martes, 3 de julio de 2012

Un paseo dominical


Eduardo Montagne



Alfonso había regresado a vivir con su mamá, en esa  casa mesocrática de un solo piso en la calle Colón en Miraflores, en la que había pasado casi toda su vida, ahora maltratada por el descuido y hasta por una cierta suciedad. Ese domingo, un poco urgido por Matilde, esa señora envejecida por las canas y un andar encorvado que arrastraba el peso de su soledad, Alfonso accedió a salir para dar un paseo. Desde su regreso, Matilde se preocupaba al verlo todo el día en su cuarto, rodeado de libros que leía vorazmente durante casi todo el día, o escribiendo incansablemente. No lo hacía en una computadora, sino en gruesos cuadernos que numeraba en el lomo con etiquetas pegadas en las que anotaba, con letra diminuta, títulos provisionales de lo que, esperaba, se convertirían en sus próximas publicaciones.

-¿No me enseñas lo que escribes? –le preguntó un día.

-No mamá, no entenderías nada. Son ensayos filosóficos y análisis de la coyuntura mundial que escribo para publicaciones europeas. Y también he comenzado a escribir otra novela.

Pero en esa ocasión, en un día invernal típicamente limeño, aunque extrañamente interrumpido por una tímida luminosidad,  Alfonso Valencia rompió su rutina y sus horarios intocables y salió de casa para dar un paseo. Era un hombre que bordeaba los cincuenta años de vida, alto y un poco jorobado, de gruesos lentes a través de los cuales miraba con atención todo a su alrededor, como tratando de descubrir cualquier detalle que llamase su atención. Vestía un terno gris algo viejo y una camisa blanca sin corbata, una tenida muy poco usual para una tarde dominical en la que se cruzaba con transeúntes que en su mayoría usaban zapatillas y jeans, pero que podía hacerlo parecer como un intelectual algo descuidado y bohemio.   

Enrumbó por la calle Colón hasta toparse con la avenida Benavides. Por el Pasaje Los Pinos llegó a la calle Schell y bordeó el Parque Kennedy subiendo por la Diagonal. Pensó que hacía un buen tiempo, ya no recordaba cuánto, no transitaba por esos parajes miraflorinos que de niño había recorrido de la mano de su mamá y en los que luego había aprendido a montar bicicleta. Desde luego era otra época, porque ahora encontró mucho ruido de automóviles y combis que con bocinazos y bruscas maniobras rompían toda la quietud que él recordaba de sus épocas infantiles. Un desfile interminable de peatones que se cruzaban en las aceras lo aturdía en su paso meditabundo y observador. El parque estaba lleno de gatos, lo que le llamó mucho la atención, porque siempre esos felinos, misteriosos y escurridizos, le habían producido una sensación de desconfianza y hasta de rechazo.

Al bordear la rotonda en la que artesanos y mercanchifles ofrecían sus baratijas a curiosos que desfilaban lentamente mirando los productos extendidos sobre las mesas, Alfonso sintió de pronto que un hombre mayor volteaba la cabeza y lo miraba como si lo hubiese reconocido. No hizo caso y al salir de la rotonda, enfiló nuevamente por la Diagonal. Muchos pintores exhibían sus cuadros, de dudoso valor artístico, colocados sobre caballetes en las veredas, frente a los cuales se agolpaban transeúntes y turistas. Al cruzarse con una pareja que por su aspecto parecía europea, Alfonso notó también que lo miraban y hasta le hacían un gesto que parecía ser un saludo o un reconocimiento. No contestó nada, pero unos pasos más allá, cuando se detuvo a mirar uno de los cuadros que trataba de representar un paisaje andino, creyó escuchar detrás de sí su nombre: Alfonso, ¿no? Sí, es Alfonso. Volteó pero solo vio a dos jóvenes  que caminaban fumando y riendo. Seguro que me están reconociendo, pensó, por un momento complacido, por otro instante algo fastidiado. Por eso prefiero quedarme trabajando en casa. No vaya a ser que aparezca un periodista y quiera entrevistarme. Decidió entonces cruzar la calle y, en la acera del frente, entrar a tomarse un café en el Haití. No quiso sentarse en las mesitas que miraban a la vereda, por donde transitaba incansable un desfile variopinto de personas de toda edad y condición con la parsimonia de un paseo dominical. Prefirió ocupar una de las mesas en el interior, pegada a la pared del fondo. Allí sacó con cuidado uno de sus gruesos cuadernos que escondía apretado con la correa contra su cintura, y que el saco había ocultado a toda mirada. Tenía una tapa dura y negra, y en él casi cotidianamente anotaba sus recuerdos y vivencias.

“Primer paseo por las calles miraflorinas de mi infancia, de mi juventud. Impresiones variables. Muchos recuerdos de los años tenebrosos de Sendero, cuando era un peligro salir a la calle, por las bombas que estallaban sorpresivamente y, en la noche, por el toque de queda. Y sobre todo, recuerdos de las graves consecuencias que me trajeron todas las investigaciones que publiqué sobre la oscura personalidad de Abimael Guzmán, ese fanático líder del movimiento terrorista.”

-Madre, ¿tú crees que todavía me recuerdan? –la conversación había sido la víspera del paseo dominical, en el comedor de la casa de la calle Colón.

-Ya pasaron muchos años, Alfonso. Olvídate de todo, así como ellos te habrán olvidado por completo –fue la respuesta con que Matilde intentó tranquilizarlo-. El tiempo borra todo, Alfonsito, el tiempo… -y suspiró hondamente.

-¿Tú crees eso, no? –la pregunta revelaba su propia desconfianza. El exilio al que me vi forzado fue largo, madre. Felizmente no fue en vano, tuve éxito en Madrid, una ciudad encantadora, en la que pronto me hallé como en casa.

Matilde sonrió con ternura. En su vejez, solo encontraba consuelo  escuchando las historias de su único hijo. Una vez más se dispuso, aprovechando esa inusual ruptura de la rutina de Alfonso, a acoger los relatos interminables de su llegada a Madrid.

-Tuve la suerte de que el Embajador del Perú en esa época era un antiguo compañero mío de colegio. No sabes cómo me acogió. Gracias a él fue que conocí y trabé amistad con Juan Luis Cebrián, el director del diario “El País”.

Animado de pronto por esos recuerdos, Alfonso continuó hablando  de los años en que colaboró como periodista de esa prestigiosa publicación, escribiendo una columna diaria sobre sucesos mundiales que analizaba con precisión y acierto.

-Vivía a dos calles de la Puerta del Sol, madre, en un ‘piso’ –como se llaman en Madrid a los departamentos- con todas las comodidades, porque ganaba mucho dinero en “El País” y también con otros contratos. Y con las novelas que publiqué en la editorial Planeta. ¿Las has leído, no?

Y sin esperar mayor respuesta, Alfonso siguió recordando ese tiempo sin comienzo ni final en Madrid, los premios literarios que obtuvo y el prestigio creciente que fue adquiriendo como periodista y escritor.

-Entonces tú crees que todo valió la pena, ¿no? –preguntó, con un tono vacilante, doña Matilde.

-Pero el riesgo de muerte que tuve antes de huir de Lima fue terrible, madre –contestó Alfonso- ¿Acaso lo has olvidado?

Y a pesar del consejo materno de echar atrás los malos recuerdos, volvió a revivir los días y semanas que tuvo que esconderse de los senderistas que no le perdonaban haber revelado aspectos desconocidos de la vida y del pasado de Abimael. Y de la decisión final, cuando una bomba estalló muy cerca de su casa, de auto exilarse, separándose por primera vez de su madre, y partir casi en secreto a España.   

“Sentado en esta mesita casi escondida del café Haití, todo viene a mi mente, y los recuerdos me llenan de orgullo por mis contribuciones a la paz en el Perú y, claro, a la paz del mundo también, porque si triunfaba Sendero hubiese provocado, sin duda alguna, una conflagración mundial, una invasión del ejército norteamericano, una intervención de la ONU…”

Alfonso dejó de escribir abruptamente. El mozo se había acercado para alcanzarle la segunda taza de café y en el momento que levantó la mirada para agradecerle, creyó ver, en una mesa al otro extremo del Haití, a dos hombres que lo miraban de soslayo y murmuraban algo entre ellos. Debe ser imaginación mía, pura coincidencia, pensó, tranquilizándose. Bebió lentamente el café caliente y siguió escribiendo en su cuaderno.

“En esta tarde invernal de Lima he vuelto a pasear por las calles de Miraflores. Me ha parecido que dos o tres personas me miraban, como si me reconocieran. En un sentido, me halaga que me reconozcan, comprobando así que mis éxitos literarios en España han llegado hasta mi patria. Ya me habían contado que varios medios publicaron las noticias de los premios obtenidos. Y también algunas de mis columnas de “El País”, y sobre todo diversas fotos mías. La fotografía que más me halaga es aquella en la que don Juan Carlos, el Rey, me estrecha la mano. Lo recuerdo bien, fue en una recepción en el Palacio de la Zarzuela en honor del Presidente del Brasil, cuando visitó Madrid. Fui invitado como analista político de las relaciones de España con América Latina. En Lima me reconocen, entonces, porque han visto mis fotos y sin quererlo me he hecho famoso. Debo agradecer estos gestos de reconocimiento y no ser tan frío y distante, al contrario, acercarme y agradecerles la gentileza de sus saludos”.        

-Entonces, en un sentido te halaga que te reconozcan, te sientes reconocido no sólo por las fotos que de ti se hayan publicado, sino por tu obra, ¿no?

Ya no en el Haití de Miraflores, ni en su casa de la calle Colón sino en una oficina en Magdalena, escasa de muebles y adornos, la pregunta que Alfonso escuchó lo ayudó a tranquilizarse. Miró a su interlocutor, un hombre algunos años mayor que él, que lo acogía siempre con atención y parecía entenderlo mejor que nadie.

-Claro, me halaga pero… -y calló.

Unos cortos minutos de silencio entre los dos. Otra vez los recuerdos de aquél paseo dominical, esta vez más cercanos.

Alfonso había pedido la cuenta al mozo del Haití. Nuevamente le pareció que los dos hombres de la mesa situada cerca de la puerta derecha de la cafetería lo miraban de soslayo. Pagó y salió por la puerta de la izquierda, que conducía al cine El Pacífico y que desembocaba en la Alameda Pardo. Una sensación de inquietud lo invadía por dentro y pensó que dos cafés seguidos podían haberlo puesto nervioso. En la puerta del cine se exhibían carteles de la película de esos días: “Los fantasmas del caribe”. Siguió de largo, apurando el paso. En ese momento se arrepintió de haber dejado su piso madrileño. ¿Para qué diablos regresé a Lima?, se preguntó, con un tono de molestia consigo mismo. Claro, su madre estaba vieja y sola, pero de muy poca utilidad podía serle si él mismo se sentía inseguro. Y mientras pensaba eso, y añoraba la paz y la tranquilidad con la que vivía en Madrid, dedicado a escribir crónicas y novelas, alcanzó la Alameda y dobló hacia la derecha, para regresar, esta vez por la avenida Larco, hacia su casa. En ese momento un hombre de ropas descuidadas y aspecto andino se le acercó y prácticamente cerrándole el paso, le puso toscamente un billete de lotería muy cerca de su cara. ‘Padre, cómprame este billetito, es el número de la suerte’. Alfonso paró en seco y dio un paso atrás mientras con la mano estirada le indicaba que no quería nada, que se alejara. El hombre repitió con insistencia: ‘Mira bien, este es el número de la suerte, cómpramelo papá’ mientras insistía en ponerle el billete ante los ojos. Recién en ese momento Alfonso leyó en el número que el vendedor le enseñaba: 15092085.

Y en ese instante se dio cuenta del peligro. Los cuatro primeros números entraron como flechas en su mirada: quince cero nueve. Ese era el número que colgaron en el pecho de Abimael Guzmán, luego de su captura, cuando lo exhibieron impúdicamente, vestido con traje a rayas y encerrado en una jaula. Una humillación que nunca olvidarían los senderistas. Entonces, como un rayo, el pensamiento que le vino a la mente lo puso en total alerta: el vendedor de loterías era uno de ellos, y su misión era matarlo, porque la  denigración a Guzmán había comenzado antes de esa captura, con los escritos de Alfonso desentrañando la historia familiar secreta del líder.

-Pero no solo halagos. La muerte estaba allí –dijo Alfonso, con voz queda al hombre que lo escuchaba con atención, al otro lado de su escritorio-. En ese momento supe que estaba a punto de ser asesinado.

-¿Solo ese pensamiento vino a tu mente? ¿No pensaste en las coincidencias que a veces nos pueden engañar?

-¡Usted está dudando de mis certezas! –Alfonso pareció enfurecerse ante esa simple pregunta- ¡No era un vendedor de loterías, era un senderista a punto de matarme!

En ese momento Alfonso sintió de pronto que una fuerza desconocida templaba todos sus músculos. Extendió el brazo con el puño cerrado y golpeó con fuerza el rostro del hombre que le ofrecía el billete de lotería, que pareció trastabillar, retrocedió uno o dos pasos y cayó al suelo de espaldas. Alfonso, mucho más alto y fuerte que él, se acercó y comenzó a patearlo en la cara, en el estómago, en las rodillas flexionadas del hombre andino que no encontraba la manera de cubrirse. La furia crecía en la medida que más lo golpeaba. Otra vez el pensamiento: para qué diablos regresé, me iban a reconocer, la venganza iba a llegar tarde o temprano. Cuando, no contento con las patadas, inclinado sobre el hombre, seguía golpeándolo con los dos puños cerrados, y ya la sangre manchaba sus manos y su terno, sintió que unos brazos vigorosos lo inmovilizaban retirándolo hacia atrás y un policía se acercaba corriendo, mientras hacía sonar su silbato.

-No recuerdo bien qué pasó, pero al rato estaba en la Comisaría de Miraflores y mi mamá llegaba agitada, llorando, Alfonsito, otra vez, cómo no has podido controlarte.

-¿Y qué pensaste al ver a tu madre?

-Calculé que ella estaba también en peligro, me dio mucho miedo que la busquen para matarla.

El interlocutor atento se quitó los anteojos, trató de sonreír, lo miró unos momentos en silencio.

-Bueno Alfonso, ha sido una dura experiencia, felizmente la policía ha entendido tu situación y la fiscalía no va a hacer una denuncia. Te voy a sedar para que descanses. Te vas a quedar nuevamente internado en el Hospital. Total, el Larco Herrera ya es como tu casa. Todos te conocen y te quieren.

Alfonso calló y pareció tranquilizarse. Aquí estaré más seguro, pensó. El psiquiatra, sacando su recetario, escribió rápidamente unas palabras, firmó y puso un sello.

-Una dosis mayor de Halopeidol te ayudará a descansar y los miedos irán desapareciendo poco a poco. Te veré la próxima semana en este mismo consultorio.

Tocó una campanilla y entraron al consultorio dos enfermeros. El doctor les entregó la receta en la que había anotado: “Paciente Alfonso Valencia: un nuevo brote psicótico agudo; intensos delirios megalomaníacos y paranoicos. Mantenerlo vigilado”.

Cuando el paciente salió con los dos enfermeros no pudo darse cuenta que, sentada en una banca, al lado izquierdo de la puerta del consultorio, su madre lo miraba con los ojos humedecidos.

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