lunes, 3 de noviembre de 2025

Camino de dioses

Rosario Sánchez Infantas


Llevaba tres horas viendo videos en el celular. De tanto en tanto sonreía; a veces se le escapaba una carcajada. Hacía rato que el adolescente tamborileaba los dedos y bostezaba con más frecuencia.  Arrojó el celular sobre la cama, reclinó la cabeza y se frotó el rostro con ambas manos.

En el pequeño pueblo andino, las vacaciones escolares coincidían con la época de lluvias. Ahora le parecían muy aburridas, especialmente en tardes como esta en las que no había fluido eléctrico. Una tormenta azotaba las casitas rústicas, que bordeaban la carretera. El cielo encapotado ocultaba la cercana cadena de montañas de nieves eternas.

La campana de la iglesia había marcado la una de la madrugada. Las niñas pequeñas dormían apaciblemente mientras Henry y a su madre esperaban angustiados la llegada del padre. Podría haber sufrido un accidente o haber escapado de los problemas bebiendo hasta esta hora. Aún llovía cuando llegó con la ropa empapada y el gesto adusto. Mientras se quitaba las botas, Henry le escuchó decir que, tras muchas discusiones, en la reunión la comunidad había decidido no vender las tierras a la minera. El padre dejó caer su peso en una silla, la frustración marcándole el rostro. «¿De qué vamos a vivir?», parecía preguntarse. Henry pensó en los terrenos de la comunidad, ese valle estrecho de paja brava, calcinado por el sol inclemente del día. Algunas noches la temperatura bajaba tanto que quemaba los cultivos y morían las crías de sus ovejas y camélidos. A veces era el granizo el que despedaza las plantitas y lo perdían todo.  Recordó cómo, antes del cierre del centro metalúrgico vecino, había algo de movimiento, un mercado para los productos. Ahora la oferta de la minera era una tentación amarga: dinero y trabajo a cambio de riachuelos contaminados.

Tenían que renunciar al futuro para poder sobrevivir el presente.

 

Henry siempre disfrutó sus clases escolares; sin embargo, las clases del profesor Armando Sifuentes eran tan apasionadas que Henry, al escucharlo, sentía que el pasado cobraba vida frente a sus ojos y le nacían deseos de aprenderlo todo. Soñaba ser un maestro como él. Pero el día de la clausura escolar sus padres le comunicaron que, terminada la secundaria debía trabajar: El dinero apenas alcanzaba para sobrevivir y ayudar un poco a Pedro, el hermano mayor que estudiaba ingeniería en la capital. Desde entonces, el mundo se redujo al tamaño de la pantalla del celular. Este se volvió su refugio, el lugar donde no pensaba en su sueño desvanecido de ir a la universidad.


En el último año Armando Sifuentes no volvió a enseñar en el colegio de Henry. Había logrado su nombramiento en otra localidad cercana. Sin su maestro el muchacho perdió la motivación por estudiar y se aisló de sus compañeros. Intentó ganarse unas monedas haciendo mandados en el pueblo para ahorrar y estudiar el próximo año, pero el pueblo estaba en crisis y lo poco que obtenía debía aportar a los ingresos familiares.

Una tarde lluviosa le avisan que su padre, cruzando una acequia, ha caído del caballo y se ha fracturado ambas piernas y tres costillas. La operación debe realizarse en otra ciudad y el seguro universal no cubre todos los gastos. Al igual que hace siglos, deben esperar que yerbas tradicionales y la inmovilización suelden sus huesos. Como entonces, la comunidad sostiene a Henry. Empieza a ayudar al chofer en los viajes del bus comunal: sube y baja el equipaje, limpia el carro, cobra los pasajes y lleva la contabilidad. Henry se siente muy agradecido por la oportunidad; pero el desconsuelo al ver diluidos sus sueños sigue creciendo. En esos días la familia se entera que Pedro ha abandonado la universidad y trabaja como obrero en una fábrica para sostener a su compañera y la hijita de ambos. 

Un colegio de un pueblo cercano contrató el autobús comunal para un viaje de estudios hasta las inmediaciones de Pariacaca, la montaña sagrada desde tiempos preincas en el Perú. La madrugada del viaje, Henry sintió una mezcla de vergüenza y emoción al ver que el organizador era el profesor Sifuentes.

—¡Eres admirable, Henry! —le susurró el joven maestro mientras le estrechaba en un abrazo cálido que le dio sentido al trabajo y a la pausa de sus estudios.

Durante el trayecto, por decisión de los padres de familia, Sifuentes y Lewis, un promotor turístico, se turnaban para describir el recorrido. 

—Muchachos —decía el profesor—, los incas trazaron un camino que unía la sierra con la costa. Algunos tramos siguen intactos; otros se han convertido en carreteras como esta. Por aquí pasaban los chasquis, llevando el correo en el incario. ¿Saben ustedes qué es el Pariacaca?

—¡Un nevado! —gritaron varios.

—Una deidad protectora —afirma Henry, con timidez.

—Ambas respuestas son correctas. Por esta ruta accedían los peregrinos de la montaña sagrada para rendirle culto. Siguiendo hacia la costa se llegaba hasta el santuario de Pachacámac. Los antiguos peruanos creían que estos dioses transitaban por aquí. Este era un camino de dioses —explica Armando.

Las exclamaciones de sorpresa se interrumpen cuando Lewis llama la atención sobre unas formaciones rocosas, semejantes a deidades prehispánicas y se las atribuye a los incas. Henry sabía que eran producto de la erosión, pero guardó silencio. Sifuentes, sin desmentirlo del todo, aclaraba con tacto.

En una parada Lewis condujo al grupo por una trocha afirmando que era parte del Qhapaq Ñan. Henry, que conocía algo del tema, pensó: «Por aquí no pudo pasar el camino real; era amplio, tenía depósitos y tambos para los viajeros».    

Conforme ascendían, veían cascadas y lagunas formadas por el deshielo. Se detuvieron al borde de una laguna que refleja el cielo azul y los montes aledaños. Diferentes aves nadaban en ella.

 —Chicos, observen los juncos —indicó el maestro—. Son refugio para especies migratorias. ¡Una pareja de pariguanas alzó el vuelo! Sí, las robustas blanco y negras, de patas rojas.

—¡Uy! Qué desastre sería si un día estas aguas se llenaran de relave minero —murmuró Henry.

Todos hicieron silencio. Pronto volvió la algarabía cuando divisaron unas vizcachas tomando el sol.

Continuaron el viaje entre montes y cañones, Sifuentes señalaba los restos arqueológicos narrando su historia. Lewis, entusiasta, atribuía leyendas a cada cascada o laguna. Una certeza se abrió paso en el interior de Henri: «¡De grande, quiero ser como el profe, no como este mentiroso!». Siente una opresión en el pecho cuando se da cuenta de que ese deseo nunca podrá ser una realidad.  La tristeza lo embarga cuando compara los muchos atractivos de este distrito con los nulos de su pueblo. Lewis interrumpe sus reflexiones: pretende convencer a sus oyentes de que la pequeña laguna en forma de corazón otorga éxito en las relaciones de pareja:

 —Les aseguro que esta costumbre viene desde los incas.

Henry frunce el ceño. «¡Qué bruto!... No, no es bruto, quiere atraer visitantes hacia su pueblo», piensa el adolescente.

Sifuentes, que lo conoce y lo ha estado observando, le dice:

—Todo se puede resignificar. Este paisaje lo puedes describir como árido y desolado, o puedes imaginar que esta tierra guarda la memoria de antiguos ríos. Hasta los líquenes que ves en la roca son testigos de miles de años, desafiando a la eternidad. Todo depende de cómo se mire.

Henry queda maravillado con el poder de la palabra. Tal vez —pensó—podía hacer algo parecido con su pueblo.  

 

Esa noche, los despierta el ruido descomunal. El río, crecido por las lluvias en las partes altas del valle, avanzaba con un rugido constante y violento. El agua golpeaba las jaulas artesanales de truchas, arrancaba estacas y redes. Amarrados con sogas por la cintura, algunos pobladores ingresan en las aguas gélidas, luchando contra la corriente con las manos entumecidas. Henry observa en silencio: siente el aire helado clavarse en su rostro, la garganta apretada, los dedos crispados. El esfuerzo de aquellos cuerpos contra la furia del río le provoca un nudo en el pecho, una mezcla de impotencia y respeto que lo obliga a apartar la mirada. Escucha a don Cirilo y sus vecinos gritar desde la otra orilla, que ya sabían que no iban a funcionar las piscigranjas, que era plata y trabajo perdido: «Vayan a su casa, sarta de estúpidos». Henry siente un gran desánimo. El pecho oprimido le dificulta respirar. No cesan las amenazas, no hay donde refugiarse, dónde descansar.

Ya en la cama piensa que la crianza de truchas parecía un buen negocio por lo que la comunidad se adeudó. «Es la época de lluvias, se van a incrementar, pueden arrasar con la inversión comunal. El banco embargará los bienes comunales... ¡quizás nuestro bus!... ¡perderemos otra fuente de ingresos! La gente ya se está yendo a buscar un futuro mejor. Quizás cierren el colegio por falta de alumnos. Nosotros a dónde iremos con mi padre enfermo». Tendríamos que prestarnos dinero, pero... ¡a ningún pobre le prestarán los bancos! Quizás a la comunidad... y si no pudiéramos pagar... ¡nos quitarían los terrenos o los animales de la comunidad! Maldice al río. De pronto recuerda haber escuchado a Sifuentes que la tierra árida podría conservar la memoria de antiguos ríos. Siente un golpe de calor y a su corazón latir intensamente. Vuelve a sentir la fuerza que sintió al oírlo. Piensa que la resignificación es algo muy poderoso. ¡Podríamos darle nuevos significados al pueblo, hacerlo atractivo... y ¡generar ingresos!

Yo tengo algunas ideas... necesitamos muchas ideas... Los padres en el trabajo, tengo que ir al colegio para que los chicos ayuden... ¡Yo no soy nada en el colegio!¡Se van a reír de mí! Siente un nudo en el pecho, sus ojos se nublan de llanto contenido... recuerda el abrazo vigoroso y prolongado de Sifuentes mientras le decía: ¡Eres admirable, Henry! Rompe a llorar, ahora aliviado, comprendido, validado, acompañado. Respira profundamente, se sabe vulnerable, pero siente que ahora no es el mismo. Los problemas siguen ahí... sin tanta ofuscación ni oscuridad. Una lucecita de esperanza los alumbra. Se le ha deshecho el nudo en el pecho. Le queda claro que solo no hará nada. Apenas salió el sol, llamó por teléfono al profesor Armando para pedirle ayuda con el director de su antiguo colegio a fin de contar con la participación de los chicos de los últimos años.

Este, muy sorprendido, le promete visitar el colegio en una semana. Hace muchas llamadas, esboza documentos y un lunes a primera hora convence a la autoridad de implementar proyectos comprometiéndose a asesorar a docentes y estudiantes. Guiados por Sifuentes y los docentes del colegio, se formaron veinte equipos de escolares que se lanzaron a redescubrir su comunidad. El entusiasmo fue tal, que pronto el alcalde, al principio reacio, no se daba abasto redactando cartas de intención para convenios con diferentes instituciones. Los roquedales más escarpados ahora podían ser espacios de escalado en roca y descenso en rapel, las instalaciones de piscicultura serían centros de prácticas de los futuros ingenieros acuícolas, el chaco de vicuñas podría incluirse en un plan de turismo vivencial, los ingenieros zootecnistas realizarían sus investigaciones en los criaderos de camélidos u ovinos. Los tramos reconocibles del Qhapaq Ñan y los abrigos rocosos deben ser valorados como ancestrales y sagrados, además de ser objeto de estudios de las escuelas de antropología.

Las ideas bullen y algunas se desbordan:

—Haremos el festival de la trucha.

—Un observatorio de aves.

—Un museo de fósiles.

—Circuitos para ver la Puya de Raimondi.

—Envasaremos agua sagrada de los manantiales incas.

—Alquilemos las ruinas del centro metalúrgico colonial para películas de terror.

 

El aire del atardecer vibraba con la música de la fiesta. Henry Carhuamaca Surichaqui, ahora estudiante de Ciencias Geográficas e Históricas, se sentó en un banco de la plaza a contemplar el paisaje. En los roquedales brillaban los arneses de los últimos escaladores. Desde el auditorio salían aplausos del Congreso de Cosmovisión Andina.  Vio, reflejado en el río, el incendio del crepúsculo, la colorida pista de canotaje y una esperanza compartida.

En el cielo el sol descendía, como hacía siglos, transitando el camino de dioses rumbo al mar.