Al conductor de aquél automóvil
que vi, este verano,
en la carretera.
El viaje había sido agotador pero con
excelentes resultados. En esa madrugada tibia del verano limeño, el vuelo de
Iberia había aterrizado en el aeropuerto Jorge Chávez y mientras calmaba su
ansiedad por el lento avance del control de pasaportes, Sebastián pensaba que
el lunes a primera hora podría mostrar en el estudio, ante los otros abogados,
los contratos firmados en Madrid que con tanta urgencia le habían encargado los
clientes de Lima. Todo un éxito para el conocido bufete limeño. Pero también todo un éxito para mí, pensaba.
Pero eso sería el lunes. En este
amanecer toda su impaciencia era llegar
a ‘Totoritas’ y reunirse con su mujer y su hijo.
Salió del aeropuerto y recogió su camioneta
que, cuatro días antes, había dejado en el estacionamiento, ya con la idea de
llegar ese sábado y enrumbar directamente a la playa.
La camioneta BMV X 5 que había
comprado pocos meses atrás lo llenaba de satisfacción sólo al verla. Sentía una
enorme comodidad al manejarla, disfrutaba de sus asientos de cuero, de su
delicioso aire acondicionado, de su GPS que le indicaba la ruta, de la música
estereofónica con parlantes en toda la cabina, de los sofisticados sistemas de
seguridad. Y claro, además era, no tenía por qué ocultarlo, un signo de su
‘status’. A mis cuarenta años recién
cumplidos me va muy bien profesionalmente. Me han hecho socio del estudio y mis
ingresos han aumentado considerablemente, pensaba mientras salía del
aeropuerto. Aparte del departamento en
Chacarilla, hemos podido comprar para este verano una hermosa casita en “Totoritas”
y yo he cambiado mi Toyota Camry por esa estupenda camioneta.
Sebastián enrumbó con impaciencia hacia
la playa. No quería llamar por el celular a Adriana, calculando que aún estaría
durmiendo. Amor, qué alegría saber que ya estás en Lima, ven rápido y déjame
dormir un ratito más hasta que llegues, se imaginaba su respuesta
somnolienta. No vale la pena llamarla
para eso, mejor será llegar y despertarla con un beso. Y luego, claro, volar al cuarto de mi hijo Martín, se impacientaba
con esos pensamientos.
Tomó la costa verde y, ya en
Chorrillos, enrumbó por la avenida Huaylas. Poco más allá pasó rápidamente por
el desvío al Club de Villa. ¡Cuántas veces había ido allí para jugar golf! Adriana no disfrutaba mucho en
el club pero lo acompañaba a regañadientes y, sobre todo en los veranos, antes
de tener la casa de Totoritas, se reunía con sus amigas en las sombrillas de la
playa y tenía temas de conversación para varias horas.
Aceleró porque se dio cuenta que su
apuro era en realidad por ver a Martín. ¡Mi
hijo! Ese mocosito de cuatro años es
mi chochera, se emocionó solo con pensarlo. ¡Cuánto les había costado
conseguirlo! Se acordó en ese momento que justamente un día, al salir del club,
Adriana le había dicho que ya estaba animada a la fecundación artificial. Seguramente sus amigas la convencieron,
pensó en ese momento. Llevaban ya
varios años –cinco años, cinco largos años- de casados, y ella no había salido encinta.
Y ahora está Martín, esperándome. ¿Cómo
no voy a estar impaciente por llegar para apachurrarlo? Sebastián aceleró
al tomar la Panamericana Sur. Pagó apresuradamente el peaje en la caseta y siguió
su recorrido.
Poco más allá, una fila de carros
esperaba para entrar en el local de Ministerio de Trasportes donde se daba el
examen de manejo para obtener el brevete. Algún
día Martín estará haciendo cola en este lugar. ¡El tiempo que pasa! Le impresionó ese pensamiento. Pasaba tan
rápido como su camioneta por la carretera. Debo
bajar un poco la velocidad, pensó, estoy
manejando demasiado rápido y estoy cansando y con sueño por el viaje desde
Madrid.
Pero las preguntas continuaban pasando
por la mente de Sebastián ¿Es posible bajar la velocidad con la que trascurre
el tiempo? Se sonrió internamente ante esos pensamientos. A su edad sentía que
habían pasado muchos años desde que era niño, luego colegial, después universitario
en la Católica… pero la vida es larga,
pensó, ¡cuánto más me quedará por ver!
Y entonces otra vez la evocación de su hijo, del recorrido de su propia vida.
El tiempo pasa rápido, lo vería crecer, hacer amigos, enamorar chicas, estudiar
una profesión… finalmente irse, separarse de él, hacer su propia vida.
Giró hacia la izquierda para pasar a
un camión con remolque que avanzaba con mucha lentitud. Aceleró un poco.
Fue en ese momento que apareció a lo
lejos por la pista contraria. Tenía las luces encendidas, a pesar que ya era de
día. Debe venir de alguna discoteca de
Asia, pensó. Se fijó instantáneamente en esos faros que zigzagueaban. En un
momento que viró hacia su derecha se dio cuenta que era una camioneta Hummer,
pesada como un tanque, pero veloz como un bólido. ¿Estará borracho ese imbécil? Una tenue inquietud le hacía mirar
hacia la Hummer pero sin descuidar su rumbo. Ya había comenzado a sobrepasar al
camión con sus dos remolques y decidió acelerar, porque de lo contrario hubiese
tenido que dar un frenazo para situarse detrás de él. Cuando recién estaba
llegando a la altura de la cabina, vio a la Hummer aún más errática en su
rumbo. Una tensión de alerta recorrió su cuerpo e instintivamente apretó las
manos sobre el timón, acelerando aún más para terminar de pasar el pesado vehículo
que parecía avanzar apenas. Un rápido giro de su mirada para no perder de vista
a la camioneta en su loca carrera: ya era demasiado tarde. La vio venir, esta
vez girando hacia su izquierda, hacia su carril en la pista, hacia él, a toda
velocidad. ¿Se puede detener el tiempo,
como se detiene una película en DVD para ir a hacer pila, o para contestar una
llamada telefónica? Miró con desesperación hacia su derecha. Estaba en ese
momento avanzando paralelamente al enorme camión. Imposible girar, evitar lo
que era inminente. ¿De cuánto estamos hablando? ¿De un segundo? ¿De unas
milésimas de segundo? Los ojos de Sebastián debieron abrirse como los faros de
la Hummer y clavarse en ellos al ver el peligro inevitable. El bólido, sin detener
para nada su impulso, cruzó la berma central, hundida entre las dos autopistas, elevó su trompa y cayó sobre la camioneta.
Seguramente el primer registro auditivo
que tuvo fue un sonido estremecedor de vidrios rotos, de fierros retorcidos, de
llantas reventadas, mientras los tres vehículos avanzaban un trecho más, amalgamados,
sin poder separarse: la Hummer asesina, el lujoso BMV X 15 aplastado, y el
camión del costado.
¿Se hizo de noche otra vez? No podía
ver nada. Apenas pudo escuchar algo en medio de un abismal silencio, una vez
que los ruidos se apagaron: una voz ronca que decía ¡Carajo, estos huevones nos jodieron! Pensó seguramente en el
chofer del camión que iba a su lado. Trató de moverse. No podía. Debió sentir
como si un enorme peso aprisionara sus piernas, su cadera. Ni siquiera un giro,
y de pronto una punzada de dolor. Un
líquido caliente en su boca. Tampoco podía mover sus brazos ni llevar la mano
hacia sus labios. Será sangre, pensó.
No podía moverse, ni ver nada, ni tampoco gritar, porque trató de hacerlo y no le
salió ningún sonido. ¿Cuánto duran unos minutos, un solo minuto o tal vez unos
segundos, en semejante trance? ¿Estar ahí era como estar en la cárcel, sin
poder salir? Y en esos instantes, ¿se puede detener el tiempo? ¿Se puede
retroceder, aunque sea un minuto, antes de la embestida, y cambiar así el
destino?
Por la mente del abogado, con
velocidad de rayo, pasaron seguramente muchas imágenes. Cientos de evocaciones
y recuerdos. Se vio de niño montando su primera bicicleta, la que le regaló su
papá por su cumpleaños, en el barrio de Jesús María, donde vivían. Una oleada
de gratitud hacia sus padres mientras evocaba cómo el viejo tuvo que rajarse
para pagarle la universidad con su sueldo escaso que a veces no llegaba a fin
de mes. Y de pronto el recuerdo de su primer beso, a sus quince años, en el
cine, a Andrea, esa chica del Santa Úrsula de la que se enamoró con la ilusión
adolescente. ¿Amaba ahora a Adriana, su mujer? ¡Claro que sí! Y entonces, ¿por
qué tanto coqueteo con las secretarias del estudio, con algunas clientas, con
cuanta chica encontraba a su paso? ¿Una necesidad de verificar su éxito,
también con las mujeres? Y luego el pensamiento dominante: ¡Martín! Habían
acudido al ginecólogo, pero Adriana estaba tensa y, en aquellos días, seca y
distante con él. El médico les explicó detenidamente el procedimiento. La vida
que querían engendrar no sería fruto de un encuentro pasional, sino de un
delicado proceso de laboratorio. Sintió ese día y en los siguientes el reproche
de Adriana. ¿Y qué diablos puedo hacer yo
si mis espermatozoides avanzan lentamente, y además, son escasos?
Ahora sí escuchaba más voces, y ruidos
de carros que frenaban y gritos nerviosos: ¡Sáquenlos,
están atrapados entre los fierros! ¡Se están muriendo! Y poco después un
sonido: la sirena de una ambulancia. Recordó seguramente la ambulancia de
Alerta Médica que acudió a examinar a Adriana y al médico que decidió
trasladarla a la clínica porque el parto se le adelantaba. Al amanecer del día
siguiente ya estaba allí, en la incubadora, esa ratita, tan pequeñito, su hijo
Martín.
Al sabor húmedo y tibio de su boca se
sumó ahora otro, en sus ojos. Sintió unas lágrimas escurriéndosele por las
mejillas. ¿Hay que aceptar lo inevitable? Comenzó a toser suavemente. Como
cuando uno tiene un carraspeo y trata de aclarar la voz. ¿Qué voz? Si nadie puede escucharme porque no puedo emitir sonido
alguno. El instante de la soledad y del silencio. Recordó la primera imagen
que tuvo de Martín en su cunita, aún con los ojos cerrados. Los abriría un día
a este mundo y viviría su propia vida. La vida que a él se le escurría a toda
velocidad. Silencio. Ya no un hilito, sino una bocanada de sangre por su boca. Silencio
total. El tiempo que se detiene. Oscuridad. El minuto que se detuvo para
siempre.
Hola me llamo Florencia tengo 17 años y soy de Argentina. A mi corta edad eh desarrollado la loca pasión de leer y escribir historias y una descuidada novela. Escribo esto con la intención de comunicarle lo mucho que me agrado leer su historia, fue fascinante y me atrapo desde el primer párrafo. Debo admitir que una lagrima se asomo a mi mejilla cuando llegue al final, el cual era esperable pero tenia la ilusión de que no sucediera, pude apreciar la calidad con la que se expresaba y lo felicito por haber llenado el corazón de esta joven adolescente de satisfacción. Gracias por enriquecer mi mente y por haberme dado la posibilidad de volar en la maravillosa imaginación que usted me dejo abordar con su interesante y conmovedor cuento. Felicidades y éxitos en esta maravillosa y ardua tarea que es ser escritor.
ResponderEliminarMaravilloso relato. Ágil y bien escrito. Al estilo de lo mejor de Cortázar. Soy alumna del Taller de Narrativa y escritora de Durango, Méx. por lo que me permito una sugerencia: Yo quitaría la palabra "Seguramente" las dos veces que aparece. Con ello me parecería perfecto!
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