Clara Pawlikowski
Después
de misa me tiré en la hamaca con los periódicos esperando el medio día para
almorzar con la familia de mi hermana Celia.
Para
ir a su casa tomé la ruta que uso los domingos, no hay otra mientras la Avenida
Arequipa permanezca cerrada para los deportistas. La Avenida Javier Prado
estaba congestionada. Todos manejaban fascinados tocando sus bocinas sin
motivo, querían lucir sus autos aunque sea por ese día para hacer las
morisquetas consabidas a sus madres. A modo de limpiar el óxido que dejaron
durante el año.
El
almuerzo era en el departamento de Miguel, el hijo menor de mi hermana. Debo
añadir algunos datos para que ustedes comprendan mejor esta historia. Celia vive
en el mismo edificio donde también tienen sus departamentos Miguel y Carmen,
sus hijos. Es un edificio nuevo de esos que actualmente se construyen en serie
y en menos de un año cambian el paisaje del barrio. Tienen pequeños espacios con
dos o tres dormitorios de los que uno tiene que salir de costado.
Mis
relaciones con esta hermana siempre han
sido distantes, no conozco muy bien a su familia. Soy la última de una decena
de hermanos y poco he sabido de los mayores una vez que migraron a Lima.
Celia
me anticipó que Carmen, su hija llegaría tarde porque iban a recoger al hijo de
su pareja internado en un centro de rehabilitación de adictos. No pregunté nada
al respecto por temor a ser tildada de entrometida.
Cuando
entré al baño escuché al guardián del edificio que le reportaba a mi hermana
que la noche anterior habían robado a una vecina, la durmieron, mataron a sus
perros y se llevaron todas sus pertenencias.
─
¿Todo? ─pensé. Me embargó de inmediato una sensación de desconfianza y temor de
dejar mi carro estacionado en la calle durante el almuerzo. Mi hermana no
comentó sobre este incidente y yo hice como sino hubiera escuchado.
Fuimos
las primeras en llegar. Vi numerosos platos de entremeses en la mesita de
centro de la sala.
Miguel
preguntó gritando desde la cocina, tenía la licuadora funcionando preparando pisco
souer:
─
¿Te gusta seco? o ¿le añado azúcar?
Celia
le respondió:
─Acuérdate
que está tu tía Elena ─refiriéndose a mi.
─Claro,
la pregunta iba para las dos.
Miguel
se apareció con dos copas. Mi hermana le dijo:
─Finalmente
¿vas a saludar a tu madre? deja eso ─abriendo los brazos hizo un ademán para que
la salude.
─Si,
si, perdonen, me olvidé que era el día de la madre. Bienvenidas ─y nos abrazó a
las dos.
─Prueben
primero, si no les gusta le añado más azúcar.
Justo en ese momento llegaban Carmen,
Guido, su pareja y el hijo de éste. Yo me quedé mirando largo rato al joven
pero no noté nada anormal.
─Llegamos
a tiempo ─dijeron, señalando las copas llenas.
Luego
de terminar de servir lo que quedaba en la licuadora, Miguel volvió a la cocina
a preparar más pisco souer.
Llegó
mucha gente, saludaban y sin mayores preámbulos se integraban a los grupos y a
las discusiones.
Los
brindis no paraban, se servían los entremeses, algunos cogían
varias galletas en la mano, se colocaban cerros de queso en cada una para
evitar volver tan seguido.
Cuando
la licuadora no funcionaba, el crujir de las galletitas en la boca de los
comensales parecía un concierto de trituradores que amortiguaba la música de los Wachiturros que Miguel
colocó en el mini componente.
El
jovencito, hijo de Guido, se sentó sobre un cojín en el suelo, no participó de
la conversación. Salvo cuando alguien entró y le echó un piropo por lo bien que
se le veía, respondió en tono sarcástico:
─Es
que me bañé hoy.
Llevaba
el pelo largo recogido con una liga a la altura de la nuca. No dejaba de tomar,
en un momento dado lo observé con los ojos entreabiertos hasta que se quedó
dormido.
Con
tanta gente, la pequeña sala se repletó, no quedó espacio. Hablaban a gritos,
el tema era el vóley y las posibilidades de la selección de participar en las
próximas olimpiadas. Habilitaron una laptop con la pantalla del televisor para
ver en directo el partido de Perú con Brasil.
Los que no hablábamos de vóley permanecimos callados.
Casi
todos fumaban, la sala se lleno de humo. El olor fuerte de cebollas fritas al
inicio se fue desvaneciendo para dar paso al del culantro, preparaban arroz con
pollo. Nuestros estómagos languidecían de hambre, eran pasadas las tres de
la tarde.
Después
que tomé del segundo pisco souer entré en una especie de sopor, la cabeza me
daba vueltas, todo lo veía brumoso. En ese momento vi al hijo de Guido vestido
de negro, con pantalones pitillos muy apretados
que dejaban ver los bordes de su
calzoncillo. El cabello lacio tenía flequillos cubriéndole un ojo, llevaba
zapatillas altas a cuadros blanco con negro.
Tenía
un piercing en el labio inferior y cicatrices en las muñecas, lleva puestos los
audífonos de su MP3 y hasta alcancé a escuchar lo que cantaba:
Ahora
te diré lo que he hecho por ti
Cincuenta
mil lágrimas he llorado
Gritando,
engañando y sangrando por ti
Y
aun así tú no me escuchas
Me
estoy hundiendo
Luego
se levantó y acercándose me entregó una tarjeta con un símbolo, era una boca
con la lengua extendida, me dijo que representaba la muerte. Recordé que Gene
Simmons de Kiss acostumbra a realizar esta mueca. Se desabotonó la camisa y distinguí
sus tatuajes.
Claramente
noté que este muchacho fue a la cocina salió
empuñando un cuchillo grande y mirándonos con los ojos desorbitados lo clavó
con fuerza en el centro de un cheescake de fresa, desparramándolo sobre el
mantel y su camisa, el cuchillo quedo fijado a la mesa, balanceándose, al
tiempo que decía:
─No
se engañen, éste es un día de putas.
Todos
nos quedamos en silencio, inmovilizados. Miguel grito:
─
¡Mi mesa!
Su
padre que no dejó de beber desde que llegó, corrió hacia él, enfurecido lo
arrastró al balconcito del comedor. Cogiéndolo del tiro de su pantalón lo lanzó
al vacío. Guido perdió el equilibrio al empujarlo y cayó sobre su hijo.
Me
quedé dormida, nadie se percató.
Sentí
algo helado en la espalda, me pasé la mano y palpé un pedazo pequeño de hielo.
Me desperté. Eran alrededor de las cinco de la tarde. Discretamente me levanté,
alguien había colocado su copa de pisco souer en el borde del espaldar del sofá
donde estuve sentada y se había volcado.
Todos
estaban mirando el partido de vóley Perú-Brasil, comentando las jugadas a voz
en cuello.
Fui
hacia el comedor, ahí estaba un enorme cheescake de fresa. Me acerqué al balcón, miré hacia abajo y no vi
nada extraño. En ese momento, el muchacho salía de la cocina.
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