lunes, 30 de enero de 2012

Soledad

Jaime Zapata


Un ineficaz foco ahorrador penumbra el ambiente, un  refrigerador deshabitado de dos puertas, sobre él un solitario insecticida que mira sarcásticamente los reposteros apolillados, las mayólicas obsoletas cubren pisos y paredes desgastadas. El techo sucio de grasa debido a una campana extractora que no funciona hace largo tiempo.
La bolsa de papel marrón, con un pan duro dentro, como haciéndola sentirse útil. El lavadero oxidado, con unos platos sucios en él. Unas fórmicas viejas soportan una cafetera con trompa de elefante y una licuadora malograda.
La mesa negra del comedor de diario, oculta cualquier suciedad, testigo de múltiples comidas, alegrías, discusiones y desencantos, sus sillas también negras, han sido ocupadas por todo tipo de personajes y ahora me cargan a mí solo, siempre solo, como hace mucho tiempo, a veces rodeado de gente, pero con la intensa sensación de soledad, de no encontrar a nadie que congenie conmigo, con quien pueda compartir mis pensamientos, solo por no poder hablar con nadie, ¿por qué no entienden? ¿Por qué no escuchan?
El frío, el miedo, la humillación se apoderan de mí, sobre la mesa está un libro que no leo, repaso las hojas, las miro, veo como se forman figuras en cada hoja con la tinta de la impresión, una botella de cerveza helada, medio vacía, me acecha desafiante mientras agarro el vaso lleno más de espuma que de líquido, humedeciendo mis dedos, congelando mis manos.
Mi hijo se va a una fiesta, lo veo pasar con uno de sus amigos, se le ve tan contento que su estado de ánimo intensifica mi angustia. Tampoco puedo hablar con él, forma parte del mundo de sordos que me rodea. No tiene edad para pasar los insomnios que me visitan todas las noches.
-          Pareces un borracho con un libro y una cerveza –me dijo burlonamente mientras se iba de juerga.
Con una mueca intenté seguirle la corriente mientras se iba. ¿Es que sólo ese perfil proyecto? ¿No propicio alguna consideración o cualidad? Ya que importa. El golpe de la puerta al cerrarse retumba mis oídos como campanazo de  boxeo, confirmándome que la casa ya es un desierto.
Como beduino sin camello, pienso en el resto de mi familia, mi esposa está con su madre y su extraña relación: Cuando era soltera no la podía ver, pero desde que nos casamos se volvieron inseparables e, irónicamente, al que no puede ver es a mí. No entiendo que hago acá. Soy el único que mantiene la casa, sé de donde viene y cuando no viene la plata. Pero nadie al menos me pregunta ¿Cómo estoy? Tan sólo me dicen cuánto necesitan.
Hace cuatro meses que no encuentro trabajo, en mi casa nadie lo sabe, porque a nadie le interesa, siempre que tengan para sus gastos, pero los ahorros se acaban, igual me voy temprano y regreso tarde, buscando quehacer, de paso mirando a la gente como es feliz en los parques, ¿cómo logran esa felicidad? No recuerdo la última vez que me sentí feliz. Reviso la cuenta bancaria y los recibos vencidos: las sumas y restas no cuadran ¿Alguien más sabe aritmética en la familia?
Desde hace más de un año sabía que esto iba a pasar, cuando la empresa donde era contador general fue comprada por unos extranjeros, redujeron el personal a su mínima expresión, pero a mí me dejaron para el final, hasta sacarme la última neurona de conocimiento del puesto, bueno, ya se la llevaron, me volví dispensable.
Cuando hace más de un año traté de contarle a mi esposa lo ocurrido, me cambió el tema de inmediato, con un manejo del lenguaje que no sabía que tenía, y empezó a explicarme sobre la vida de los Avendaño, los Mujica, de la fiesta de fin de año.  Algún tiempo después reintenté explicarle la situación, pero era lo mismo, no quería escucharme. Entendí que todos asumen que ése es mi problema. Desde allí me resigné a ya no contar nada. A comerme toda mi mierda y a pasar las noches mirando el techo.
Acabé la cerveza, estaba muy helada, me gustó, fui pesadamente a mi cuarto estaba igual que siempre, la misma cama, el mismo cuadro del Señor de la Misericordia, las cortinas oscuras, la alfombra descocida, las mismas sábanas, afortunada y lamentablemente limpias, pues no habían sido magulladas por el sexo desde hace un año al menos. Prendí el televisor para ver si en algo se me quitaba la angustia de la soledad, pero no podía ver nada, cambiaba de canal en canal, las caras felices en todos ellos, me molestaban más.
Me dirijo al ropero y de lo alto saco el paquete que me está esperando, hacía tiempo que no lo veía, lo abro de a pocos, voy pensando, vienen muchos rostros a mi memoria, de pronto me acuerdo cuando jugamos tiros al arco con mi papá, fue la única vez que jugué con él pues siempre andaba muy ocupado, fue el día más feliz de mi vida. Ya me acordé, así era la felicidad. Pero yo tenía ocho años y mi viejo, tenía la cara que ahora yo tengo. ¡Qué lejos estoy de esa sensación! Ya con el pasar de los años apenas la rememoro.
Esa evocación me ha traído la felicidad de imaginar las caras de mi despreocupada familia cuando entren de regreso al cuarto.
Mi ritual continua, el paquete ya está abierto, saboreo su contenido, lo succiono como si fuera el pecho materno esperando que salga el elixir afectuoso que me devuelva la felicidad, como al recién nacido liberándolo de sus tormentos, pero el pezón es muy grande, muy duro, casi choca con mi garganta y me provoca arcadas, lo alejo un poco. El recuerdo de mi difunta mamá me alegra, la veo siempre preocupándose por los detalles, por saber cómo estoy, qué poco me importaba en esa época, uno se da cuenta del valor de las cosas cuando no las tiene ¿Sucederá así conmigo? No hay más que pensar, jalo del gatillo.

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