martes, 21 de agosto de 2012

El minuto que se detuvo


Eduardo Montagne


                                                                 Al conductor de aquél automóvil
                                                                                     que vi, este verano,
                                                                                            en la carretera.




El viaje había sido agotador pero con excelentes resultados. En esa madrugada tibia del verano limeño, el vuelo de Iberia había aterrizado en el aeropuerto Jorge Chávez y mientras calmaba su ansiedad por el lento avance del control de pasaportes, Sebastián pensaba que el lunes a primera hora podría mostrar en el estudio, ante los otros abogados, los contratos firmados en Madrid que con tanta urgencia le habían encargado los clientes de Lima. Todo un éxito para el conocido bufete limeño. Pero también todo un éxito para mí, pensaba.

Pero eso sería el lunes. En este amanecer toda su impaciencia era  llegar a ‘Totoritas’ y reunirse con su mujer y su hijo.

Salió del aeropuerto y recogió su camioneta que, cuatro días antes, había dejado en el estacionamiento, ya con la idea de llegar ese sábado y enrumbar directamente a la playa.

La camioneta BMV X 5 que había comprado pocos meses atrás lo llenaba de satisfacción sólo al verla. Sentía una enorme comodidad al manejarla, disfrutaba de sus asientos de cuero, de su delicioso aire acondicionado, de su GPS que le indicaba la ruta, de la música estereofónica con parlantes en toda la cabina, de los sofisticados sistemas de seguridad. Y claro, además era, no tenía por qué ocultarlo, un signo de su ‘status’. A mis cuarenta años recién cumplidos me va muy bien profesionalmente. Me han hecho socio del estudio y mis ingresos han aumentado considerablemente, pensaba mientras salía del aeropuerto. Aparte del departamento en Chacarilla, hemos podido comprar para este verano una hermosa casita en “Totoritas” y yo he cambiado mi Toyota Camry por esa estupenda camioneta.
           
Sebastián enrumbó con impaciencia hacia la playa. No quería llamar por el celular a Adriana, calculando que aún estaría durmiendo.  Amor, qué alegría saber que ya estás en Lima, ven rápido y déjame dormir un ratito más hasta que llegues, se imaginaba su respuesta somnolienta. No vale la pena llamarla para eso, mejor será llegar y despertarla con un beso. Y luego, claro, volar al cuarto de mi hijo Martín, se impacientaba con esos pensamientos.

Tomó la costa verde y, ya en Chorrillos, enrumbó por la avenida Huaylas. Poco más allá pasó rápidamente por el desvío al Club de Villa. ¡Cuántas veces había ido allí  para jugar golf! Adriana no disfrutaba mucho en el club pero lo acompañaba a regañadientes y, sobre todo en los veranos, antes de tener la casa de Totoritas, se reunía con sus amigas en las sombrillas de la playa y tenía temas de conversación para varias horas.

Aceleró porque se dio cuenta que su apuro era en realidad por ver a Martín. ¡Mi hijo! Ese mocosito de cuatro años es mi chochera, se emocionó solo con pensarlo. ¡Cuánto les había costado conseguirlo! Se acordó en ese momento que justamente un día, al salir del club, Adriana le había dicho que ya estaba animada a la fecundación artificial. Seguramente sus amigas la convencieron, pensó en ese momento. Llevaban ya varios años –cinco años, cinco largos años- de casados, y ella no había salido encinta. Y ahora está Martín, esperándome. ¿Cómo no voy a estar impaciente por llegar para apachurrarlo? Sebastián aceleró al tomar la Panamericana Sur. Pagó apresuradamente el peaje en la caseta y siguió su recorrido.

Poco más allá, una fila de carros esperaba para entrar en el local de Ministerio de Trasportes donde se daba el examen de manejo para obtener el brevete. Algún día Martín estará haciendo cola en este lugar. ¡El tiempo que pasa! Le impresionó ese pensamiento. Pasaba tan rápido como su camioneta por la carretera. Debo bajar un poco la velocidad, pensó, estoy manejando demasiado rápido y estoy cansando y con sueño por el viaje desde Madrid.

Pero las preguntas continuaban pasando por la mente de Sebastián ¿Es posible bajar la velocidad con la que trascurre el tiempo? Se sonrió internamente ante esos pensamientos. A su edad sentía que habían pasado muchos años desde que era niño, luego colegial, después universitario en la Católica… pero la vida es larga, pensó, ¡cuánto más me quedará por ver! Y entonces otra vez la evocación de su hijo, del recorrido de su propia vida. El tiempo pasa rápido, lo vería crecer, hacer amigos, enamorar chicas, estudiar una profesión… finalmente irse, separarse de él, hacer su propia vida.
           
Giró hacia la izquierda para pasar a un camión con remolque que avanzaba con mucha lentitud. Aceleró un poco.

Fue en ese momento que apareció a lo lejos por la pista contraria. Tenía las luces encendidas, a pesar que ya era de día. Debe venir de alguna discoteca de Asia, pensó. Se fijó instantáneamente en esos faros que zigzagueaban. En un momento que viró hacia su derecha se dio cuenta que era una camioneta Hummer, pesada como un tanque, pero veloz como un bólido. ¿Estará borracho ese imbécil? Una tenue inquietud le hacía mirar hacia la Hummer pero sin descuidar su rumbo. Ya había comenzado a sobrepasar al camión con sus dos remolques y decidió acelerar, porque de lo contrario hubiese tenido que dar un frenazo para situarse detrás de él. Cuando recién estaba llegando a la altura de la cabina, vio a la Hummer aún más errática en su rumbo. Una tensión de alerta recorrió su cuerpo e instintivamente apretó las manos sobre el timón, acelerando aún más para terminar de pasar el pesado vehículo que parecía avanzar apenas. Un rápido giro de su mirada para no perder de vista a la camioneta en su loca carrera: ya era demasiado tarde. La vio venir, esta vez girando hacia su izquierda, hacia su carril en la pista, hacia él, a toda velocidad. ¿Se puede detener el tiempo, como se detiene una película en DVD para ir a hacer pila, o para contestar una llamada telefónica? Miró con desesperación hacia su derecha. Estaba en ese momento avanzando paralelamente al enorme camión. Imposible girar, evitar lo que era inminente. ¿De cuánto estamos hablando? ¿De un segundo? ¿De unas milésimas de segundo? Los ojos de Sebastián debieron abrirse como los faros de la Hummer y clavarse en ellos al ver el peligro inevitable. El bólido, sin detener para nada su impulso, cruzó la berma central, hundida entre las dos autopistas,  elevó su trompa y cayó sobre la camioneta.

Seguramente el primer registro auditivo que tuvo fue un sonido estremecedor de vidrios rotos, de fierros retorcidos, de llantas reventadas, mientras los tres vehículos avanzaban un trecho más, amalgamados, sin poder separarse: la Hummer asesina, el lujoso BMV X 15 aplastado, y el camión del costado.

¿Se hizo de noche otra vez? No podía ver nada. Apenas pudo escuchar algo en medio de un abismal silencio, una vez que los ruidos se apagaron: una voz ronca que decía ¡Carajo, estos huevones nos jodieron! Pensó seguramente en el chofer del camión que iba a su lado. Trató de moverse. No podía. Debió sentir como si un enorme peso aprisionara sus piernas, su cadera. Ni siquiera un giro, y de  pronto una punzada de dolor. Un líquido caliente en su boca. Tampoco podía mover sus brazos ni llevar la mano hacia sus labios. Será sangre, pensó. No podía moverse, ni ver nada, ni tampoco gritar, porque trató de hacerlo y no le salió ningún sonido. ¿Cuánto duran unos minutos, un solo minuto o tal vez unos segundos, en semejante trance? ¿Estar ahí era como estar en la cárcel, sin poder salir? Y en esos instantes, ¿se puede detener el tiempo? ¿Se puede retroceder, aunque sea un minuto, antes de la embestida, y cambiar así el destino?

Por la mente del abogado, con velocidad de rayo, pasaron seguramente muchas imágenes. Cientos de evocaciones y recuerdos. Se vio de niño montando su primera bicicleta, la que le regaló su papá por su cumpleaños, en el barrio de Jesús María, donde vivían. Una oleada de gratitud hacia sus padres mientras evocaba cómo el viejo tuvo que rajarse para pagarle la universidad con su sueldo escaso que a veces no llegaba a fin de mes. Y de pronto el recuerdo de su primer beso, a sus quince años, en el cine, a Andrea, esa chica del Santa Úrsula de la que se enamoró con la ilusión adolescente. ¿Amaba ahora a Adriana, su mujer? ¡Claro que sí! Y entonces, ¿por qué tanto coqueteo con las secretarias del estudio, con algunas clientas, con cuanta chica encontraba a su paso? ¿Una necesidad de verificar su éxito, también con las mujeres? Y luego el pensamiento dominante: ¡Martín! Habían acudido al ginecólogo, pero Adriana estaba tensa y, en aquellos días, seca y distante con él. El médico les explicó detenidamente el procedimiento. La vida que querían engendrar no sería fruto de un encuentro pasional, sino de un delicado proceso de laboratorio. Sintió ese día y en los siguientes el reproche de Adriana. ¿Y qué diablos puedo hacer yo si mis espermatozoides avanzan lentamente, y además, son escasos?

Ahora sí escuchaba más voces, y ruidos de carros que frenaban y gritos nerviosos: ¡Sáquenlos, están atrapados entre los fierros! ¡Se están muriendo! Y poco después un sonido: la sirena de una ambulancia. Recordó seguramente la ambulancia de Alerta Médica que acudió a examinar a Adriana y al médico que decidió trasladarla a la clínica porque el parto se le adelantaba. Al amanecer del día siguiente ya estaba allí, en la incubadora, esa ratita, tan pequeñito, su hijo Martín.

Al sabor húmedo y tibio de su boca se sumó ahora otro, en sus ojos. Sintió unas lágrimas escurriéndosele por las mejillas. ¿Hay que aceptar lo inevitable? Comenzó a toser suavemente. Como cuando uno tiene un carraspeo y trata de aclarar la voz. ¿Qué voz? Si nadie puede escucharme porque no puedo emitir sonido alguno. El instante de la soledad y del silencio. Recordó la primera imagen que tuvo de Martín en su cunita, aún con los ojos cerrados. Los abriría un día a este mundo y viviría su propia vida. La vida que a él se le escurría a toda velocidad. Silencio. Ya no un hilito, sino una bocanada de sangre por su boca. Silencio total. El tiempo que se detiene. Oscuridad. El minuto que se detuvo para siempre. 

2 comentarios:

  1. Hola me llamo Florencia tengo 17 años y soy de Argentina. A mi corta edad eh desarrollado la loca pasión de leer y escribir historias y una descuidada novela. Escribo esto con la intención de comunicarle lo mucho que me agrado leer su historia, fue fascinante y me atrapo desde el primer párrafo. Debo admitir que una lagrima se asomo a mi mejilla cuando llegue al final, el cual era esperable pero tenia la ilusión de que no sucediera, pude apreciar la calidad con la que se expresaba y lo felicito por haber llenado el corazón de esta joven adolescente de satisfacción. Gracias por enriquecer mi mente y por haberme dado la posibilidad de volar en la maravillosa imaginación que usted me dejo abordar con su interesante y conmovedor cuento. Felicidades y éxitos en esta maravillosa y ardua tarea que es ser escritor.

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  2. Maravilloso relato. Ágil y bien escrito. Al estilo de lo mejor de Cortázar. Soy alumna del Taller de Narrativa y escritora de Durango, Méx. por lo que me permito una sugerencia: Yo quitaría la palabra "Seguramente" las dos veces que aparece. Con ello me parecería perfecto!

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