martes, 17 de julio de 2012

La quinta



Eduardo Montagne


Por aquél entonces la quinta era un espacio familiar, en la cuarta cuadra de la calle Bolívar en Miraflores, cerca de la línea de tranvía Lima-Chorrillos, que transitaba por Reducto. No tenía reja de entrada, sino un jardín alargado y estrecho al medio, flanqueado por dos veredas que comunicaban directamente con las seis pequeñas casas, tres a cada lado, en la que nuestras familias vivían desde mucho tiempo atrás, se conocían y saludaban cada vez que se cruzaban entrando o saliendo de la quinta.

            Varios muchachos de la misma edad formábamos una “patota”. Cuatro de nosotros estudiábamos en el colegio Champagnat. El flaco Ortiz y el Pejesapo –nunca supimos por qué tenía ese apodo- estudiaban en el Alfonso Ugarte. 

            En la casa del fondo vivía una anciana a quien casi nunca veíamos porque ya no se levantaba de su cama, acompañada por una hija solterona. Un día, al regresar del colegio, encontramos que nuestros padres estaban agolpados en la puerta de la última casa, fumando y hablando en voz baja. Nos enteramos así que la anciana había fallecido esa tarde de un infarto fulminante y la estaban velando allí mismo, en la pequeña sala de la casa, donde la hija lloraba desconsoladamente. Pocas semanas después del entierro de su madre, la vimos salir cargada de bultos y atados. Se despidió de todos nosotros, contándonos que se mudaba a vivir con una hermana en su tierra natal, Huancayo.

            Y fue entonces, un domingo ya caluroso de las primeras semanas de diciembre, cuando nuestras mamás armaban los nacimientos y nosotros nos esforzábamos en estudiar un poco más que de costumbre para dar los exámenes finales, que un suceso dio inicio a algo que recordaríamos durante mucho tiempo. Estábamos conversando en la vereda de la calle Bolívar, antes de la hora de almuerzo, cuando vimos llegar el carro negro de don Belisario, el taxista que todo Miraflores conocía porque tenía su habitual paradero, junto con otros dos choferes, en la calle Schell, casi en la esquina con la Diagonal. Nos llamaba la atención porque los tres carros negros se estacionaban junto a una columna de cemento que escondía, en una caja superior, cerrada siempre con llave, un teléfono a donde se le podía llamar para pedir una carrera. Ese día el taxi se detuvo en la puerta de la quinta, y vimos que don Belisario abría la maletera, sacaba dos pesadas maletas de cuero, y se las entregaba al pasajero, que ya había bajado del asiento trasero. Cuando pasó a nuestro lado, el pato Martínez se ofreció a cargarle las pesadas valijas, pero como única respuesta nos hizo a todos una ligera venia y avanzó hacia la casa desocupada del fondo de la quinta, con un paso acompasado y lento, erguido y la cabeza muy derecha, como si las maletas no le pesaran nada. Debía tener unos cuarenta años, vestía un terno marrón a cuadritos muy pequeños –luego supimos que el diseño se llamaba ‘Príncipe de Gales’- y una gorrita que bien podía ser una boina, si no fuera por la visera aplastada en la frente, una prenda que nunca habíamos visto.  

                 -Nuestro nuevo vecino parece bastante raro –comentó el negro Benites, el mayor de nosotros- ¡Tenemos que saber quién es!

            Como durante toda la tarde de ese domingo no lo volvimos a ver, y al día siguiente teníamos exámenes finales –al flaco Ortiz se lo jalaron en geografía porque confundió todas las capitales de Europa- no nos pudimos ocupar de nuestro nuevo inquilino hasta el sábado siguiente. Ninguna de nuestras mamás, habitualmente eficaces espías, lo había visto salir, y hasta algunas de ellas creían que la historia de la solemne entrada, el domingo anterior, de ese personaje silencioso vestido de terno, era una fantasía de una acalorada imaginación adolescente. Entonces, para llamar su atención, al pato Martínez se le ocurrió fingir que se tropezaba y caía golpeando la puerta de la casa del fondo, haciendo bastante ruido y quejándose exageradamente del supuesto golpe que se había dado. No hubo respuesta alguna. Debe haber viajado, ya no está aquí, dijo Pepelucho. Pero el negro Benites, que vivía en la casa contigua, afirmó que por las noches escuchaba ruidos de pasos y alguna vez hasta una radio encendida, lo cual nos llenó de una curiosidad aún mucho mayor.

            -¡Ya sé! –dijo el Pejesapo. ¡Busquemos a don Belisario para preguntarle de dónde lo recogió y qué conversaron en el trayecto!

            La idea nos pareció excelente y fuimos en nuestras bicicletas a la calle Schell, donde nuestro amigo taxista esperaba dormitando en su asiento que llegara algún pasajero.

            -¿Qué si me acuerdo de esa carrera? Sí, claro que me acuerdo.

            -Cuéntenos, cuéntenos. ¿De dónde lo recogió?

           -¿Y por qué tanta curiosidad, muchachos? –pareció querer ocultarnos toda información.

            Atropelladamente, hablando todos a la vez, le contamos que había ido a vivir a nuestra quinta y desde el domingo que llegó no había salido de su casa. Eso pareció animarlo a darnos algunos datos, que aumentaron aún más nuestra perplejidad.

            -Un domingo se apareció aquí, en el paradero, me pidió una carrera a San Isidro y me alcanzó un papelito con una dirección. Lo recuerdo bien. Decía solamente: Avenida Dos de Mayo 850, San Isidro. Durante el trayecto lo observé varias veces por el espejo retrovisor y me llamó la atención verlo sentado y rígido como una estatua, sin mirar por la ventana ni moverse para nada.

            -¿Y, y, qué paso? –no podía contener su impaciencia el flaco Ortiz.

            -Llegamos a esa dirección, me pidió que lo espere unos momentos, se bajó, pero en lugar de entrar en esa dirección caminó varios metros a la izquierda. Me llamó la atención y al voltear vi que tocaba el timbre de una casa amurallada. Cuando la puerta se abrió, un mayordomo le alcanzó las dos maletas de cuero. Se volvió a  subir al carro y me entregó otro papelito: calle Bolívar 460, Miraflores.

            -¡Nuestra quinta! –dijo Pepelucho.

            Todos pasamos de año –a cuarto de media- y entre los afanes de los exámenes finales y luego de la Navidad y Año Nuevo, nos olvidamos de nuestro vecino fantasma. Pero en los primeros días enero, en que la flojera nos hacía levantarnos tarde, y el calor nos empujaba a gorrear tranvía para ir a las playas de Chorrillos, volvimos a pasar largas horas en patota. Un día estaba desayunando cuando escuché el silbido típico del Pejesapo en la ventana de mi casa, y golpes insistentes en la puerta. Como me percaté de que se trataba de algo urgente, salí de inmediato y lo vi con su cara pecosa y su brazo extendido señalándome la salida de la quinta, por donde avanzaba, con el mismo paso acompasado y rítmico con el que lo habíamos visto entrar, varias semanas antes, nuestro vecino misterioso, vistiendo el mismo terno y la misma gorrita. Lo seguimos a prudente distancia, emocionados como si fuésemos unos espías. Lo vimos cruzar en la avenida Reducto la línea del tranvía y esperar en el paradero, rígido y sin moverse, la llegada del que iba a Lima.

          Cuando, de regreso en la quinta, convocamos al resto de nuestros amigos para contarles lo que habíamos visto, el negro Benites no cesaba de afirmar no ven, no ven, yo tenía la razón, estaba metido en su casa todo este tiempo.    

No solamente la quinta, sino prácticamente todo Miraflores, en ese año 1961, era un espacio familiar y amigable, donde los muchachos hacíamos mucha vida de barrio, generalmente en las esquinas o en las puertas de los “chinos” -las bodegas que en esa época eran casi todas de ciudadanos orientales que apenas hablaban castellano-. Muchos días salíamos a montar bicicleta por las calles entonces poco transitadas, y solíamos bajar por la avenida Benavides, con sus grandes mansiones estilo Tudor, llegar hasta el Malecón de la Reserva sobre el Club “Terrazas” y terminar en el parque Salazar para ver la puesta del sol, encontrarnos con algunas chicas, y comprar un helado en alguna de las muchas carretillas de D’Onofrio que con sus cornetas convocaban a los golosos clientes. Los domingos íbamos a la matinée del Leuro o del recién inaugurado cine Pacifico, en los que fumábamos sin parar, porque en nuestras casas teníamos prohibido hacerlo. Con frecuencia, en los días calurosos del verano, nos colgábamos de los estribos de los vagones acoplados del tranvía para llegar hasta Chorrillos y pasar un día playero en La Herradura.

            En ese verano en que varios de nosotros comenzábamos a afeitar una incipiente barba y todos hablábamos de las gilas del barrio, nos olvidamos muchos días del vecino misterioso. Pero cuando nos aburríamos en la puerta de la quinta y las horas del día parecían alargarse y no traer ningún entretenimiento, entonces la presencia de ese misterioso señor que ocupaba la casita del fondo, convocaba nuevamente nuestra curiosidad y sentíamos todos una especie de malestar culposo por haber descuidado nuestras pesquisas para saber quién era, de dónde veía, en qué trabajaba, si tenía o no familia. Lo único que habíamos averiguado era su nombre, porque un día el cartero, conocido de todos nosotros, llegó con su enorme bolsón, y dijo que traía una carta para la casa del fondo. Como sabíamos que era flojo y ya caminaba bastante por todo Miraflores, le dijimos que nosotros la pondríamos debajo de la puerta, y de ese modo pudimos leer, emocionados, el nombre del misterioso personaje: Mr. James  Rumsfeld. El descubrimiento nos llenó de emoción pero pasaron algunas semanas más y seguimos con la misma incertidumbre.   
              
-Ya sé –dije uno de esos días-. Vayamos a la dirección que nos dio Belisario, seguro averiguamos algo.

La idea entusiasmó al grupo y ese mismo día, después de almuerzo, partimos en nuestras bicicletas por la avenida Arequipa hacia San Isidro. Nuestra emoción aumentaba a medida que nos acercábamos, y cuando entramos a la avenida Dos de Mayo –un barrio que casi nunca frecuentábamos, donde vivía gente rica en enormes mansiones de amplios jardines delanteros- nos pareció estar a punto de descubrir algo importante. Pedaleando rápidamente, llegamos a la octava cuadra, y al número ocho cincuenta, que recordábamos muy bien. Era una mansión rodeada de jardines y en la puerta vimos una placa que decía: Embajada del Reino Unido.

-¡El Reino Unido es Inglaterra! –exclamó el flaco Ortiz, demostrando que en los cursos de la vacacional ya estaba aprendiendo geografía.

-Sí, pero don Belisario nos dijo que retrocedió dos o tres casas –recordó el pato Martínez.

Encontramos la casa amurallada, algo poco frecuente en esas épocas. Nos quedamos sin saber qué hacer, porque no nos atrevíamos a tocar el timbre. Como era la hora del lonche, pasaba justamente un panadero haciendo sonar su corneta. El negro Benites, que era el mayor de nosotros y el más lanzado, se acercó y le dijo:

-Oye, estamos buscando a un pata y no sabemos cuál es su casa. ¿Quién vive aquí? ¿Sabes?

-Aquí no vive ningún muchacho –respondió el panadero. Sólo un matrimonio de alemanes viejos y sin hijos. Pero hace poco se han ido, creo que han regresado a Alemania. ¿Por qué, ah?   

Nadie le respondió y regresamos pedaleando lentamente a nuestra quinta de Miraflores, un poco silenciosos y meditabundos.

En el resto del verano, cuando hablábamos sobre quién era Mr. James, las opiniones se dividieron. El negro Benites, el Pejesapo y Pepelucho fueron adquiriendo cada vez más la convicción de que en realidad ese era un nombre falso, y que nuestro vecino era un alemán nazi refugiado que se hacía pasar por inglés y vestía como tal. El carácter misterioso y oculto de sus actividades, y el hecho de que no quisiese hablar con nadie ni se le conociesen amigos, reforzaba el hecho de que se trataba de alguien que necesitaba ocultar su verdadera identidad.  Pepelucho, que tenía siempre muy buenas notas en historia, tejió una historia verosímil:

-Este señor debe tener cerca de cuarenta años. Digamos que nació en 1920. Tiene cuarenta años. La guerra empezó el 1939: tenía entonces diecinueve años. Fue miembro de las SS y trabajó en campos de concentración, matando a cientos de judíos en la cámara de gas. En 1945, cuando Alemania fue derrotada, alcanzó a huir. Quizás tenía algún amigo o pariente en Inglaterra, sacó un pasaporte inglés y un nombre falso, y, ¡zas! al Perú. O a algún otro país de Latinoamérica, Argentina quizás, donde fueron muchos nazis. Luego, por algún motivo, se trasladó a Lima.

-¡Claro! Y vive oculto un montón de años en la casa de los alemanes de Dos de Mayo hasta que estos se van del Perú. Entonces viene a vivir a nuestra quinta –conjeturó el Pejesapo.

Pero al pato Martínez, al flaco Ortiz y a mí no nos convencía mucho esa historia tan fantasiosa de tener como vecino a un exmiembro de las SS.

-Parece inglés, viste como inglés, tiene nombre y apellido ingleses… muchachos, ¡entonces es inglés! –afirmó el pato Martínez.

Y así pasaban los meses y el año entero, y así el tiempo de nuestra adolescencia escolar se nos terminaba. Ya estábamos en quinto de media y por largos períodos nos olvidábamos de Mr. Rumsfeld, a quien, por lo demás, veíamos muy poco. En las vacaciones de fiestas patrias de quinto de media, estas son nuestras últimas vacas, muchachos, en próximo verano ¡a prepararnos para la universidad! dijo el Pejesapo, propuse dedicarnos al menos esos quince días a observarlo minuciosamente. Hicimos un plan mucho más detallado que los anteriores, y nos dividimos la tarea: cada uno de nosotros estaría “de guardia” en la puerta de la quinta para chequear sus entradas y salidas. Y además nos turnaríamos para seguirlo a donde fuera. Nos propusimos llevar un registro escrito de todo lo observado y tener una reunión final el diez de agosto, la víspera del inicio del segundo semestre de clases de ese  año 1962, último de colegio.

Ese fue un día memorable por el cruce de informaciones entre nosotros. Supimos entonces la rutina exacta de Mr. James Rumsfeld. Abría la puerta de su casa para salir de la quinta exactamente a las ocho y quince de la mañana. Caminaba, con su particular estilo rítmico y un tanto marcial, hacia el paradero del tranvía. El flaco Ortiz estaba seguro que contaba los pasos al andar. Tomaba el tranvía a las ocho y treinta de la mañana en dirección a Lima. El negro Benites y el pato Martínez se encargaron de seguirlo todos esos días: nos informaron que invariablemente se bajaba en la primera cuadra del  jirón Carabaya, caminaba por la calle de la izquierda y entraba al edificio Rímac. Nunca usaba el ascensor, subía a pie tres pisos y abría con su llave la puerta de lo que aparentemente era una oficina. No volvía a salir hasta las cuatro en punto de la tarde, en que hacía el mismo recorrido de regreso hacia nuestra quinta de la calle Bolívar. Lo que más nos llamó la atención fue que tenía una hora exacta de entrada, diez minutos antes de las cinco de la tarde. Y supimos también que algunas veces que llegó a la esquina de Reducto con Bolívar unos minutos antes, esperaba mirando repetidamente su reloj de bolsillo, para recién avanzar con su rítmico paso y entrar a la quinta a diez para las cinco en punto.

-¡Claro, para tomar  el té de las cinco! –dijo el pato Martínez. Eso es típicamente inglés.  

           Y entonces nosotros tres propusimos otra historia: era un inglés miembro de la Scotland Yard, la famosa policía británica, destacado a la Embajada en Lima para realizar acciones de inteligencia y espionaje y que tenía una muy discreta oficina en el centro de Lima. Seguro había estado viviendo en la misma Embajada del ocho cincuenta de Dos de Mayo, y el día que se tuvo que mudar le pidió al mayordomo vecino que guarde sus maletas, para despistar al taxista.
           
         Se nos vino el fin del año, y las fiestas de promoción y las nuevas enamoradas, y los ingresos en la Universidad. Yo ingresé a Letras de la Católica para estudiar luego Derecho, el pato Martínez se decidió por Veterinaria y el Pejesapo por Medicina y los dos ingresaron a San Marcos, mientras el flaco Ortiz y Pepelucho optaron por la recién inaugurada Universidad de Lima para estudiar Ciencias de la Administración. El negro Benites fue el único que se fue a Estados Unidos, donde vivía su padrino quien le ofreció estudios allí.

         Pasaron los años y nuestras familias se mudaron a otras casas, buscando mayores comodidades que las que brindaba la quinta, nosotros terminamos nuestras carreras y nos casamos y tuvimos hijos, y nos instalamos en barrios nuevos, Chacarilla, La Molina, Camacho.

         Un día que almorzaba con unos clientes en la Tiendecita Blanca para hablar de un contrato importante, sentados en esas mesitas que están en la terraza y dan a la calle, en un instante que miré hacia el cine El Pacífico observé a un señor que miraba insistentemente su reloj, esperando que el semáforo peatonal le permitiera cruzar la calle. Me distraje completamente, porque me pareció reconocerlo. Cuando la luz se puso verde, Mr. James Rumsfeld cruzó la Diagonal, atravesó el trozo del Parque Central entre las dos avenidas, miró nuevamente su reloj para cruzar la avenida Larco, y, doblando hacia la derecha, enfiló, con su rítmico paso, calle abajo. Estaba mucho más encorvado, su paso seguía siendo rítmico pero ahora mucho más lento y vacilante, el terno gastado y la camisa y corbata descuidadas y calzaba unos anteojos a mitad de la nariz. Miré mi reloj: eran las cuatro y veinte de la tarde. Como ya habíamos terminado el almuerzo y los temas que nos convocaban, me despedí de mis clientes aduciendo que tenía que volver al Estudio. Subí a mi flamante BMW y enfilé rápidamente por la Alameda Ricardo Palma, doblé por el Paseo de la República hacia el sur, crucé el congestionado semáforo de la avenida Benavides, y me detuve justo al doblar por la calle Bolívar, a pocos metros de nuestra antigua quinta que aún seguía allí. Estaba muy emocionado y me daba pena que mi antigua patota no estuviese conmigo. A muchos, incluso, no los había vuelto a ver. Miré mi reloj: las cuatro y cuarentaicinco de la tarde. Y entonces lo vi de nuevo, avanzando lentamente, moviendo los brazos como si desfilara, y, estoy seguro, contando sus pasos. Se detuvo un instante, sacó del bolsillo de su chaleco su grueso reloj de bolsillo, esperó unos segundos, y entró con paso solemne a la quinta: eran las cuatro y cincuenta de la tarde de un día invernal y nublado del año dos mil dos. 

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