miércoles, 6 de junio de 2012

Feliz día


Clara Pawlikowski


Después de misa me tiré en la hamaca con los periódicos esperando el medio día para almorzar con la familia de mi hermana Celia.

Para ir a su casa tomé la ruta que uso los domingos, no hay otra mientras la Avenida Arequipa permanezca cerrada para los deportistas. La Avenida Javier Prado estaba congestionada. Todos manejaban fascinados tocando sus bocinas sin motivo, querían lucir sus autos aunque sea por ese día para hacer las morisquetas consabidas a sus madres. A modo de limpiar el óxido que dejaron durante el año.

El almuerzo era en el departamento de Miguel, el hijo menor de mi hermana. Debo añadir algunos datos para que ustedes comprendan mejor esta historia. Celia vive en el mismo edificio donde también tienen sus departamentos Miguel y Carmen, sus hijos. Es un edificio nuevo de esos que actualmente se construyen en serie y en menos de un año cambian el paisaje del barrio. Tienen pequeños espacios con dos o tres dormitorios de los que uno tiene que salir de costado.

Mis relaciones con  esta hermana siempre han sido distantes, no conozco muy bien a su familia. Soy la última de una decena de hermanos y poco he sabido de los mayores una vez que migraron a Lima.

Celia me anticipó que Carmen, su hija llegaría tarde porque iban a recoger al hijo de su pareja internado en un centro de rehabilitación de adictos. No pregunté nada al respecto por temor a ser tildada de entrometida.

Cuando entré al baño escuché al guardián del edificio que le reportaba a mi hermana que la noche anterior habían robado a una vecina, la durmieron, mataron a sus perros y se llevaron todas sus pertenencias.

─ ¿Todo? ─pensé. Me embargó de inmediato una sensación de desconfianza y temor de dejar mi carro estacionado en la calle durante el almuerzo. Mi hermana no comentó sobre este incidente y yo hice como sino hubiera escuchado.

Fuimos las primeras en llegar. Vi numerosos platos de entremeses en la mesita de centro de la sala.

Miguel preguntó gritando desde la cocina, tenía la licuadora funcionando preparando pisco souer:

─ ¿Te gusta seco? o ¿le añado azúcar?

Celia le respondió:

─Acuérdate que está tu tía Elena ─refiriéndose a mi.

─Claro, la pregunta iba para las dos.

Miguel se apareció con dos copas. Mi hermana le dijo:

─Finalmente ¿vas a saludar a tu madre? deja eso ─abriendo los brazos hizo un ademán para que la salude.

─Si, si, perdonen, me olvidé que era el día de la madre. Bienvenidas ─y nos abrazó a las dos.

─Prueben primero, si no les gusta le añado más azúcar.

            Justo en ese momento llegaban Carmen, Guido, su pareja y el hijo de éste. Yo me quedé mirando largo rato al joven pero no noté nada anormal.

─Llegamos a tiempo ─dijeron, señalando las copas llenas.

Luego de terminar de servir lo que quedaba en la licuadora, Miguel volvió a la cocina a  preparar más pisco souer.

Llegó mucha gente, saludaban y sin mayores preámbulos se integraban a los grupos y a las discusiones.

Los brindis no  paraban,  se servían los entremeses, algunos cogían varias galletas en la mano, se colocaban cerros de queso en cada una para evitar volver tan seguido.

Cuando la licuadora no funcionaba, el crujir de las galletitas en la boca de los comensales parecía un concierto de trituradores que amortiguaba la música de los Wachiturros que Miguel colocó en el mini componente.

El jovencito, hijo de Guido, se sentó sobre un cojín en el suelo, no participó de la conversación. Salvo cuando alguien entró y le echó un piropo por lo bien que se le veía, respondió en tono sarcástico:

─Es que me bañé hoy.

Llevaba el pelo largo recogido con una liga a la altura de la nuca. No dejaba de tomar, en un momento dado lo observé con los ojos entreabiertos hasta que se quedó dormido.

Con tanta gente, la pequeña sala se repletó, no quedó espacio. Hablaban a gritos, el tema era el vóley y las posibilidades de la selección de participar en las próximas olimpiadas. Habilitaron una laptop con la pantalla del televisor para ver en directo el partido de Perú con  Brasil. Los que no hablábamos de vóley permanecimos callados.

Casi todos fumaban, la sala se lleno de humo. El olor fuerte de cebollas fritas al inicio se fue desvaneciendo para dar paso al del culantro, preparaban arroz con pollo. Nuestros estómagos languidecían de hambre, eran pasadas las tres de la  tarde.

Después que tomé del segundo pisco souer entré en una especie de sopor, la cabeza me daba vueltas, todo lo veía brumoso. En ese momento vi al hijo de Guido vestido de negro, con pantalones pitillos muy apretados  que dejaban ver  los bordes de su calzoncillo. El cabello lacio tenía flequillos cubriéndole un ojo, llevaba zapatillas altas a cuadros blanco con negro.

Tenía un piercing en el labio inferior y cicatrices en las muñecas, lleva puestos los audífonos de su MP3 y hasta alcancé a escuchar lo que cantaba:

Ahora te diré lo que he hecho por ti
Cincuenta mil lágrimas he llorado
Gritando, engañando y sangrando por ti
Y aun así tú no me escuchas
Me estoy hundiendo

Luego se levantó y acercándose me entregó una tarjeta con un símbolo, era una boca con la lengua extendida, me dijo que representaba la muerte. Recordé que Gene Simmons de Kiss acostumbra a realizar esta mueca. Se desabotonó la camisa y distinguí sus tatuajes.

Claramente noté que este muchacho fue a la cocina  salió empuñando un cuchillo grande y mirándonos con los ojos desorbitados lo clavó con fuerza en el centro de un cheescake de fresa, desparramándolo sobre el mantel y su camisa, el cuchillo quedo fijado a la mesa, balanceándose, al tiempo que decía:

─No se engañen, éste es un  día de putas.

Todos nos quedamos en silencio, inmovilizados. Miguel grito:

─ ¡Mi mesa!

Su padre que no dejó de beber desde que llegó, corrió hacia él, enfurecido lo arrastró al balconcito del comedor. Cogiéndolo del tiro de su pantalón lo lanzó al vacío. Guido perdió el equilibrio al empujarlo y cayó sobre su hijo.

Me quedé dormida, nadie se percató.

Sentí algo helado en la espalda, me pasé la mano y palpé un pedazo pequeño de hielo. Me desperté. Eran alrededor de las cinco de la tarde. Discretamente me levanté, alguien había colocado su copa de pisco souer en el borde del espaldar del sofá donde estuve sentada y se había volcado.

Todos estaban mirando el partido de vóley Perú-Brasil, comentando las jugadas a voz en cuello.

Fui hacia el comedor, ahí estaba un enorme cheescake de fresa. Me  acerqué al balcón, miré hacia abajo y no vi nada extraño. En ese momento, el muchacho salía de la cocina.

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