lunes, 30 de enero de 2012

La novia

Jaime Zapata


Apesadumbrado, al lado de mi niñita, quien me sostiene como bastón, vamos avanzando observo a distintos personajes, unos parados, otros sentados, con los ojos fijos en ella, está lamentablemente hermosa, su vestido blanco, su maquillaje, su velo no están al nivel de su belleza pero intentan igualarla, al fondo se encuentra el bípedo a quien debo entregársela, al lado de su madre -como si no pudiera asistir sólo- en el fondo el cura con una mueca de sonrisa, ¡qué estúpido y sádico ritual! ¿Quién inventó esta tortura? ¿Cómo pueden ver la felicidad de ella y no mi desconsuelo? Intento desacelerar mis pasos tratando de nunca llegar al final del sendero, mientras ella los apresura. El olor a incienso, la música, los cantos, los regordetes pilares, las imágenes exageradamente grandes en lo alto, todas con la cara del martirio que llevo dentro. Sigo demorando, ella apurando. El cura me mira, el bípedo también, percibo el odio de mi futura consuegrita, creo que advierte mi desasosiego. Me siento como un ateo forzado a la Primera Comunión, a la Confirmación, llegamos, el bípedo de negro y blanco impecable me extiende su mano como buen fariseo, la estrecho con un buen apretón que le dure al menos hasta el final de la ceremonia y con suerte le rompa alguna falange que impida este sacrificio, con la otra mi brazo sugiere la entrega de mi niña, pero ella ya se fue a su lado, dejándome a mí formando parte del decorado eclesial, un cirio más en el recargado altar, pero gigante, apagado, desapercibido .
Mientras el curita habla miro a la que fue mi esposa, sentada en primera fila, con los ojos llorosos, recuerdo cuando nos casamos ¡Qué día tan feliz!, ¿cómo se debe haber sentido mi suegro? Probablemente me quería fusilar, como yo ahora a mi pusilánime futuro yerno. La veo, está con las piernas cruzadas, sigue guapa, de la mano de su actual esposo, lo miro a él, un desvergonzado rulo trata de cubrir su brillante calvicie, me imagino si le hará el amor como yo. Claro que no, tiene cara de insatisfecha, ésa es mi solitaria venganza por irte, por dejarme, quién conoce tu cuerpo mejor que yo, quién te hacía gemir hasta brotar lágrimas de placer. Siento un cosquilleo en el bajo vientre, veo a San Antonio acechándome inquisidoramente, pienso en otra cosa: en la Virgen, en La Piedad, en San Judas. Antes que mi erección sea motivo de anécdota nupcial.
Lejanamente escucho palabras pronunciadas por el cura, no las entiendo, no me interesan, mis sentidos ahora se dirigen a mi niña. Me veo con una indumentaria verde con chinelas y cofia, todo absolutamente minúsculo, es que ninguna talla era para mí. Cuando entré a la sala de parto allí estaba mi esposa, sollozando, acércate, me dijo plañideramente, me senté junto a ella y tomó mi mano con mucha fuerza, estaba atemorizada, siempre ha sido nerviosa. Estaba en plena cesárea cuando me susurró no te vayas, no me dejes – qué irónico, al final, me dejó a mí- éramos los dos, el cirujano, dos asistentes, el anestesista y de pronto unos movimientos bruscos y un bulto ensangrentado con un cordón colgándole apareció, el médico no tuvo necesidad de tocarlo para que gritara muy fuerte.
Qué sensación tan extraña, de seis pasamos a ser siete personas en el ambiente, estupendamente apareció una más, y era mía, había salido del amor de mi vida y ahora tenía un nuevo amor, que se movía, gritaba, me dijeron que era niña, yo esperaba un varón, pero cuando la vi, no me importó, me abrumaba la felicidad con el sólo verla, la responsabilidad de mantener a un ser tan pequeño, tan frágil, tan débil, me hizo palpar la necesidad de protegerla, de proveerla, desde ese instante, no volví a dormir tranquilo, siempre mis sueños eran hacia ella, sobre ella.
Fue creciendo. El primer día en el nido, tan dramático ¡Cómo me abrazaba!, nunca pensé que tenía tanta fuerza, siendo tan pequeña, tan flaquita, ¡cómo gritaba!, ¡papito no me dejes!, la profesora la agarraba, yo trataba y no trataba de zafarme, pero tenía que dejarla. La primera ruptura que me dolió, sus llantos, tener que soltarla, mientras me miraba pidiendo socorro y yo abandonándola a unas desconocidas. ¡Qué mal me sentí! No sabía que iba a ser el inicio de una serie de rompimientos, el desarrollo, la madurez, le llaman, ¿y yo? Había que resignarse a vivir angustiado.
Sabía que hacía bien, pero mi corazón me decía otra cosa. Pensé en ella toda la mañana, hasta que la fui a recoger, vino corriendo a abrazarme, estaba feliz de verme y de su nuevo ambiente, rápidamente había hecho amigos, me tranquilizó, no la habían martirizado, era la primera vez que se distanciaba de mí, creo que yo tenía tanto miedo como ella.
Papá me voy a casar contigo, me decía con entusiasmo, y yo más entusiasmado todavía le respondía que sí, que iba a ser la novia más linda del mundo y maldita sea tuve razón, pero se la lleva un bípedo.
Recuerdo, el colegio, las fiestas por las que me desvelé tantas veces para dejarla y recogerla para que no le pase nada, para que sea siempre mía, feliz, inmaculada.
Creo que luego de la separación con su madre me creí la fábula que, en algún futuro, podría vivir con ella mi vejez, pues, con el transcurrir de los años, seguía soltera y nos veíamos regularmente, ahora ella se preocupaba por mí y me gustaba, ilusamente, pensé que siempre iba a ser así. No sabía, o no me quería dar cuenta que cada vez era más bonita y pretendientes no le faltaban.
Vuelvo la mirada a los mármoles, las imágenes, los lienzos y de pronto escucho música celestial que sale de la boca del curita: “Si alguien se opone a este matrimonio, que hable ahora o calle para siempre”.
Miro al auditorio, entre tanta gente, ¡tiene que haber alguien! ¡Hablen carajo!, pasan los segundos, nadie habla, todos siguen con la cara ladeada unos, mirando al techo otros, bostezando el resto, esperando que termine el ritual y empiece la fiesta. ¡Yo me opongo! Grito con la mayor de mis fuerzas ¿Y por qué se opone? Me responde el insolente cura extrañado, ante la atónita mirada de mi hija y mis futuros parientes políticos, pues porque es mi hija, la vi nacer, crecer, la llevé al nido, al colegio, le enseñé a nadar, bailó conmigo el vals en sus quince años, celebré con ella cuando ingresó a la universidad y más tarde cuando se graduó, la llevé a fiestas, la vestí, la alimenté, le di cobijo, la protegí, la cuidé, la aconsejé, me preocupé, estuve en vela más de una vez. Además ella juró casarse conmigo, platónicamente por supuesto, y las promesas se cumplen, sino sería un perjurio ¿o no? Y no se puede casar teniendo un pecado mortal. Pero me quedé callado, silente, vencido, nadie habló.
La ceremonia terminó, con los hombros caídos y una mal esculpida sonrisa en mi rostro recibo abrazos y felicitaciones, los cuales siento como pésames, que respondo con fingido entusiasmo.
Mi hija y su ente estaban felices, mi ex esposa también, yo no podía encontrar esa sensación, desde que nadie se opuso traté, juro que traté y trato, pero me es esquiva.
Poco antes de terminar la fiesta mi hija se está yendo, me ve en un rincón fumando y caminando de un lado a otro con un vaso de whisky, se me acerca y me dice:
-     Te quiero mucho viejito, gracias, nos vamos a seguir viendo como siempre, no voy a dejar que me extrañes –acariciándome la cara, el pelo.
-          Yo te quiero más, sé feliz –me abrazó, me besó y se fue, tomé un buen trago de whisky y se me escaparon unas lágrimas. Me revitalizaron sus palabras. Es cierto, le toca vivir, después de todo el bípedo no parece mala persona. Y la consuegra, también divorciada, viéndola bien, tan destartalada no está, así que después que me termine la botella de whisky, estoy seguro, que no me va a terminar odiando, sino todo lo contrario.

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