván que, desde el piso diez, tenía una
magnífica vista al mar. Mi habitación y mi escritorio quedaban totalmente fuera
de la vista.
En
París, mi amigo de las épocas escolares trabajaba durante el día entero en un
proyecto cultural del cual no recuerdo el nombre (tampoco me interesó
demasiado). Fue así que desde el primer día dispuse del tiempo entero para mí,
porque apenas nos encontrábamos en su departamento por las noches, y esto ni
siquiera siempre, porque algunas veces él no aparecía sino hasta uno o dos días
después. Supuse que se quedaba con alguna amante pero nunca hablamos del tema.
Era
primavera en París. Al tercer día estaba apoyado en las barandas del magnífico
puente Alejandro III sobre el Sena mirando el discurrir de las aguas por
debajo, y pensando en la fugacidad de la vida. Me sentía trasportado a un mundo
mágico en París. La soledad de siempre, de mi departamento barranquino y de mis
largas horas de consulta, parecía cosa del olvido, en esa ciudad donde todo lo
veía luz y color, quizás porque estaba todavía bajo la impresión de mi visita,
esa mañana, al Museo d’Orsay, donde me había quedado fascinado contemplando las
obras de Renoir, Degas y los otros impresionistas.
En
esos primeros días en París sentí deseos de dedicarme a la literatura. Pensaba
ese día en los escritores peruanos que, desde los García Calderón, Francisco y
Ventura, hasta Ribeyro, Bryce y el mismo Vargas Llosa, habían sentido una
particular inspiración en esta ciudad. Me preguntaba por qué yo también, en
esta nueva visita, me sentía tan conmovido, como si cada rincón me inspirase un
estado de ánimo distinto. A veces era una serenidad casi nirvánica. Otras, una
euforia incontenible. Las más de las veces una extraña melancolía, como si cada
calle que recorría me fuese ya conocida, un deja
vu que me estremecía por dentro.
Al
tercer día estaba sumido en esas andanzas interiores, contemplando la
majestuosidad de la Torre Eiffel desde el Palacio Chaillot, medio confundido y
pensando en los secretos aún desconocidos para mí que esta ciudad escondía,
cuando una chica en pantalones y una blusa que tenía el primer botón desabrochado
y dejaba ver el contorno de sus pechos se me acercó, y al verme fumar, me preguntó en francés si tenía un cigarro
para invitarle. La miré a los ojos. Sus ojos me miraron. Hice un gesto con la
mano, llevándomela al bolsillo de mi camisa donde tenía la cajetilla de
cigarros y dejando el que tenía encendido colgando en la comisura de mis
labios. La mirada que nos dábamos se había entrecruzado con tal fuerza que era
imposible despegarla. Con lentitud parecida a la de un mimo saqué un cigarrillo
de mi bolsillo y al ver que ella entreabría sus labios se lo coloqué
directamente en la boca en un gesto que invitaba ya a un acercamiento mágico y sorprendente. “Gracias” me dijo sin darse
cuenta que respondía en español. Supe en ese mismo momento de dónde era. ¿Mexicana,
no?, le pregunté, mientras, sin separar nuestras miradas, le encendía el
cigarrillo.
María
de los Angeles, Angelina para más brevedad era, según me dijo esa tarde, la
hija del embajador mexicano en París. Pasamos juntos el resto del día, en una interminable
conversación sobre su vida, sobre mi vida, con una extraña fluidez en la
expresión de sentimientos, recuerdos y anhelos, en una comunicación que evocaba
a una pareja que baila un tango con una armonía perfecta, llevándose el paso
sin el menor traspié.
Acabamos
al anochecer en un hotelito de Montparnasse haciendo el amor con fuerza
y ternura. Las lágrimas de ambos se confundían con nuestros orgasmos
compartidos y una especie de convicción de que nunca más podríamos separarnos
nos inundó como una luz intensa que iluminó la oscuridad de esa noche en París.
Al
día siguiente ya estaba decidido a quedarme a vivir en París para siempre.
Nunca
asistí al congreso de Ginebra, y encargué a uno de mis colegas de la Sociedad
de Psicoanálisis en Lima que telefonee a mis pacientes y me haga el inmenso
favor de colocarlos con otros colegas de la Sociedad. Algunos amigos en Lima me
telefonearon para decirme que estaba absolutamente loco. Hasta mi antiguo
analista me escribió una carta llena de ponderadas reflexiones e impertinentes
recuerdos sobre aspectos de mi vida que habíamos revisado en el curso de mi
propio proceso psicoanalítico, recordándome que yo era dado a ensueños
románticos y a decisiones impulsivas y que por lo tanto debería pensar bien en
mis decisiones.
Nada
me hizo cambiar en mis propósitos de vivir para siempre en París. Cuando
Angelina me presentó pocos días después a sus padres en los salones amplios de
la embajada, tuve de parte de ellos la mejor de las acogidas, como si pensaran
que un hombre ya maduro, a sus cuarentaicinco años, ayudaría a su hija, que
apenas bordeaba la treintena de la vida, a centrarse por fin y a dejar de vagar
por toda Europa en busca de inciertas aventuras.
Un año más tarde celebraba mi decisión, porque ya estaba
cómodamente instalado en París.
Mi departamento, es verdad, en la pequeña rue Condé, en la misma esquina con rue Regnard, no era tan amplio como el
de Barranco, ni tenía una magnífica vista al mar, pero el encanto del Barrio
Latino lo compensaba todo.
Como
tenía pocos pacientes, me dediqué a escribir y brotó en mí una inspiración
desconocida y una creatividad incesante. Poco después comencé a publicar
artículos primero, algunos cuentos cortos después, y finalmente una larga
novela.
Cada
noche salía a tomar una cerveza en el café Rostand y sentado en una de sus
mesitas contemplaba el lento desfilar de los variopintos caminantes de París,
sobre el fondo de las rejas negras del Jardin du Luxembourg y mirando, de vez en cuando, a mi izquierda,
el Pantheon.
María
de los Angeles me había abandonado pocos meses antes, en pleno verano, tan
rápida y fugazmente como apareció en mi vida. Me dejó simplemente una nota con
el anuncio de su partida a climas más frescos en los países nórdicos.
Yo
estaba solo otra vez. Pero… ¿es posible sentirse solo en París?
Una
de esas noches en el café Rostand, me fijé en una mesera nueva. Durante toda la
noche ella y yo habíamos cruzado fugaces pero cada vez más repetidas miradas.
Era una chica alta, espigada, con unos ojos negros y grandes, y un moño
desarreglado que recogía lo que debía ser una larga cabellera. Vestía una falda
más bien ajustada y un mandil blanco atado a la cintura. Me llamaba la atención
sus movimientos rápidos, casi eléctricos. Cuando, ya casi a medianoche el local
estaba medio vacío, vino hacia mí como haciendo escala en mi mesa mientras
llevaba una bandeja.
-
Est-ce que vous attendez quel qu’un…? Je vous vois si seul…
La chica curiosa, pensaba que alguien me
había dejado plantado.
Le contesté mirándola fijamente:
- Et bien Madmoiselle, c'est à vous que j'attends.
Como había ya muy pocos clientes, me
respondió con una generosa sonrisa y se sentó en mi mesa.
Y
de esa manera Margueritte y yo iniciamos una entusiasta relación que duraría
varios meses.
Pero
lo más importante de todo era, sin lugar a dudas, vivir en París. Finalmente lo
había conseguido.
Pero…
¿qué digo? Ahora se me ocurre que no fue así.
No,
no me quedé a vivir en París a mis treinta años, ni tampoco a mis cuarentaitrés,
ni conocía a ninguna María de los Angeles, ni a Madeleine, ni a Francesca, ni a
Margueritte.
Fue
mucho antes que me quedé a vivir en París.
Por eso rue du Bac era un deja vu. Algo que en alguna época había vivido. Lo recordé una
noche cuando, bastante borracho, regresaba a mi pequeño departamento en rue
St. Séverin, una callecita encantadora que partía del Boulevard Saint
Michael, entre Quai des Grands Agustins y el Museo de Cluny.
Me
detuve en uno de los cafés de Saint Michael para tomarme una última copa
de vino. Estaba sentado frente a una pequeña mesita redonda, observando
cautivado el desfile interminable de mujeres hermosas de largas cabelleras y
espigados tacos que producían un particular toc-toc acompasado y casi melódico
sobre las aceras.
A
mi lado, muy junto a mí, como sucede en los cafés parisinos, una pareja
susurraba sus amores en la mesita vecina. No podía dejar de echar una mirada,
con un mal disimulado interés, a la sonrisa cautivadora de la chica. En un
momento dado ella dijo a su eventual acompañante:
-Mais oui, tu le sais bien, j’habite á
la rue du Bac.
Y
entonces recordé por qué rue du Bac era un deja vu.
Era
allí donde yo había vivido cuando llegué a París por primera vez, a mis
veintiseis años.
Un
par de años antes me había casado en Lima con una chica que conocía desde las
épocas colegiales, y con quien habíamos mantenido una cierta relación en la
universidad. Ella estudiaba artes en la Católica y yo había comenzado a
estudiar filosofía pero pronto me había decepcionado de la carrera –en realidad
saqué pésimas notas en el primer año y descubrí que no me interesaba ni
siquiera asistir a las clases.
Entonces
engañé a mis padres y usé el dinero que me daban para la universidad y me
matriculé en la Alianza Francesa para estudiar francés. Y también para darme
una buena vida en Lima con el dinero sobrante. No recuerdo por qué elegí estudiar
francés, cuando el inglés me hubiese sido de mucha más utilidad. Pero en fin,
así he sido siempre, un sujeto que hace las cosas sin pensarlas.
Volví
a encontrarme con Lucila –así se llamaba mi enamorada por temporadas– en un
verano caluroso bajo una sombrilla de El Silencio, una encantadora playa del
sur, entonces de moda, tomando cervezas y escuchando música a todo volumen, con
un grupo grande de amigos y amigas. Como había ocurrido en otras ocasiones,
sólo el hecho de encontrarnos casualmente bastó para reiniciar nuestra relación
con verdadero furor: nos veíamos todos los días, por las noches hablábamos por
teléfono hasta el amanecer y teníamos una dependencia mutua que su familia
confundía con -esta vez sí, de todas maneras- un amor absolutamente sólido.
Un
día ella me dijo que sus padres querían mandarla a Barcelona a continuar sus
estudios de arte, pero que ella ponía sólo una condición: irse conmigo. Y eso
sólo se lo permitirían si nos casábamos.
Era
una exigencia finalmente comprensible en una familia tradicional limeña. Yo
nunca había tenido posturas muy definidas –creo que para nada en la vida,
tampoco para el matrimonio– y fue así que antes de pensarlo dos veces estaba ya
con un aro matrimonial en el dedo y volando junto con Lucila a Madrid, para
instalarnos poco después en Barcelona.
Mi
historia viene recién ahora: mientras ella se dedicaba con ahínco al estudio
del arte en el Instituto Joan Miró de esa ciudad, yo conocí, un día que me
tomaba unas cervezas en un bar de las Ramblas, a Solange, una deliciosa
francesita que no hablaba nada de castellano.
De
algo me servirán mis estudios en la Alianza Francesa, pensé. Y sin más trámite
inicié con ella una fluida conversación. Terminé ofreciéndome a ser su guía
turístico –inventaba la mayor parte de mis explicaciones, porque todavía
conocía muy poco la ciudad.
Por
supuesto que a los dos días los afanes de excursionistas por los principales
atractivos de Barcelona habían declinado enormemente en su interés (y en el
mío), y terminamos teniendo sexo no una sino varias veces en su cuarto de
hotel.
Siempre
he sido un soñador empedernido y un irresponsable contumaz y por eso cuando
Solange me propuso que le tocaba ahora a ella enseñarme París, no dudé un
instante y dejándole una escueta nota a Lucila, partí con mi francesita en un
tren rápido a París. Solange era una chica extraña. No me había dicho para
nada que en París tenía novio y vivía con él en una buhardilla cerca de la Gare
du Nord. Recién entonces me di cuenta de mi locura, porque además no tenía
dinero ni para sobrevivir una semana. Pensé que tendría que regresar cuanto
antes a Barcelona, donde los papás de Lucila nos mandaban una generosa mensualidad.
Pero
por supuesto cuando Lucila se enteró de mi paradero me mandó a rodar y no quiso
saber más de mí.
Sin
embargo a los dos o tres días me di cuenta que estaba obsesivamente enamorado de la ciudad. No podía creer lo que veían
mis ojos. Las pequeñas callecitas se abrían de pronto a enormes espacios,
anchos bulevares que nunca había visto en otras ciudades. Era como si mis
propios espacios interiores respiraran también aires más puros y libres. Lo
sentí especialmente cuando recorrí los Jardines de las Tullerías. En medio de
la bulliciosa ciudad, encontré en ellos una paz y un silencio conventual. Me
quedé no sé cuánto tiempo sentado junto a su hermosa lagunita redonda, al lado
de otros meditabundos parisinos, fumando un cigarro tras otro. París es una
ciudad para quedarme a vivir, pensé sin dudarlo un instante. Solange,
finalmente, no se portó tan mal conmigo. Sus papás tenían una Librería en rue
du Bac. Me conectó con ellos justo cuando necesitaban un vendedor. Les
venía muy bien, además, que fuese bilingüe.
Rue
de Bac queda
en un lugar magnífico en París. Muy cerca encontré un modesto cuarto y me
instalé a vivir allí. Fui durante un tiempo un exitoso vendedor de libros y un
amante pertinaz de muchas de mis clientas, de toda edad, y de eventuales contertulias
que encontraba, cada noche, en los cafés
que frecuentaba en la vecindad.
Pero
yo había conseguido lo que en todos mis veintiséis años anteriores había estado
buscando sin saberlo y sin encontrarlo: vivir en París. París será siempre
París.
Sigo
sentado en el balconcito de mi cuarto, en este día de mi cumpleaños. Como es
domingo, hay poco movimiento en las calles. Un sol otoñal, magnífico abre la
mañana con una luminosidad que resalta las sombras proyectadas por la
solemnidad del Arco del Triunfo. Me siento feliz de celebrar en París mi
cumpleaños. Mi mujer todavía duerme.
Debo
confesar que no viví en París desde mis veintiséis años, sino un poquito
después, a mis veintiocho años.
Creo
que tampoco viví nunca en rue St.Séverin y tampoco fue en un café de Saint
Michel donde recordé, finalmente, por qué rue de Bac era un deja vu. En realidad todavía no lo tengo
claro.
Y
mirando a mi mujer tan plácidamente dormida, me he dado cuenta que mis
fantasías me han hecho trampas: ella ha sido el único gran amor de mi vida. Por
lo tanto tampoco es cierto que alguna vez me hubiese casado con una enamorada
peruana que estudiara arte en Barcelona. Tampoco conocí a Solange, si no es a
través del personaje que creó Ribeyro en “La Juventud en la otra ribera”.
Ahora
pienso que a mis veintiocho años había acudido a París haciendo una escala para
asistir a un Congreso de Medicina en Ámsterdam. Unos pocos años antes había
egresado de la Universidad Cayetano Heredia
y trabajaba por aquél entonces médico en el INCOR, el Instituto del
Corazón del Hospital Obrero. Debo confesar que a pesar de mi juventud se
hablaba de mí como uno de los cardiólogos con más perspectivas y futuro, debido
a algunos casos muy complicados de cirugía que practiqué como ayudante del
mejor médico del lugar, el Dr. Huaroto. Es que usted tiene una habilidad de
manos y un pulso envidiables –me decía.
Convocado
el Congreso de Cardiocirugía en Ámsterdam, mi jefe me instó a acompañarlo. Como
no tenía dinero, pedí un préstamo al Banco y me lancé a tan preciada aventura
científica.
Pero
desde niño había escuchado hablar tanto de París a mis padres, que decidí pedir
autorización a Huaroto para adelantarme a él y pasar, previamente al Congreso,
una semana en París.
Mi
jefe era una eminencia en cirugía cardiovascular pero era también un hombre
excesivamente tímido y retraído. Tenía una marcada fobia a hablar en público,
un verdadero pánico escénico. De modo que habíamos acordado que él diría
algunas palabras iniciales y yo continuaría con la exposición que, por lo
demás, habíamos preparado juntos, con abundantes filminas. No se había
inventado entonces la computadora ni menos el power point.
Llegué
a París, tal como lo había planeado, una semana antes del Congreso de
Ámsterdam. Huaroto nunca había viajado a Europa y estaba tan nervioso que yo lo
tranquilicé anunciándole que lo esperaría en el aeropuerto de Schiphol de
Ámsterdam para llevarlo directamente al Hotel y Centro de Convenciones donde se
celebraría el Congreso.
Ya
en París, me alojé en una modesta pensión de rue Bouchardon, muy cerca
de Porte St.Denis. En el metro Strasbourg–St.Denis me manejaba
como un topo debajo de tierra, a los cuatro puntos cardinales de París. Por
supuesto visité los principales lugares turísticos en los primeros dos días: la
Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, el Louvre
y Los Inválidos.
Pero
pronto descubrí el metro que llevaba a la estación del Pigalle. Pasé una noche
fabulosa viendo el espectáculo del Moulin Rouge pero sobre todo
frecuentando con intensa curiosidad la cantidad de sex-shops que existen en el Bd.
Rochechuard.
Al
día siguiente –era domingo- estaba resaqueado porque la víspera había tomado
más de la cuenta con una chica que conocí en un cabaret. Subí lentamente por
las amplias escaleras hacia la Basílica de Sacre Coeur. La vista de
París, desde la colina de Montmartre, era extraordinaria en ese día claro de
primavera. Caminé hacia la izquierda y encontré la Place du Tertre, un
lugar plagado de pintores, artistas y bohemios.
Fue
allí que me pasó por mi mente un pensamiento totalmente imprevisto.
De
pronto me pregunté si quería pasar el resto de mis días encerrado en un
quirófano, manipulando las entrañas de un ser humano en delicadas operaciones.
Me vino la idea de que la cirugía era ni más ni menos un oficio gasfiteril. ¿No
eran, acaso, las coronarias y las arterias, como cañerías internas del cuerpo
humano?
Y
fue en Place du Tertre donde decidí que quería vivir en París el resto
de mi vida.
Fue
como una iluminación repentina, que me hizo recordar la visita que había hecho,
la víspera, a la catedral de Notre Dame. Allí, aparte de la imponente
belleza de esa magnífica construcción del siglo XII, me llamó la atención encontrar una placa en
el suelo, entrando a la derecha, que decía simplemente: 25 Decembre 1886. Conversion de Paul Claudel. Magnificat. Pregunté a un guía y me contó que se trataba
de un gran poeta francés, ateo y anticlerical, que en esa noche de Navidad, al
entrar casualmente a la Catedral y escuchar el canto del Magnificat, sintió una
repentina conversión religiosa y cambió
por completo su vida.
Pensé que algo muy parecido era lo
que me pasó aquella mañana en Place du Tertre. Una conversión laica. Por
mi habilidad de manos, desde chico había tenido afición al dibujo y a la
caricatura. Me compré entonces un par de lienzos, unas acuarelas, pinceles y un caballete. También una boina. Al día
siguiente estaba instalado al lado de medio centenar de pintores que colmaban
la placita, llena de turistas.
Como
estaba nervioso, al copiar en el lienzo un grabado del Arco del Triunfo los
trazos me salieron un tanto desiguales y posiblemente hice una mezcla curiosa
de colores. De pronto una señora gorda que evidentemente provenía de Nueva York
exclamó, llamando a su marido: Hey Bill,
this is an autentic impresionist style!. El gringo sin sacarse el puro de
su boca me preguntó sin inmutarse: How
much? Quedé momentáneamente paralizado, pero reaccioné y le dije sin dudar:
Two hundred dolars.
Por supuesto que fue un golpe de
suerte y no todos los cuadros los vendí tan rápido y a tan buen precio, pero
descubrí que lo que quería hacer en la vida era pintar y hacer caricaturas en Place
du Tertre. Y así me quedé a vivir en París.
Tiempo después me enteré que el
pobre Dr. Huaroto había tenido un severo pannic
attack al llegar a Ámsterdam y no encontrarme ni en el aeropuerto de
Schiphol ni mucho menos en el Congreso. Tuvo que ser internado en una clínica y
sedado por varios días. Por supuesto que al regresar a Lima firmó mi carta de
despido.
Pero yo me quedé a vivir en París.
Vivir en París y ser pintor en París es algo realmente maravilloso. París será
siempre París.
Escucho
ruidos a mis espaldas, en mi habitación. A ratos he dormitado en el balconcito,
arropado por el sol otoñal y el rumor de la ciudad.
Mi mujer ya se ha levantado. Avanza
hacia mí. A su lado está mi hijo llevando una torta de cumpleaños. Nos
abrazamos y nos besamos con inmenso amor.
–¿Qué
tal tu primera noche en París? –me pregunta mi hijo. ¿Dormiste bien? ¿Listo ya
para salir a pasear por la ciudad?
Entonces
sonrío. Siempre he sido impaciente. Pero mi mujer y mi hijo son dormilones, y
los domingos aún más. He tenido que salir yo solo, con mi imaginación, a
conocer por delante la ciudad. Ahora lo haré con ellos.
Me siento muy feliz de celebrar mi
cumpleaños en París. Mi hijo es un médico reconocido mundialmente por sus
investigaciones en enfermedades infecciosas y este año ha sido nombrado para
uno de los más altos cargos del Instituto Pasteur de París. Tiene un magnífico
departamento sobre Avenue Kléber, cerca de la Embajada peruana, y nos ha
invitado a su madre y a mí a pasar unas semanas con él, con mi nuera y mis
nietos.
Por
supuesto que, ahora sí, me quedaré a vivir en París.
E. Montagne, un nombre para recordar... me gustó este relato cúbico. Cuatro historias bien ambientadas en el mágico Paris. Juegos de la imaginación. Me gustaría una justificación al final que enlazara-relacionara en alguna forma las historias.
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