Alejandra Cantarero Concha
No recuerdo el golpe. Solo el crujido: seco, brutal. Luego, un silencio que no parecía de este mundo. Me llamo Patrick. Morí un viernes, bajo una lluvia que caía con la melancolía de un adiós. El parabrisas se nublaba con gotas que distorsionaban las luces en destellos trémulos. Lo último que vi fue la foto de mi hija, Catalina, sujeta con cinta desgastada al tablero. Su sonrisa —esa sonrisa— fue mi faro final antes de la penumbra.
Después… nada.
O eso creí.
Desperté, si puede llamarse así, a existir sin cuerpo: sin latido, sin aliento, sin piel. Solo una conciencia suspendida, flotando sobre los restos del mundo que había sido mío.
Abajo, el auto era una masa de metal retorcido, un cascarón vacío. Las sirenas parpadeaban como relámpagos artificiales, tiñendo el asfalto de colores irreales. La lluvia golpeaba más fuerte. Yo, atrapado en la escena, irreconocible, sin voz. Entonces, desde más allá del caos, llegó su voz: fina, trémula, más dolorosa que el impacto.
«¿Dónde está mi papá?».
Mi niña. Esa pregunta me atravesó como un eco interminable. Quise correr hacia ella, abrazarla, gritar que estaba allí… pero ya no podía. Lo que quedaba de mi alma se quebró.
Catalina tenía entonces casi seis años, los cumpliría la siguiente semana. Apenas escuché su voz, me vi junto a ella. La vi sola. Los adultos a su alrededor, tíos y abuelos, hablaban en susurros, tomaban decisiones urgentes, llenaban formularios, como si mi pequeña no estuviera ahí. Catalina no entendía. Sus ojos buscaban respuestas que nadie se atrevía a darle. Pretendí gritar su nombre, pero la ausencia de voz convertía mi aullido en un vacío atroz. Intenté rozarle el cabello, provocar una brisa, algo… pero era como moverme en el vacío. Mis intentos eran apenas un suspiro muerto.
Esa noche la vi arrodillarse junto a su cama. Manitas juntas, ojos apretados como si así pudiera arrancar un milagro. Rezaba. Pedía por mí. Suplicaba que volviera. Y al final, con una ternura que me destrozó, me lanzó un beso al aire. No sé cómo lo hice, si fue desesperación o amor, pero logré que las luces parpadearan. Ella se incorporó con suavidad, miró a su alrededor, con esos ojos grandes, todavía cargados de esperanza. No me vio, pero un calor reconfortante la calmó. Con voz somnolienta, como si creyera que yo estaba ahí, susurró: «Buenas noches, papito».
Yo respondí. Lo intenté. Quise decirle que también la amaba, que no me había ido del todo, que seguiría cuidándola. Pero no tenía voz. Solo un deseo ardiente de protegerla. Aquella noche no me aparté de su lado. Velé su sueño como pude, con la inútil esperanza de que me sintiera cerca. Y cada vez que se destapaba, yo luchaba contra el peso del mundo hasta conseguir que las cobijas se deslizaran de nuevo sobre su cuerpecito. Era lo único que podía hacer. Y lo hice con todo lo que quedaba de mí.
Otra noche, Catalina no rezó. Se sentó en la alfombra, frente a la cómoda donde guardaba nuestras fotos. Las fue sacando una a una y, como si yo estuviera ahí de cuerpo presente, me contó su día: que había jugado a saltar la cuerda en el recreo, que la profesora la retó por hablar demasiado, que había probado arroz con leche y no le gustó. Hablaba en voz baja, con esa seriedad infantil que parece un secreto.
Yo la miraba, con ojos que ya no tenía, tratando de responder. Sabía que, si controlaba mis emociones, podría influir en su mundo. Y lo logré: provoqué una brisa leve que movió su cabello y, al mismo tiempo, las luces del cuarto titilaron. Mi niña se quedó inmóvil, los ojos muy abiertos. Aspiró hondo, percibió la calidez del ambiente y en la penumbra sonrió apenas.
«Eres tú, ¿verdad?».
No tuve voz para confirmarlo, pero el aire se llenó de un aroma a lilas, el mismo que perfumaba la casa cuando ella era bebé. Catalina abrazó fuerte una de las fotos y susurró:
«Buenas noches, papá».
Yo me quedé junto a ella, con la certeza de que me había escuchado.
Con el tiempo, volví a verla reír. La acompañé en cada cumpleaños, estuve a su lado cada vez que percibí su miedo. Me comunicaba con ella a través de luces parpadeantes, de melodías que solo ella era capaz de oír, y nuestro olor a lilas. Cada vez que lloraba, mi impotencia se intensificaba, la perdía de vista en una nebulosa, hasta que me calmaba.
Cuando Catalina cumplió diez años, el nuevo esposo de Claudia llegó a su vida. La primera vez que Ramiro cruzó el umbral, la casa respiró distinto. Fue como si el aire recordara algo antiguo y hostil: el perfume de las lilas, que llenaba nuestros rincones, se desvaneció en un silencio abrupto, reemplazado por un frío que parecía brotar del suelo.
Catalina lo miró desde lejos, con un dibujo apretado contra su pecho. Él sonreía demasiado, como quien intenta cubrir una grieta con pintura fresca. Sus ojos, en cambio, decían otra cosa. Claudia lo recibió con alivio, agradecida por la compañía. Yo lo observé desde mi rincón invisible y sentí un vacío.
Mi pequeña comenzó a llorar cada vez más. En sus arranques de pena también había rabia, me culpaba por abandonarla, me preguntaba por qué la dejé sola. Solía consolarla con melodías, con un soplo le acercaba nuestras fotografías, impregnaba sus peluches favoritos con el aroma de las lilas, le movía el cabello con una brisa a modo de caricia hasta que el sueño la vencía. Su angustia era la mía, su dolor mi culpa. Deseé que lo superáramos juntos.
Al cumplir doce años, su risa ya no era la misma. Había perdido esa música espontánea que llenaba la casa cuando jugaba con sus autos o se dormía abrazada a su peluche de gato, al que llamaba Cuchi y no soltaba ni siquiera en los días calurosos. Ahora su risa era más breve, más contenida. Las bromas la alcanzaban con retardo, como si su risa viajara tres pasos detrás de la sorpresa. La escuchaba y pensaba —con un nudo que no me dejaba existir del todo— que tal vez había aprendido a vivir sin mí.
Yo la seguía a todas partes. Era una sombra sin forma, sin peso. Adherida a los rincones de su mundo. La acompañaba al colegio, me sentaba en silencio junto a su cama, estaba ahí cuando salía con sus amigas. Era un espectador perpetuo de su vida, condenado a verla continuar sin mí. No podía tocarla. No podía hablarle. No podía secarle una lágrima ni celebrar sus logros. Pero la amaba. Dios… cómo la amaba. Y aunque ya no podía formar parte de su vida como antes, cada parte de mí seguía aferrada a ella. Era mi ancla, mi consuelo y también mi castigo: verla crecer sin poder abrazarla.
La presencia de Ramiro se volvió un peso constante. Mi niña empezó a notarlo en los detalles pequeños, siempre cuando Claudia no estaba. Una tarde, al salir del baño envuelta en una toalla, lo encontró en el pasillo y él no apartó la vista. Su mirada se detuvo en los hombros virginales, descendió con lentitud hacia sus piernas desnudas. A veces, al pasar junto a ella en el pasillo, sus manos rozaban su cintura con un descuido demasiado calculado. Ella se encogía, pero él actuaba como si nada. Yo me revolvía en las sombras. Una a una mis fotos se desvanecían, como si él me matara por segunda vez. Cuando ella preguntaba, él alzaba los hombros con inocencia fingida.
Catalina empezó a hacerse más pequeña cuando él estaba cerca: reía menos, bajaba la vista, se encogía de hombros. Ramiro, en cambio, se mostraba cada vez más confiado, invadiendo espacios que antes eran de ella: se quedaba demasiado tiempo en la puerta de su habitación, le acomodaba la manta con un cuidado que parecía paternal, pero que a mí me quemaba como ácido. Claudia interpretaba esos gestos como protección, como un alivio después de años de soledad. Yo los veía de otra manera. Y aunque gritaba desde mi rincón de sombra, nadie escuchaba. Sentía, con un frío insoportable, que el silencio estaba a punto de romperse, pero no a favor de mi niña.
Aquella noche…
Nunca había sentido una oscuridad como esa. Catalina estaba en su cuarto, había apagado las luces, en la casa solo estaban ella y Ramiro. Mi pequeña confiaba, era buena, inocente. Cuando Ramiro abrió la puerta, Catalina apenas levantó la vista desde la cama. El cuarto, que solía oler a flores, se llenó de un aire agrio. Él se apoyó en el marco demasiado tiempo, mirándola. Avanzó despacio, cerrando la puerta sin ruido. Catalina se encogió, abrazando a Cuchi contra el pecho.
La oscuridad, que antes era apenas un manto suave de sombra, se volvió más espesa, más viva… como si mirara. Las paredes parecieron cerrarse. El frío se coló por cada rincón, helando incluso lo intangible de mi presencia. Entonces lo vi: sus ojos, sus intenciones. Y yo… yo no podía detenerlo. Solo presenciar, atrapado entre el amor y la impotencia, mientras se acercaba a lo que más amaba en el mundo.
Tiró hacia un lado la colcha y la vio tiritar. Con una sonrisa se acercó el índice a los labios haciendo una señal de silencio. Los ojos de Catalina se agrandaron, una lágrima se deslizó solitaria. Al intentar alejarse, él la sujetó con fuerza, al tiempo que ahogaba su alarido con la palma de su mano sudorosa.
—¡Papá! —chilló ella, pateando.
Su voz me partió en dos. Intenté gritar. Aullé con cada partícula de lo que alguna vez fui, aunque no tenía garganta, ni pulmones, ni voz. Pero el aire… ni siquiera tembló. No hubo eco. No hubo respuesta. Solo el silencio cruel que acompaña a los muertos. Y, sin embargo, lo vi. Todo. Me lancé contra él una y otra vez, con la furia de una tormenta que no puede descargar su rayo. Fui viento sin fuerza, un trueno sin sonido. Las luces titilaron, desesperadas. Una ráfaga logró empujar el espejo de la mesita de noche, al caer estalló en pedazos cual grito contenido.
Él se detuvo un instante. Vaciló. Sus ojos buscaron algo que no podía ver. Algo dentro de él —quizá su instinto, quizá su culpa— tembló. Lo sentí. Por un segundo, me percibí más fuerte. Pensé que tal vez, tal vez… Pero no bastó. Mi furia, mi amor, mi desesperación, todo se estrellaba contra un muro invisible. Fui una presencia que el mundo ignoró. Y él… él volvió a moverse. Como si nada. Como si yo no existiera.
Cuando terminó, Catalina estaba rota. Yo también.
Esa noche no descansé, no lloré. Porque ya no era un padre. Era un vendaval atrapado en una habitación. Y prometí, por el amor que me unía a ella, que haría lo que fuera por no dejarla caer.
Desde entonces, cada vez que ella se miraba al espejo con vergüenza, yo le susurraba amor. Cada vez que lloraba en silencio, hacía que el viento acariciara su mejilla como cuando era niña. Cada vez que pensaba en morir, yo le empujaba un recuerdo, una canción. No pude evitar el daño. Pero aún podía amar. Y el amor, aunque no lo cure todo, es a veces lo único que sostiene a alguien vivo.
Los meses avanzaban, Catalina tardaba en dormir, se había vuelto rutina: acostarse tarde, revisar nuestras fotos una y otra vez, hundirse bajo las sábanas tratando de desaparecer. Las cicatrices no se veían, pero dolían más que nunca. Finalmente, el cansancio venció al miedo. Cerró los ojos.
En el sueño, la nieve se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Catalina buscó a su alrededor temblando. Entonces lo percibió: un aroma a lilas, suave e imposible en aquel desierto helado. Lo siguió, como quien persigue un recuerdo, y allí estaba yo, esperándola. El cielo era del color que tienen los sueños antes del amanecer: ni noche ni día. Ella tenía doce años, pero la misma expresión de cuando era pequeña y se perdía en los pasillos de las tiendas: vulnerable, buscando seguridad.
—Papá —susurró.
No me preguntó por qué estaba ahí. No preguntó cómo. Solo corrió hacia mí. La abracé, no fue solo contacto, sino una calidez que surgía desde lo más profundo, como volver a nacer. Por primera vez desde la muerte, la sentí. No como un recuerdo. Su cuerpo temblando contra el mío. Su llanto contenido.
—No fue tu culpa —le dije, apoyando mi mano sobre su cabeza.
Ella se aferró a mí como si pudiera desvanecerme.
—Me siento asquerosa, destruida…
—No lo estás. Catalina, escúchame: lo que te pasó no te define. No eres eso. Eres mi hija. Eres luz. Eres una imparable fuerza de la naturaleza.
Se mantuvo en silencio. Los sueños no duran mucho, pero allí, en ese espacio suspendido, el tiempo pareció obedecer al corazón.
—¿Vas a irte? —preguntó.
—Algún día. Pero no hoy. Ahora estoy aquí. Y cada vez que necesites recordar quién eres, volveré, aunque sea solo en sueños.
La besé en la frente. Ella cerró los ojos.
Cuando despertó, las sábanas estaban húmedas por las lágrimas. Pero respiraba distinto. No sonreía aún; sin embargo, algo en su pecho se había abierto. Y yo, desde el rincón de su habitación, invisible, pero presente, sentí algo parecido a la esperanza.
Pasaron cuatro años. Catalina ya no era la misma. No había vuelto a hablar del tema. A nadie. Sin embargo, escribía, lo hacía cada noche, como si sus manos pudieran sacar el veneno que su garganta no dejaba salir.
Yo, desde la esquina del cuarto, la observaba. Mi pequeña se reconstruía en silencio. Palabra por palabra.
El día de la graduación, Catalina subió al escenario del auditorio escolar. Tenía diecisiete años. El agresor estaba entre el público, confiado, riendo con Claudia.
Catalina se aclaró la voz. Sostenía una hoja.
—Quiero leer algo —dijo.
Nadie esperaba lo que vino después. Leyó su historia. No mencionó nombres. No al principio. Solo hechos. Dolor. El cuarto. El silencio. El miedo. El auditorio calló. Una profesora se llevó la mano a la boca. Un padre de familia dejó caer sus llaves. Y entonces, Catalina levantó la mirada y dijo el nombre. Claro. Firme. Como si al pronunciarlo rompiera una cadena. El micrófono devolvió un largo zumbido.
Él se levantó, trató de defenderse. No pudo, Catalina había encendido algo en el aire. Las voces se alzaron. Claudia lloraba y se hundía en el asiento, golpeó a Ramiro y lo echó del lugar. Luego de ser denunciado, la policía abrió una investigación. Y lo más importante: Catalina ya no callaba.
Al regresar a casa, se encerró en su habitación y se miró al espejo. Yo estaba allí, invisible, pero cuando ella murmuró: «Gracias, papá». Por primera vez desde que fallecí, una paz profunda y luminosa me envolvió… una paz tan pura, tan honda, que solo se compara con aquel instante sagrado en que sostuve a Catalina en mis brazos por primera vez. Ese cuerpecito temblando de vida y su aliento tibio acariciando mi cuello. Fue como si, por un momento eterno, el amor rompiera la barrera entre este mundo y el otro… y yo volviera a ser su padre, completo, presente, vivo.
Catalina dormía tranquila. Su respiración era profunda, serena. Ya no tenía pesadillas. Había pasado mucho tiempo desde que necesitaba dejar una luz encendida.
Lo supe en cuanto la vi. Esta vez el sueño era diferente. No estábamos en ningún lugar que conociera, pero el aroma de las lilas nos envolvía. Era un espacio sin forma, pero lleno de una luz suave, como si el amor mismo habitara ahí.
Ella me miró y sonrió.
—Hola, papá.
Me acerqué y noté que mi figura ya no era difusa. Catalina podía verme con claridad. Lo sentía.
—Has crecido tanto —dije, acariciando su mejilla—. Y ahora… ya no me necesitas.
Catalina bajó la vista, sus comisuras se tensaron, una lágrima descendió por su mejilla, respiró hondo y negando con la cabeza, afirmó:
—Siempre te voy a necesitar, cada día.
—No como antes. Eso está bien.
Nos sentamos juntos en el suelo de la nada. Como padre e hija, una última vez.
—No fue justo que te fueras —dijo ella.
—No, no lo fue. Pero el amor… el amor me mantuvo cerca. Tú me diste algo que ni la muerte pudo quitarme: propósito.
Catalina cerró los ojos y se apoyó en mi hombro.
—¿Esto es una despedida?
Me demoré en contestar.
—Sí. Pero no un adiós. Cuando me pienses, cuando me sueñes, estaré ahí. Aunque ya no me veas. Aunque ya no me escuches.
Me levanté, Catalina, también. Nos abrazamos intensamente, como si quisiéramos memorizar la forma del otro. Entonces la luz se volvió más intensa. Sentí una calidez que no venía del sol ni del cuerpo: venía de lo eterno. El amor me empujaba hacia arriba. Catalina me soltó con lágrimas en los ojos, pero con una sonrisa.
—Te amo, papá.
—Te amo, hija. Siempre.
Y ascendí.
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