Eduardo Montagne
Alfonso
había regresado a vivir con su mamá, en esa
casa mesocrática de un solo piso en la calle Colón en
Miraflores, en la que había pasado casi toda su vida, ahora maltratada por el
descuido y hasta por una cierta suciedad. Ese domingo, un poco urgido por
Matilde, esa señora envejecida por las canas y un andar encorvado que
arrastraba el peso de su soledad, Alfonso accedió a salir para dar un paseo.
Desde su regreso, Matilde se preocupaba al verlo todo el día en su cuarto,
rodeado de libros que leía vorazmente durante casi todo el día, o escribiendo
incansablemente. No lo hacía en una computadora, sino en gruesos cuadernos que
numeraba en el lomo con etiquetas pegadas en las que anotaba, con letra
diminuta, títulos provisionales de lo que, esperaba, se convertirían en sus
próximas publicaciones.
-¿No
me enseñas lo que escribes? –le preguntó un día.
-No
mamá, no entenderías nada. Son ensayos filosóficos y análisis de la coyuntura
mundial que escribo para publicaciones europeas. Y también he comenzado a
escribir otra novela.
Pero
en esa ocasión, en un día invernal típicamente limeño, aunque extrañamente
interrumpido por una tímida luminosidad,
Alfonso Valencia
rompió su rutina y sus horarios intocables y salió de casa para dar un paseo.
Era un hombre que bordeaba los cincuenta años de vida, alto y un poco jorobado,
de gruesos lentes a través de los cuales miraba con atención todo a su
alrededor, como tratando de descubrir cualquier detalle que llamase su atención.
Vestía un terno gris algo viejo y una camisa blanca sin corbata, una tenida muy
poco usual para una tarde dominical en la que se cruzaba con transeúntes que en
su mayoría usaban zapatillas y jeans, pero que podía hacerlo parecer como un
intelectual algo descuidado y bohemio.
Enrumbó
por la calle Colón
hasta toparse con la
avenida Benavides. Por el Pasaje Los Pinos llegó a la calle Schell y bordeó
el Parque Kennedy subiendo por la Diagonal. Pensó que hacía un buen tiempo, ya no
recordaba cuánto, no transitaba por esos parajes miraflorinos que de niño había
recorrido de la mano de su mamá y en los que luego había aprendido a montar
bicicleta. Desde luego era otra época, porque ahora encontró mucho ruido de
automóviles y combis que con bocinazos y bruscas maniobras rompían toda la
quietud que él recordaba de sus épocas infantiles. Un desfile interminable de
peatones que se cruzaban en las aceras lo aturdía en su paso meditabundo y
observador. El parque estaba lleno de gatos, lo que le llamó mucho la atención,
porque siempre esos felinos, misteriosos y escurridizos, le habían producido
una sensación de desconfianza y hasta de rechazo.
Al
bordear la rotonda en la que artesanos y mercanchifles ofrecían sus baratijas a
curiosos que desfilaban lentamente mirando los productos extendidos sobre las
mesas, Alfonso sintió de pronto que un hombre mayor volteaba la cabeza y lo
miraba como si lo hubiese reconocido. No hizo caso y al salir de la rotonda,
enfiló nuevamente por la
Diagonal. Muchos pintores exhibían sus cuadros, de dudoso
valor artístico, colocados sobre caballetes en las veredas, frente a los cuales
se agolpaban transeúntes y turistas. Al cruzarse con una pareja que por su
aspecto parecía europea, Alfonso notó también que lo miraban y hasta le hacían
un gesto que parecía ser un saludo o un reconocimiento. No contestó nada, pero
unos pasos más allá, cuando se detuvo a mirar uno de los cuadros que trataba de
representar un paisaje andino, creyó escuchar detrás de sí su nombre: Alfonso, ¿no? Sí, es Alfonso. Volteó
pero solo vio a dos jóvenes que
caminaban fumando y riendo. Seguro que me
están reconociendo, pensó, por un momento complacido, por otro instante
algo fastidiado. Por eso prefiero
quedarme trabajando en casa. No vaya a ser que aparezca un periodista y quiera
entrevistarme. Decidió entonces
cruzar la calle y, en la acera del frente, entrar a tomarse un café en el Haití.
No quiso sentarse en las mesitas que miraban a la vereda, por donde transitaba
incansable un desfile variopinto de personas de toda edad y condición con la
parsimonia de un paseo dominical. Prefirió ocupar una de las mesas en el
interior, pegada a la pared del fondo. Allí sacó con cuidado uno de sus gruesos
cuadernos que escondía apretado con la correa contra su cintura, y que el saco
había ocultado a toda mirada. Tenía una tapa dura y negra, y en él casi
cotidianamente anotaba sus recuerdos y vivencias.
“Primer
paseo por las calles miraflorinas de mi infancia, de mi juventud. Impresiones
variables. Muchos recuerdos de los años tenebrosos de Sendero, cuando era un
peligro salir a la calle, por las bombas que estallaban sorpresivamente y, en
la noche, por el toque de queda. Y sobre todo, recuerdos de las graves
consecuencias que me trajeron todas las investigaciones que publiqué sobre la oscura
personalidad de Abimael Guzmán, ese fanático líder del movimiento terrorista.”
-Madre,
¿tú crees que todavía me recuerdan? –la conversación había sido la víspera del
paseo dominical, en el comedor de la casa de la calle Colón.
-Ya
pasaron muchos años, Alfonso. Olvídate de todo, así como ellos te habrán
olvidado por completo –fue la respuesta con que Matilde intentó
tranquilizarlo-. El tiempo borra todo, Alfonsito, el tiempo… -y suspiró
hondamente.
-¿Tú
crees eso, no? –la pregunta revelaba su propia desconfianza. El exilio al que
me vi forzado fue largo, madre. Felizmente no fue en vano, tuve éxito en
Madrid, una ciudad encantadora, en la que pronto me hallé como en casa.
Matilde
sonrió con ternura. En su vejez, solo encontraba consuelo escuchando las historias de su único hijo.
Una vez más se dispuso, aprovechando esa inusual ruptura de la rutina de
Alfonso, a acoger los relatos interminables de su llegada a Madrid.
-Tuve
la suerte de que el Embajador del Perú en esa época era un antiguo compañero
mío de colegio. No sabes cómo me acogió. Gracias a él fue que conocí y trabé
amistad con Juan Luis
Cebrián , el director del diario “El País”.
Animado
de pronto por esos recuerdos, Alfonso continuó hablando de los años en que colaboró como periodista
de esa prestigiosa publicación, escribiendo una columna diaria sobre sucesos
mundiales que analizaba con precisión y acierto.
-Vivía
a dos calles de la Puerta del Sol, madre, en un ‘piso’ –como se llaman en
Madrid a los departamentos- con todas las comodidades, porque ganaba mucho
dinero en “El País” y también con otros contratos. Y con las novelas que
publiqué en la
editorial Planeta. ¿Las has leído, no?
Y
sin esperar mayor respuesta, Alfonso siguió recordando ese tiempo sin comienzo
ni final en Madrid, los premios literarios que obtuvo y el prestigio creciente
que fue adquiriendo como periodista y escritor.
-Entonces
tú crees que todo valió la pena, ¿no? –preguntó, con un tono vacilante, doña
Matilde.
-Pero
el riesgo de muerte que tuve antes de huir de Lima fue terrible, madre
–contestó Alfonso- ¿Acaso lo has olvidado?
Y a
pesar del consejo materno de echar atrás los malos recuerdos, volvió a revivir
los días y semanas que tuvo que esconderse de los senderistas que no le
perdonaban haber revelado aspectos desconocidos de la vida y del pasado de
Abimael. Y de la decisión final, cuando una bomba estalló muy cerca de su casa,
de auto exilarse, separándose por primera vez de su madre, y partir casi en
secreto a España.
“Sentado
en esta mesita casi escondida del café Haití, todo viene a mi mente, y los
recuerdos me llenan de orgullo por mis contribuciones a la paz en el Perú y,
claro, a la paz del mundo también, porque si triunfaba Sendero hubiese
provocado, sin duda alguna, una conflagración mundial, una invasión del
ejército norteamericano, una intervención de la ONU…”
Alfonso
dejó de escribir abruptamente. El mozo se había acercado para alcanzarle la
segunda taza de café y en el momento que levantó la mirada para agradecerle,
creyó ver, en una mesa al otro extremo del Haití, a dos hombres que lo miraban
de soslayo y murmuraban algo entre ellos. Debe
ser imaginación mía, pura coincidencia, pensó, tranquilizándose. Bebió
lentamente el café caliente y siguió escribiendo en su cuaderno.
“En
esta tarde invernal de Lima he vuelto a pasear por las calles de Miraflores. Me
ha parecido que dos o tres personas me miraban, como si me reconocieran. En un
sentido, me halaga que me reconozcan, comprobando así que mis éxitos literarios
en España han llegado hasta mi patria. Ya me habían contado que varios medios
publicaron las noticias de los premios obtenidos. Y también algunas de mis
columnas de “El País”, y sobre todo diversas fotos mías. La fotografía que más
me halaga es aquella en la que don Juan Carlos, el Rey, me estrecha la mano. Lo recuerdo bien,
fue en una recepción en el Palacio de la Zarzuela en honor del Presidente del
Brasil, cuando visitó Madrid. Fui invitado como analista político de las
relaciones de España con América Latina. En Lima me reconocen, entonces, porque
han visto mis fotos y sin quererlo me he hecho famoso. Debo agradecer estos
gestos de reconocimiento y no ser tan frío y distante, al contrario, acercarme
y agradecerles la gentileza de sus saludos”.
-Entonces,
en un sentido te halaga que te reconozcan, te sientes reconocido no sólo por
las fotos que de ti se hayan publicado, sino por tu obra, ¿no?
Ya
no en el Haití de Miraflores, ni en su casa de la calle Colón sino en
una oficina en Magdalena, escasa de muebles y adornos, la pregunta que Alfonso
escuchó lo ayudó a tranquilizarse. Miró a su interlocutor, un hombre algunos
años mayor que él, que lo acogía siempre con atención y parecía entenderlo
mejor que nadie.
-Claro,
me halaga pero… -y calló.
Unos
cortos minutos de silencio entre los dos. Otra vez los recuerdos de aquél paseo
dominical, esta vez más cercanos.
Alfonso
había pedido la cuenta al mozo del Haití. Nuevamente le pareció que los dos
hombres de la mesa situada cerca de la puerta derecha de la cafetería lo
miraban de soslayo. Pagó y salió por la puerta de la izquierda, que conducía al
cine El Pacífico y que desembocaba en la Alameda Pardo. Una
sensación de inquietud lo invadía por dentro y pensó que dos cafés seguidos
podían haberlo puesto nervioso. En la puerta del cine se exhibían carteles de
la película de esos días: “Los fantasmas del caribe”. Siguió de largo, apurando
el paso. En ese momento se arrepintió de haber dejado su piso madrileño. ¿Para qué diablos regresé a Lima?, se
preguntó, con un tono de molestia consigo mismo. Claro, su madre estaba vieja y
sola, pero de muy poca utilidad podía serle si él mismo se sentía inseguro. Y
mientras pensaba eso, y añoraba la paz y la tranquilidad con la que vivía en
Madrid, dedicado a escribir crónicas y novelas, alcanzó la Alameda y dobló hacia
la derecha, para regresar, esta vez por la avenida Larco , hacia
su casa. En ese momento un hombre de ropas descuidadas y aspecto andino se le
acercó y prácticamente cerrándole el paso, le puso toscamente un billete de
lotería muy cerca de su cara. ‘Padre,
cómprame este billetito, es el número de la suerte’. Alfonso paró en seco y
dio un paso atrás mientras con la mano estirada le indicaba que no quería nada,
que se alejara. El hombre repitió con insistencia: ‘Mira bien, este es el número de la suerte, cómpramelo papá’ mientras
insistía en ponerle el billete ante los ojos. Recién en ese momento Alfonso leyó en el número que el vendedor le
enseñaba: 15092085.
Y
en ese instante se dio cuenta del peligro. Los cuatro primeros números entraron
como flechas en su mirada: quince cero nueve. Ese era el número que colgaron en
el pecho de Abimael Guzmán, luego de su captura, cuando lo exhibieron
impúdicamente, vestido con traje a rayas y encerrado en una jaula. Una
humillación que nunca olvidarían los senderistas. Entonces, como un rayo, el
pensamiento que le vino a la mente lo puso en total alerta: el vendedor de
loterías era uno de ellos, y su misión era matarlo, porque la denigración a Guzmán había comenzado antes de
esa captura, con los escritos de Alfonso desentrañando la historia familiar
secreta del líder.
-Pero
no solo halagos. La muerte estaba allí –dijo Alfonso, con voz queda al hombre
que lo escuchaba con atención, al otro lado de su escritorio-. En ese momento
supe que estaba a punto de ser asesinado.
-¿Solo
ese pensamiento vino a tu mente? ¿No pensaste en las coincidencias que a veces
nos pueden engañar?
-¡Usted
está dudando de mis certezas! –Alfonso pareció enfurecerse ante esa simple
pregunta- ¡No era un vendedor de loterías, era un senderista a punto de
matarme!
En
ese momento Alfonso sintió de pronto que una fuerza desconocida templaba todos
sus músculos. Extendió el brazo con el puño cerrado y golpeó con fuerza el
rostro del hombre que le ofrecía el billete de lotería, que pareció
trastabillar, retrocedió uno o dos pasos y cayó al suelo de espaldas. Alfonso,
mucho más alto y fuerte que él, se acercó y comenzó a patearlo en la cara, en
el estómago, en las rodillas flexionadas del hombre andino que no encontraba la
manera de cubrirse. La furia crecía en la medida que más lo golpeaba. Otra vez
el pensamiento: para qué diablos regresé,
me iban a reconocer, la venganza iba a llegar tarde o temprano. Cuando, no
contento con las patadas, inclinado sobre el hombre, seguía golpeándolo con los
dos puños cerrados, y ya la sangre manchaba sus manos y su terno, sintió que
unos brazos vigorosos lo inmovilizaban retirándolo hacia atrás y un policía se
acercaba corriendo, mientras hacía sonar su silbato.
-No
recuerdo bien qué pasó, pero al rato estaba en la Comisaría de Miraflores y mi
mamá llegaba agitada, llorando, Alfonsito,
otra vez, cómo no has podido controlarte.
-¿Y
qué pensaste al ver a tu madre?
-Calculé
que ella estaba también en peligro, me dio mucho miedo que la busquen para
matarla.
El
interlocutor atento se quitó los anteojos, trató de sonreír, lo miró unos
momentos en silencio.
-Bueno Alfonso , ha sido una
dura experiencia, felizmente la policía ha entendido tu situación y la fiscalía
no va a hacer una denuncia. Te voy a sedar para que descanses. Te vas a quedar
nuevamente internado en el Hospital. Total, el Larco Herrera ya es como tu
casa. Todos te conocen y te quieren.
Alfonso
calló y pareció tranquilizarse. Aquí
estaré más seguro, pensó. El psiquiatra, sacando su recetario, escribió
rápidamente unas palabras, firmó y puso un sello.
-Una
dosis mayor de Halopeidol te ayudará a descansar y los miedos irán
desapareciendo poco a poco. Te veré la próxima semana en este mismo
consultorio.
Tocó
una campanilla y entraron al consultorio dos enfermeros. El doctor les entregó
la receta en la que había anotado: “Paciente Alfonso Valencia : un
nuevo brote psicótico agudo; intensos delirios megalomaníacos y paranoicos.
Mantenerlo vigilado”.
Cuando
el paciente salió con los dos enfermeros no pudo darse cuenta que, sentada en
una banca, al lado izquierdo de la puerta del consultorio, su madre lo miraba
con los ojos humedecidos.
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