martes, 31 de enero de 2012

La foto

Jaime Zapata 


Recuerdo la primera vez que te vi. Era una imagen de graduación de tu colegio, un vestido crema ceñido, dejaba apreciar tus turgentes formas, la trenza francesa, una sonrisa te iluminaba el rostro delicadamente maquillado, junto a tus torneados pómulos vigorizando un manifiesto júbilo, estilizadas piernas, zapatos de taco con la altura perfecta, muy bien combinados con tu vestido, denotaban buen gusto, resaltaba tu regocijo, seguridad y firmeza mientras recibías el diploma, obligando a la foto a salir de su mundo bidimensional, hasta podía sentir un perfume de jazmín

Ese día decidí conocerte, ese día me sucedió algo, esa foto me traía una mixtura de emociones, que hasta ese momento eran desconocidas para mí: posesión, protección, cariño, ternura, afecto, pasión, nerviosismo, ¿era amor? No lo sé, no porque no las haya sentido antes, sino, porque las sentía todas a la vez. Sólo recuerdo que obligué al poseedor de la foto, tu compañero de graduación, a que nos presente. No podía esperar. Me llevé la imagen, con tu silueta, incrustada en mi memoria. Al día siguiente ya nos estaban presentando, llevabas, un jean, un polo rosado y unas zapatillas blancas y, no me equivoqué, ahí estaba el olor a jazmín de tus diecisiete años. Te gusté desde el primer momento, tus ojos me lo revelaron, pero mostraste dejadez, indiferencia, lo que me retó a conocerte, a iniciar una conversación, a pasear y a desaparecer a nuestro celestino.

Sabía que aceptarías, a pesar que mientras tú salías del colegio, yo ya salía de la universidad, quizá eso volvía todo más interesante, con la conversación vino una mezcla de recuerdos de mi juventud, de mi adolescencia. Te confieso que, sí, he conocido muchas mujeres, muy atractivas e interesantes, la mayoría, y también me he enamorado, al menos eso creía. Pero contigo fue diferente, fui capturado por una foto, ¿qué clase de magia negra, o blanca o multicolora, había detrás que pudiera desencadenar tantos sentimientos en un solo individuo? Y ¿Por qué yo? Si no fui el único que vio la hechicera imagen.

Conforme pasaban las horas, venían las risas, las bromas, las riquísimas historias sin sentido, tus pensamientos, tu forma de ver el mundo muy distante a tu edad cronológica, pero muy cercana a mi cosmovisión, era utópico. Tus peleas con tu madre, la ausencia de tu padre, lo insoportable que podían llegar a ser tus hermanos menores, siempre tenías un tema de conversación y yo, escuchaba como un niño de inicial observando a su hermosa profesora dictar clase, mostrándole el mundo, tu mundo. Nuestras máscaras y escudos se fueron derritiendo, revelándonos como éramos, ¡qué riqueza de instantes! Eras un mundo por descubrir y yo, me sentía Marco Polo.

Al día siguiente estaba en tu casa de nuevo, y al otro, y al otro, hasta que en el cine con un sutil movimiento de mi brazo derecho, te rodeé, no dijiste nada, fue todo tan natural como si tú ya fueras parte de mí, como si lo esperaras, volteamos la cara a la vez, mirándonos, rocé tus labios y nos besamos, luego de esa primera caricia, ya mi frenesí era incontenible, el tuyo también, nunca vimos la película, ni me acuerdo cómo se llamaba, sólo te sentía, me sentías, nos amalgamábamos.

¡Cómo me llamabas antes de dormir! Querías escuchar mi voz para imaginarte que esa noche estaría contigo, repasándolo, me parece una niñería, en ese momento era un deleite: sentirse necesitado, querido, protector. Cuando no te veía algún domingo, me reclamabas con firmeza y ternura, nos volvimos inseparables.

Estábamos solos contra el resto, contra los que mal hablaban de nuestra diferencia de edad, de nuestra diferencia intelectual, porque tu estudiabas secretariado y yo me graduaba en Derecho, qué nos importaba, podíamos estar solos o acompañados, era lo mismo, tu mundo era el mío y el mío, el tuyo, no importaba el resto, todo era ruido, que echaba a perder nuestra sintonía. La compañía, las reuniones, las fiestas, eran sólo pretextos para estar juntos.

Hasta que ese Año Nuevo de de mil novecientos noventa y uno, en plenos abrazos, besos, champagne, pica pica, cotillón y cuanta idiotez ocurre en nuestra querida Lima, nos escapamos del alboroto al hostal Welcome, estabas callada, yo no podía sacar el pie del acelerador, sorteábamos cuanto incendiado muñeco, émulo del año que se iba, se nos cruzara en la avenida La Marina hasta llegar a nuestro nuevo y desconocido rincón, no dijiste nada en todo el camino, sólo tus gestos y movimientos transmitían tu consentimiento e intención, pagué una habitación matrimonial, dejé mi documento de identidad, para poder vivir instantes de plenitud -no entendía por qué llamarla matrimonial si los matrimonios no van al Welcome- pero allí estábamos, tú silente, yo desesperado y nervioso, mientras que un viejo ascensor nos llevaba al piso cuatro de golpeteo en golpeteo, entramos, y te fuiste al baño.

Me quedé sólo en el ambiente con la luz cónica que proyectaba la esquinera lámpara, me desvestí lo más rápido que pude, antes que me vieras, ¡qué ridículo! hasta de las medias me deshice, sólo faltaba sacarme la Cruz de mi Primera Comunión y quedaba absolutamente desnudo. Me enfundé en la cama, apagué la luz y esperé verte salir, parecía mi primera vez, y es que era mi primera vez contigo, nunca había conocido a alguien como tú, mi cómplice compañera, aventurera, divertida, espontánea. No sé si estaba igual o más nervioso que tú, que sí era tu primera vez, pero yo trataba de aparentar absoluta suficiencia y seguridad en el trillado arte de amar.

Cuando saliste desnuda del baño, con su luz aún prendida, y el cuarto ensombrecido, ésta no me dejó apreciarte en plenitud, sólo me permitió embelesarme con tu silueta deslizándose bajo las sábanas, sintiendo tu calor a mi lado, te rocé, sentí tu piel de gallina, acaricié tu pelo, te besé, nos besamos, adulé tu deliciosa hendidura, sentí rápidamente tu humedad, la saboreé, con mi brazo que te rodeaba sentí como tu espalda se despegaba de la cama formando un arco de placer, me coloqué encima tuyo, dentro tuyo, gemiste ligeramente para luego agarrarme con fuerza, como impidiéndome dudar, retroceder, desde la oscuridad pude ver como tu inicial cara de temor se transformó en placer, ya no me dejabas salir, me sujetabas con fuerza y yo te respondía con mi mayor fuerza y tú sentías, gozabas.

Así pasamos todo el año nuevo, una, dos, tres, seis veces, hasta que te dejé en tu casa ya de día, nos despedimos con lástima y complicidad, ya éramos uno, nadie más lo sabría nunca.

Luego, vinieron intensos momentos de amor, de connivencia, de amparo, las horas, los días, los meses pasaron como segundos.

Era nuestro primer aniversario cuando fui a buscarte, llegando, vi una muchedumbre, los vecinos en la calle murmurando, dos patrulleros, un camión, no entendía, ¿un accidente? A tropezones llegué hasta las afueras de tu casa, tu televisor, muebles,  ropa y demás cosas en la calle, tu mamá con cara de sargento de caballería rondando, tratando de espantar a los indios en una película del oeste, tú llorando y tapándote la cara con ambas manos, tus hermanos desconsolados abrazándote sobre el sofá en la vereda, tu itinerante padre, tratando de explicar, rogar, suplicar a un enternado señor de imperturbable figura. Cuando me acercaba para intentar aliviarte, estrecharte, tu madre me lo impidió, la rabia salía por sus ojos, por sus poros:
-      No es un buen momento –me dijo, sin mayor explicación, tomándome por el hombro, alejándome.
-      Pero señora, sólo quiero ver a Kathy –respondí con la voz entrecortada de ver tu angustia, tu sufrimiento, cómo te cubrías, cómo querías desaparecer, sentía tu vergüenza por algo que no habías hecho.
-      Ahora no, retírate –me alzó la voz –por favor- insistió bajando un poco el tono y se colocó como una pared entre los dos.

Tú no me querías ver, porque me escuchaste, sé que me escuchaste. No sacabas las manos de tu cara, no dejabas de llorar.

Me fui pensando en ti toda la noche, no pude dormir, al día siguiente te busqué, no había nadie en la que era tu casa, estaba todo cerrado, encadenado, pregunté a los vecinos, me dijeron que tu familia y sus cosas se fueron sin decir nada.

Esperé tu llamada, te busqué en la academia de secretariado, ya no ibas a clases, llamé a todas tus amigas, nadie sabía de ti.

Pasaron los días, los meses, yo preguntando incansablemente, nunca me llamaste, ¿Te lo prohibieron? ¿Sentías vergüenza? ¿Conmigo?

Mi vida se derrumbó sentimentalmente, me dediqué a trabajar, nunca me casé, conocí muchas mujeres, ninguna como tú.

Hasta que te vi en la Avenida Larco, hermosa como siempre, pero seca, marchita, habías perdido ese aroma, estabas al frente mío, con quien supongo es tu pareja.

Me miraste, no sé si me reconociste y ya no te importó, o simplemente desaparecí de tu memoria. Pero continuaste tu camino abrazada de quien debí ser yo.

Te seguí, sé donde vives. Quiero hablarte, quiero verte, tenerte, que me expliques: ¿Cómo hiciste para que todo desapareciera? Yo todavía no puedo.

¿Eres más fuerte que yo? Ni una llamada, en todos estos años ¿Tan poco valieron esos momentos? ¿Tan ingenuo fui? ¿Formaste la vida que yo no puedo formar?

El sólo verte, me hizo entender que uno se debe ir cuando ya no lo quieren, dejar pasar, para qué insistir, y que a la vez, debe permitir que las personas se vayan cuando sienten la necesidad de hacerlo.

Parado frente a la puerta de tu actual casa, trémulamente llamo a la puerta, siento pasos acercarse, sonrío: la foto, ¡esa foto! Los buenos recuerdos vienen, entiendo que deben quedarse allí ¿Ya para qué más?, calladamente te digo adiós y gracias, subiéndome al primer taxi que encuentro. 

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